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La muerte de Adonis

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

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La mujer de belleza ideal, tema a lo largo de los siglos para todos los mayores artistas de la escultura y la pintura, es Afrodita o Venus, diosa de la belleza y del amor. Y quien comparte con ella una incesante supremacía en la perfección de sus formas no es uno de los dioses, sus iguales, sino un muchacho mortal, hijo de un rey.

Afrodita, mientras jugaba un día con Eros, el pequeño dios del amor, por accidente se hirió con una de sus flechas. Inmediatamente se apoderó de su corazón un extraño anhelo y un dolor que bien conocían las víctimas mortales del arco de Eros. Mientras el dolor persistía, oyó, en un bosque de Chipre, el aullido de los sabuesos y los gritos de los que los urgían en la caza. Para ella la cacería no poseía ningún encanto, y se hizo a un lado mientras la presa irrumpía entre las ramas y la espesa maleza del bosque, y los sabuesos la seguían en acalorada persecución.

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Pero respiró agitadamente y sus ojos se abrieron de par en par con asombrada alegría al contemplar la perfecta belleza del veloz cazador, que solo era un poco menos veloz que la brillante lanza que salía de su mano con la seguridad de un rayo salido de la mano de Zeus. Y supo que no debía ser otro que Adonis, hijo del rey de Pafos, de cuya incomparable belleza había oído hablar maravillada no solo a los habitantes de la tierra, sino a los propios olímpicos. Aunque los dioses y los hombres estaban dispuestos a rendir homenaje a su maravillosa belleza, para el propio Adonis no contaba para nada, pero se regocijaba en el vigor de su figura perfecta, en su rapidez de pies, en el poder de ese brazo que Miguel Ángel ha modelado, en la rapidez y seguridad de su puntería, pues el muchacho era un poderoso cazador apasionado por la caza.

Afrodita sintió que su corazón ya no le pertenecía, y supo que la herida que la flecha de Eros le había infligido nunca sanaría hasta que supiera que Adonis la amaba. Ya no se la podía encontrar en las costas de Citera ni en los lugares que antes le eran más queridos, y los otros dioses sonreían cuando la veían competir con Ártemis en la caza y seguir a Adonis cuando perseguía al corzo, al lobo y al jabalí por el bosque oscuro y la ladera de la montaña. El orgullo de la diosa del amor debía de permanecer gacho, porque su amor era algo que Adonis no podía comprender. La consideraba «algo mejor que su perro, un poco más querida que su caballo», y se maravillaba de su capricho de seguir a sus sabuesos a través de sotos, pantanos y bosques solitarios. Su valor temerario era su orgullo y su tortura, porque él era para ella tan infinitamente querido, su camino parecía siempre plagado de peligros. Pero cuando ella le hablaba con angustiosa advertencia y le rogaba que tuviera cuidado con las fieras que un día podrían volverse contra él y causarle la muerte, el muchacho reía burlón y desdeñoso.

Llegó por fin un día en que ella le preguntó qué haría al día siguiente, y Adonis le dijo con ojos brillantes, que no hacían caso de su belleza de inmortal, que sabía de un jabalí más grande, más viejo, más feroz que ninguno que hubiera matado jamás, y que, antes de que el carro de Ártemis pasara por la tierra de Chipre, yacería muerto con una lanza atravesándole.

Con un terrible presentimiento, Afrodita trató de disuadirlo de su aventura.

—Ay, ten cuidado: no sabes lo que es matar con la punta de la jabalina a un cerdo malicioso, cuyos colmillos nunca envainó y afila de continuo, como un carnicero mortal, empeñado en matar.

»Ay, él nada estima de tu rostro, ni tus manos suaves, tus dulces labios y tus ojos de cristal, cuya completa perfección a todo el mundo asombra; pero, teniéndote a ti a la vista, ¡maravilloso temor!, adoraría estas lindezas como adora el aguamiel.

Shakespeare

A todas sus advertencias, Adonis no hizo más que sonreír. No le agradaba acobardarse ante la ferocidad de un viejo monstruo de los bosques y, riendo con el orgullo de un muchacho de todo corazón ante los temores ociosos de una mujer, emprendió el regreso a casa con sus sabuesos.

Afrodita pasó las horas siguientes con el temor desgarrador de una mujer mortal en el alma. Temprano acudió al bosque para poder suplicar de nuevo a Adonis, y tal vez persuadirle, por amor a ella, de que abandonara la peligrosa persecución porque ella lo amaba mucho.

Pero cuando ya se abrían las rosadas puertas de la Aurora, Adonis había comenzado su cacería, y desde lejos la diosa podía oír el aullido de sus sabuesos. Sin embargo, su clamor no era el de los sabuesos en pleno apogeo, ni tampoco el ruido triunfal que hacen tan ferozmente cuando derriban a su presa vencida, sino más bien un aullido, lúgubre como el de los sabuesos de Hécate. Veloz como un gran pájaro. Afrodita llegó al lugar de donde provenía el sonido que la hizo temblar.

