A continuación tienes uno de los textos de pseudo-Salustio (trad. Gabriel de Borbón).
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No ignoro cuán difícil y arriesgado es dar consejos a un rey, a un general, igualmente que a todo hombre poderoso, ya porque abundan de personas a quienes consultar, ya porque a vista de lo por venir ninguno está dotado de bastante penetración y prudencia. Y no pocas veces sucede que los malos consejos salen mejor que los buenos, porque la mayor parte de los acaecimientos están sujetos al capricho de la fortuna.
Pero desde mi primera juventud anhelé por servir a la república, haciendo sobre ella un estudio serio y prolijo, no solamente con la mira de llegar a la magistratura, que muchos han conseguido por medios ilícitos, sino también para adquirir un conocimiento completo de la situación del Estado en paz y en guerra, y del poder que le dan sus armas, sus ejércitos y sus riquezas. Y así, después de revolver en mi interior una infinidad de ideas, tomé el partido de sacrificar a tu dignidad mi reputación y modestia, aventurándolo todo a fin de contribuir en algo a tu gloria. Ni he formado esta resolución sin madurez o únicamente por razón de tu fortuna, sino porque entre las bellas cualidades que te adornan he descubierto una digna de la mayor admiración, es a saber, una grandeza de alma más elevada en los reveses que en la prosperidad. Y pongo a los dioses inmortales por testigos: que antes se han cansado los hombres de loar y de admirar tu generosidad que tú de hacer acciones gloriosas.
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A la verdad, estoy persuadido de que ninguna cosa se puede imaginar tan profunda que no comprehendas inmediatamente. Si yo te comunico por escrito mi modo de pensar acerca de la república, no es ciertamente porque dé un valor excesivo a mis consejos y talento, sino porque, hallándote distraído con la fatiga de la guerra, con los combates, las victorias y el mando, me ha parecido conveniente darte cuenta de lo que pasa en la ciudad, pues, si tus miras se dirigen únicamente a sustraerte del furor de los enemigos y a conservar los favores del pueblo en medio de la oposición que te hace el cónsul contrario, son ciertamente indignas de tu mérito.
Pero, si permanece aún en sí aquel vigor que desde el principio desconcertó la facción de los nobles, que aseguró al pueblo romano su libertad, rompiendo las cadenas de la esclavitud, que durante tu pretura derribó, sin recurrir a las armas, las de tus enemigos, que en paz y en guerra te guio a tantas y tan insignes proezas que tus enemigos no se atreven a quejarse sino de tu magnanimidad, admite benigno lo que voy a decirte acerca de los intereses de la república, en lo cual conocerás que te hablo la verdad o cosas por lo menos que se acercan mucho a ella.
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Ahora bien, puesto que Gneo Pompeyo, o por su índole depravada o por un deseo decidido de oposición, llegó hasta el extremo de suministrar armas a los enemigos, deberás tú restablecer el buen orden de la república, valiéndote de lo mismo con que él la perturbó.
Su principal delito está en haber confiado a un corto número de senadores la soberana disposición de los impuestos, de los gastos, de los juicios, dejando en servidumbre y con leyes inicuas a la plebe romana, donde antes estaba depositado el poder supremo. Y si bien, los tres órdenes del Estado intervienen como anteriormente en los juicios, pero gobierna siempre la misma facción, que da y quita a su arbitrio, que pone asechanzas a los hombres de bien y eleva a sus partidarios a las dignidades.
Ni crímenes ni infamias ni bajezas los retraen de las magistraturas; arrebatan y se apropian lo que les acomoda; en una palabra, como en una ciudad tomada, no siguen otras leyes que su antojo y su licencia. Y ya, si la esclavitud, que según su costumbre ejercen ahora, fuera efecto de alguna victoria debida a su valor, sería menos mi angustia; pero son unos hombres sin talento, sin fuerza y energía más que en la lengua, y que abusan insolentemente del poder que o la casualidad o la inacción de otro han puesto en sus manos: pues ¿qué sedición, qué discordia civil ha destruido tantas y tan ilustres familias, o a quién jamás inspiró la victoria tan poca moderación ni tanto arrojo?
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Lucio Sila, a quien en su victoria todo era lícito por derecho de guerra, aunque creía que con la destrucción de sus enemigos se aseguraba su poder, con todo, después de hacer perecer unos pocos, quiso más contener a los otros por los beneficios que por el terror.
