Este es uno de los libros del Arte de amar de Ovidio traducido por Germán Salinas (1847-1918).

Armé a los griegos contra las amazonas, y ahora debo armar contra ellos a Pentesilea y su belicosa hueste. Volad al combate con medios iguales y triunfen los protegidos de la encantadora Venus y el niño que recorre en su vuelo el vasto universo. No era justo que las mujeres peleasen desnudas contra enemigos bien armados, y en estas condiciones la victoria de los hombres sería altamente depresiva. Tal vez alguno del montón me objete: «¿A qué suministras ponzoña a la víbora y entregas el rebaño a la loba furiosa?». Respondo que es injusto extender a todas las culpas de unas pocas, y que cada cual debe ser juzgada según los propios méritos. Si Menelao se queja con motivo de Helena, con mucho mayor Agamenón puede acusar a Clitemnestra, la hermana de Helena; si por la maldad de Erifile, la hija de Talaión, Anfiarao descendió vivo a los infiernos sobre sus briosos corceles, tenemos a Penélope casta y fiel a su marido, en los dos lustros de la guerra de Troya y en los otros dos que anduvo errante por los mares. Acuérdate de Laodamía, que acabó sus días en la flor de la edad por unirse a su esposo en la tumba, y de Alcestis, que redimió de la muerte a su marido, Admeto, con el sacrificio de la propia vida. «Recíbeme, Capaneo, y que nuestras cenizas se confundan», clama la hija de Ifis, y enseguida se lanza en medio de la hoguera.
La virtud es femenina por el traje y el nombre; ¿qué tiene de extraño que favorezca a su sexo? Pero mi arte no pretende alentar almas tan grandes; a mi humilde bajel convienen velas más reducidas. Con mis lecciones aprenderán amores fáciles y les enseñaré el modo de conseguir sus propósitos. La mujer no sabe resistir las llamas ni las flechas crueles de Cupido; flechas que, a mi juicio, hieren menos hondas en el corazón del hombre. Este engaña muchas veces; las tiernas muchachas, si las estudias, verás que son pérfidas muy pocas. El falso Jasón abandonó a Medea ya hecha madre y bien pronto buscó otra desposada que ocupase su lecho. Teseo, ¡cuánto temió por tu causa Ariadna servir de pasto a las aves marinas, abandonada en el desierto litoral! Pregunta por qué Filis corrió nueve veces a la playa, y oirás que, dolidos de su infortunio, los árboles se despojaron de su cabellera. Eneas goza fama de piadoso, y, no obstante, Elisa, en premio de la hospitalidad, te dejó la espada y la desesperación, instrumentos de tu muerte. Voy a manifestaros lo que causó vuestra ruina: no supisteis amar, os faltó el arte, sí, el arte que perpetúa el amor.
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Hoy también lo ignoraríais, mas Citerea me ordenó enseñároslo, deteniéndose delante de mí y diciéndome: «¿Qué mal te han hecho la infelices mujeres, que las entregas como desvalido rebaño a los jóvenes armados por ti? Tus dos cantos primeros los adoctrinaron en las reglas del arte, y el bello sexo reclama a su vez los consejos de tu experiencia. El poeta que llenó de oprobio a la esposa de Menelao, mejor aconsejado, cantó después sus alabanzas. Si te conozco bien, te creo incapaz de ofender a las bellas, y mientras vivas esperan de ti el mismo proceder».
Dijo, y de la corona de mirto que ceñía sus cabellos arrancó una hoja y varios granos y me los regaló. Apenas recibidos, sentí la influencia de un numen divino, la luz brilló más pura a mis ojos, y el pecho quedó aliviado de su carga abrumadora. Puesto que me alienta el ingenio, aprended, lindas muchachas, los preceptos que me permiten daros el pudor, las leyes y vuestro propio interés. Tened presente que la vejez se aproxima ligera, y no perderéis un instante de la vida. Ya que se os consiente por frisar en los años primaverales, no malgastéis el tiempo, pues los días pasan como las ondas de un río, y ni la onda que pasa vuelve hacia su fuente, ni la hora perdida puede tampoco ser recuperada. Aprovechaos de la juvenil edad que se desliza silenciosa, porque la siguiente será menos feliz que la primera. Yo he visto florecer las violetas en medio del matorral, y recogí las flores de mi corona entre los abrojos de la maleza. Pronto llegará el día en que ya vieja, tú, que hoy rechazas al amante, pases muerta de frío las noches solitarias, y ni los pretendientes rivales quebrantarán tu puerta con sus riñas nocturnas, ni al amanecer hallarás las rosas esparcidas en tu umbral.
¡Desgraciado de mí! ¡Cuán presto las arrugas afean el semblante, y desaparece el color sonrosado que pinta las mejillas! Esas canas que juras tener desde la niñez se aprestan a blanquear súbitamente toda tu cabeza. La serpiente se rejuvenece cambiando de piel, lo mismo que el ciervo despojándose de su cornamenta; a nosotros nada nos compensa de las dotes perdidas. Apresúrate a coger la rosa, pues, si tú no la coges, caerá torpemente marchita.
Añádase a esto que los partos abrevian la juventud, como a fuerza de producir se esterilizan los campos. Luna, no te ruborices de visitar a Endimión en el monte Latmos; diosa de los dedos de púrpura, no te avergüences de Céfalo, y por no hablar de ti, Adonis, a quien Venus llora desolada, ¿no se debió al amor el nacimiento de Eneas y Harmonía? Imitad, jóvenes mortales, el ejemplo de las diosas, y no neguéis los placeres que solicitan vuestros ardientes adoradores. Si os engañan, ¿qué perdéis? Todos vuestros atractivos quedan incólumes, y en nada desmerecéis aunque os arranquen mil condescendencias. El hierro y el pedernal se desgastan con el uso; aquella parte de vosotras resiste a todo y no tiene que temer ningún daño. ¿Pierde una antorcha su luz por prestarla a otra? ¿Quién os impedirá que toméis agua en la vasta extensión del mar? Sin embargo, afirmas no ser decoroso que la mujer se entregue así al varón, y respóndeme: ¿qué pierdes sino el agua que puedes tomar en cualquiera fuente?
