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Quirón, Pan y Baco, los extraños habitantes de los bosques

A continuación tienes uno de los capítulos de Once Upon A Time: Children’s Stories From The Classics, de Blanche Winder.

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Entre los inmortales había varios pueblos de los que aún no hemos hablado, pero sobre los que se cantaban muchas canciones y se contaban innumerables historias, no solo por parte de los pastores de los prados de las montañas, sino también por parte de los cazadores que cabalgaban con sus sabuesos por los frondosos bosques persiguiendo a los ciervos.

Los primeros eran los centauros, criaturas maravillosas mitad caballo, mitad hombre. Eran muy salvajes, muy fuertes, alegres y libres. Vivían en los verdes claros de los bosques profundos, y a veces podía oírse el sonido de su galope en el silencio del calor del mediodía; o, bajo la luz de las estrellas, vislumbrar sus ojos, que brillaban como luciérnagas, y sus melenas de cabello humano. ¡Cuánto se habían asustado los que los habían visto! Tenían extraños rostros de hombre, con los que podían mirar a través de las ramas; pero, cuando echaban a correr, se veían claramente sus cuatro pezuñas levantando la hierba y el musgo mientras se alejaban.

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A veces luchaban en los ejércitos de los reyes; de vez en cuando, si se encaprichaban de una bella princesa, la raptaban y se la llevaban a sus lejanas cuevas ocultas. La mayoría de ellos no conocían más ley que sus propias veleidades; sin embargo, curiosamente, uno de ellos, llamado Quirón, era un gran maestro, y los reyes que querían que sus hijos crecieran siendo buenos, valientes y sabios enviaban a los jóvenes príncipes a pasar sus primeros años en la escuela del viejo Quirón.

Además de los centauros, había un inmortal muy extraño, llamado Pan, que no tenía patas ni pies de caballo, sino de cabra, y que producía la música más hermosa del mundo con una especie de flauta hecha con un puñado de juncos. Pan conocía todos los secretos del bosque: dónde anidaban los ruiseñores y dónde nacían los conejos. Los cazadores que iban tras las liebres en la nieve siempre murmuraban una especie de plegaria a Pan. No siempre tuvo su flauta, y llegó a conseguirla de una manera muy extraña. Se había enamorado de una hermosa ninfa llamada Siringa, cuando la vio de pie en la orilla de un río; y, sin esperar a ver qué le parecía a ella, se abalanzó sobre ella para tomarla en sus brazos.

Por supuesto, Siringa se sobresaltó muchísimo cuando alguien de aspecto tan feroz, con el pelo enmarañado y patas y pies de cabra, salió de repente de la espesura para estrecharla entre sus brazos. Dio un fuerte grito y el bondadoso espíritu de la tierra sobre la que se encontraba la convirtió al instante en un montón de juncos. Ahora fue Pan quien se sobresaltó. Acababa de agarrarla por su esbelta cintura, y allí estaba ella, convertida en un manojo de juncos en sus propios brazos. La llamaba con nostalgia, y he aquí que su voz resonaba entre los juncos con la más delicada melodía posible, como la de los zorzales, los pardillos y las currucas de los sauces cantando al unísono. Pan se quedó sin aliento, sorprendido y encantado, y volvió a invocar a los juncos en voz muy baja. De nuevo le devolvieron su hermosa música. Estaba tan contento que se sentó a la orilla del río, ató los juncos con cera y siguió tocándolos hasta el anochecer. Para entonces, ya se había olvidado de Siringa y solo pensaba en la música de sus cañas. Y desde aquel día hasta hoy ha tocado melodías con ellas, vagando alegremente por las orillas de los ríos o por los prados llenos de flores estivales.

A veces, la música de Pan se veía interrumpida por sonidos mucho más alegres: timbales, campanas y panderetas. Luego, por los claros iluminados por la luna, bajaba una alegre compañía de juerguistas, riendo, gritando y bailando alrededor de un hermoso joven, con una corona de hojas de vid en la cabeza, que iba sentado en un maravilloso carro tirado por bestias salvajes. Unas veces eran leones, otras panteras y otras leopardos leonados con manchas en la piel.

