Este es un capítulo de Mitos griegos (original: Old Greek Stories, de James Baldwin), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
El tratado
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Minos, rey de Creta, había entrado en guerra con Atenas. Había aparecido con una gran flota y un ejército y había incendiado los barcos mercantes de la bahía y había devastado toda la región y la costa hasta Megara, que queda al oeste.
Había arrasado los campos y jardines alrededor de Atenas, había acampado cerca de las murallas y había enviado un mensajero a los gobernantes atenienses: que por la mañana marcharía sobre la ciudad con fuego y hierro y mataría a todos los hombres jóvenes y destruiría sus hogares e incluso el templo de Atenea que estaba en la Acrópolis.
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Entonces Egeo, el rey de Atenas, con sus doce consejeros, salió a ver al rey Minos para tratar de negociar.
—¡Oh, poderoso rey! —dijeron—. ¿Qué te hemos hecho, que vienes aquí para destruirnos por completo?
—¡Cobardes y sinvergüenzas! —respondió el rey Minos—. ¿Cómo os atrevéis a hacerme esa pregunta? Sin duda conocéis bien la causa de mi cólera. Tenía un hijo, Andrógeo, y me era más querido que las cien ciudades de Creta y las miles de islas del mar del que tengo el monopolio. Hace tres años vino hasta aquí para participar en los juegos que celebrasteis en honor a Atenea, cuyo templo tenéis construido ahí en lo alto. Sabéis bien que derrotó a todos los atenienses en los juegos, y que vuestro pueblo lo honró con canciones y danzas y una corona de laurel; pero cuando vuestro rey, el mismo Egeo que tengo aquí delante, vio que todos alababan a mi hijo, se corroyó de envidia y maquinó su muerte. Si él mismo hizo que lo mataran de camino a Tebas, o si, como algunos dicen, lo mató un toro salvaje cuando fue a enfrentarse a él por petición de Egeo, no lo sé; pero no podéis negar que el joven perdió la vida por culpa de las maquinaciones de Egeo.
—Sí que lo negamos. ¡Sí que lo negamos! —gritaron los ancianos consejeros—. Justo por aquel entonces, nuestro rey estaba de viaje en Trecén, al otro lado del mar Sarónico, y no sabía nada de la muerte del joven príncipe. Nosotros mismos nos ocupábamos de los asuntos de la ciudad mientras él estaba fuera, y sabemos de lo que hablamos. Andrógeo murió no por órdenes del rey, sino por culpa de los sobrinos del rey, que esperaban azuzarte contra Egeo para que lo echaras de Atenas y les dejaras el reino a ellos.
—¿Juráis que lo que decís es cierto? —dijo Minos.
—Lo juramos —dijeron.
—Bueno —replicó Minos—, en ese caso… Atenas me ha arrebatado mi tesoro más preciado, un tesoro que nunca podréis devolverme, por lo que, a cambio, exijo que Atenas me dé como tributo lo que es más preciado para su gente, y será destruido tan cruelmente como lo fue mi hijo.
—La condición es dura —dijeron los ancianos—, pero justa. ¿Cuál es el tributo que exiges?
—¿Tiene el rey algún hijo? —preguntó Minos.
El rostro del rey Egeo se quedó pálido y tembloroso cuando pensó en el bebé que se había quedado con su madre en Trecén, al otro lado del mar Sarónico; pero los ancianos no sabían nada de eso, y respondieron:
—¡Por desgracia, no! No tiene hijos, pero tiene cincuenta sobrinos que se comen su hacienda y anhelan el momento en que uno de ellos tome el trono, y, como hemos dicho, fueron ellos los que mataron al joven príncipe Andrógeo.
—Esos no me interesan —dijo Minos—: encargaos de ellos como os parezca. Me habéis preguntado qué tributo exijo, y os lo voy a decir. Cada año, a la llegada de la primavera, cuando las rosas empiezan a florecer, elegiréis a siete de vuestros muchachos más nobles y siete de vuestras doncellas más hermosas, y me las enviaréis en uno de los barcos del rey. Este es el tributo que me pagaréis a mí, Minos, rey de Creta; y como falléis una sola vez u os retraséis incluso un día, mis soldados vendrán a tirar vuestras murallas y arrasar vuestra ciudad y pasar a cuchillo a vuestros hombres y vender a las mujeres y niños como esclavos.
—Aceptamos el tributo, ¡oh, rey! —dijeron los ancianos—, pues es el menor de dos males; pero dinos: ¿qué será de los siete muchachos y las siete doncellas?