No pretendo que os prostituyáis, sino libraros de vanos temores; vuestras dádivas no os han de empobrecer. Que el leve soplo de la brisa me ayude a salir del puerto; después en alta mar volaré al impulso de vientos más impetuosos. Comenzaré por los artificios del adorno. A un excelente cultivo son deudoras las viñas de su fecundidad, y las espigas del grano que en abundancia producen. La hermosura es un don del cielo, mas cuán pocas se enorgullecen de poseerlo; la mayor parte de vosotras está privada de tan rica dote, pero los afeites hermosean el semblante que desmerece mucho si se trata con descuido, aunque se asemeje en lo seductor al de la diosa de Idalia. Si las mujeres de la antigüedad no gastaban su tiempo en el aderezo personal, tampoco los esposos con quienes trataban se distinguían por el aseo. Andrómaca vestía una túnica suelta. ¿De qué maravillarse? Era la esposa de un duro soldado. ¿Había de presentarse cargada de adornos la cónyuge de Áyax, a este héroe que cubría su cuerpo con un escudo de siete pieles de toro? Antes imperaba una rústica sencillez, mas hoy Roma brilla con las espléndidas riquezas del orbe que ha sometido. Considera lo que fue antiguamente el actual Capitolio, y creerás que es otro el Júpiter que veneramos. Esa curia donde se reúnen los dignísimos senadores en el reinado de Tacio era una humilde cabaña. Donde ahora deslumbra el suntuoso templo consagrado a Febo y nuestros insignes caudillos, existía un prado en que se apacentaban los bueyes. Que otros prefieran lo antiguo: yo me felicito de haber nacido en época que conforma con mis gustos; no porque hoy se explota el oro oculto en el seno de la tierra, y las playas remotas nos envían la concha de la púrpura, no porque decrece la altura de los montes a fuerza de extraer sus mármoles, ni porque se rechazan de la costa las cerúleas olas con los muelles prolongados, sino porque domina el adorno y no ha llegado hasta nosotros la rusticidad primitiva que heredamos de nuestros abuelos. Mas vosotras no abruméis las orejas con esas perlas de alto precio que el indio tostado recoge en las verdes aguas; no os mováis con dificultad por el peso de los recamados de oro que luzcan vuestros vestidos; el fausto con que pretendéis subyugarnos, tal vez nos ahuyenta, y nos cautiva el aseo pulcro y el cabello primorosamente peinado, cuya mayor o menor gracia depende de las manos que se ejercitan en tal faena.
Hay mil modos de disponerlo; elija cada cual el que le siente mejor, y consulte con el espejo. Un rostro ovalado reclama que caiga dividido sobre la frente: así lo usaba Laodamía; las caras redondas prefieren recogerlo en nudo sobre la cabeza y lucir al descubierto las orejas: los cabellos de la una caigan tendidos por la espalda, como los del canoro Febo en el momento de pulsar la lira; la otra líguelos en trenzas, como Diana cuando persigue en el bosque las fieras espantadas. A esta cae lindamente un peinado hueco y vagaroso; la otra gusta más llevándolo aplastado sobre las sienes; la una se complace en sujetarlo con la peineta de concha; la otra lo agita como las olas ondulantes; pero ni contarás nunca las bellotas de la espesa encina, ni las abejas del Hibla, ni las fieras que rugen en los Alpes, ni yo me siento capaz de explicar tantas modas diversas, número que aumenta con otras cada día que pasa. A muchas da singular gracia el descuido indolente; crees que se peinó ayer tarde, y sale ahora mismo del tocador. Que el arte finja la casualidad; así vio Alcides a Yole en la ciudad que tomaba por asalto, y dijo al instante: «La amo»; y tal aparecía Ariadna abandonada en las playas de Naxos, cuando Baco la arrebató en su carro entre los gritos de los sátiros que clamaban: «Evohé». ¡Qué indulgencia tiene la naturaleza con vuestros hechizos, y cuántos medios os brinda para ocultar los defectos! Nosotros los disimulamos bastante mal, y con la edad huyen nuestros cabellos, como las hojas del árbol sacudidas por el Bóreas. La mujer, cuando encanecen los suyos, los tiñe con las hierbas de Germania, y adquieren un color más hermoso que el natural; la mujer se nos presenta con abundantísimos cabellos gracias a su dinero, y de ajenos convertidos en propios, sin avergonzarse de comprarlos en público, a la faz del mismo Hércules y el coro de las Musas.
¿Qué diré de los vestidos? No quiero ocuparme de los bordados ni de la lana dos veces teñida en la púrpura de Tiro. Pudiendo usar tantos colores de precio menos elevado, ¿qué furor os induce a gastar en el traje todas vuestras rentas? Ved el color azulado de la atmósfera transparente y limpia de las nubes lluviosas que impele el viento de mediodía, o el otro semejante al del carnero que salvó a Frixo y Hele de las astucias de Ino: este verde recibe el nombre de verdemar porque imita sus ondas, y creo que así son los vestidos con que se atavían las ninfas; aquel se asemeja al azafrán, color de la túnica de la Aurora, que esparciendo rocío apareja en su carro los brillantes corceles: aquí veis el del mirto de Pafos y de las purpúreas amatistas, el de la rosa encarnada y del plumaje de la grulla de Tracia. Por otra parte tampoco falta, Amarilis, el color de tus castañas, de las almendras y de la estofa a que la cera ha dado su nombre.
Cuantas flores produce de nuevo la tierra a la llegada de la primavera, en que brotan las yemas de la vid sin temor del invierno perezoso, tantas y más varias tinturas admite la lana; elige con acierto, pues el mismo color no conviene a todas personas por igual.
El negro dice bien a las blancas como la nieve, a Briseida sentaba admirablemente, y cuando fue arrebatada vestía de negro. El blanco va mejor a las morenas; Andrómeda lo prefería, y vestida de este color descendió a la isla de Serifo. Casi me disponía a advertiros que neutralizaseis el olor a chotuno que despiden los sobacos, y pusierais gran solicitud en limpiaros el vello de las piernas; mas no dirijo mis advertencias a las rudas montañesas del Cáucaso, ni a las que beben las aguas del Caico de Misia. ¿A qué recomendaros que no dejéis ennegrecer el esmalte de los dientes y que por la mañana os lavéis la boca con una agua fresca? Sabéis que el albayalde presta blancura a la piel y que el carmín empleado con arte suple en la tez el color de la sangre. Con el arte completáis las cejas no bien definidas y con los cosméticos veláis las señales que imprime la edad. No teméis aumentar el brillo de los ojos con una ceniza fina o con el azafrán que crece en tus riberas, ¡oh, transparente Cidno!
