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Prefacio y posdata

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

Prefacio

Del mismo modo que un niño pequeño extiende sus manos para atrapar los rayos del sol, para sentir y captar lo que, según le dicen sus ojos, está realmente allí, así, a lo largo de los siglos, los hombres han extendido sus manos en un ansioso esfuerzo por conocer a su Dios. Y porque solo a través de lo humano era posible conocer lo divino, los antiguos pueblos de la tierra hicieron dioses de sus héroes y no pocas veces dotaron a estos dioses con tantos vicios como virtudes de sus adoradores.

Al leer los mitos de oriente y occidente, encontramos siempre la misma historia. Aquella porción de la antigua raza indoeuropea que se dispersó desde la llanura central de Asia, a través de los desfiladeros rocosos de lo que ahora llamamos «la frontera», para poblar las fértiles tierras bajas de la India, tenía dioses que debieron haber sido una vez totalmente heroicos, pero que con el tiempo llegaron a ser más degradados que el más vicioso de los criminales.

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Y los griegos, latinos, teutones, celtas y eslavos, que procedían del mismo poderoso tronco indoeuropeo, hicieron lo mismo que aquellos con los que tenían una ascendencia común. Originalmente dieron a sus dioses lo mejor de sí mismos. Todo lo que había de más noble en ellos, todo lo que había de más fuerte y desinteresado, todos los instintos más elevados de sus naturalezas eran su dote. Y aunque con el tiempo su culto se corrompió y perdió su belleza, aún permanece para nosotros, en las antiguas historias de los dioses, una maravillosa humanidad que golpea una vibrante cuerda en los corazones de aquellos que son los descendientes de sus adoradores.

Y es que, aunque cambien los credos y las formas, la naturaleza humana nunca cambia. Somos menos simples que nuestros padres: eso es todo. Y, como dice con toda verdad el profesor York Powell (Teutonic Heathendom), «no es en el credo de un hombre, sino en sus actos, no en su conocimiento, sino en su simpatía, donde reside la esencia de lo que es bueno y de lo que perdurará en la vida humana».

Los hábitos mentales más habituales en nuestros días son los teóricos y analíticos. Disección, vivisección, análisis: esos son los procesos a los que están abocadas todas las cosas que no son concluyentemente históricas y todas las cosas espirituales. Así, encontramos los antiguos mitos clasificados en mitos del sol y mitos del alba, mitos de la tierra y mitos de la luna, mitos del fuego y mitos del viento, hasta que, como John Kelman, uno de los pensadores más cuerdos y vigorosos de la actualidad, ha observado justamente en Among Famous Books, «si tomáis la historia de María y su corderito y llamáis a María el sol y al cordero la luna, obtendréis resultados asombrosos, tanto en religión como en astronomía, cuando descubráis que el cordero siguió un día a María a la escuela».

En esta breve colección de mitos, las historias no se presentan al estudiante de folclore como una nueva contribución a su conocimiento. El libro se dirige más bien a aquellos que, en el curso de su lectura, se topan con frecuencia con nombres que no poseen para ellos ningún significado, y que desean leer algunas historias antiguas, a través de las cuales corre la misma humanidad que sus propios corazones conocen, pues, aunque el antiguo culto haya desaparecido, nos resulta casi imposible abrir un libro que no contenga alguna mención de los dioses de antaño.

En nuestra infancia nos regalan ejemplares de los Héroes de Kingsley y de los Cuentos de Tanglewood de Hawthorne. Más tarde, encontramos en Shakespeare, Spenser, Milton, Keats, Shelley, Longfellow, Tennyson, la señora Browning, y una multitud de otros escritores, constantes alusiones a las historias de los dioses. Prácticamente no hay poeta que no las mencione en alguno de sus poemas. Parece como si no hubiera escapatoria.

Podríamos esperar que en este siglo XX se olvidaran los viejos dioses de Grecia y Roma, los dioses de nuestros antepasados del norte, los dioses de Egipto, los dioses de la raza británica. Pero incluso cuando leemos en un periódico sobre aviones, es más que probable que alguien cite la historia de Belerofonte y su corcel alado, o la del vuelo de Ícaro, y en nuestra habla cotidiana aparecen continuamente los nombres de dioses y diosas.

