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Pigmalión

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

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En los días en que el mundo era joven y cuando los dioses caminaban sobre la Tierra, reinaba en la isla de Chipre un rey que era un gran escultor, llamado Pigmalión. En la mujer él solo veía la perdición del hombre: creía que las mujeres desviaban a los hombres del camino para el que estaban destinados.

Mientras que el hombre caminara solo, caminaría libre. Solo, el hombre podría vivir para su arte, podría combatir cada peligro que le saliera al encuentro, podría escapar sin daño de cada obstáculo de la vida. Pero la mujer era la hiedra que va trepando por el roble y lo acaba ahogando. Ninguna mujer —se juró Pigmalión— le obstaculizaría a él.

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Así pues, poco a poco, entre todos esos pensamientos, llegó a odiar a las mujeres, y, libres su corazón y mente, su genialidad obró tales estatuas que se convirtió en el rey de los escultores. Su única pasión era su arte, y con eso le bastaba. De los enormes bloques de mármol era capaz de sacar la más perfecta apariencia de hombres y mujeres, y de cualquier cosa que le pareciera sublime y digna de representar y conservar.

Cuando hoy miramos la Venus de Milo, la Diana de Versalles o el Apolo Belvedere, podemos imaginarnos el tipo de obras que el gran escultor de Chipre era capaz de sacar de los inertes bloques de mármol.

Un día, ocupado como de costumbre con su martillo y su cincel, se le vino la apariencia de una mujer, y no supo cómo ocurrió. Lo único que sabía era que en aquella enorme masa de piedra blanca parecía estar prisionera una mujer, y él debía liberarla. Despacio, poco a poco, la mujer fue apareciendo, y él no tardó en ver que era la cosa más hermosa que nadie hubiera hecho jamás.

Todo lo que él pudiera haber imaginado que una mujer debía ser, esta mujer lo era, y más. Su aspecto y rasgos eran la suma perfección, todo ello tan perfecto que Pigmalión pensó que, si fuera una mujer y no una estatua, incluso su alma sería perfecta. Por ella trabajó como nunca antes había trabajado.

Finalmente llegó el día en que una cincelada más sería un insulto para aquella obra exquisita que había creado. Soltó el cincel y se sentó para contemplar a aquella mujer perfecta, que parecía mirarle a él. Tenía los labios un poco separados, como si estuviera a punto de hablar, sonriendo; sus manos parecían querer coger las de él. Entonces Pigmalión se tapó los ojos y por primera vez él, que tanto había odiado a las mujeres, se enamoró de una mujer… una mujer de frío mármol. Las mujeres a las que había desdeñado habían quedado vengadas.

Día tras día, su pasión por la mujer de su propia creación crecía y crecía. Sus manos ya no sostenían el cincel, sino que permanecían ociosas. Solo se dedicaba a estar allí, bajo los grandes pinos, mirando a través del azulado mar, con extraños sueños de que la mujer de mármol caminaba por las olas con los brazos extendidos, con sus labios sonrientes, y que llegaba a convertirse en una cálida mujer de carne y hueso al llegar a la blonda arena, y el brillante sol de Chipre le acariciaba el marmóreo cabello y lo transformaba en cabellos rubios como el oro.

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Con esa ensoñación, él se volvía corriendo a su taller, solo para ver que el milagro no se había hecho realidad, y se consolaba besando con pasión sus frías manitas y colocando a sus pies regalos: brillantes conchas y exquisitas piedras preciosas, pajarillos de colores y fragantes flores, brillante ámbar y cuentas que resplandecían con las más hermosas combinaciones de colores que cualquier artista pudiera pensar.

Y aun así quería más, pues gastó grandes sumas de dinero en ricas perlas que le puso en las orejas y por todo el cuello, y los mercaderes no podían sino preguntarse intrigadísimos quién sería la mujer en la que Pigmalión dilapidaba su fortuna.

Un día se le ocurrió que debía ponerle un nombre: Galatea. Y todas las noches le parecía que las plateadas estrellas se alineaban en el cielo para dar a conocer a todos sus súbditos el nombre de su amada: Galatea. Y los días en que soplaban violentas tempestades por los desiertos de Arabia y las blancas olas azotaban las rocas de Chipre, el propio espíritu de la tempestad parecía gemir de añoranza y anhelo: «¡Galatea! ¡Galatea!».

Para Galatea compró un diván de púrpura de Tiro, cubierto de mullidos cojines, y en ellos posó la hermosa cabeza de aquella mujer de mármol que él amaba.

Entre todas estas extravagancias pasó el tiempo hasta que llegó el festival de Afrodita. De todos los altares ascendía el humo de las ofrendas, y el olor del incienso se mezclaba con la fragancia de los grandes pinos, y los animales para los sacrificios iban cargados de guirnaldas hacia los templos.

Como el líder de su gente, Pigmalión cumplió fielmente y sin fallo todos los ritos correspondientes, y tras ello se marchó solo al altar para rezar. Nunca antes había titubeado al pronunciar sus plegarias ante los dioses, pero aquel día no habló como el rey que era, sino como un niño temeroso de pedir lo que deseaba.

—¡Oh, Afrodita! —dijo—. ¡Tú, que todo lo puedes, concédeme, te lo suplico, una esposa como mi Galatea!

No se atrevió a decir «Concédeme a mi Galatea por esposa», pero Afrodita sabía bien cuáles eran las palabras exactas que guardaba en su corazón, y sonrió al pensar que finalmente Pigmalión se había arrodillado por una mujer. Como muestra de que había escuchado su plegaria, hizo relampaguear las llamas de las antorchas. Pigmalión se marchó a casa, sin atreverse a dar rienda suelta a su esperanza.

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Ya al anochecer entró en la habitación que había consagrado a Galatea. En el diván de púrpura seguía ella, y, al entrar, a Pigmalión le pareció que su mirada se cruzaba con la de ella, y casi parecía que le sonreía, como dándole la bienvenida.

Él fue hacia ella, se arrodilló a su lado y la besó en aquellos gélidos labios de mármol. Tantas veces lo había hecho en el pasado, y siempre había sido como si aquellos labios inertes le transmitieran el frío hasta lo más profundo de su pecho, pero esta vez fue muy diferente y los labios no se sintieron fríos.

Fue a tomarle una mano, y no la sintió fría y pesada y rígida, sino cálida, suave y llena de vida. Fue a acariciarle los marmóreos cabellos, y por primera vez eran suaves y llenos de rubios rizos.

Una vez más, con la misma reverencia con que aquel mismo día había ofrendado a Afrodita en el altar, Pigmalión le besó los labios. Y entonces Galatea, con sus mejillas cálidas y rosadas, abrió los ojos de par en par y miró alegre a Pigmalión.

Esta es la historia de Pigmalión y Galatea. Lo único que sabemos a partir de aquí es que vivieron muy felices y tuvieron un hijo, Pafos, en cuyo honor recibe su nombre la ciudad consagrada a Afrodita. Es probable que la diosa sonriera de cuando en cuando al ver a Pigmalión, que una vez había despreciado a las mujeres, desviviéndose por la mujer que había creado con sus propias manos.

«Pigmalión» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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