Histori(et)as de griegos y romanos

Lo más probable es que ames el latín, el griego, el mundo clásico en general...
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Yo he compuesto un libro sobre el modo de reparar los estragos de la belleza, de pocas páginas, pero donde hallaréis mucha doctrina. Buscad allí los cosméticos de que tenéis necesidad las feas; en mi arte aprenderéis mil útiles consejos, si evitáis que el amante vea expuestos sobre la mesa vuestros frascos: el arte solo mejora el rostro cuando se disimula. ¿A quién no causan disgusto los mejunjes con que os embadurnáis la cara, que por su propio peso resbalan hasta vuestro seno? ¿A quién no apesta la grasa que nos envían de Atenas extraída de los vellones sucios de la oveja? Repruebo que en presencia de testigos uséis la médula del ciervo u os restreguéis los dientes: estas operaciones aumentan la belleza, pero son desagradables a la vista. Muchas cosas repulsivas al hacerlas agradan una vez hechas.
Las magníficas estatuas cinceladas por el laborioso Mirón antes de labrarse fueron bloques informes de pesado mármol. Para formar un anillo, primero se bate el oro, y de la sórdida lana se tejen las vestiduras que os cubren; la que era una tosca piedra hoy se ha convertido en noble escultura, y es Venus que sale desnuda de las olas destilando el líquido humor de su cabellera. Imaginemos que te hallas durmiendo mientras arreglas tu tocado, y no aparezcas a nuestros ojos hasta después de darte la última mano. ¿Por qué he de reconocer el afeite que blanquea tu tez? Cierra la puerta de tu dormitorio y no dejes ver tu compostura todavía imperfecta. Conviene a los hombres ignorar muchas cosas: la mayor parte les causaría repulsión si no se sustrajeran a su vista. ¿Ves los áureos adornos que resplandecen en la escena de los teatros? Pues son hojas delgadas de metal que recubren la madera, y no se permite a los espectadores acercarse a ellos sin estar acabados. Así, no preparéis vuestros encantos ficticios en presencia de los varones; mas no os prohíbo ofrecer a la peinadora los hermosos cabellos, porque así los veo flotar sobre vuestras espaldas; os aconsejo, sí, que no eternicéis esta operación, ni retoquéis cien veces los lindos bucles, y que la peinadora no tema vuestro furor. Odio a la que le clava las uñas en la cara y le pincha con la aguja en el brazo, obligándola a maldecir la cabeza de su señora que tiene entre las manos, y a manchar con lágrimas y sangre sus cabellos aborrecidos. La que esté medio calva ponga un guardia a la puerta o vaya a componerse al templo de la diosa Bona.
Un día se anunció mi súbita llegada a cierta joven, y en su turbación se puso al revés la cabellera postiza. Que tan vergonzoso accidente no ocurra más que a mis enemigos, y caiga solo tal deshonor sobre las hijas de los partos. Es repulsivo un animal mutilado, un campo sin verdor, un árbol desprovisto de hojas y una cabeza falta de cabellos. No vienen a oír mis lecciones Sémele o Leda o Europa, la que atravesó el mar sobre las espaldas de un falso toro, ni Helena, a quien tú, Menelao, reclamas con tanta razón, y a quien tú, raptor troyano, haces bien en retener. La turbamulta que oye mis palabras se compone de feas y hermosas: estas últimas abundan menos que aquellas, y se curan poco de los preceptos y recursos del arte; gozan el privilegio de la beldad, que por sí solo ejerce un dominio avasallador. Cuando el mar duerme tranquilo, el piloto descansa con seguridad, pero, si las olas se encrespan, no deja un momento el timón.
Cierto que son pocas las caras sin defectos: atiende a disimularlos, y, a serte posible, también las macas del cuerpo. Si eres de corta estatura, siéntate, no crean que estás sentada hallándote de pie; si diminuta, extiende tus miembros a lo largo del lecho, y, para que no puedan medirte viéndote tendida, oculta los pies con un traje cualquiera. La que sea en extremo delgada vístase con estofas burdas y un amplio manto descienda por sus espaldas; la pálida tiña su piel con el rojo de la púrpura, y remédiese la morena con la sustancia extraída al pez de Faros. El pie deforme ocúltese bajo un calzado blanco, y una pierna desmedrada manténgase firme, sujeta por varios lazos. Disimula las espaldas desiguales con pequeños cojines, y adorna con una banda el pecho demasiado saliente. Acompaña con pocos gestos la conversación, si tienes gruesos los dedos y toscas las uñas, y a la que le huele la boca le recomiendo que no hable nunca en ayunas, y siempre a regular distancia del que la oye. Si tienes los dientes negros, desmesurados o mal dispuestos, la risa te favorecerá muy poco. ¿Quién lo creerá? Las jóvenes aprenden el arte de reír, que presta gran auxilio a la beldad; entreabre ligeramente la boca, de modo que dos lindos hoyuelos se marquen en tus mejillas, y el labio inferior oculte la extremidad de los dientes superiores. Evita las risas continuas y estruendosas, y que suenen en nuestros oídos las tuyas con un no sé qué de dulce y femenino que los halague. Ciertas mujeres al reír tuercen con muecas horribles la boca; otras dan suelta a la alegría con tales risotadas que diríase que lloran o lastiman los oídos con estrépito tan ronco y desagradable como el rebuzno de la borrica que da vueltas a la piedra de moler. ¿En dónde no imperan las reglas del arte? Aprenden a llorar con gracia, a llorar cuando quieren y del modo que les conviene.