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—En Creta —respondió Minos— hay un edificio conocido como Laberinto, algo que nunca habéis visto. Dentro hay mil habitaciones con serpenteantes pasillos, y quienquiera que se adentre incluso un poco no es capaz de encontrar la salida. Allí irán a parar los siete muchachos y las siete doncellas, y allí se quedarán…
—¿A morir de hambre? —gritaron los ancianos.
—… hasta que los devore un monstruo al que los hombres llaman Minotauro —dijo Minos.
Entonces el rey Egeo y los ancianos se cubrieron la cara y lloraron y volvieron lentamente a la ciudad a contarle al pueblo las tristes y terribles condiciones gracias a las cuales Atenas se salvaría de la destrucción.
—Que mueran unos pocos es mejor que la destrucción total de la ciudad —dijeron.
El tributo
Fueron pasando los años. Cada primavera, cuando las rosas empezaban a florecer, montaban a siete muchachos y siete doncellas en un barco con las velas negras y los enviaban a Creta para pagar el tributo que exigía el rey Minos. Todas las casas de Atenas se llenaban de terror, y la gente alzaba las manos a Atenea y gritaba:
—¿Cuánto tiempo, ¡oh, Palas Atenea!, cuánto tiempo durará esto?
Mientras tanto, el niño que se había quedado en Trecén, al otro lado del mar, se había hecho un hombre. Su nombre, Teseo, estaba en boca de todos, pues había llevado a cabo extraordinarias hazañas, y finalmente llegó a Atenas para buscar a su padre, el rey Egeo, que nunca había tenido noticias de si estaba vivo o no; y cuando el joven se dio a conocer, el rey lo recibió en su casa y todos se alegraron de que un príncipe tan noble hubiera ido a vivir entre ellos y, llegado el momento, los gobernara.
El pódcast de mitología griega
Una vez más llegó la primavera. El barco de velas negras estaba aparejado para un viaje más. Los soldados cretenses desfilaban por las calles, y el heraldo del rey Minos estaba a las puertas gritando:
—¡Quedan tres días, atenienses, para el plazo del tributo de este año!
Entonces, todos cerraban las puertas de sus casas y nadie entraba ni salía, sino que se quedaban callados, pálidos, como si eso les diera más oportunidades de que nadie de su familia fuera escogido como tributo. Pero el joven príncipe Teseo no sabía a qué se debía aquello, pues nadie le había contado nada sobre el tributo.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿Qué derecho tienen los cretenses de exigir tributo a Atenas? ¿Y cuál es el tributo del que hablan?
Entonces Egeo se lo llevó aparte y, con lágrimas, le habló de la triste guerra con el rey Minos y los terribles términos de paz.
—No me hagas hablar más —dijo Egeo entre sollozos—: es mejor que mueran unos pocos para que la ciudad entera se salve.
—¡Ni hablar! —gritó Teseo—. Atenas no pagará tributo a Creta. Yo mismo iré con estos muchachos y doncellas y mataré al Minotauro, y desafiaré al propio rey Minos.
—¡No te precipites! —dijo el rey—, pues nadie de los que es arrojado a la guarida del Minotauro vuelve a ver la luz del sol. Recuerda que eres la esperanza de Atenas, así que no arriesgues la vida de esta forma.
—¿Tú dices que yo soy la esperanza de Atenas? —dijo Teseo—. Precisamente por eso debo ir.
Y empezó a prepararse inmediatamente. Al tercer día, todos los muchachos y doncellas de la ciudad fueron llevados al mercado para elegir a suertes a catorce de ellos. Pusieron allí ante el rey Egeo y los heraldos cretenses dos vasijas de bronce. En una pusieron tantas bolas como muchachos nobles había en la ciudad, y en la otra, tantas como doncellas, y todas las bolas eran blancas excepto siete en cada vasija, que eran negras.
Entonces iban los jóvenes sacando una bola sin mirar, y los que sacaban una bola negra eran llevados al barco de velas negras que estaba preparado aguardando en la costa. Cuando ya habían salido seis bolas negras entre los muchachos, Teseo dijo:
—¡Parad! No saquéis más bolas. Yo seré el séptimo muchacho. Ahora, vayamos al barco rumbo a Creta.
La gente, incluido el rey Minos, fueron a la costa a despedirse de los muchachos y las doncellas, a quienes no esperaban volver a ver; y todos excepto Teseo lloraban muertos de miedo.
—Nos volveremos a ver, padre —dijo.
—Eso espero —dijo el anciano rey—. Si, cuando el barco vuelva, veo una vela blanca en lugar de la negra, sabré que estás vivo; pero si veo la negra, eso me dirá que has muerto.
Así pues, el barco zarpó, el viento del norte sopló en las velas y los siete muchachos y las siete muchachas fueron por el mar hacia la terrible muerte que los aguardaba en la lejana Creta.
«El cruel tributo» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com