Pero ¡oh, Dios!, estos monstruos, además de Carbón, de Lucio Domicio y otros del mismo partido, han sacrificado a su encono cuarenta senadores, y muchos jóvenes que prometían las más bellas esperanzas; sin poder saciarse la sed de estos hombres detestables con la sangre de tantos miserables ciudadanos, pues no han bastado a mitigar su crueldad, ni la orfandad de los hijos, ni la ancianidad de los padres, ni los gemidos de los esposos, ni los llantos de las casadas; antes bien, yendo a más cada día sus atentados y calumnias, no han parado hasta quitar a unos sus dignidades, y a arrojar a otros de la ciudad.
¿Y qué diré de lo que han pretendido hacer estos hombres viles contigo; contigo, cuya afrenta y humillación comprarían a costa de su propia vida? Pues estoy cierto que no les causa tanto placer el dominio, aunque lo han logrado sin esperarlo, como sentimiento les cuesta tu dignidad; y aún tienen por mejor, a costa de perderte, arriesgar la libertad misma que ver engrandecido por tus afanes el imperio del pueblo romano, por lo cual debes reflexionar más seriamente sobre la manera de establecer y cimentar sólidamente el buen orden.
En lo que a mí toca, no me detendré en proponerte cuanto me dictare mi razón, siendo de tu sabiduría elegir después lo que te pareciere verdadero y de ejecución provechosa.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Creo, según la tradición de los antepasados, que la ciudad fue dividida en dos clases u órdenes, es a saber, en senadores y pueblo. Antes residía en el Senado la soberana autoridad, y en el pueblo la mayor fuerza: de aquí las frecuentes divisiones en el Estado, y por consiguiente el poder de la nobleza ha ido siempre en disminución al paso que en aumento los derechos del pueblo. Este gozaba de su libertad tanto más pacíficamente, porque el poder a nadie ponía sobre las leyes, y el noble era preferido al plebeyo no por las riquezas o por el orgullo, sino por buena reputación y por las acciones valerosas: el menor de los ciudadanos, hallando en los campos o en el ejército la satisfacción de sus honestas necesidades, se bastaba a sí mismo y a la patria.
Pero después que, desposeídos poco a poco de sus campos, la falta de recursos y la indigencia les redujeron a vivir en domicilios inciertos, empezaron a buscar socorros ajenos y a poner en precio su libertad y la república: así este pueblo que enseñoreaba y mandaba a todas las naciones fue decayendo insensiblemente; y en vez del imperio, que era común a todos, cada uno en particular se labró su esclavitud.
Esta multitud, pues, con malos resabios por una parte, dividida por otra por la diferencia de profesiones y manera de vivir, y poco conforme entre sí, no me parece muy a propósito para defender el Estado y sus verdaderos intereses.
Por lo mismo, si se le agregan nuevos ciudadanos, confío que saldrán de su letargo y se animarán los unos para conservar su libertad, los otros para sacudir el yugo de la esclavitud.
Soy de parecer que, mezclados unos con otros, los establezcas en las colonias; por este medio el estado militar tendrá más fuerza, y la plebe, ocupada honestamente, se retraerá de perjudicar al Estado.
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Bien conozco y preveo cuán grande ha de ser la crueldad y la oposición de los nobles cuando se trate de realizar este proyecto: gritarán con indignación que todo va a confundirse; que se impone una esclavitud a los antiguos ciudadanos, y que, si por concesión de uno solo, esta inmensa multitud de gentes adquieren el derecho de ciudad, el Estado antes libre se convierte en monarquía.
A la verdad, yo llevo por principio que es un atentado criminal atraerse el favor del pueblo con menoscabo y perjuicio de la república; pero cuando en un proyecto se concilian el bien público y el particular, dudar de ponerle en ejecución es, en mi sentir, una señal de cobardía y de bajeza.
Marco Livio Druso, mientras fue tribuno, seguía con ardor el partido de los nobles y al principio nada hacía sin su intervención. Pero estos hombres facciosos, más adictos a los artificios y malicia que a la buena fe, luego que llegaron a conocer que un solo hombre iba a procurar a una multitud de gentes el mayor de los beneficios, y convencidos interiormente de sus intenciones dañadas y engañosas, hicieron el mismo juicio de Druso que de sí; y temiendo que un favor tan grande podría hacerle señor del gobierno, reunieron sus fuerzas y desconcertaron los proyectos que en utilidad de los mismos había formado, por lo cual deberás, oh, general, redoblar tus precauciones y granjearte muchos amigos y defensores.