¿Qué diré de las que se comen letras indispensables a la inteligencia de las palabras y obligan a su lengua a pronunciarlas tartamudeando? El vicio de estropear las voces lo toman a gracia y se ingenian en hablar menos bien de lo que podrían. Estudiad estas pequeñeces, que os aprovechará conocerlas. Aprended a andar como os favorezca más; en el movimiento de los pies hay tesoros de gracias inestimables que atraen o alejan a los pretendientes. Esta mueve con intención las caderas, dejando flotar la túnica a capricho del viento y avanza el pie en actitud majestuosa; aquella, como la cónyuge rubicunda del habitante de Umbría, en su marcha abre las piernas y da pasos desmesurados. En esto como en otras mil cosas, guárdese un término medio. Os chocará la ordinariez en los pasos de la una, y en los de la otra, el excesivo abandono. Realizarás grandes conquistas si dejas al descubierto la extremidad de la espalda y la parte superior del brazo izquierdo, descuido que favorece mucho a las blancas como la nieve; yo, ante tales hechizos, quisiera en mi arrebato cubrir de besos lo que devoran mis ojos.
Las sirenas eran unos monstruos marinos que detenían el curso de las naves con su voz encantadora; apenas Ulises oyó sus acentos, estuvo a punto de romper los lazos que le sujetaban, mientras sus compañeros, con la cera puesta en los oídos, desconocían el peligro. El canto es cosa muy seductora: muchachas, aprended a cantar —no pocas, con la dulzura de la voz, consiguieron que se olvidase su fealdad— y repetid ora las canciones que oisteis en los suntuosos teatros, ora los temas ligeros compuestos en el ritmo de Egipto. La mujer aleccionada por mis avisos sepa manejar el plectro con la derecha, y con la izquierda, sostener la cítara. Orfeo, el de Tracia, movió las rocas y las fieras, el lago del Tártaro y el Cancerbero de tres cabezas; y tú, Anfión, justísimo vengador de la afrenta de tu madre, ¿no viste, a los acentos divinos de tu voz, obedecer las piedras que alzaron los muros de Tebas? Es harto conocida la fábula de Arión: un pez, aunque mudo, se sintió conmovido por su canto. Aprende así a tocar con las dos manos las cuerdas del salterio, cuya música despierta las efusiones amorosas. Séante conocidas las poesías de Calímaco, las del cantor de Cos, las del viejo de Teos, tan amante del vino, y no olvides las de Safo, poetisa en extremo voluptuosa, ni las comedias del que nos representa un padre burlado por las astucias del siervo geta, y puedes leer además los versos del apasionado Propercio, sin excluir los mejores trozos de Galo, del dulce Tibulo o el poema que compuso Varrón sobre el vellocino de oro: ¡oh, Frixo!, tan funesto a tu hermana y al cantor del fugitivo Eneas, que echó los cimientos de la soberbia Roma, obra maestra con la cual ninguna se atreve a competir.
Y acaso mi nombre se mezcle con los de tan egregios poetas, librando mis escritos de las aguas del Leteo, y tal vez alguno dirá: «Lee los elegantes versos del maestro que ha instruido por igual a los dos sexos, y de los tres libros que intituló Amores, escoge el que hayas de recitar con voz suave y conmovedora, o declama en tono elevado una de sus Heroidas, género desconocido del cual se tiene por inventor». Así accedan a mis votos Febo, Baco, el de los cuernos en la frente, y las nueve hermanas, diosas propicias a los poetas.
¿Quién dudará que exijo de una hermosa que sepa la danza, y que mueva, dejando la copa del festín, los torneados brazos al compás de la música? Se aplaude con estrépito a las que saben cimbrear las caderas en los espectáculos teatrales: tanta seducción encierra su movilidad sugestiva. Casi me sonroja detenerme en estas minuciosidades, mas quiero que las jóvenes sean hábiles en echar los dados y calcular la fuerza con que los arrojan en la mesa, y ya sepan sacar el número tres, ya adivinar con viva penetración el lado que se ha de evitar y el que se les demanda; que discurran, si juegan al ajedrez, y comprendan que un peón no puede resistir a dos enemigos; que el rey, cuando pelea sin ayuda de la reina, se expone a caer prisionero, y que el contrario a menudo tiene que volver sobre sus pasos. Si diviertes las horas jugando a la pelota con ancha raqueta, no toques más que la que debes lanzar. Hay otro juego que divide una superficie en tantos cuadritos como meses tiene el año; sobre la pequeña mesa se ponen tres piedras en cada uno de sus lados, y vence quien los coloca en la misma línea. Aprende estos juegos tan divertidos: es de mal tono que una joven los desconozca, y muchas veces jugando suele brotar el amor. No requiere gran talento el aprenderlos a la perfección; más difícil es al jugador aparecer dueño de sí mismo. A veces por falta de prudencia la pasión nos arrebata, y un accidente cualquiera deja ver nuestro carácter al desnudo; estalla la cólera, siempre aborrecible, el afán de lucro suscita cuestiones y produce quejas amargas, se apostrofan los contendientes unos a otros, el aire resuena con los clamores, y cada cual invoca en su favor a los dioses irritados, piérdese la confianza entre los que juegan, y piden que se cambien los tableros; hasta muchas veces noté que las lágrimas humedecían sus mejillas. Que Júpiter preserve de tales torpezas a la que solicita parecer agradable.
Estos son los juegos que os permite la debilidad de vuestro sexo; los hombres se ejercitan en otros más esforzados, como el de la pelota, el dardo, el aro de hierro, las armas y el manejo de la rienda que obliga a caracolear al caballo. No tenéis cabida en el campo de Marte, ni acudís a nadar en las aguas heladas de la fuente Virginal o las plácidas ondas del Tíber; en cambio se os consiente, y os resultará de provecho, pasear a la sombra del pórtico de Pompeyo, así que los ardientes corceles del Sol llegan al signo de la Virgen, visitar el suntuoso palacio consagrado a Febo, que ganó sus laureles sumergiendo en el abismo las naves egipcíacas, y los monumentos que alzaron la esposa y la hermana de Augusto con su yerno ceñido por la corona naval. Visitad también las aras donde se quema el incienso en honor de la vaca de Menfis y los tres teatros ocupando los sitios más visibles. Acudid a la arena del circo, húmeda todavía con la tibia sangre, y fijaos en la ardiente rueda que pasa al ras de la meta. Lo oculto permanece ignorado, y nadie desea lo que no ve. ¿Qué partido sacarás de tu hermosura si ninguno la contempla? Aunque superes en el canto a Tamiris y Amebea, no conseguirá el aplauso tu lira desconocida. Si Apeles, el de Cos, no hubiese pintado a Venus, aún yacería esta sepultada en el fondo de las aguas. Los poetas sagrados, ¿qué piden a los dioses sino la fama? Este es el galardón que esperan de sus trabajos. En otros días los vates eran amados de héroes y reyes, y los antiguos coros alcanzaban magníficos premios: el título de poeta infundía veneración como el de la majestad, y con el honor se le prodigaban cuantiosas riquezas. Ennio, nacido en los montes de Calabria, mereció juntar sus cenizas a las del gran Escipión; mas al presente las coronas de hiedra yacen sin honor y los frutos de las vigilias laboriosas de las musas se desprecian como productos de la holgazanería. A pesar de ello, aspiramos con tesón a la fama. ¿Quién conocería a Homero si no sacase a luz la Ilíada, su poema inmortal? ¿Quién tendría noticias de Dánae si, siempre encerrada, hubiera llegado a la vejez encerrada en la torre?
