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Teseo y el Minotauro, el monstruo del laberinto

A continuación tienes uno de los capítulos de Once Upon A Time: Children’s Stories From The Classics, de Blanche Winder.

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Uno de los príncipes más apuestos, inteligentes y valientes de aquellos maravillosos días se llamaba Teseo. Su padre, que era un gran rey, se vio obligado a dejar a su hijo para que lo criara solo la reina, mientras él se marchaba a gobernar su reino de Atenas. Pero, antes de partir, levantó una gran roca y colocó debajo de ella su espada y sus sandalias. Luego le dijo a la reina que, en cuanto Teseo fuera lo bastante grande y fuerte para levantar la piedra, debía tomar la espada en la mano, calzarse las sandalias y partir para reunirse con su padre en la corte de la ciudad.

Pues bien, el pequeño Teseo creció, y un día su madre lo llevó hasta la piedra y le preguntó si creía que podría levantarla. El joven príncipe levantó con facilidad la gran roca, ¡y allí estaban la espada y las sandalias! La reina, encantada con la fuerza de su hijo, le explicó por qué estaban allí y a quién pertenecían. Teseo se ciñó la espada al costado, se calzó las sandalias y partió de inmediato, como su padre le había ordenado.

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En el camino vivió toda clase de aventuras y empezó a descubrir que era más fuerte y más listo que los gigantes que encontró en las montañas, que hicieron todo lo posible por acabar con él. Sin embargo, Teseo los mató y siguió adelante, caminando valiente y orgulloso como un joven ciervo por las colinas. Cuando llegó a Atenas, fue recibido con gran alegría por su padre y ocupó su lugar en la corte como hijo único y heredero del rey.

Poco después de su llegada a la bella ciudad, una mañana oyó sollozos y llantos en la calle bajo su ventana. Cuando preguntó qué ocurría, le dijeron que aquel era el día más triste del año para el pueblo de Atenas.

En una isla lejana vivía un rey malvado que una vez los había vencido en batalla y, como resultado de su victoria, se veían obligados cada año a enviarle un regalo de siete hermosas doncellas y siete apuestos jóvenes. Si estos muchachos y muchachas estuvieran destinados a ser esclavos, habría sido bastante triste, pero su destino era mucho peor. El rey enemigo tenía en la isla un monstruo horrible, llamado Minotauro, que era mitad hombre y mitad toro bravo y feroz. Se alimentaba de seres humanos, y los jóvenes y las doncellas le eran entregados a esta terrible criatura para que se los comiera.

Teseo se levantó, cuadró los hombros y alzó la cabeza con orgullo. ¡Se le presentaba una aventura digna de él! Recordó a los gigantes que había matado cuando intentaron cerrarle el paso a Atenas. ¡Cuánto mejor sería ir con los siete jóvenes y las siete doncellas a la isla lejana y matar al Minotauro!

Ciñéndose la espada, se presentó ante su padre y le anunció lo que pensaba hacer. En vano le dijeron que tal idea era una locura: el Minotauro lo mataría y se lo comería como si fuera un ratoncillo en las fauces de un león. Teseo se limitó a reírse de los temores de su padre y de los cortesanos, se despidió de ellos y partió en un gran navío de velas negras junto a las doncellas y jóvenes acobardados y llorosos.

Llegaron a la isla al cabo de unos días y enseguida los llevaron a presencia del malvado rey. A su lado estaba la princesa más encantadora que Teseo había visto en su vida. Miró con tristeza a los muchachos y muchachas de cabellos brillantes que iban a correr tan terrible suerte. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, cuando cerró los párpados para ocultarlas, Teseo pensó que eran tan hermosas como los pétalos de una rosa blanca que se pliegan con el rocío. Su rostro también era como una flor entre la espesa y oscura melena. No era de extrañar que se enamorara de ella.

Se llamaba Ariadna, un nombre tan dulce y delicado como ella misma. Sin dejar de mirarla, Teseo se puso delante de sus compañeros. Inclinándose cortésmente ante el rey, hizo su petición, que consistía en que él debía ser la primera víctima en ser arrojada a la terrible bestia.

El rey se rio con desdén. Acababa de llegar del salón de fiestas, donde estaba celebrando un banquete en memoria de su victoria. Le dijo a Teseo que le concedía su deseo. Luego volvió a sus platos de ricas viandas y a sus copas de espumoso vino. Sin embargo, Teseo fue encarcelado durante la noche, por si cambiaba de opinión e intentaba huir.

El sol se ocultó y las estrellas brillaban en el cielo, mientras Teseo permanecía solo en la oscura prisión. Entonces, entre las sombras, vio de pronto la tenue figura de la dulce Ariadna, que se había escabullido del palacio y había convencido a los guardias de la prisión para que la dejaran pasar. Susurrándole que se quedara quieto, le dio una espada afilada y un ovillo de cordel. La espada era un arma mágica y era la única en el mundo que podía matar al Minotauro. Pero ¿para qué servía el ovillo?

Bueno, hay que saber que el Minotauro era tan peligroso que tenía que estar dentro del edificio más robusto del mundo. Esta guarida era el Laberinto y estaba formada por cientos de pasadizos excavados en las rocas, que entraban y salían unos de otros y se entrecruzaban y serpenteaban, mucho peor que cualquier rompecabezas. Había sido diseñado y construido por un arquitecto muy astuto, ayudado por su hijo Ícaro.

