Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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De Apolo, el dios del sol, y de Clímene, una hermosa oceánide, nació en las agradables tierras de Grecia un niño al que llamaron Faetón, el resplandeciente. Los rayos del sol parecían vivir entre los rizos de aquel intrépido niño y, cuando al atardecer otros niños buscaban las frescas sombras de los cipreses, Faetón mantenía la cabeza bien alta y miraba sin temor al cielo color bronce, y entonces le latía el corazón de la emoción.
—¡Contemplad a mi padre conducir el carro del sol por los cielos! —les decía orgulloso—. No pasará mucho tiempo cuando yo también conduzca esos corceles.
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Los mayores escuchaban aquellas jactancias con una sonrisa, pero, cuando Épafo, hermano de Apolo, las hubo oído demasiadas veces y vio que Faetón iba haciéndose cada vez más arrogante y actuaba como si él mismo fuera uno de los inmortales, se enfureció en su corazón. Un día se presentó ante Faetón y le habló con desdén:
—¿Dices que eres hijo de un dios? ¡Lo que eres es un presuntuoso sinvergüenza y un mentiroso! ¿Acaso has hablado alguna vez con tu padre divino? Danos alguna prueba de lo que llevas años diciendo. No eres tú más hijo del glorioso Apolo que los gusanos de la tierra, a los que el sol caliente entre la arena a mis pies.
Por un momento, ante aquel cruel reproche, el muchacho se quedó afligido y en silencio, y entonces se le inflamó el orgullo en el pecho y su joven voz, temblorosa por la furia y la amarga vergüenza, gritó:
—Tú, Épafo, eres el mentiroso. No tengo más que pedírselo a mi padre, y tú me verás pronto conducir su carro dorado por los cielos.
Fue corriendo hacia su madre para curar su orgullo herido, igual que cuando era un niño pequeño iba ante ella para curarse los arañazos y rasguños, y con todo su corazón le expuso la situación a Clímene.
—Es verdad —dijo— que mi padre nunca se ha dignado a hablar conmigo, y aun así sé, porque me lo has dicho tú, que Apolo es mi padre. Y ahora mi palabra queda comprometida. Si Apolo no me deja conducir sus corceles, quedaré para siempre como un fanfarrón y un mentiroso, lleno de vergüenza entre los hombres.
Clímene oyó su queja con pesar: su hijo era tan joven, tan gallardo, tan necio…
—De verdad que tú eres el hijo de Apolo —le dijo—. ¡Ay, hijo mío de mi corazón! Tu belleza es la suya, y tu orgullo, el orgullo del hijo de los dioses. Aun así, solo eres medio divino y, aunque tu orgulloso coraje se atrevería a todo, sería una locura pensar en llevar a cabo una tarea que solo un dios puede hacer.
Pero finalmente le dijo:
—De nada sirve lo que yo te pueda decir. Ve a buscar a tu padre y pídele lo que deseas.
Entonces le dijo cómo encontrar el lugar en el este donde Apolo descansaba hasta que su trabajo diario comenzaba, y con gran alegría Faetón puso rumbo hacia allí. Viajó mucho sin parar en ningún momento y, aun así, cuando ya veía a lo lejos la resplandeciente cúpula y enjoyadas torrecillas y minaretes del palacio del sol, ni se dio cuenta de lo que cansado que estaba, sino que fue corriendo por el empinado camino hasta el hogar de su padre.
Febo Apolo, cubierto de púrpura que resplandecía como el fulgor de una nube en el cielo del atardecer, estaba sentado en su trono dorado. El Día, el Mes y el Año estaban ante él, y junto a ellos estaban las Horas. La Primavera estaba allí, con la cabeza coronada de flores; el Verano, coronado de granos maduros; el Otoño, con los pies morados por el jugo de las uvas; y el Invierno, con su cabello blanco y tieso por la escarcha.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Mientras Faetón subía los dorados peldaños que llevaban ante el trono de su padre, parecía que la propia Juventud había acudido a unirse a la corte del dios del sol, y que era algo tan hermoso que debía vivir por siempre. Con orgullo Apolo lo reconoció como su hijo y, cuando el muchacho le miró a los ojos con la arrogante temeridad de la juventud, el dios le dio la bienvenida con amabilidad y le pidió que le dijera a qué había ido y qué deseaba.