Jóvenes hermosas, os será útil de vez en cuando mezclaros con la turba y dirigir los inciertos pasos lejos de vuestras moradas. El lobo asedia muchas ovejas para sorprender a una, y el ave de Júpiter persigue a muchos pájaros: así la mujer hermosa ofrézcase a las miradas del pueblo; entre tantos no dejará de encontrar uno a quien sorprenda. Véasela en todas partes deseosa de agradar y ponga los cinco sentidos en aquello que contribuya al realce de sus prendas. Por doquiera reina el azar; ten siempre dispuesto el anzuelo, y el pez acudirá a morderlo donde menos te figures. Mil veces los perros olfatean en vano los escondrijos de la selva, y el ciervo viene a caer en las redes sin que ninguno lo acose. ¿Quién menos que Andrómeda, sujeta a una roca, podía esperar que sus lágrimas moviesen la compasión de nadie? Tampoco es raro en el funeral de un esposo encontrar el sucesor, y entonces nada sienta a la mujer como el caminar con el cabello en desorden y dar libre rienda al llanto; pero huya más que a la peste de esos mozos que se pagan de su gallardía y elegancia y temen descomponer el artificio de sus cabezas. Lo que te dicen ya lo han dicho a otras mil, y sin norte fijo corren vagabundos de acá para allá. ¿Qué hará la mujer con un mozalbete más afeminado que ella, y que acaso sostenga tratos con mayor número de amantes? Apenas me creeréis, y debéis creerme. Troya permanecería en pie si hubiese aprovechado los consejos de su rey Príamo. Algunos se insinúan con los agasajos de un falso rendimiento, y por tales medios aspiran a ganancias deshonrosas. No os seduzca su cabellera perfumada de líquido nardo, ni el estrecho ceñidor que sujeta los pliegues de su túnica, ni la toga de hilo fino, ni la multitud de anillos que casi les cubren los dedos. Acaso el más elegante de estos sea un ratero que se encienda en el deseo de apoderarse de vuestros ricos vestidos. «Vuélveme lo mío», gritan a todas horas las muchachas despojadas, y el foro resuena en repetidas exclamaciones: «Vuélveme lo mío».
Desde sus templos rutilantes de oro, Venus y las diosas de la vía Apia oyen sin inmutarse tales querellas. Entre estos sujetos hay algunos de fama tan vil que la mujer engañada por ellos merece entrar a la parte de su oprobio. Aprended en las quejas de otras a temer vuestro daño, y no abráis nunca la puerta a un falaz seductor. Hijas de Cécrope, no fiéis en los juramentos de Teseo; lo que hizo antes lo hará mañana poniendo a los dioses por testigos de su perjurio. Y tú, Demofón, que heredaste la perfidia de Teseo, ¿qué confianza mereces después de haber engañado a Filis? Si os dan buenas promesas, pagad en la misma moneda; si las cumplen, no rehuséis vuestros favores. Sería capaz de extinguir el fuego siempre encendido de Vesta, arrebatar los objetos del culto en el templo de la hija de Ínaco y brindar a su esposo el acónito mezclado en la infusión de cicuta, la que después de aceptar regalos del amante le niega la satisfacción de Venus.
Mas he ido harto lejos: musa, refrena los corceles y evita que en su impetuosidad se desboquen. Si tu amante sondea el vado con las frases que escribió en las tablillas de abeto, encarga a una cauta sirviente recoger sus misivas; reflexiona al leerlas y colige de su propia confesión si es fingida o nace de un alma realmente enamorada. Contéstale tras breve demora: el retraso, como no se prolongue mucho, aguijonea al amor. Ni te muestres demasiado asequible al que te solicita, ni te niegues a sus pretensiones con excesiva dureza; condúcete de modo que tema y espere a la vez, y a cada repulsa crezcan las esperanzas y el temor disminuya. Redacta las contestaciones en estilo sencillo y natural: el lenguaje corriente es el que mejor impresiona. ¡Cuántas veces una carta bien escrita produjo el incendio de un corazón vacilante, y, al contrario, un lenguaje bárbaro echó por tierra el influjo de la beldad! Mas, puesto que renuncian vuestras frentes al honor de las sagradas cintas, y a toda costa os proponéis engañar a vuestros maridos, entregad las tablillas a la criada o al siervo más redomado, y no confiéis tan caras prendas a un amante novicio. Yo he visto mujeres, pálidas de terror por tal imprudencia, pasar la mísera vida en continua esclavitud. Es pérfido de veras el que se reserva pruebas semejantes, pero tiene en su poder armas tan terribles como los rayos del Etna. En mi sentir, debe rechazarse el fraude con el fraude, y las leyes nos permiten ofender a los que nos acometen armados. Procurad que vuestra mano se ejercite en trazar diferentes formas de letra. ¡Ah! Perezcan los traidores que me obligan a tales consejos. No es prudente responder en las tablillas sino después de borrar los signos anteriores, por que la escritura no denuncie dos manos distintas. Las misivas al amante han de parecer dirigidas a una amiga, y en sus frases, el pronombre «él» debe sustituirse por «ella».
