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Los reyes del mar

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A continuación tienes uno de los capítulos de Los vikingos, de Alfonso Nadal.

Apenas se desmembró el imperio de Carlomagno, empezaron a llamar la atención los pueblos escandinavos, que hasta entonces parecían dormir en el olvido y que con sus deseos de expansión produjeron un estado de cosas semejante al de siglos antes, cuando el Imperio romano se acercaba a su fin por las repetidas invasiones de otros bárbaros.

Aparecieron como piratas procedentes de Dinamarca y de Noruega y se les llamó «daneses» o «normandos» (hombres del Norte) y más generalmente se les aplicó la denominación de «vikingos», que quiere decir ‘hombres de las ensenadas’, porque venían de las profundas ensenadas de las costas escandinavas.

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Establecidos en un país frío y poco fértil, ya a fines del siglo VIII comenzaron a inquietar a los habitantes de las costas septentrionales de Europa con sus expediciones realizadas al principio sin otro fin que el del saqueo y el pillaje. Cuando un jefe tenía varios hijos, solo el mayor se quedaba en el país; los otros reunían una tropa de guerreros y los llevaban de expedición. Partían en barcas e iban al otro lado del mar a buscar un país en que robar. Los jefes de estas expediciones recibían el título de «reyes de mar» y como tales eran obedecidos y respetados mientras duraba la expedición; pero, una vez esta terminaba, los guerreros que les acompañaron eran sus iguales. Cierto que algunos se pasaban la vida en expediciones y hasta se vanagloriaban de no haber dormido nunca bajo techado ni haber viciado jamás su cuerpo bebiendo junto a un hogar. Veían el mundo como si fuese una aventura de esfuerzo.

Por las tradiciones de sus hazañas, llamadas «sagas», sabemos que Half, hijo de rey, no tenía más que una barca tripulada por veintitrés compañeros, todos descendientes de reyes. Había en el patio de su casa una piedra tan pesada que se necesitaban doce hombres para levantarla. Half no tomaba como compañeros sino a los que tenían bastante fuerza para levantar aquella piedra. Se comprometían a no ponerse jamás a resguardo durante la tempestad, a no vendar nunca sus heridas durante el combate.

Por espacio de dieciocho años anduvo por el mar con su navío, y por fin lo volvió tan cargado de botín que la embarcación se iba a fondo. Entonces se echaron suertes para saber quién se arrojaría al mar para salvar al jefe y el cargamento. Todos se arrojaron y se salvaron a nado.

Mientras vivieron Carlomagno y Egberto, los vikingos no hicieron más que correrías, pero luego se convirtieron estas en invasiones organizadas. Cuando empezó el período de sus invasiones, los pueblos escandinavos estaban ya divididos en tres grupos principales: daneses, noruegos y suecos, y, aunque cada uno emprendió caminos distintos, el fenómeno que representan sus movimientos obedeció a un mismo impulso.

Se extendieron por el mar del Norte hacia Occidente, y por el Báltico, remontando los ríos, hasta el corazón de la Rusia actual. Uno de estos normandos suecos, Rurico, se estableció como jefe, a mediados del siglo IX, en Nóvgorod, y su sucesor, el duque Oleg, tomó Kiev y sentó los cimientos de la Rusia moderna. Los griegos llamaron a estos normandos «varangios».

Aunque aparezcan con diversos nombres, estas tribus septentrionales eran en realidad ramas de un mismo árbol, cuyo tronco puede corresponder a los godos que, siglos antes, habían invadido el Imperio romano desde el Báltico hasta el mar Negro, produciéndose ya entre ellos una escisión en ostrogodos y visigodos, que dieron fin a sus correrías con la fundación del reino ostrogodo en Italia y los Estados visigodos en España.

A nosotros solo nos interesan, por ahora, los propiamente llamados «vikingos», es decir, los normandos que operaron en los países occidentales de Europa.

Estos guerreros combatían a pie, como en otro tiempo los francos y los sajones; usaban lanza, espada, jabalinas y a veces arco. Pero su arma principal era un hacha muy pesada, de un filo, con mango muy largo, de la altura de un hombre. La manejaban con ambas manos. Partía los escudos de los enemigos, cortaba una cabeza o un miembro y hasta derribaba un caballo. Para defenderse no tenían al principio más que un escudo redondo; pero en los países que fueron a saquear encontraron armaduras y empezaron a usar el casco puntiagudo y la cota de mallas de hierro. No hay que decir que, en cuanto se sentaron en tierra conquistada, se sirvieron también del caballo.

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El arte de la construcción naval estaba muy desarrollado entre ellos. Se hacían a la mar en barcas largas, altas, de forma esbelta, de quilla bastante aplastada. La proa era aguda y se levantaba hasta considerable altura, rematada en una figura que representaba el cuello y la cabeza de un caballo o de un dragón, a lo que debían el nombre de «dragones» que se les daba. Tenían un palo y a veces dos y estaban dotadas de velas cuadradas, que no se utilizaban más que cuando el viento soplaba de popa. En caso contrario se arriaba el mástil y la barca navegaba a remo. A cada una de las dos bandas había quince remos largos, cada uno movido por un guerrero, y así podían navegar con cualquier tiempo. Cada barca iba tripulada por una banda de sesenta a cien guerreros, y varias de ellas salían juntas para una expedición.

