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Perseo y Andrómeda, la princesa y el monstruo marino

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A continuación tienes uno de los capítulos de Once Upon A Time: Children’s Stories From The Classics, de Blanche Winder.

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En uno de los países que Perseo había atravesado mientras volaba hacia la tierra de las gorgonas, vivían un rey y una reina que tenían una hija hermosísima llamada Andrómeda. La amaban más que a nada en el mundo, y la reina estaba tan orgullosa de ella que decía que era más guapa que todas las ninfas de las montañas y del mar juntas. Las ninfas del mar oyeron su jactancia y se enfadaron mucho, así que convencieron a Poseidón, que era el rey del mar, igual que Zeus era el rey del Olimpo, para que enviara un gran monstruo marino, semejante a un dragón, desde las cuevas del fondo del océano, para que se comiera a todo el que pudiera atrapar y sujetar con sus terribles garras.

Por tanto, una noche se oyó un triste alarido entre los pescadores de la playa. Dijeron que, mientras tendían las redes, habían visto al rey de las serpientes marinas salir de entre las olas a la luz de la luna y regresar al mar llevando en su malvada boca a una hermosa doncella. Esto volvió a ocurrir la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente.

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Después de varias semanas de terror, la gente del país dijo que debía haber alguna razón para que Poseidón les enviara una maldición tan terrible. Así pues, consultaron a una mujer sabia que vivía en un templo construido especialmente para ella y que podía responder a casi cualquier pregunta que le hicieran. Ella les dijo que todo el problema había surgido por la insensata jactancia de la reina, y que el monstruo marino seguiría comiéndose a la gente del país hasta que la bella princesa Andrómeda le fuera entregada.

¡Qué noticia tan terrible para el rey y la reina! Dijeron que nada les haría renunciar a Andrómeda. Pero el pueblo, que perdía a sus bellas hijas y a sus hijos noche tras noche, dijo que era preciso sacrificar a una doncella para salvar a cientos. Así pues, se dirigieron al palacio en una gran procesión, le ataron las manos a la pobre Andrómeda a la espalda, cantaron canciones a Poseidón, pero al mismo tiempo lloraron a su dulce princesa casi tan amargamente como lo hicieron el rey y la reina, y marcharon hacia el mar al atardecer. Allí la encadenaron a una gran roca al borde del agua, le pusieron coronas de flores alrededor del blanco cuello y sobre los hermosos cabellos, y la abandonaron.

En ese mismo momento, Perseo, con su brillante armadura, el casco emplumado en la cabeza y las alas de oro en los talones, llegó volando por las nubes rosadas del atardecer, llevando la cabeza de Medusa.

Oyó los tristes cánticos de la procesión y vio a aquella pobre y hermosa silueta encadenada a la roca, con las olas de la marea creciente bañándole ya los brazos y los hombros y agitando sus largos cabellos mojados, con las flores en ellos, arriba y abajo en la ondeante espuma. Voló hacia abajo, como un ave marina, y se quedó medio de pie, medio flotando sobre el agua. Entonces vio un salvaje remolino en el océano y la espalda escamosa y las grandes mandíbulas del monstruo, que nadaba por el mar hacia Andrómeda.

Emergió del agua, y hacia él se dirigió Perseo, como un águila sobre una liebre, y golpeó el cuello escamoso con su espada. El monstruo se volvió contra él con un rugido, y lucharon hasta que el mar se volvió todo espuma y las alas de los pies del príncipe estaban tan llenas de ella como los pétalos de una flor están llenos de rocío. Entonces saltó sobre una pequeña roca para asestar el golpe definitivo en el corazón del monstruo. La gran bestia experimentó un estremecimiento que sacudió toda la bahía como un terremoto, y poco a poco se fue agarrotando en el agua. Al poco rato se había hundido, muerta, bajo la superficie, y no podía verse nada de ella salvo lo que parecía una larga cresta rocosa que asomaba por encima de las olas, como si la cara y el pelo de Medusa hubieran convertido a la criatura en piedra.