Ya es hora de renunciar a pequeñeces; tratemos asuntos de mayor importancia, desplegando al viento todas las velas. El refrenar las violencias del carácter favorece los atractivos físicos: ingenua paz conviene a los hombres; la cólera brutal, a las fieras. La cólera deforma los rasgos del semblante, hincha las venas de sangre y enciende los ojos con las siniestras miradas de las górgonas. «¡Lejos de mí, flauta; no te estimo en tanto!», dijo Palas, viendo en los cristales del río sus mejillas desfiguradas. Vosotras, si en los arrebatos de la furia os miráis al espejo, apenas habrá quien reconozca su propia cara. Tampoco la hagáis antipática con humos de soberbia: el amor se alimenta de dulcísimas miradas. Creed en mi experiencia: el desdén orgulloso es aborrecible, y un aspecto altanero lleva consigo los gérmenes del odio. Mirad al que os contempla, sonreíd afectuosas al que se sonríe, y a sus gestos responded con señales de inteligencia: así, tras los preludios, el niño vendado renuncia a los dardos inocentes y prueba las flechas más agudas de su aljaba.
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También aborrecemos a las melancólicas. Ame Áyax enhorabuena a Tecmesa; nosotros, turba regocijada, nos dejamos vencer por mujeres de genio alegre. Nunca hubiera yo rogado a Andrómaca ni a Tecmesa que una y otra me dispensasen su íntima amistad, y hasta me resistiría a creer, si los hijos no atestiguasen lo contrario, que se ofrecieron en el tálamo a sus respectivos esposos. La compañera sombría de Áyax ¿pudo decirla nunca «luz de mi vida», ni esas frases que tanto nos seducen? ¿Quién me prohibirá aplicar el ejemplo de las grandes a las cosas menores, y compararlas a las disposiciones de un hábil caudillo? El jefe experto entrega a un oficial el mando de cien infantes; a otro, un escuadrón de caballos; al tercero, la defensa de las águilas. Vosotras del mismo modo examinad para qué sirve cada uno de nosotros, y dadnos el empleo que nos corresponda. Pedid al rico valiosos presentes y no rechacéis al jurisconsulto que con su elocuencia defiende vuestra causa. Los que componemos versos solamente versos podemos enviar, pero sabemos amar como ninguno y cubrimos de gloria el nombre de la que supo conquistarnos.
Grande es la fama de Némesis y no menor la de Cintia; a Licoris se la conoce desde el occidente a las regiones de la Aurora, y son muchos los que desean saber quién se oculta bajo el seudónimo de Corina. Además, la perfidia es aborrecida por los hijos de Apolo, y el arte que cultivan dulcifica sus costumbres. No nos dejamos sobornar por la ambición o la sórdida codicia y, amantes del reposo y la sombra, despreciamos los pleitos del foro. Se nos vence con facilidad, nos encendemos en el fuego más vivo y sabemos amar con sobra de buena fe: la dulzura del arte suaviza el temperamento rudo, y nuestros hábitos conforman con la inclinación al estudio. Muchachas, sed complacientes con los vates de Aonia: el numen les inspira, las musas les conceden su favor, un dios vive en ellos, traban relaciones con el cielo, y de la bóveda celeste desciende sobre sus cabezas el genio creador. Es un crimen exigir el pago del placer a los doctos vates, pero, ¡ay de mí!, un crimen que ninguna teme perpetrar.
Valeos del disimulo, encubrid por algún tiempo vuestra codicia; si no, el amante novel escapará pronto a la vista de las redes: el hábil jinete no gobierna lo mismo al potro que las riendas acaban de someter, que al acostumbrado a tascar el freno. No te has de conducir de igual modo para dominar a un mancebo en la flor de la juventud, que a un hombre cuya razón han madurado los años. Aquel, campeón bisoño que ejercita sus primeras armas en la milicia del amor, y presa recientemente caída en los lazos de tu tálamo, no debe conocer otra que tú, ni separarse un momento de ti; es una débil planta que se ha de resguardar con alta cerca; teme a las rivales, vencerás mientras seas la única el imperio de Venus y el de los reyes no consiente división: este, como soldado viejo, amará sin despeñarse, usará de cautela y conllevará prudente lo que un novicio no sabe soportar. No romperá ni intentará incendiar la puerta, ni te clavará las uñas en las tiernas mejillas, ni desgarrará su túnica ni la tuya, ni serán motivo de llanto los cabellos que te arranque: tales excesos son propios de un jovenzuelo en el arrebato de la pasión y la edad. El hombre ya hecho aguanta resignado los golpes crueles, se enciende en fuego más lento, como la leña húmeda todavía, o el ramaje recién cortado en la selva del monte; su amor es más seguro; el del otro, más vivo y pasajero, coge con presteza el fruto que se te escapa de la mano.
Que todo se rinda de golpe, que las puertas se abran al enemigo y se crea seguro en medio de la traición; lo que se alcanza de modo tan fácil no alienta la perseverancia, y de vez en cuando precisa mezclar la repulsa a la condescendencia; que no traspase los umbrales, que llame cruel a la puerta, y ya ruegue sumiso, ya amenace colérico. Nos disgusta lo dulce y renovamos el apetito con jugos amargos. Más de una vez perdió a la barca el tiempo favorable; por esta razón no aman los maridos a sus mujeres, porque disponen de ellas como les place. Cierra la puerta, y que el encargado de vigilarla me diga en tono adusto: «No se puede pasar»; la prohibición exaltará mis deseos. Arrojad, ya es tiempo, las armas embotadas, y sustituidlas por otras más agudas; aunque temo se vuelvan contra mí los dardos de que os he provisto. Cuando caiga en el lazo el amante novel, será de gran efecto que al principio se imagine único poseedor de tu tálamo, mas luego mortifícale con un rival que le robe parte de su conquista: la pasión languidece si le faltan estos estímulos. El potro generoso vuela por la arena del circo, viendo los otros que se le adelantan o le siguen detrás. Cualquier dosis de celos resucita el fuego extinguido; yo mismo —lo confieso— no sé amar si no me ofenden; pero cuida no se patentice demasiado la causa de su dolor; importa que sospeche más de lo que realmente sepa; exacérbalo con la enfadosa vigilancia de un supuesto guardián o la molesta presencia de un esposo severo; la voluptuosidad que se goza sin riesgo tiene pocos incentivos; finge temor aun siendo más libre que Tais, y, aunque puedas abrirle de par en par las puertas, dile que salte por la ventana; lea en tu semblante indicios de terror, y que una astuta sierva entre apresurada y grite: «Somos perdidos», y oculte en cualquier escondite al joven lleno de espanto. En compensación, permítele que te acompañe algunas noches libre de miedos, no vaya a creer que no valen los sustos que le cuestan.