Igual que a Clímene, así también a Apolo le contó la historia Faetón, y su padre escuchó, en parte orgulloso y entusiasmado, en parte con perpleja irritación. El muchacho terminó la historia y entonces, ya sin aliento, ojos brillantes y acaloradas mejillas, concluyó:
—Así que, ¡oh, luz del mundo infinito!, si de verdad soy tu hijo, que sea como he dicho y, por un día solo, permíteme conducir tu carro por los cielos.
Apolo negó con la cabeza y respondió serio:
—Ciertamente eres mi hijo amado, y por el temible Éstige, el río de la muerte, juro que te concederé cualquier regalo que pidas, que será la prueba de que tu padre es el inmortal Apolo; pero nunca ni a ti ni a ningún otro, mortal o inmortal, le permitiré conducir mi carro.
Pero el muchacho insistió:
—Entonces seré humillado por siempre, padre. ¡No creo que quieras que tu hijo quede de mentiroso y fanfarrón!
—Ni siquiera los propios dioses pueden llevar a cabo esta tardea —respondió Apolo—. ¡No! Ni siquiera el poderoso Zeus. Ninguno más que yo, Febo Apolo, puede conducir el llameante carro del sol, pues el recorrido está lleno de peligros que ninguno otro conoce.
—¡Pues dímelo a mí, padre! —gritó Faetón—. Aprenderé rápido.
Algo triste, Apolo sonrió.
—La primera parte es cuesta arriba —dijo—, tan empinada que los caballos empiezan subiendo muy despacio. En lo alto de los cielos está la mitad del camino, tan alto que incluso a mí me da vértigo al mirar hacia la tierra y el mar. Y el último tramo es un precipicio tan escarpado que mis manos apenas pueden tener bajo control a los caballos casi desbocados. Mientras tanto, el cielo gira alrededor, y las estrellas con él. Tengo que conducir junto a los cuernos de Tauro, pasando Libra, cuyo arco está listo para disparar, muy cerca de donde Escorpio extiende sus brazos y las pinzas del gran Cáncer están al acecho de alguna presa…
—¡Nada de eso temo yo, padre! —gritó Faetón—. Concédeme solo por un día conducir el carro gobernando los blancos corceles.
Con gran pesar Apolo lo miró, y durante un momento estuvo callado.
—Esas manitas humanas —empezó a decir finalmente—, ese cuerpecito de humano… ¡y dentro, el alma de un dios! ¡Qué lástima, hijo mío! ¿Es que no eres consciente de que lo que me estás pidiendo es la muerte?
—¡Antes la muerte que la deshonra! —dijo Faetón, y añadió con orgullo—: Por una vez conduciría cual dios, mi padre. ¡No tengo miedo!
De esta forma Apolo se dio por vencido, y Faetón consiguió cumplir el deseo de su corazón.
El pódcast de mitología griega
Desde el patio del palacio, entraron los cuatro caballos blancos, y cocearon y relincharon fuerte mostrando su fuerza. Iban tirando del carro con eje y poste y ruedas de oro, con radios de plata y, por dentro, hileras de diamantes y crisólitos que resplandecían a la luz del sol.
Entonces Apolo ungió la cara de Faetón con una poderosa esencia ignífuga para que el sol no lo abrasara, y sobre la cabeza le colocó los rayos del sol. Entonces las estrellas se marcharon, incluso el lucero del alba, que fue la última en irse, y, a la señal de Apolo, la Aurora de rosados dedos abrió las púrpuras puertas del este, y Faetón vio el camino ante él.
Con un grito de júbilo, el muchacho saltó al carro y echó mano a las doradas riendas. Entonces oyó las palabras de Apolo:
—Sujeta bien las riendas y no uses la fusta. Vas a necesitar toda la fuerza para contener a los caballos. No vayas ni muy alto ni muy bajo: el camino del medio es el más seguro y el mejor. Sigue, si puedes, las marcas dejadas por las ruedas de mi carro.