Este joven era Baco, también llamado Dioniso, y había crecido en una cueva entre las ninfas del bosque. Era un gran amigo de Pan, pues había conocido al hombre que era mitad cabra desde el momento en que Pan, siendo un bebé, había sido transportado desde el Olimpo en brazos de Hermes, envuelto acogedoramente en las cálidas pieles de las liebres de montaña. De hecho, Pan y Baco se parecían bastante en algunos aspectos: en su amor por la música, la risa y las danzas de las ninfas en los claros del bosque iluminados por la luna. Pero, mientras Pan pasaba muchas horas a pie en las cumbres nevadas y entre los torrentes, a Baco no le gustaba estar solo. Siempre quería que sus amigos cantaran y vociferaran a su alrededor mientras recorría los bosques en su carro. Había enseñado a sus seguidores a hacer vino de uva, y por eso llevaba hojas de vid en el pelo.

Otro hombre, que también era mitad cabra, había sido el tutor de Baco cuando era pequeño y vivía en la cueva con las ninfas del bosque. Este tutor se llamaba Sileno y solía cabalgar junto al carro de su pupilo, montado en un asno salvaje. En aquellos tiempos, los bosques debían de ser lugares maravillosos, con los centauros al galope, las exquisitas flautas de Pan y las canciones de Baco y su alegre multitud de amigos.

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Una vez, cuando Baco no era mucho más que un niño, tuvo una aventura muy extraña. Estaba sentado en las rocas junto al mar, con el sol brillando sobre su espesa y oscura cabellera y su túnica púrpura, cuando llegó un barco surcando las centelleantes aguas. En el barco viajaba una banda de piratas que, al ver a aquel apuesto joven, pensaron que sin duda debía de ser el hijo del rey. Así pues, desembarcaron y lo secuestraron, pensando que obtendrían un gran rescate por tan gran príncipe. Sin embargo, cuando intentaron atarle las manos y los pies, las cuerdas se soltaron y Baco se quedó quieto, sonriendo tranquilamente para sí mismo, en la proa del barco.

Entonces el timonel lo entendió y gritó a sus camaradas piratas:

—¡Locos! No habéis capturado a un príncipe humano, sino a uno de los inmortales resplandecientes. ¡Ningún barco puede llevárselo! Desembarcadlo antes de que sea demasiado tarde.

Pero el capitán del barco se rio del timonel y ordenó desplegar todas las velas para aprovechar el viento.

—Se trata de un príncipe rico —dijo—. ¡Haremos que nos diga dónde tiene el dinero y se lo robaremos!

Los piratas acababan de izar las velas cuando ocurrió algo maravilloso. En primer lugar, por todo el barco empezó a manar vino dulce y fragante. Luego, de lo alto del mástil, comenzó a crecer una parra que extendía sus hojas verdes y sus racimos de uvas púrpuras entre las negras velas de los piratas. Después se vieron largos tallos de hiedra que se enroscaban bajo la parra, mezclando sus bayas negras con las uvas. Aparecieron guirnaldas de flores en otras partes del barco; y, en lugar del príncipe que creían haber capturado, la aterrorizada tripulación vio un gran león en la proa.

Mientras estaba allí, rugiendo estrepitosamente, una segunda bestia salvaje, en forma de oso, apareció de repente en medio del barco; y luego, a través de las olas, llegó cabalgando un gran grupo de seguidores de Baco, todos montados en animales del bosque, y todos cantando y gritando a pleno pulmón. Nunca se había visto un espectáculo tan extraño en alta mar.

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Mientras los piratas permanecían inmóviles, muertos de miedo, contemplando todas aquellas maravillas, el león se abalanzó sobre el capitán y lo mató. La tripulación, aterrorizada, intentó escapar. Como no tenían adónde ir, excepto al mar, se arrojaron de cabeza al agua. Y, en cuanto sus cuerpos tocaron las olas, todos se convirtieron en delfines. Y allí estaban, con sus grandes cabezas, sus ojos saltones y sus colas curvadas, mientras los salvajes amigos de Baco, sentados a horcajadas sobre sus panteras, tigres y asnos, se zambullían, salpicaban y gritaban en lo alto de las olas, y el vino púrpura se derramaba desde la cubierta del barco y se mezclaba con el agua clara y salada del océano. Los racimos de uvas que colgaban del mástil se mecían con la brisa, y el león de rubia melena se erguía en la proa y rugía con todas sus fuerzas.

Pero cuando el timonel —que no se había arrojado de inmediato al mar con los demás piratas— estaba a punto de seguir su ejemplo, el león volvió a transformarse en un hermoso joven y se lo impidió, diciendo:

—¡No, no! ¡No debes tener miedo! Yo soy uno de los resplandecientes. Me llamo Baco, y haré de ti un hombre feliz y afortunado por siempre jamás.

«Quirón, Pan y Baco, los extraños habitantes de los bosques» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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