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Oprimir a un enemigo que acomete de frente no es difícil a un hombre vigoroso; el no tender lazos secretos ni temerlos es una propiedad de los hombres de bien.
Luego que hubieses establecido en la ciudad a estos hombres nuevos, y que con ellos se haya mejorado la plebe, dirigirás tu principal atención a que florezcan las buenas costumbres y se consolide la buena armonía entre los antiguos y los nuevos. Pero el mayor beneficio que puedes procurar a la patria, a los ciudadanos, a ti y a tus hijos, y por último, a todo el género humano, es sofocar la pasión del dinero, o bien disminuirla, en cuanto lo permitan las circunstancias, sin lo cual no puede haber un buen orden en los negocios particulares y públicos, en la paz ni en la guerra, pues, arraigada una vez esta pasión desordenada, son inútiles los esfuerzos del saber, del ingenio y del talento, y hasta el corazón, ya más pronto, ya más tarde, últimamente sucumbe.
Repetidas veces he oído citar los reyes, las ciudades y naciones que perdieron por la opulencia los grandes imperios que conquistaron por su valor cuando eran pobres, y no es extraño, pues, cuando un hombre de bien ve al malo más considerado y más bien acogido por razón de las riquezas, se indigna al principio y hace entre sí mil reflexiones; pero si el fasto llega a preponderar sobre el honor y la opulencia sobre el mérito, el corazón abandona los verdaderos principios y se entrega a la disipación. En efecto, la gloria es el pábulo de la prudencia; quitada aquella, la virtud es de suyo amarga y árida.
Últimamente, por donde quiera que las riquezas privan y son honradas, caen envilecidos los verdaderos bienes, cuales son la buena fe, la probidad, el pudor y la inocencia, pues el camino que conduce a la virtud es uno y difícil, mientras que para amontonar riquezas hay tantos como se quiera, y para este efecto conducen todos los medios así buenos como malos.
Haz, pues, en primer lugar, que el dinero caiga en descrédito. Jamás se valorará a un hombre y su consideración por las riquezas, si la pretura o el consulado no se conceden a su opulencia, sino a su mérito. Es fácil al pueblo formar la opinión debida de la magistratura.
Hacer que los jueces se nombren por un corto número es tiranía; elegirlos por razón de las riquezas es una bastardía, una infamia.
Por lo cual entiendo que se defieran los juicios a los de la clase primera, con la condición de que se admitan más que los acostumbrados. Jamás se arrepintieron los rodios y otros pueblos de la forma de sus juicios, en donde el rico y el pobre indistintamente y por suerte deliberan sobre los negocios más arduos igualmente que sobre los de menor consideración.
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Por lo que hace a la creación de los magistrados, no desapruebo la ley promulgada por Gayo Graco durante su tribunado, la cual manda que, para decidir, se saquen por suerte las centurias de entre las cinco clases indistintamente: considerados así como iguales en dignidad y en riquezas, no tendrán más camino que el de la virtud para aventajarse unos a otros.
Tales son los remedios que propongo como los más poderosos contra la influencia de las riquezas, pues ni se alaban ni se apetecen las cosas sino por su utilidad: el mal se comete por el interés; quítese la esperanza del premio, y ninguno será malo de balde.
Al fin, la avaricia es un monstruo feroz, intolerable: por donde quiera que se insinúa, va asolando y arrasando ciudades, campos, templos y casas; no respeta lo sagrado ni lo profano; ni ejércitos ni murallas son bastantes a contener su violencia; a todos arrebata la fama, el honor, los hijos, la patria y padres.
Pero, decaído el crédito del dinero, triunfarán fácilmente las buenas costumbres del poder prodigioso de la avaricia.
Y aunque todos, así buenos como malos, convengan en esto, no obstante, tendrás no pequeños debates con la facción de los nobles, de cuyos artificios si una vez te desenredares, todo lo demás será fácil.
En efecto, si estos hombres tuviesen bastante virtud, emularían más bien que envidiarían a los hombres de bien. Pero no es así: antes bien, como reinan en ellos la desidia, la inacción, la estupidez, la torpeza, se agitan y murmuran, teniendo a deshonra suya la buena opinión de los demás.
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Pero ¿a qué proseguir hablando de ellos como si fueran desconocidos? ¿Por ventura merecieron a Marco Bíbulo el consulado la animosidad y grandeza de alma? Torpe de lengua, y malo sin astucia, ¿qué podría osar este hombre, a quien han deshonrado enteramente los honores del consulado?
