A continuación tienes uno de los capítulos de Once Upon A Time: Children’s Stories From The Classics, de Blanche Winder.
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Una hermosa mañana, en aquellos días muy lejanos en el tiempo, nació un niño precioso, hijo de una princesa aún más hermosa, en una pequeña habitación situada en lo alto de una torre de bronce.
Se pensaría que aquel era un lugar extraño para el nacimiento de un príncipe, pero lo cierto es que todo el asunto permaneció en el más absoluto secreto. La pobre princesa llevaba meses encerrada en la torre, solo porque su padre, el rey, no quería que se casara. Le habían dicho que algún día sería asesinado por su propio nieto, así que decidió que la mejor manera de evitarlo sería no permitir que su única hija se casara, de modo que nunca tendría nietos.
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Pero la princesa, cuyo nombre era Dánae, era tan hermosa que uno de los inmortales, al verla un día mientras volaba por el cielo, se enamoró de ella. Se dejó caer directamente sobre el techo abierto de la torre, oculto bajo la apariencia de una lluvia cuyas gotas eran como centelleantes fragmentos de oro. Él y la princesa se casaron inmediatamente, y la lluvia dorada caía alrededor de Dánae formando un precioso velo nupcial.
Cuando el rey se enteró de que, después de todo, tenía un nieto, decidió enviar al pobre niño fuera del reino sin demora. Hizo partir en dos un gran tonel y lanzó una de las mitades a las aguas de la bahía, donde se balanceaba como una gran bañera. Luego ordenó a sus guardias que fueran a la torre de bronce, llevaran a la princesa y al bebé a la playa y los lanzaran mar adentro en aquella extraña barca redonda.
Los guardias hicieron lo que se les había ordenado, y Dánae y su hijito se alejaron flotando en el mar. Era un bebé precioso, con el pelo tan dorado como las gotas de oro de la lluvia, la piel clara y los ojos azules. Su madre le había puesto por nombre Perseo y lo estrechaba entre sus brazos mientras el barril se balanceaba de aquí para allá sobre las olas.
Fueron navegando hasta que la tierra que habían abandonado se perdió de vista, pero frente a ellos se alzaban de pronto las montañas azules de otro país. La marea arrastró el barril hasta la orilla, y una gran ola lo levantó suavemente y lo llevó sano y salvo hasta la arena de una playa poco elevada.
Paseando por la playa había un pescador, y es fácil imaginar lo sorprendido que se quedó al ver a una princesa y a un bebé a sus pies en una barca como si fuera una bañera. Este pescador era el hermano del rey y pensó que nunca había visto a una mujer tan hermosa como Dánae. Le dio ropa seca y buena comida, y una habitación en su propia cabaña para vivir. Y allí creció Perseo, alto y fuerte, y más apuesto cada día de su vida.
Cuando este hermoso príncipe llegó a la edad adulta, el rey del país, que lo había visto a menudo con su madre, pensó que le gustaría casarse con la hermosa muchacha que vivía en la cabaña de su hermano, y le rogó a Dánae que se casara con él, pero Dánae se negó indignada. El rey la presionó para que consintiera, y el joven Perseo, enfadado porque veía que su madre estaba enfadada, acudió a su lado y declaró que nadie, rey o cortesano, importunaría a Dánae mientras él estuviera allí para protegerla.
Sin embargo, el rey se dirigió burlonamente al príncipe.
—Si eres tan fuerte y valiente —dijo—, ¡haz algo para demostrarlo! Por mi parte, no dejaré que me des órdenes a menos que vengas a mí con la cabeza de Medusa en la mano.
Perseo se sobresaltó sobremanera, pues Medusa era una de las tres hermanas llamadas gorgonas, que vivían lejos, en un país de colinas pedregosas y valles espantosos y oscuros. Las tres hermanas eran terribles, con colmillos como jabalíes, manos de bronce y fuertes alas de murciélago hechas de oro. Tenía serpientes vivas que le salían de la cabeza en lugar de pelo, y cualquiera que mirara su malvado rostro se convertía instantáneamente en piedra. ¿Cómo podría un ser humano matarla y llevarse su cabeza?
Pero Perseo pensaba que podía hacer cualquier cosa por su madre. Se irguió orgulloso y dio al rey una respuesta valiente.
—¡Lo haré! —dijo con los ojos brillantes, y entonces se fue a pensar cómo hacerlo.
Se dirigió a la orilla del mar, al mismo lugar donde, años atrás, había llegado, siendo un bebé, en un tonel. Empezó a oscurecer y, de repente, se oyó un ruido de alas y una luz preciosa, y por un momento pensó que se habían caído del cielo dos grandes estrellas. Entonces vio que allí, a su lado, estaban Atenea y Hermes: Atenea muy majestuosa con su brillante armadura, y Hermes sonriendo y agitando las alas de sus pies.
