Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Alejandro volvió a Babilonia, donde se casó con Roxana, una princesa persa, cuya hermana se casó a su vez con el íntimo amigo de Alejandro, Hefestión. Esta boda fue celebrada con gran pompa, y dieciocho oficiales macedonios se casaron también con mujeres persas ese mismo día.
El banquete de las bodas se celebró durante días, y la parranda fue tan excesiva que Hefestión llegó a morir por los excesos.
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Como muestra de duelo, Alejandro le erigió una estupenda tumba, lo enterró con todo el esplendor posible e incluso decretó que en adelante había de ser venerado como un dios. Incluso los sacerdotes le otorgaban cualquier cosa que pedía en su locura, y constantemente le adulaban por cualquier cosa.
Entonces, Alejandro volvió a caer en sus viejos hábitos incluso más que antes. Volvió a adoptar toda la pompa de los reyes orientales y se sentaba en un maravilloso trono de oro, y en la cabeza se ponía la corona de oro que había pertenecido al primero de los reyes persas llamado Darío; tenía forma de viña, cuyas hojas eran esmeraldas y las uvas eran racimos de rubíes.
Esta corona se la había dado al rey persa el famoso Creso, el rico gobernante de Lidia, y fue considerada uno de los mayores tesoros que obtuvo el joven Alejandro.
Pero a pesar de todos los éxitos de Alejandro, ni de lejos era tan feliz como cuando era solo rey de Macedonia. Ya no disfrutaba de la salud que lo había ayudado a soportar las mayores penalidades y, debilitado por tanta comida y bebida, no tardó en caer gravemente enfermo.
Los médicos se arremolinaban alrededor de su cama, haciendo de todo por salvarlo, pero pronto vieron que moriría. Cuando los soldados macedonios se enteraron, llenos de pena y tristeza, pidieron ver a su líder por última vez.
En silencio fueron pasando junto a su cama, contemplando el rostro moribundo que habían visto tantas veces lleno de vida y energía. Como la mayoría de los soldados eran más viejos que el rey, nunca habían esperado sobrevivirle, y todos dijeron que era triste que muriera de esa forma, a los treinta y dos años, dueño de casi todo el mundo conocido.
Justo antes de morir, alguien le pidió a Alejandro que nombrara un sucesor. Dudó un momento, y entonces se quitó el anillo, se lo dio a Pérdicas, su principal general, y le susurró que el trono debía ser para el más poderoso de ellos.
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Todos lloraron la muerte de Alejandro, pues, a pesar de su locura y excesos, todos lo amaban. Incluso Sisigambis, la reina persa a la que había tomado prisionera unos años antes, lloró sobre su cuerpo y declaró que había perdido al protector que siempre la había tratado como si fuera su propio hijo.
El cuerpo del conquistado fue colocado en un ataúd de oro y llevado a Alejandría, la ciudad que había fundado en la desembocadura del Nilo. Allí se construyó una magnífica tumba por orden de Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro, que dijo que también su señor debía ser venerado como un dios.
Ptolomeo quiso que el cuerpo se quedara en Egipto porque un oráculo había dicho que el que enterrara a Alejandro se quedaría con su reino.
«Muerte de Alejandro Magno» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com