Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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No es una expresión que haya triunfado en español, pero en inglés se usa la expresión «días de alción», aunque ni siquiera ellos suelen saber de dónde procede.
«Aquellos eran días de alción», dice el anciano, y su memoria se remonta a una época en la que para él todo el mundo es joven, y todos los árboles son verdes, y cada ganso es un cisne, y cada muchacha es una reina.
Sin embargo, la historia de Alción la entiende mejor la mujer de corazón apesadumbrado que deambula por la sombría playa, junto al mar, y busca con sus ojos cansados la vela marrón del barco pesquero que ya nunca regresará.
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En el reino de Tesalia, en los días de antaño, reinaba un rey llamado Ceix, hijo de Héspero, el Lucero Vespertino, y casi tan radiante en gracia y belleza como su padre. Su esposa era la bella Alción, hija de Eolo, soberano de los vientos, y este rey y su reina se amaban plenamente. Su felicidad no se vio afectada hasta que llegó el día en que Ceix tuvo que llorar la pérdida de un hermano. Tras este desastre, se produjeron terribles prodigios que llevaron a Ceix a temer que, de alguna manera, había provocado la hostilidad de los dioses.
Para él, no había otra forma de descubrir dónde radicaba su culpa y de expiarla que acudiendo a consultar el oráculo de Apolo en Claros, en Jonia. Cuando le dijo a Alción lo que debía hacer, ella sabía muy bien que no debía tratar de apartarle de su solemne propósito, pero se cernía sobre su corazón una negra sombra de temor y de mal presentimiento que ninguna palabra cariñosa de consuelo podría alejar. Le suplicó muy lastimeramente que la llevara consigo, pero el rey conocía demasiado bien los peligros del traicionero mar Egeo como para arriesgar en él la vida de la mujer que tanto amaba.
—Prometo —dijo—, por los rayos de mi padre el Lucero Vespertino, que, si el destino lo permite, volveré antes de que la luna haya dado dos vueltas a su orbe.
Abajo, en la orilla, los marineros del rey Ceix esperaban su llegada y, cuando con amor apasionadamente tierno él y Alción se hubieron despedido el uno del otro, los remeros se sentaron en los bancos y sumergieron sus largos remos en el agua.
Con rítmico impulso condujeron el gran barco sobre el mar gris, mientras Ceix permanecía en cubierta y contemplaba a su esposa hasta que sus ojos ya no pudieron distinguirla de las rocas de la orilla, ni ella pudo ver las blancas velas del barco mientras surcaba las inquietas olas. Aún le pesaba más el corazón cuando se alejó de la orilla, y aún le pesaba más a medida que avanzaba el día y descendía la oscura noche. Y es que el aire estaba lleno de los clamorosos lamentos de los feroces vientos, cuya alegría es azotar las olas con furia y sembrar de hombres muertos y maderas rotas la iracunda orilla batida por las olas.
—Mi rey —suspiró ella para sí—. ¡Mi rey! ¡Mi dueño! —Y durante agotadoras horas rezó a los dioses para que se lo devolvieran sano y salvo, y muchas veces ofreció incienso perfumado a Hera, protectora de las mujeres, para que se apiadara de una mujer cuyo marido y auténtico amor estaba en la tormenta a merced de despiadados vientos y olas.
A su merced estaba el rey de Tesalia. Mucho antes de que la tenue luz del atardecer hiciera de la orilla de su propia tierra una línea gris y tenue, los caballos blancos de Poseidón, rey de los mares, empezaron a levantar la cabeza, y, al caer la noche, una cortina negra, borrando todo punto de referencia y todo lo que se asemeja a un hogar, el Viento del Este se precipitó a través del mar Egeo, golpeando a los caballos del mar hasta la locura, agarrando las velas con cruel abrazo y arrojándolas en jirones ante él, rompiendo el mástil como si no fuera más que una caña seca junto al río. Ante una tempestad tan poderosa, ningún remo podía servir de nada, y durante un rato solo los vientos y las olas bramaron como una manada de lobos a medio saciar sobre su indefensa presa. Con un rugido hambriento, el gran peso del agua negra hervía en la cubierta y arrastraba a los marineros fuera del barco para ahogarlos en sus heladas profundidades; y levantaba de continuo al herido en lo alto de sus blancas crestas espumosas, como para lanzarlo al cielo oscuro, y de nuevo lo succionaba hacia la negrura, mientras los vientos chillones lo impulsaban hacia adelante con aullantes burlas y risas socarronas.