Quisiera pasar en silencio las estratagemas que burlan a un marido astuto o un guardián incorruptible. Casadas, temed a vuestros esposos, que tienen el derecho de espiar vuestros pasos: es lo justo, y así lo demandan las leyes, la equidad y el pudor; mas ¿quién tolera ver sometida a esta vigilancia la liberta que ha poco redimió la varilla del pretor? Ven a mi escuela, y aprenderás el arte de los engaños. Aunque te vigilen tantos como ojos tenía Argos, si te empeñas con decisión te reirás de todos. ¿Podrá ningún guardián impedirte que escribas tus billetes en las horas que dedicas al baño, y que la confidenta los lleve ocultos en el seno cubierto por un chal, o que los sustraigas a la vista metidos en el calzado o bajo la planta del pie? Y demos que se descubran tus ardides; la misma confidenta te prestará sus espaldas a guisa de tablillas, y en la piel de su cuerpo volverá las respuestas. Los signos que se trazan con leche recién ordeñada burlan la perspicacia de un lince, y se leen claramente echándoles un polvillo de carbón. El mismo efecto obtendrás con la punta de la caña del húmedo lino, y en las tablillas, al parecer intactas, quedarán grabados caracteres invisibles.
Grande empeño demostró Acrisio en guardar a su hija Dánae; esta, sin embargo, con su falta le hizo pronto abuelo. ¿Qué conseguirá impedir un guardián cuando hay en Roma tantos teatros, cuando la mujer puede asistir, si lo desea, a las carreras del circo, o acude a las fiestas celebradas en honra de Isis, donde no se permite la entrada a los vigilantes de sus pasos, porque la diosa Bona excluye de su recinto a los varones, fuera de aquellos que le place admitir; cuando los siervos quedan a la guarda de los vestidos de la señora, a la puerta del baño, y dentro se oculta el amante libre y seguro? Siempre que ella quiera, encontrará una amiga que se finja enferma y le ceda por complacerla su lecho. El nombre de adúltera que damos a una llave falsa indica bien claro su uso, y la puerta no es el único medio de penetrar en la casa que se solicita. Se adormece la vigilancia del más taimado haciéndole beber en demasía, aunque sea el jugo de la vid cosechada en tierra española; también hay brebajes que lo sumen en profundo sopor y oscurecen sus ojos con la negra noche del Leteo. La confidenta, de acuerdo contigo, puede detener al odioso Cerbero con sus caricias, y ella a la vez regodearse largas horas. ¿Mas a qué andar con rodeos y consejos de tan poco fuste, si con cualquier regalo se consigue comprar su aquiescencia? Los regalos, no lo dudes, sobornan a los hombres y los dioses, y el mismo Júpiter se aplaca con las ofrendas. ¿Qué hará el sabio cuando el idiota se regocija con las dádivas? El mismo marido cerrará la boca desde el momento que las reciba; pero basta que compres el silencio una vez al año, pues el guardián se dispone a alargar a todas horas la mano que alargó la primera vez.
Me quejaba, bien lo recuerdo, de que no se pudiese fiar nadie de los amigos, y este reproche no alcanza exclusivamente a los hombres. Si eres crédula con exceso, gozarán otras las dichas que se te deben, y la liebre que levantaste irá a caer en las redes ajenas. Esa amiga que, solícita, te proporciona las citas y te cede su lecho en más de una ocasión hizo suyo a tu amante. No te sirvas tampoco de criada muy hermosa, porque algunas veces esta ocupó conmigo el lugar de su señora. ¿Adónde me despeña la insensatez? ¿Por qué descubro el pecho a los dardos del enemigo y me hago traición a mí mismo? No enseña el ave al cazador el modo de sorprenderla, ni la cierva a la traílla de perros cómo la han de perseguir; mas si resultan útiles, continuaré explicando mis lecciones con fidelidad, aunque en mi daño suministre las armas a las mujeres de Lemnos. Arreglaos de manera —la cosa es fácil— que nos juzguemos amados por vosotras: se cree con facilidad lo que se desea ardorosamente. Trastornad al doncel con vuestras miradas, arrojad hondos suspiros y reprobadle el haber venido tan tarde; acudid a las lágrimas por los fingidos celos de una rival y señaladle la cara con vuestras uñas; él, compadeciendo tanto dolor, exclamará persuadido: «Esta mujer está loca por mí». Sobre todo, si tiene lindas facciones y se lo advierte el espejo, se sentirá capaz de infundir amor a las mismas diosas.
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Seas quien seas, que la ofuscación no te lleve muy lejos, ni llegues a perder el seso oyendo el nombre de una rival. No creas con ligereza: Procris te ofrece un lastimoso ejemplo de lo perjudicial que resulta el creer sin reflexión. Cerca de los collados que matizan de púrpura las flores del Himeto brota una fuente sagrada cuyas márgenes están cubiertas de césped; los árboles y arbustos, sin formar bosque, defienden del sol y esparcen sus perfumes el laurel, el romero y el oscuro mirto; crecen allí los bojes recios, las frágiles retamas, el humilde cantueso y el pino arrogante, y las flexibles ramas con las altas hierbas se balancean al blando impulso del Céfiro y las auras saludables. Allí descansaba el joven Céfalo, lejos de los criados y sabuesos y, extendiendo en el suelo los miembros fatigados, solía decir: «Aura voladora, ven, alivia mi calor y refresca mi ardiente seno». Un malintencionado que oyó sus inocentes palabras corre y advierte a la suspicaz esposa, la cual, tomando el nombre de Aura por el de una concubina, se desploma abrumada al peso de tan súbito dolor. Palidece como después de la vendimia las hojas tardías de la vid que el próximo invierno destruye, o como los maduros membrillos que doblan las ramas que los sustentan, o los frutos del cornejo aún no sazonados para que se puedan comer. Así que vuelve del desmayo, rompe la túnica que viste su cuerpo y se ensangrienta la cara con las uñas. Precipitada, furibunda, con los cabellos sueltos, corre a través del campo, cual una bacante que agita el tirso en su delirio, y, no bien llega al lugar indicado, deja a las compañeras en el valle y penetra decidida en la selva evitando que se sienta el rumor de sus pasos. ¿Cuáles eran, Procris, tus designios cuando así te ocultabas? Insensata, ¿qué volcán estallaba en tu pecho alborotado? Sin duda temías que iba a llegar esa Aura que te mortificaba y ver con tus propios ojos la traición de que eras víctima. Ya quisieras no haber emprendido tal viaje, ni sorprender a los culpables; ya te confirmas en tu resolución, y los celos te anegan en cruel incertidumbre. El lugar, el nombre y el delator incitan tu crueldad, por esa inclinación de los amantes a creer siempre lo que temen, y, así que nota en la hierba las señales del cuerpo que la había hollado, siente acelerarse los trémulos latidos de su corazón.