Los normandos se lanzaban de esta suerte mar adentro, perdiendo de vista las costas, y, sin brújula, llegaban a remotísimas islas. Causa asombro cómo pudieron llegar donde llegaron, si no poseían secretos de navegación. Los historiadores suelen atribuir sus descubrimientos geográficos a la casualidad de las tempestades que los arrojaban contra su voluntad fuera del rumbo que deseaban seguir. Tal vez al principio no se debiera a otra cosa, pero no puede dudarse que luego se orientaban y llegaban adonde querían. En Irlanda se conserva la tradición del cuervo como guía de los vikingos. Según esta tradición, los vikingos llevaban en sus naves jaulas de cuervos y, cuando se hallaban muy remotos de toda costa, soltaban un cuervo que no tardaba en orientar su vuelo hacia la tierra más próxima; los navegantes seguían aquella dirección, y así evitaban perderse en medio del océano.

Los vikingos eran el terror de las comarcas situadas junto a la desembocadura de los ríos, que remontaban en sus frágiles embarcaciones, entregándose por donde pasaban a una piratería cruel y despiadada, llevando a cabo horribles matanzas y sembrando a su paso la destrucción y la ruina. El terror que inspiraban era inmenso y nadie podía oponer flotas eficaces contra los navíos rápidos de aquellos hombres del Norte, ágiles, audaces y sin escrúpulos que, en numerosas bandas, cada vez se arriesgaban en territorios situados más al Sur.

«Nada bueno nos puede venir del mar —pone la saga en boca de los atribulados habitantes que divisan las naves de los vikingos—. La vista de las velas extranjeras no es más que señal de pillaje y devastación; mañana, la muerte y el fuego se extenderán por nuestros campos».

Si consideramos las horribles hazañas de los normandos de un modo aislado, tendremos que confesar que eran gente excepcionalmente cruel; pero, puestas en parangón con las de otros pueblos invasores de Europa y con las costumbres de los mismos pueblos invadidos por ellos, veremos que su crueldad era en gran parte la característica dominante en la época, no frenada por el espíritu del cristianismo; y en cambio poseían grandes virtudes que habían de influir poderosamente en la formación de los pueblos con quienes se pusieron en contacto.

Tenían sus leyes, que imponían castigos a los rebeldes, desertores y traidores. Poseían una civilización que estaba en contacto continuado con los germanos del sur del Báltico. Eran poseedores de una escritura pobre, la rúnica, en la que se conservan algunos escritos; pero de todos modos no tenemos restos ni noticia del cultivo literario de su lengua propia en aquellos siglos. Las sagas son posteriores.

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Eran paganos. Su dios supremo era Odín, que cruza los aires, invisible, en su caballo blanco y armado con la lanza. Habita con los demás dioses el Asgard, no lejos de otro palacio, el Valhalla, mansión de delicia en cuyo recinto vivían nueva vida los héroes muertos en el campo de batalla. Cuando la guerra llevaba a los hombres a la pelea, Odín enviaba a las valquirias en busca de las almas de cuantos caían heroicamente, dando el rostro al enemigo. Ellas eran las encargadas de derramar el aguamiel a los valientes del Valhalla, de señalar los que debían hallar muerte en la pelea, y de dar la victoria a los guerreros predilectos de Odín.

Construido el Valhalla en medio de las nubes, resplandecía con torrentes de luz, y era tan vasto que por cada una de sus quinientas cuarenta puertas podían salir ocho héroes de frente. Los huéspedes de Odín bebían cerveza e hidromel; se alimentaban de carne de jabalí. Sus copas eran los cráneos de los enemigos vencidos y muertos en batalla. Con los placeres de la mesa alternaban los de la liza. Al cantar el gallo, abandonaban aquellos espíritus el deleitoso sueño y salían a liza celestial, donde combatían hasta despedazarse; pero llegada la hora del banquete resucitaban; las valquirias de ojos azules curaban sus heridas, y todos recobraban sus fuerzas para la lucha del día siguiente. A veces se recreaban los héroes del Valhalla en aéreas cacerías, y esto sucedía cuando Fro, genio subalterno de las tempestades, lanzaba entre las nubes las almas de los ciervos, osos y otras alimañas puestas a su cuidado.

Tal era el cielo de los vikingos, testimonio de su indomable arrojo, de sus instintos groseros, de su sed de sangre y de su afán por las batallas. Por eso el canto de muerte del rey de mar, Lobrog, puede acabar así:

«Hemos herido con nuestras espadas en cincuenta y un combates; dudo que haya ningún rey tan famoso como yo. Desde joven he aprendido a ensangrentar el hierro; no hay que llorar la muerte. Enviadas a mí por Odín, las diosas me invitan; voy a beber la cerveza con los dioses; riendo moriré».

«Los reyes del mar» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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