Faetón le dio las gracias por aquel favor divino, y Apolo lo vio desaparecer hacia el alba, que aún era tenue como las plumas del pecho de una paloma.
Al principio los blancos corceles fueron hacia arriba, y el fuego que les salía de la nariz salpicaba del color de las llamas las oscuras nubes que flotaban sobre tierra y mar. Con éxtasis, Faetón sintió ser realmente el hijo de un dios, y que por fin estaba disfrutando de ese beneficio.
El día que había estado anhelando toda su corta vida había llegado por fin. Conducía el carro cuyo progreso iba despertando la tierra dormida. El fulgor de las ruedas y de los rayos que llevaban en la cabeza iba pintado las nubes, y reía fuerte por el éxtasis conforme veía, al mirar hacia abajo, el mar y los ríos en que se había bañado de niño, cómo reflejaban el verde y el rosa y el púrpura y el dorado y el plateado y el feroz carmesí que él, Faetón, iba esparciendo por el cielo.
La grisácea neblina iba cayendo desde las cimas de las montañas a su voluntad sobre los valles. Todos los seres vivos se despertaban, las flores abrían los pétalos, el grano se volvía dorado, la fruta maduraba. ¡Ahora iba a ver Épafo! Sin duda ya debía de estar viéndolo y dándose cuenta de que no era Apolo, sino Faetón, el que iba guiando los caballos de su padre, conduciendo el carro del sol.
Más rápido y cada vez más, iba acelerándose el trotar de los blancos corceles. Finalmente dejaron atrás las brisas de la mañana, y no tardaron en darse cuenta de que no eran las manos del dios, su amo, las que sujetaban las doradas riendas. El carro empezó a desestabilizarse, y el muchacho, no solo con su escaso peso, sino también con su débil agarre de las riendas, hizo que los caballos se desbocaran ávidos de velocidad. Salía volando la blanca espuma desde sus bocas, como si fueran las olas del mar furioso, y su trote era raudo como el de un rayo arrojado por el mismo brazo de Zeus.

Tras nueve años de asedio y no mucha actividad guerrera, los griegos aún confían en tomar la ciudad de Troya. Todo se precipita con la famosa cólera de Aquiles: el gran rey Agamenón deshonra al mejor de los griegos, que entonces se niega a luchar contra el enemigo. Sin su lanza, el ejército griego no es rival para los soldados de Héctor, el gran comandante troyano. Comienzan los duelos de los héroes de ambos bandos y las hazañas de héroes como Áyax, Diomedes y Odiseo. Sin embargo, los griegos solo podrán conquistar Troya cuando Aquiles deponga su cólera y regrese al campo de batalla. 👉 Seguir.
Aun así, Faetón no tenía miedo y gritó a los caballos en medio de su frenesí:
—¡Más rápido, mis valientes! ¡Más rápido todavía!
Entonces los caballos prosiguieron marchando hacia delante, desbocados y cegados. Era imposible que corrieran por el cauce marcado, y finalmente Faetón cayó, en medio de su locura, en que se habían desviado y que sus manos no eran lo suficientemente fuertes como para volver a encauzarlos.
Pasaron cerca de la Osa Mayor y de la Menor, y se quemaron por el calor. La fría Serpiente, que, aletargada e indemne, yace enroscada alrededor del Polo Norte, sintió un calor que hizo que se enrabietara. Los corceles galopaban en su locura hacia abajo, y pronto Faetón vio el mar como un escudo de bronce fundido, y la tierra tan cerca, que todas las cosas en ella eran visibles.
Cuando pasaron por Escorpio y apenas hubieron escapado a la destrucción de sus amenazantes garras, el miedo se apoderó del corazón del muchacho. Su madre le había dicho la verdad: él era solo medio divino, y era demasiado joven. En medio del impotente terror tiró de las riendas para tratar de frenar el descenso de los caballos, pero entonces, olvidando la advertencia de Apolo, los golpeó enfurecido.