Mientras la vida permaneció en él, Ceix solo pensó en Alción. No tenía miedo, solo el miedo al dolor que su muerte causaría a la que le amaba como él la amaba a ella, su reina sin par, su Alción. Sus plegarias a los dioses eran plegarias por ella. Para sí mismo solo pedía una cosa: que las olas llevaran su cuerpo a la vista de ella, para que sus suaves manos pudieran depositarlo en su tumba. Con el grito de triunfo de que habían matado a un rey, los vientos y las olas se apoderaron de él mientras rezaba, y el Lucero Vespertino, que estaba oculto tras el negro manto del cielo, supo que su hijo, un rey valiente y un fiel enamorado, había descendido al mundo de las sombras.
Cuando la Aurora, la de los dedos rosados, había llegado a Tesalia, Alción, con el rostro blanco y los ojos cansados, observaba ansiosamente el mar, que aún se agitaba con un ánimo medio salvaje. Contempló con impaciencia el lugar donde se había visto por última vez la blanca vela. ¿No era posible que Ceix, habiendo resistido el vendaval, hubiera renunciado por el momento a su viaje a Jonia y regresara a ella para llevar la paz a su corazón? Pero la playa estaba sembrada de restos de naufragio y los vientos seguían arrastrando jirones por la orilla, y a ella solo le quedaba la pesada tarea de esperar, de aguardar y de estar pendiente del barco que nunca llegaba.
El incienso de sus altares volaba, con pesada dulzura, para encontrarse con el agridulce sabor de las algas que arrastraba la marea, y Alción seguía rezando, temerosa, pero con la esperanza de que sus plegarias pudieran mantener a salvo a su rey, a su amor. Se afanó en preparar las ropas que él llevaría a su regreso, y en elegir las ropas con las que ella podría ser más bella a sus ojos. Esta túnica, tan azul como el cielo en primavera, de bordes plateados, como el mar de buen humor, está bordeada por una plumosa franja de plata. Podía recordar cómo la miró Ceix la primera vez que la vio con ella puesta. Podía oír su voz cuando le decía que, de todas las reinas, ella era la más hermosa; de todas las mujeres, la más bella; de todas las esposas, la más querida. Casi olvidó los horrores de la noche: tan segura parecía de que su querida voz pronto volvería a decirle las palabras que habían sido la letanía del amor desde el principio de los tiempos.
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En los oídos de Hera, aquellas súplicas por él, cuyo cadáver era arrojado de aquí para allá por las inquietas olas, sus asesinas, llegaron a ser al fin más de lo que podía soportar. Ordenó a su sierva Iris que fuera al palacio del dios Sueño, hermano de la Muerte, y le pidiera que enviara a Alción una visión, con la apariencia de Ceix, para decirle que toda su cansada espera había sido en vano.
En un valle entre las negras montañas de Cimeria, tenía su morada el mortal dios Sueño. Iris, con sus vestiduras multicolor, surcó el cielo por orden de su señora, tiñendo las nubes a su paso. Al final llegó a un valle silencioso. Allí nunca salía el sol, ni se oía ningún ruido que rompiera el silencio. Desde el suelo, las silenciosas nubes grises, cuyo trabajo es ocultar el sol y la luna, se elevaban suavemente y se alejaban hasta las cimas de las montañas y bajaban hasta los valles más hondos para cumplir la voluntad de los dioses. Alrededor de la cueva acechaban las largas y oscuras sombras que infunden temor en el corazón de los niños y que, al caer la noche, apresuran los pasos del caminante temeroso. No se oía ningún ruido, pero desde el fondo del valle llegaba un murmullo tan tenue y tan infinitamente tranquilizador que era menos un sonido que una canción de cuna recordada en sueños. Cerca de la puerta de la cueva donde moraban los hermanos gemelos, el Sueño y la Muerte, crecían amapolas de color rojo sangre, y en la misma puerta se alzaban formas sombrías, con los dedos en los labios, imponiendo silencio a todos los que quisieran entrar; iban coronados de amaranto y agitando suavemente gavillas de amapolas que traen sueños de los que no se puede despertar.