Adonis yacía en medio de los matorrales destrozados, donde también yacían muchos sabuesos rígidos y muertos, mientras otros, destripados por los colmillos del jabalí, aullaban en agonía mortal. Mientras yacía, «conoció el extraño y lento escalofrío que, a hurtadillas, dice a los jóvenes que es la muerte».

Y mientras, in extremis, pensaba en cosas pasadas, la madurez llegó a Adonis y supo algo del significado del amor de Afrodita, un amor más fuerte que la vida, que el tiempo, que la misma muerte. Sus sabuesos y su lanza no parecían ahora más que juguetes. Solo quedaban las cosas eternas: la Vida brillante y la Muerte vestida de negro.

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Estaba muy quieto, como dormido; blanco como el mármol y hermoso como una estatua forjada por la mano de un dios. Pero de la cruel herida en el muslo blanco, desgarrado por el colmillo profanador del jabalí, goteaba la sangre roja en flujo rítmico, tiñendo de carmesí el musgo verde debajo de él. Con un gemido de angustia indecible, Afrodita se arrojó a su lado y acunó su querida cabeza entre sus tiernos brazos. Entonces, por un momento, las brasas de la vida parpadearon, sus fríos labios intentaron formar una sonrisa de comprensión y se acercaron a los de ella. Y, mientras se besaban, el alma de Adonis se extinguió.

Una herida cruel, cruel en su muslo tiene Adonis, pero una herida más profunda en su corazón lleva Citerea. Alrededor de él, sus queridos sabuesos aúllan ruidosamente, y las ninfas de los bosques salvajes lo lloran; pero Afrodita, con los cabellos desatados, recorre los claros errante y desdichada, con la melena sin trenzar, con los pies descalzos, y las espinas a su paso la hieren y arrancan la flor de su sangre sagrada. Estridente llora mientras por el bosque va… Y los ríos lloran las penas de Afrodita, y los pozos lloran a Adonis en las montañas. Las flores enrojecen de angustia, y Citerea a través de todos los montes, a través de todas las hondonadas profiere lastimeros lamentos:

—¡Ay, ay de Citerea! ¡Ha perecido el adorable Adonis!

Bion

La diosa suplicó apasionadamente a Zeus que le devolviera su amor perdido y, al no obtener respuesta a sus plegarias, gritó con amargura:

—¡Conservaré un recuerdo eterno de Adonis!

Y, mientras hablaba, sus lágrimas y la sangre de él, mezclándose, se convirtieron en flores. Una lágrima derrama la de Pafos por cada gota de sangre de Adonis, y las lágrimas y la sangre sobre la tierra se convierten en flores. La sangre produce rosas; las lágrimas, anémonas.

Sin embargo, incluso entonces, el dolor de Afrodita no conoció tregua. Y cuando Zeus, cansado de su llanto, la oyó, para su asombro, rogar que se le permitiera bajar a las Sombras para poder soportar allí el crepúsculo eterno con el de su corazón, su alma se ablandó.

—No puede ser que la reina del amor y de la belleza abandone el Olimpo y la tierra placentera para pisar por siempre el oscuro valle del Cocito —dijo—. No, antes permitiré que el hermoso joven de tu amor regrese durante la mitad de cada año desde el Inframundo para que tú y él conozcáis juntos la alegría de un amor que ha llegado a su culmen.

Así sucedió que, cuando pasó la oscuridad del invierno, Adonis regresó a la tierra y a los brazos de su amada.

Tan fuerte es el amor que no podría morir del todo, incluso en la muerte, y año tras año, cuando llega la brillante primavera y la tierra vive. El amor abre estas espantosas puertas y me llama a través del golfo. No aquí, en verdad, viene ella. Siendo una diosa y en el cielo, allana mi camino a la vieja tierra, donde vuelvo a conocer una vez más los dulces días perdidos, y una vez más florezco en ese suave pecho, y vuelvo a ser un joven, y me embeleso en el amor; y sin embargo no soy tan despreocupado como antaño, sino que parezco conocer la temprana primavera de la pasión, domada por el tiempo y el sufrimiento, a un ritmo más calmado y pleno, menos intermitente, pero más fuerte.

Lewis Morris

Y cuando llega el tiempo del canto de los pájaros, y las flores se han despojado de su blanca capa de nieve, y la tierra parda crece radiante en sus adornos de verdes hojas y fragantes flores, sabemos que Adonis ha regresado de su exilio, y rastreamos sus huellas junto a la frágil flor que es suya, la flor blanca con el corazón dorado, que tiembla al viento como una vez temblaron de dolor las blancas manos de una diosa desconsolada.

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«La flor de la muerte» es el nombre que los chinos dan a la anémona. Sin embargo, la flor que nació de las lágrimas y de la sangre nos habla de una vida que está más allá de la tumba, de un amor que no tiene fin.

El cruel colmillo de un invierno áspero y despiadado sigue matando anualmente al «hermoso Adonis» y lo conduce a las sombras. Sin embargo, sabemos que la primavera, con su sursum corda, volverá mientras dure la tierra; igual que el sol debe salir cada día mientras dure el tiempo, para que

el cielo en plena floración parezca una enorme rosa que un Adonis celestial ha teñido con su sangre

De Heredia

«La muerte de Adonis» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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