Ya el sol en la mitad de su carrera acortaba las tenues sombras, y partía por igual la distancia del oriente al ocaso, cuando he aquí que Céfalo, el hijo de Cileno, vuelve a descansar en la selva y apaga la sed que le devora en la fuente vecina. Procris, escondida y llena de ansiedad, le ve tenderse en la hierba y oye que llama de nuevo al Aura y los blandos Céfiros: entonces se da cuenta la mísera del error a que la indujo aquel nombre, vuelve a mejor acuerdo y su faz recobra los perdidos colores. Álzase ligera, con el movimiento del cuerpo agita el follaje y corre a precipitarse en los brazos del esposo; y este, creyendo que se le acerca una fiera, coge con presteza el arco y toma en la diestra el dardo fatal. ¡Infeliz!, ¿qué haces? No es una fiera: detente. ¡Oh, qué desgracia! Tu esposa cae muerta a tus manos. «¡Ay de mí! —grita la mísera—. Has atravesado el corazón de tu amante en el sitio profundo siempre herido por Céfalo. Muero prematuramente, mas sin afrenta de ningún rival, y esto hará que la tierra pese más leve sobre mi cuerpo: ya mi alma vuela en las alas del Aura que me engañó con su nombre; ven, y que tu querida mano cierre mis ojos». Él, aterrado, recoge en los brazos el moribundo cuerpo de Procris y con su llanto riega la mortal herida, por donde exhala el alma, víctima de funesta imprudencia, y en los labios recibe su último suspiro.
Pero volvamos a nuestro camino: tengo que explicar sin ambages, porque mi barca fatigada desea arribar al puerto. Sin duda esperáis que os conduzca a la sala del festín, y deseáis oír todavía mis lecciones. Acude allí tarde y no hagas ostentación de tus gracias hasta que se enciendan las antorchas: el esperar favorece a Venus y la demora es una gran seducción. Si eres fea, parecerás hermosa a los que están ebrios y la noche velará en las sombras tus defectos. Toma los manjares con la punta de los dedos, la distinción en comer tiene gran precio, y cuida que tu mano poco limpia imprima señales de suciedad en tu boca. No pruebes nada antes de ir al festín, y en la mesa modera tu apetito, y aun come algo menos de lo que te pida la gana. Si el hijo de Príamo viera a Helena convertida en una glotona, la hubiese aborrecido, diciendo: «¡Qué rapto tan estúpido el mío!». Mejor sienta a una joven el exceso en la bebida; Baco y el hijo de Venus fraternizan amigablemente; pero no bebas más de lo que soporte tu cabeza, y no se enturbien tus razones, ni vacilen tus pies, ni veas dobles los objetos. Repugna la mujer entregada a la embriaguez; en tal situación merece ser la presa del primero que llega; y de sobremesa tampoco se rendirá sin peligro al sueño, que es muy propicio a los ultrajes hechos al pudor.
Me avergüenza proseguir mis enseñanzas, mas la hermosa Dione me alienta y dice: «Eso que te sonroja es lo principal de mi culto». Cada cual se conozca bien a sí misma y preste a su cuerpo diversas actitudes: no favorece a todas la misma postura. La que sea de lindo rostro yazga en posición supina, y la que tenga hermosa la espalda ofrézcala a los ojos del amante. Milanión cargaba sobre sus hombros las piernas de Atalanta: si las tuyas son tan bellas, lúcelas del mismo modo. La mujer diminuta cabalgue sobre los hombros de su amigo. Andrómaca, que era de larga estatura, nunca se puso sobre los de su esposo Héctor. La que tenga el talle largo oprima con las rodillas el tálamo y deje caer un poco la cabeza; si sus músculos incitan con la frescura juvenil y sus pechos carecen de máculas, que el amante en pie la vea ligeramente inclinada en el lecho. No te sonroje soltar, como una bacante de Tesalia, los cabellos y dejarlos flotar sobre los hombros, y, si Lucina señaló tu vientre con las arrugas, pelea como el ágil parto, volviendo las espaldas. Venus se huelga de cien maneras distintas; la más fácil y de menos trabajo es acostarse tendida a medias sobre el costado derecho.
Nunca los trípodes de Febo ni los oráculos de Júpiter Amón os responderán las verdades que os dicta mi musa. Si merece alguna confianza el arte de que hice larga experiencia, creed que mis cantos nunca os engañarán. Siéntase la mujer abrasada hasta la médula de los huesos, y el goce se dividirá por igual entre los dos amantes; que no cesen las dulces palabras, los suaves murmullos y los deseos atrevidos que estimulan el vigor en tan alegres combates. Y tú, a quien la naturaleza negó la sensación de los placeres de Venus, finge sus gratos deliquios con falsas palabras. Desgraciada de aquella que tiene embotado el órgano en que deben gozar lo mismo la hembra que el varón, y cuando finjas, procura que tus movimientos y el brillo de tus ojos ayuden al engaño, y lo acrediten de verdadero frenesí, y que la voz y la respiración fatigosa solivianten el apetito. ¡Oh, vergüenza! La fuente del placer oculta misteriosos arcanos.
La que al dejar los brazos del amante le exige el pago de sus complacencias, ella misma priva de todo valor a los ruegos. No consientas que la luz penetre por las ventanas abiertas: hay cosas en tu cuerpo que parecen mejor vistas entre sombras. Aquí terminan mis juegos: ya es hora de soltar los cisnes sujetos a la lanza de mi carro, y que las lindas muchachas, como antes lo hicieron los jóvenes, inscriban en sus trofeos: «Tuvimos a Nasón por maestro».
«Libro III» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com