No había ninguna puerta con rechinantes bisagras o resonantes barrotes, e Iris se adentró en la oscuridad sin obstáculos. Fue de una cueva exterior a otra interior, y cada cueva que dejaba atrás era menos oscura que aquella en la que había entrado. En la sala más recóndita de todas, en un diván de ébano cubierto con cortinas de marta, dormitaba el dios del sueño. Sus vestiduras eran negras, salpicadas de estrellas doradas. Una corona de amapolas entreabiertas coronaba su cabeza soñolienta, y se apoyaba en el fuerte hombro de Morfeo, su hijo predilecto. Alrededor de su lecho revoloteaban sueños agradables, que se inclinaban suavemente sobre él para susurrarle sus mensajes, como un campo de trigo mecido por la brisa, o sauces que inclinan sus cabezas de plata y se murmuran los secretos que nadie conoce jamás. Apartando los sueños ociosos, como un rayo de sol aparta las volutas grises de niebla que cuelgan de la ladera, Iris se acercó al diván donde yacía el Sueño. La luz de su túnica con los colores del arcoíris iluminaba la oscuridad de la cueva, pero el Sueño tan solo entreabrió los ojos perezosamente, movió la cabeza para que descansara con más facilidad y, con voz somnolienta, le preguntó cuál era su misión.
—Sueño —dijo ella—, el más gentil de los dioses, tranquilizador de mentes y calmante de corazones apesadumbrados, Hera te envía sus órdenes para que mandes un sueño a Alción en la ciudad de Traquis, en representación de su marido perdido y todos los acontecimientos del naufragio.
Entregado el mensaje, Iris se marchó a toda prisa, pues le parecía que ya le pesaban los párpados y que los miembros se le embotaban, con polvo de plata en los ojos y con la mente adormecida, por obra de esos duendecillos nacidos de las amapolas rojas como la sangre que llevan a los cansados mortales descanso y dulce olvido.
Levantándose tan solo lo suficiente para dar sus órdenes, el Sueño confió a Morfeo la tarea que le había impuesto Hera, y luego, con un bostezo, se dio la vuelta sobre su mullida almohada y se entregó a un sueño exquisito.
Cuando hubo volado hasta Traquis, Morfeo tomó la forma de Ceix y buscó la habitación donde dormía Alción. Ella había observado el lejano horizonte muchas horas ese día. Durante muchas horas había quemado en vano incienso a los dioses. Cansada en corazón y alma, en cuerpo y mente, se tumbó al fin en su diván, esperando el don del sueño. No hacía mucho que dormía, en el sueño muerto que el cansancio y un corazón destrozado traen consigo, cuando Morfeo llegó y se paró a su lado. Solo era un sueño, pero su rostro era el rostro de Ceix. No era el radiante y hermoso hijo del Lucero Vespertino el Ceix que ahora estaba a su lado y la contemplaba con ojos muertos de lástima. Su ropa chorreaba agua de mar; en su pelo se enredaba la maleza del mar, arrancada por la tormenta. Pálido, pálido estaba su rostro, y sus blancas manos agarraban las piedras y la arena que le habían fallado en su agonía.
Alción gimió en sueños mientras lo miraba, y Morfeo se inclinó sobre ella y pronunció las palabras que le habían dicho que dijera.