¿Es acaso grande el vigor de Lucio Domicio, el cual no tiene un solo miembro que se halle exento de crimen o atentado? Su lengua es engañosa; sus manos, sangrientas; sus pies, fugaces; y deshonestas en extremo las partes que no permite nombrar la decencia.
El único que me parece no debe despreciarse es Marco Catón por su sagacidad, astucia y locuacidad, cualidades que se aprenden en la escuela de los griegos; pero no el valor, no la vigilancia, no el trabajo, que entre ellos se desconocen.
¿Y crees tú que se puede gobernar un imperio con los preceptos de unos hombres que en su misma patria han perdido la libertad por estar entregados a la molicie?
Los demás de esta facción son nobles desprovistos de talento, los cuales, semejantes a una estatua, nada más tienen que el nombre.
Yo comparo a Lucio Póstumo y Marco Favonio con los fardos que van de lastre en un navío, los cuales sirven cuando se llega a puerto, y son los primeros que se arrojan al mar cuando hay borrasca.
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Ahora, después de haber expuesto mis reflexiones sobre los medios de renovar el pueblo y conducirlo al bien, voy a decirte lo que me parece debes hacer con respecto al Senado.
Después que con mi edad se desenvolvió mi talento, apenas ejercité mi cuerpo en las armas y en la equitación, pero sí mi alma en el estudio de las letras, y di al trabajo la parte de mí mismo que la naturaleza había dotado de más firmeza.
En este género de vida, leyendo y conversando, me convencí de que todos los reinos, estados y naciones mantuvieron en prosperidad su gobierno mientras que florecieron los buenos consejos, y que cuando en su lugar se introdujo el favor, el temor, el gusto por el placer, y empezó a dominar la corrupción, poco después se debilitó el poder, inmediatamente se arruinó el imperio, y por último se arraigó la esclavitud.
Mi principio es que aquel que en un estado tiene el puesto más digno y más ilustre, ese es el que verdaderamente cuida de la cosa pública, pues los otros, con salvar a la capital, solamente aseguran la libertad; pero aquellos que por su mérito adquirieron riquezas, honores, consideración, luego que la república empieza a vacilar y a ser agitada, son atormentados con mil zozobras y penas, como que tienen que defender o su gloria o su libertad o sus bienes; su atención se dirige a todas partes; todo es movimiento, todo agitación: cuanto más florecientes se hallaron en la bonanza, otras tantas fatigas y sustos los sitian en la adversidad.
Cuando, pues, el pueblo, obediente al Senado como el cuerpo al alma, ejecuta sus decretos, a él toca distinguirse por su sabiduría, no al pueblo, a quien sería superfluo el tenerla.
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Así nuestros antepasados, aunque afligidos con las guerras más crueles y sufriendo un menoscabo considerable en caballos, hombres y dinero, no por eso desfallecieron ni dejaron de pelear con las armas en la mano en defensa de la patria; ni el erario exhausto, ni el poder de los enemigos, ni los reveses fueron diques que les impidiesen conservar con riesgo de su vida lo que habían conquistado con su valor; y todo esto consiguieron no tanto por el feliz éxito de las armas como por la entereza de sus deliberaciones, pues entre ellos era una la república; a ella se refería todo; la liga se aprestaba contra los enemigos, y cada uno ejercitaba su talento y sus fuerzas en obsequio de la patria, no para sus miras ambiciosas.
Al contrario, los nobles de nuestros tiempos, desprovistos de prudencia y energía, que ni conocen los trabajos ni los enemigos ni la fatiga militar, defendidos por su facción dentro de la patria, presumen gobernar todas las naciones con su orgullo. Así, los senadores, cuya prudencia sostenía otras veces la república vacilante, oprimidos y fluctuando acá y allá según el gusto ajeno, ya decretan una cosa, ya otra, graduando los males y bienes públicos por la arrogancia o los odios de los que dominan.
Mas si la libertad fuese igual en todos, o más secreta la manera de votar, la república tendría más poder y menos autoridad la nobleza. Y por cuanto es difícil nivelar el crédito de todos, a causa de que unos han heredado del valor de sus antepasados un nombre glorioso, la dignidad y los clientes, mientras que los demás viven ignorados, todos deberán dar su parecer libremente y exentos de temor; así cada uno preferirá su propio interés al poder de otro.
Todos aman la libertad, buenos y malos, cobardes y valientes; pero muchos la pierden por timidez: ¡insensatos! Ellos por su inacción doblan como vencidos la cerviz al yugo, mientras que se disputa y se duda qué partido le ha de recibir.
