Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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En cuanto las ciudades griegas hubieron jurado obediencia a Alejandro, se preparó para la conquista de Persia, aunque tenía un ejército de tan solo 34 500 hombres. Sin embargo, estaban muy bien entrenados y prometían ser más poderosos en el campo de batalla que el millón de guerreros de Jerjes.
Alejandro, en su gozo al partir, hizo ricos presentes a todos, hasta que uno de sus consejeros le recordó con modestia que su tesoro tenía un límite, y que no le quedaría nada de lo que tenía si lo repartía a los demás.
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—¡Más quisiera! —respondió Alejandro con orgullo, pues esperaba conquistar no solo Persia y Asia Menor, sino todo el mundo conocido.
Mientras su ejército marchaba por la costa y a través del Helesponto, Alejandro, atendido por unos pocos seguidores, navegó directamente a Troya, la antigua ciudad de Asia.
Desembarcó en la llanura donde la soberbia ciudad había estado hacía siglos, visitó todos los escenarios del famoso conflicto y ofreció sacrificios en la tumba de Aquiles, mientras su amigo Hefestión hacía lo mismo en la de Patroclo.
Tras aquel peregrinaje a la tumba de su antepasado, Alejandro fue corriendo a unirse al ejército, pues deseaba emular a los antiguos griegos y obtener una gloriosa victoria.
Sus deseos no tardaron en cumplirse, pues no pasó mucho tiempo hasta enfrentarse a un ejército persa cerca del río Gránico, donde tuvo lugar una terrible batalla. El propio Alejandro participó en la lucha y sin duda habría muerto si no hubiera sido por su amigo Clito, el hermano de su nodriza, que fue en su auxilio y le salvó la vida.
A pesar del ejército del ejército persa, mucho más grande que el suyo, Alejandro obtuvo una victoria absoluta en el Gránico. Entonces, marchando hacia el sur, tomó las ciudades de Sardes y Éfeso sin tener que luchar. Estas ciudades eran muy ricas y ofrecieron por su propia iniciativa pagarle el mismo tributo que habían estado pagando a los persas.
Sin embargo, Alejandro no aceptó el tributo, sino que les dijo que usaran el dinero para reconstruir el templo de Ártemis que se había quemado la noche que él nació. Como la estatua sagrada de la diosa se había salvado, los efesios construyeron otro templo magnífico, que más tarde visitaría a menudo san Pablo y, como escribió una carta a los efesios, ad Ephesios en latín, se quedó la palabra «adefesio» por las penalidades que pasó mientras estuvo allí.
Desde Sardes y Éfeso, Alejandro siguió marchando hacia la provincia de Caria, donde la reina le dio la bienvenida, lo adoptó como su hijo e incluso le ofreció a sus mejores cocineros para que pudieran cocinar para él durante la campaña. Alejandro se lo agradeció, pero rechazó la oferta, pues decía que su maestro Aristóteles le había dado la mejor receta que podía imaginar.
La reina, cuyo apetito era caprichoso, le preguntó por esa receta, y Alejandro respondió con una sonrisa:
—Marchar antes del alba es la mejor salsa para el almuerzo, y un almuerzo ligero es la salsa apropiada para la cena.
Si Alejandro hubiera tenido siempre en cuenta el consejo de Aristóteles, quizá no habría muerto tras un banquete excesivo a los treinta y dos años, aunque es difícil saber cuál fue la causa exacta de su muerte.
«Los brillantes comienzos de Alejandro» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com