—Alción, soy tu esposo, Ceix. Ya no me sirven las oraciones ni el humo azul del incienso. Muerto estoy, asesinado por la tormenta y las olas. Sobre mi rostro muerto y blanco los cielos miran hacia abajo y el mar inquieto agita mi cuerpo frío que aún te busca, buscando un refugio en tus queridos brazos, buscando descanso en tu cálido y amoroso corazón.
Con un grito, Alción se levantó, pero Morfeo había huido, y no había huellas húmedas ni gotas de agua de mar en el suelo, marcando, como ella había esperado, el camino que su señor había tomado. El Sueño no volvió a visitarla aquella noche.
Amaneció una mañana gris y fría que la encontró en la orilla del mar. Como siempre, sus ojos buscaron el lejano horizonte, pero no había ninguna vela blanca, mensajera de esperanza, para saludarla. Sin embargo, vio algo: una mancha negra, como un barco impulsado por los largos remos de los marineros que conocían bien el camino a casa a través de las aguas. Desde muy lejos, en el horizonte gris, se apresuró hacia ella, y entonces Alción se dio cuenta de que aquello no era un barco, sino un cuerpo sin vida, arrastrado por las olas. Se acercaba cada vez más, hasta que por fin pudo reconocer la forma del residuo del mar. Con el corazón roto al pronunciar las palabras, extendió los brazos y gritó en voz alta:
—¡Ay, Ceix! ¡Amado mío! ¿Es así como vuelves a mí?
Para romper los feroces asaltos del mar y de la tormenta se había construido desde la orilla un dique, y a esta barrera saltó la angustiada Alción. Corrió a lo largo de ella, y, cuando el cuerpo blanco y muerto del hombre que amaba estaba aún fuera de su alcance, rezó su última plegaria, una plegaria sin palabras de angustia a los dioses.
—Tan solo permitidme acercarme a él —dijo—. Tan solo permitidme acurrucarme junto a su querido pecho. Permitidme mostrarle que, viva o muerta, yo soy suya, y él, mío para siempre.
Y a Alción se le concedió entonces un gran milagro, pues de sus níveos hombros brotaron alas blancas como la nieve, y con ellas se deslizó sobre las olas hasta que alcanzó el rígido cuerpo de Ceix, a la deriva, carga indefensa para las olas victoriosas con la rápida marea. Mientras volaba, lanzaba gritos de amor y de anhelo, pero solo extraños gritos estridentes salían de la garganta que antes solo había emitido música. Y cuando llegó al cuerpo de Ceix y quiso besar sus labios de mármol, Alción descubrió que sus propios labios ya no eran como los pétalos de una hermosa rosa roja calentada por el sol, pues los dioses habían escuchado su plegaria, y a los observadores de la orilla les pareció que su pico endurecido desgarraba ferozmente el rostro del que había sido rey de Tesalia.
Sin embargo, los dioses no eran despiadados o, tal vez, el amor de Alción era un amor que todo lo podía, porque el alma de Alción se había convertido en el cuerpo de un ave marina de alas blancas, el martín pescador, y lo mismo había sucedido con el alma de su esposo, el rey. Y por siempre Alción y su compañero, las conocidas como aves de Alción, desafiaron a la tormenta y a la tempestad, y orgullosamente se enfrentaron, una al lado de la otra, a las olas más furiosas de los mares embravecidos.
También a ellas les concedieron los dioses una bendición: que, durante siete días antes del día más corto del año, y durante siete días después de él, reinara sobre el mar una gran calma en la que Alción, en su nido flotante, empollara a sus crías. Y a esos días de calma y sol se les dio el nombre de días de Alción. Y todavía, cuando se acerca una tormenta, los pájaros de alas blancas vienen volando tierra adentro con estridentes gritos de advertencia a los marineros cuyos barcos cruzan en su vuelo: «¡Ceix! —gritan—. ¡Recordad a Ceix!».
Y a toda prisa los pescadores llenan sus velas, y las barcas vuelven a casa, al puerto donde el humo azul sale de las chimeneas de sus casas, y donde las amapolas rojas cabecean soñolientas entre los amarillos cereales.
«Ceix y Alción» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com