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El malvado rey, decidido a que un arquitecto tan inteligente se quedara en la isla, no quiso darle un barco para que se pudiera marchar. Pero el arquitecto recogió todas las plumas que pudo encontrar de las grandes aves de montaña y, uniéndolas con cera, se fabricó unas alas para él y para su hijo Ícaro. Luego, ajustando un par a los hombros del joven, le dijo que volara hacia arriba, desde el valle donde se encontraban hacia el cielo azul. Añadió que le seguiría dentro de uno o dos minutos, cuando se hubiera puesto sus propias alas.

Ícaro se alzó como una alondra y pronto se encontró volando por los aires. Pero estaba tan entusiasmado con su hazaña que se olvidó de que sus alas estaban unidas con cera y voló demasiado cerca del sol. El calor derritió la cera y el pobre Ícaro cayó al mar, donde las ninfas marinas encontraron su cuerpo y le cantaron canciones tristes durante muchos días. Pero su padre, que era mayor y más sabio, no olvidó lo fácil que era derretir la cera y, alejándose del sol, voló a casa sano y salvo.

Sin embargo, Teseo tuvo que adentrarse en el Laberinto sin alas, ni siquiera unas alas unidas con cera. Al amanecer del día siguiente, los guardias fueron a buscarlo y lo condujeron a la entrada de esta extraña y profunda guarida. Y ahora ya es fácil suponer la razón por la que Ariadna le había regalado el ovillo de cordel. El joven y valiente príncipe ató un extremo a la entrada del laberinto y luego se adentró con audacia por los estrechos pasadizos, desenrollando el cordel a medida que avanzaba.

El héroe siguió avanzando, con la espada en una mano y la cuerda en la otra. De pronto oyó a lo lejos unos extraños gruñidos, graves y profundos. Por todas partes había montones de huesos, pues el monstruo solo se comía las partes más exquisitas de sus víctimas. Entonces, Teseo divisó una gran forma oscura, con cuernos en la cabeza, pelo en el cuello y ojos rojos y furiosos, que se erguía como si tuviera piernas de hombre. Con un fuerte bramido, se abalanzó sobre el príncipe. Y Teseo estuvo a punto de caer por el impacto, aunque le hizo frente con su espada mágica.

¡Qué pelea libró en aquel antro profundo y oscuro con el horrible Minotauro! Los pasadizos resonaban de punta a punta con rugidos y pisotones. Pero al final, Teseo venció: le clavó la espada de Ariadna en el corazón a la gran bestia. El Minotauro lanzó un bramido más terrible que nunca antes, cayó sobre su propia sangre y murió.

Entonces, Teseo se alejó a toda prisa por los corredores rocosos, siguiendo la cuerda con la que había marcado el camino. Cuánto se alegró de abandonar las oscuras sombras del Laberinto y salir de nuevo a la luz del sol. Se precipitó hacia la playa, donde la bella Ariadna se había reunido con los jóvenes y las doncellas en el barco de velas negras. Subiendo a bordo, Teseo hizo que los marineros levasen el ancla y orientasen la nave a favor del viento. Y así, con cantos de alegría y gritos de triunfo, todos partieron hacia Atenas para dar la buena noticia al rey.

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Sin embargo, Teseo, aunque se había enamorado perdidamente de Ariadna, nunca llegó a casarse con ella. Se le apareció volando un sueño desde la oscura cueva cubierta de amapolas en la que los sueños moraban por aquellos días: que Ariadna iba a ser la esposa de uno de los dioses resplandecientes. Cuando el príncipe despertó y recordó lo que el sueño le había susurrado al oído, ya no se atrevió a pensar en Ariadna como su esposa. Un día la dejó dormida en una isla y, cuando ella abrió los ojos y se encontró sola, ¿quién sería el que se acercó a ella y le secó las lágrimas con un beso?

Pues nada menos que el propio Baco, que se había embarcado hacia allí después de su aventura con los piratas. Él y sus alegres amigos desembarcaron en la isla, donde a menudo celebraban sus banquetes; y estaban bailando, riendo y cantando por las cimas de las colinas cuando de repente divisaron a la pobre Ariadna, perdida y llena de lágrimas. Baco se mostró tan encantador con ella, y le habló tanto de su carruaje tirado por bestias salvajes y de su hermoso hogar entre las vides cubiertas de rocío, que, poco a poco, ella olvidó a Teseo y se dejó consolar por este alegre y apuesto inmortal, que era, después de todo, un príncipe de los dioses resplandecientes, en lugar de un mero príncipe humano de Atenas.

Así pues, se casaron por todo lo alto, y el novio le regaló a la novia una corona hecha con siete estrellas de verdad, más fina que la mejor diadema que ningún ser humano hubiera podido regalarle. Se amaron tan profunda y fielmente que Zeus convirtió a Ariadna en inmortal, mientras que su corona fue tomada y colgada en el cielo. Y allí sigue colgada hasta el día de hoy.

En cuanto a Teseo, volvió a casa sano y salvo, pero en el camino ocurrió algo triste. Había prometido a su padre que, si lograba matar al Minotauro, cambiaría sus velas negras por blancas. Sin embargo, a medida que su barco se acercaba a su país, estaba tan ocupado pensando en su lucha contra el monstruo y preguntándose si Ariadna sería feliz entre los resplandecientes que se olvidó por completo de las velas. El rey observaba desde los acantilados y, cuando vio que el barco se acercaba sobre el agua como un pájaro de mal agüero de alas negras, creyó que su hijo había muerto y, apesadumbrado, se arrojó al mar.

Teseo se sintió terriblemente apenado por haber sido nombrado rey de Atenas de esta manera tan triste. Trató de compensarlo por todos los medios y gobernó tan bien y con tanta sabiduría que durante generaciones se habló de sus valerosas hazañas, de su sabiduría como rey y de su bondad con todos los que solicitaban su protección.

«Teseo y el Minotauro, el monstruo del laberinto» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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