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Entonces le dijeron a Perseo que su propio padre era uno de los inmortales y que toda la gente resplandeciente del Olimpo se interesaba mucho por él. Y le dijeron que iban a ayudarle a conseguir la cabeza de la gorgona. Entonces Atenea le dio su propio escudo mágico, que era tan brillante como un espejo, y le explicó que, si no miraba a Medusa en persona, sino solo su reflejo en el escudo, no podría convertirlo en piedra. Y Hermes se quitó las alas de los talones y las ató a los pies de Perseo con correas doradas. También colocó sobre la cabeza del príncipe un casco oscuro, con plumas negras como el cielo de la noche. Pertenecía al mismísimo Hades, y quien lo llevaba se volvía invisible a voluntad.
Luego le desearon buena suerte y le dijeron que volara con las alas de Hermes a la tierra de las grayas, que le revelarían dónde vivían las terribles gorgonas. Así, con el yelmo en la cabeza, las alas en los pies y el escudo al brazo, Perseo saltó ligero sobre las olas del mar y voló, como un ave, a lo largo de las relucientes aguas, hacia el país de las grayas. Este país estaba todo oscuro por la niebla, y Perseo se sintió tristemente solo cuando se posó en una roca escabrosa y corrió a lo largo de los acantilados en medio de una niebla fría y espesa. De pronto, a través de la niebla, se oyó un murmullo bajo, como si unas ancianas estuvieran hablando entre ellas, y ninguna de ellas tenía dientes.
Entonces Perseo supo que debía de estar cerca de las grayas, porque le habían dicho que solo tenían un ojo y un diente entre las tres. Para ver algo tenían que prestarse el ojo unas a otras, y para comer algo tenían que prestarse el diente. ¡Qué vida más espantosa para tres ancianas en medio de la densa niebla! Pero, como no eran nada simpáticas y nunca hacían un gesto amable a nadie si podían evitarlo, quizá se lo merecían.
Pues bien, Perseo levantó la mano y se palpó el yelmo para asegurarse de que lo llevaba en la cabeza y de que, por lo tanto, era completamente invisible, y, acercándose a donde las oía hablar, se encontró cara a cara con las grayas, que discutían sobre cuál debía tener el ojo durante la siguiente media hora. Una de ellas lo sujetaba fuertemente con sus dedos enjutos, y las otras andaban a tientas, tratando de apoderarse de él, de modo que Perseo no tenía por qué preocuparse tanto de su casco al fin y al cabo. Por fin, la anciana que sostenía el ojo consintió en desprenderse de él. Lo sacó de donde lo ocultaba, bajo su capa, y una de sus hermanas le tendió sus dedos temblorosos. Veloz como un rayo, Perseo metió la mano por encima de la de la anciana y agarró el ojo. Y las asustadas grayas oyeron una voz clara que les ordenaba que dijeran dónde estaba el escondrijo de Medusa, ya que, si no lo decían, nunca recuperarían su preciado ojo.
Con voz asustada, contaron el secreto de inmediato. Entonces, Perseo les devolvió el ojo y, antes de que pudieran recuperarse de su miedo y asombro, partió de nuevo con sus alas mágicas, volando rápidamente hacia el país de las gorgonas.
Esta tierra era aún peor que la de las grayas. No se veía nada más que largas extensiones de arena, con árboles y flores y animales, todos convertidos en piedra. Cada vez que Medusa salía a pasear, dejaba tras de sí extrañas figuras, frías y duras como rocas. De pronto, Perseo se topó con una serie de formas de piedra que en otro tiempo habían sido príncipes tan valientes como él; y allí, en medio de ellas, yacía Medusa dormida, con sus alas doradas plegadas sobre los ojos y sin que nada se moviera cerca de ella, excepto las horribles serpientes que le crecían en la cabeza en lugar de pelo.
Perseo había mantenido los ojos fijos, todo este tiempo, en los reflejos del escudo de Atenea, y ahora vio a Medusa reflejada en él con toda claridad. Sosteniéndolo ante su rostro, pasó con paso ligero y silencioso junto a las figuras de piedra, levantó la espada y de un solo tajo le cortó la cabeza a la gorgona. Luego, muy deprisa, metió la cabeza en una bolsa que llevaba consigo y se marchó a casa lo más deprisa que pudo, no fuera que las otras dos gorgonas fueran tras él y lo mataran.
Y así fue como Perseo se apoderó de la cabeza de Medusa. Lo que hizo con ella de camino a casa y cómo, gracias a ella, pudo casarse con la princesa más bella del mundo, lo contaremos en otra historia.
«Perseo: el príncipe de cabello dorado» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com