Pero su furia se topó con la furia de los inmortales corceles, encolerizados por el trato del muchacho mortal. Con un fuerte tirón que dieron con la cabeza, le quitaron las riendas de las manos, y Faetón se quedó en el carro dando tumbos de un lado para otro, y entonces supo que también su padre le había dicho la verdad: que aquello iba a ser su muerte.
Y efectivamente fue una muerte horrorosa, pues, con ojos que eran como llamas que le abrasaban el cerebro, el muchacho contemplaba el terrible caos que su soberbia había causado. El flameante carro del sol había convertido las nubes en humo y había secado los ríos y manantiales. Las montañas estaban coronadas de llamas, y grandes ciudades habían sido destruidas.
La hermosura de la tierra había quedado devastada, con sus praderas y bosques arrasados. Las cosechas estaban perdidas; el ganado y quienes lo cuidaban yacían muertos. Los caballos lo llevaron hasta Libia, y hasta hoy permanecen los efectos en el desierto libio, y todavía hoy los etíopes que sobrevivieron tienen la piel como quemada por el calor abrasador.
El Nilo cambió su curso para escapar, y las ninfas y nereidas, aterrorizadas, buscaron refugio en las aguas que hubieron escapado a la destrucción. La superficie de la tierra quemada y ennegrecida, donde los cuerpos de miles de hombres yacían carbonizados, se resquebrajó y por primera vez dejó pasar la luz hasta el trono del mismísimo Plutón.
Todo esto lo vio Faetón en medio de la impotente agonía de su alma. Su insensatez pueril y su orgullo habían sido enormes, pero la mortificante angustia que hizo que llorara sangre fue demasiado incluso para cualquier dios que comete un error.
Entre el caos a su alrededor, la Tierra finalmente miró hacia arriba y, con el rostro ennegrecido y una voz dura y afligida, llamó a Zeus para que mirara desde el Olimpo y contemplara la ruina que había causado el carro del sol. Y Zeus, el amontonador de nubes, miró hacia abajo y lo vio.
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Al ver la lamentable devastación, se encolerizó terriblemente contra el que había sostenido las riendas del carro. Llamó a Apolo y a todos los demás dioses para que fueran testigos y tomó un rayo, y por un momento el inmortal Zeus y todos los habitantes del Olimpo miraron el feroz carro en el que iba montado el esmirriado y aterrorizado muchacho. Entonces, el dios arrojó el rayo y el carro quedó hecho pedazos, y Faetón, con sus dorados cabellos en llamas, cayó desde los cielos, como una estrella fugaz, hasta el río Erídano.
Los corceles regresaron con su amo, Apolo, que, enfurecido y afligido, los ató reciamente. También con furia habló del castigo que había impuesto a su hijo el rey de los inmortales, aunque en realidad aquel castigo fue un favor. Faetón era solo medio divino, y ningún humano puede vivir tras el día de terrible angustia que había sido aquel.
Tan amargo fue el llanto de Clímene por su único hijo, y también el de sus tres hermanas, que los dioses las transformaron en álamos a las orillas del río y, cuando todavía lloran, sus lágrimas se convierten en ámbar conforme caen.
Alguien más lloró a Faetón. Cicno, rey de Liguria, amaba al apuesto muchacho, y continuamente se metía en las profundidades del río para sacar los restos carbonizados de lo que había sido el hermoso hijo de un dios, y les dio honorable sepultura. Aun así, no se contentó con rescatar todos los restos de su amigo, por lo que siguió visitando el río y metiéndose en él, siempre buscando algo más, hasta que los dios se apiadaron de su interminable pesar y lo transformaron en un cisne.
Todavía hoy puede verse al cisne nadando tristemente, como una barquita de velas blancas que lleva el cuerpo de un rey a descansar, y ocasionalmente se zambulle como si la búsqueda del joven que habría querido ser un dios no tuviera término.
Las náyades itálicas le erigieron una tumba a Faetón e inscribieron en la piedra estas palabras:
Faetón, auriga del carro de Febo,
Ovidio, Metamorfosis 2.327-328
azotado por el rayo de Jove, descansa bajo esta lápida;
no pudo gobernar el ígneo carro de su padre:
demasiado para él, esa gran aspiración.
«Faetón» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com