Perseo apartó un momento la cabeza de la gorgona entre las algas para limpiarse las manos y la espada. Las algas se convirtieron en coral en el acto, para gran sorpresa de las ninfas del mar cuando descubrieron los bonitos brotes rosados de este nuevo material. Saltando de nuevo al lado de Andrómeda, cortó sus cadenas y la llevó a tierra, mientras ella se aferraba a él como si nunca fuera a soltarlo. El pueblo había visto todo lo sucedido desde la orilla y, cuando Perseo devolvió la princesa a los encantados rey y reina, estos dijeron, en su alegría y agradecimiento, que él, y solo él, era digno de convertirse en el esposo de Andrómeda.

La princesa estaba encantada de casarse con el valiente y apuesto príncipe que la había salvado, y enseguida se dispuso todo para la boda. Se prepararon los banquetes, se adornó el palacio con flores y los músicos sacaron sus cítaras de oro para cantar y bailar. Pero justo cuando todos estaban sentados al banquete, se oyó un ruido de pasos, de armas y espadas que chocaban fuera del palacio, y entró otro pretendiente de Andrómeda, llamado Fineo. Declaró que Andrómeda estaba prometida a él, y que había acudido con sus soldados para matar a Perseo y llevarse a su prometida.

Iba rodeado de seguidores armados, y parecía que iba a haber una gran batalla. Sin embargo, Perseo hizo que el rey y la reina, la princesa y todos los demás se pusieran detrás de él. Luego se dirigió solo hacia Fineo y, desenvainando la espada con una mano, sacó la cabeza de Medusa de su bolsa con la otra. Sosteniéndola en el aire, le dijo burlonamente a Fineo que diera un paso al frente y se ganara a la princesa en combate singular. Todos esperaban que Fineo se abalanzara sobre el risueño príncipe, pero el fanfarrón que había ido a reclamar a Andrómeda ni se movió ni habló: se había convertido en piedra al instante, ¡y todos sus soldados con él!

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Entonces se reanudó el banquete nupcial, que terminó con grandes vítores y cantos de alegría. La princesa Andrómeda se despidió con alegría de su padre y de su madre y partió con su esposo de cabellos dorados para presentarse a su madre, Dánae, que aún estaba en el país donde Perseo se había criado. Qué feliz se puso Dánae al volver a ver a su hijo; qué orgullosa se sintió cuando él le dijo que, en su bolsa, llevaba la cabeza de la gorgona; y, sobre todo, ¡qué alegría dar la bienvenida a una princesa tan hermosa como Andrómeda!

Pero el rey del país nunca había concedido a Dánae un momento feliz desde que su hijo la había abandonado en su peligrosa misión. Cuando Perseo se enteró de lo infeliz que había hecho a su madre todo el tiempo, se enfadó mucho. Fue a ver al rey y lo increpó con severidad. Pero el rey se limitó a reírse de él y una vez más dijo que no dejaría que Perseo le dictara nada a menos que le llevara la cabeza de Medusa.

No tenía ni idea de que Perseo ya había matado a la gorgona. En cuanto el rey hubo hablado así, Perseo sacó al momento la cabeza de la bolsa. El rey, al mirarla, se convirtió en una roca, allí donde estaba sentado, en su trono, y roca sigue siendo hasta el día de hoy.

Entonces Perseo se llevó a su madre y a su esposa al país de su abuelo y, haciéndose amigo del padre de Dánae, que ya era un hombre muy anciano, vivió felizmente con él durante muchos años.

Sin embargo, por extraño que parezca, tal como se había predicho, el príncipe de cabellos brillantes acabó matando a su abuelo, realmente por accidente, ya que un día un disco con el que el príncipe estaba jugando le dio al pobre anciano en la cabeza. Perseo estaba muy apenado por ello, y él y su madre lloraron sinceramente por el rey. Perseo se hizo ahora soberano del país, así que subió al trono y reinó durante mucho tiempo y con gran felicidad sobre su tierra. En cuanto a la cabeza de Medusa, se la dio a Atenea, que la colocó en el centro del escudo que le había prestado; y allí se veía siempre que Atenea volaba a la tierra para ayudar a los héroes que le eran queridos.

Y, por supuesto, devolvió las alas a Hermes y envió el yelmo de vuelta a Hades, con gran agradecimiento al oscuro rey del inframundo.

Hubo muchos príncipes valientes y brillantes en aquellos días, pero los inmortales no apreciaban a ninguno de ellos más que al que había nacido como un pequeño bebé de cabellos dorados en la torre construida de bronce.

«Perseo y Andrómeda, la princesa y el monstruo marino» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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