Conducimos —o, al menos, hasta hace poco conducíamos— Faetones. No solo los escolares juran por Jove o Júpiter. La sustancia plateada de nuestros termómetros y barómetros tiene su nombre por Mercurio. Los herreros están acostumbrados a que se les llame «hijos de Vulcano», y los jóvenes hermosos, a que se les llame «jóvenes Adonis». Aceptamos los nombres de periódicos y sociedades de debate como el Argo, sin darnos cuenta quizá de quién era Argo, el de los múltiples ojos. Hablamos de pánico y olvidamos que el gran dios Pan es el padre de la palabra. Incluso en nuestros servicios religiosos volvemos al paganismo. No solo los crocheles de las torres de nuestras catedrales y de los bancos de nuestras iglesias son restos del culto al fuego, sino que una de nuestras más bellas bendiciones cristianas es probablemente de origen asirio. «El Señor te bendiga y te guarde… El Señor haga resplandecer su rostro sobre ti… El Señor alce sobre ti la luz de su rostro…». Así invocaban los sacerdotes de los dioses del sol bendiciones sobre los que adoraban.

Hacemos muchos descubrimientos al estudiar los mitos del norte y del sur. En la historia de Baldur encontramos que la diosa Hel dio finalmente su nombre al lugar de castigo (véase el inglés hell ‘infierno’). Y como al nórdico le disgustaba mucho el frío amargo y cruel del largo invierno, su cielo era una morada cálida y bien caldeada, y su lugar de castigo, uno terriblemente gélido. Por otra parte, la mente oriental, que conocía los terrores de una tierra azotada por el sol y de un calor que era una tortura, tenía por infierno un lugar abrasador de llamas que ardían constantemente.

En el espacio disponible, no ha sido posible tratar más que un pequeño número de mitos, y las conocidas historias de Heracles, Teseo y los argonautas han sido omitidas a propósito. Los grandes escritores las han narrado con tal perfección que sería absurdo volver a contarlas. Lo mismo puede decirse de la Odisea y la Ilíada, cuyas traducciones se cuentan probablemente entre las mejores en cualquier idioma.

La escritora considerará haber alcanzado su objetivo si los lectores de estas historias sienten que, por un momento, han dejado atrás el utilitarismo agotador de la actualidad y, con él, sus restricciones obstaculizadoras de las sórdidas realidades que son tan asesinas para la imaginación y para todo romance.

Jean Lang
Edinburgo, julio de 1914

Posdata

En estos últimos largos meses, hemos llegado a fechar nuestros acontecimientos como nunca antes lo habían hecho los de nuestra generación. Hablamos de cosas que ocurrieron «antes de la guerra»; y entre aquella época y esta se interpone una barrera inconmensurable.

Este libro, con su prefacio, fue terminado en 1914: «antes de la guerra».

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Desde agosto de 1914, la humanidad más fina de nuestra raza ha estado soportando agonías prometeicas; pero, así como Prometeo soportó sin inmutarse las crueldades del dolor, del calor y del frío, del hambre y de la sed, y las torturas infligidas por una maldita ave de rapiña, así han resistido los hombres de nuestra nación y de aquellas naciones con las que nos sentimos orgullosos de ser aliados. Mucho más remotas de lo que parecían hace apenas un año parecen ahora las viejas historias de la soleada Grecia. Pero si hemos estudiado la extraña metamorfosis de los antiguos dioses, podemos contemplar con interés, aunque con horror, la representación teutona del Dios en quien creemos como un dios de perfecta pureza, de honor y de amor. Según su interpretación de Él, el dios de los hunos parecería tan confederado de los viciosos como el dios más degradado del culto antiguo. Y si nos apartamos con vergüenza de la divinidad a la que tan a menudo y con tanta ligereza se refieren los labios blasfemos, y contemplamos una imagen que nos desgarra el corazón y, sin embargo, nos engrandece de orgullo, podemos comprender cómo fue que aquellos héroes que lucharon y murieron en el valle del Escamandro llegaron con el tiempo a ser considerados no hombres, sino dioses.

No hay en toda la mitología mundial una historia más fascinante que la que comenzó en agosto de 1914. ¿Quién sabe cómo lo contarán las generaciones futuras?

Pero nosotros, para quienes la vida nunca volverá a ser la misma, podemos decir con toda seriedad: «Es el recuerdo que el soldado deja tras de sí, como el largo tren de luz que sigue al sol que se ha puesto, lo único que vale la pena cuidar, lo que distingue la muerte del valiente o del innoble».

Y, seguramente, para todos aquellos que luchan y sufren y mueren por una causa noble, el dios de los dioses, el dios de las batallas, que es también el dios de la paz y el dios del Amor, se ha convertido en una entidad siempre cercana y eternamente viva.

Jean Lang
Edinburgo, julio de 1915

«Prefacio y posdata» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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