De dos modos me parece que puede asegurarse la autoridad del Senado: aumentándolo en número y haciendo que vote por escrito o por escrutinio; este servirá para poder obrar con más libertad; la multitud afianza mayor socorro y más utilidad. Pero en casi todas las últimas turbaciones, los unos ocupados en la judicatura, los otros en los negocios privados у de sus amigos, no han asistido a los consejos de la república, habiéndoles retraído de ellos, más bien el orgullo imperioso de los que dominan que sus ocupaciones.
Los nobles, con unos pocos senadores de su facción, han ejecutado cuanto les ha agradado aprobar, reprobar, determinar; pero si, aumentado el número de los senadores, se vota por escrutinio, no dudo que su orgullo quedará humillado cuando se vieren en la necesidad de obedecer a los mismos que antes mandaban con excesiva crueldad.
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Acaso, oh, general, después de leer esta carta, advertirás que no he fijado el número de senadores que en mi concepto debe haber, ni distribuido sus varias funciones, la repartición de causas y el número de jueces para cada especie, por cuanto creo que no se debe tocar a los juicios confiados a la primera clase.
No me sería difícil hacer una descripción de estos artículos generales, pero antes me ha parecido tratar de lo más esencial de mi proyecto, y que tú realices su verdad. Si determinas marchar por este camino, lo demás será bien expedito.
Deseo que mi plan sea acertado y sobre todo útil, pues yo adquiriré tanta más gloria cuantos mejores efectos produzca bajo tu dirección. Mi deseo más eficaz es que de cualquiera manera, y cuanto antes, se presten auxilios a la república, pues su libertad me es mucho más querida que mi gloria.
Yo ahora te ruego y te conjuro, oh, muy insigne general, no permitas, después de haber sujetado la nación de los galos que el grande e invencible imperio del pueblo romano se consuma de caducidad y caiga al impulso de la fiera discordia.
Si esto por desgracia llegare a suceder, ni de día ni de noche calmarán las inquietudes de tu alma, sino que, atormentado por horribles visiones, vagarás furioso y fuera de ti, pues vivo en la firme persuasión que la divina Providencia vela sobre la vida de todos los mortales; que gradúa las acciones buenas y las malas de cada uno, y que por una consecuencia natural hay diferentes premios y castigos para unos y otros. Puede ser que vengan tarde, pero la conciencia indica a cada uno lo que debe esperar.
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Si la patria y tus padres pudiesen dirigirte la palabra, este es el razonamiento que te harían:
«De nosotros, ¡oh, César!, que nos hemos distinguido por nuestro valor, has recibido el ser en la más ilustre de las ciudades para gloria y defensa nuestra y terror de los enemigos. Lo que a fuerza de trabajos y riesgos hemos adquirido, te lo habemos entregado con la vida desde el instante que tus ojos se abrieron a luz; la patria más floreciente del mundo, y en la patria un nombre y una familia muy ilustre; además, bellas cualidades, riquezas, y por último todos los honores de la paz, todos los premios de la guerra.
»Por tan inmensos beneficios no exigimos de ti ni bajezas ni crímenes, solo sí que restablezcas la libertad perdida; esta empresa gloriosa extenderá tu fama y tu virtud por todas las naciones, pues, si bien hasta la época presente has hecho en paz y en guerra acciones esclarecidas, no obstante, tu gloria no se aventaja a la de muchos hombres grandes; pero, si del ocaso que ya está tocando levantas esta ciudad, cuyo nombre es tan insigne, y su imperio tan dilatado, ¿quién será más ilustre que tú; quién, más grande sobre la faz de la tierra?
»Mas si por algún vicio interno o por fatalidad llega a decaer este imperio, ¿quién duda que se derramarán por el mundo la desolación, las guerras y las mortandades? Si tú tomares la loable resolución de obrar en favor de la patria y dar gusto a tus padres, tu gloria en los tiempos venideros, después de restablecida la legal república, será distinguida entre todos los mortales, y serás el único en quien la muerte dará realce a la vida, pues alguna vez la fortuna, y frecuentemente la envidia, persiguen a los vivos; pero pagado el tributo a la naturaleza, se disipan las rivalidades y la virtud se ensalza más y más por la misma».
He bosquejado lo más sucintamente que he podido cuanto me ha parecido bueno de ejecutar y útil a tus intereses. Yo pido a los dioses inmortales que cualquiera partido que tomes se convierta en bien tuyo y en prosperidad de la república.
«Carta a César sobre la república» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com