Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
«El niño del viernes es cariñoso y generoso», dice la vieja canción que establece las cualidades especiales de los niños nacidos cada día de la semana, y, para los supersticiosos que consideran el viernes como un día de mal agüero, parece extraño que el niño del viernes sea tan afortunado; pero olvidan que, antes de que el cristianismo arrasara con el paganismo y enseñara a quienes adoraban a los dioses del norte la historia de aquel primer «Viernes Santo» negro, la tragedia en la que se vio envuelta toda la humanidad, el viernes era el día de Freya, «La Amada», gentil protectora y generosísima dadora de todas las alegrías, delicias y placeres. De ella tomaron el título de Frouwa (= Frau), en tiempos medievales, las mujeres de alta alcurnia que actuaban como proveedoras de sus señores, y cuando, en su etapa de transición, el antiguo paganismo se había convertido en una religión de fuerte culto a la naturaleza, ensombrecida por el fatalismo, solo ligeramente barnizada por el cristianismo, las mentes de los cristianos conversos de Escandinavia, como las de niños desconcertados, transfirieron a la virgen María los atributos que antes habían sido los de su «Señora»: Freya, la diosa del amor.
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En su hogar en el Salón de las Brumas, Freya (o Frigga), esposa de Odín, el Padre de Todos, se sentaba con su rueca de oro a hilar las nubes. El cinturón de Orión era conocido como «el huso de Frigga» por los nórdicos, y los hombres de la Tierra, al contemplar las grandes masas cumulosas de un blanco níveo, con bordes dorados o plateados, las vellosas nubes grises, suaves como las plumas del pecho de una paloma, o los furiosos bancos de negro y púrpura, presagiando una tormenta, tenían constantes pruebas de la diligencia de su diosa. Era la protectora de los que surcaban los mares, y también era suyo el cuidado de los niños que venían al mundo. Suya era también la feliz tarea de reunir, después de morir, a los amantes que la Muerte había separado, y a ella pertenecía la gloriosa tarea de bajar a los campos de batalla donde los muertos yacían esparcidos como hojas en otoño y conducir a Valhalla a la mitad de los guerreros que, como héroes, habían muerto. Su visión le permitía contemplar toda la tierra, y podía ver el futuro, pero guardaba sus conocimientos como un profundo secreto que nadie podía obligarla a traicionar.
Así llegó a ser representada coronada con plumas de garza, el símbolo del silencio —el silencio de los pantanos solitarios donde la garza se detiene en muda contemplación—, una mujer alta, muy majestuosa, muy regia, sumamente hermosa, con un manojo de llaves en la cintura —símbolo de protectora del ama de casa del Norte—, a veces vestida con túnicas blancas como la nieve, a veces con túnicas de un negro lúgubre. Y puesto que se preocupaba por el ama de casa apurada y cansada, por la madre y su bebé recién nacido, por el marino azotado por la tormenta que luchaba contra las olas de un mar hambriento, por aquellos cuyo amor verdadero y puro había sufrido la crucifixión de la muerte y por los muertos gloriosos en el campo de batalla, es muy fácil ver a Freya como la veían sus adoradores: el ideal de mujer perfecta.
Pero los dioses de los nórdicos nunca fueron dioses del todo. Siempre, como los dioses de Grecia, se ganaban el cariño de la humanidad por poseer alguna pequeña, o gran, debilidad humana. Y Freya no es menos adorable para los descendientes de sus adoradores porque poseía la llamada «debilidad femenina» del amor por la ropa. También amaba las joyas y, conociendo la maravillosa habilidad de los enanos para fabricar exquisitos ornamentos, rompió un trozo de oro de la estatua de Odín, su marido, y se lo dio para que lo convirtieran en un collar: el maravilloso collar enjoyado Brisingamen, que con el tiempo poseería Beowulf. Era algo tan exquisito que hizo su belleza dos veces más perfecta, y Odín la amó doblemente por ello; pero cuando descubrió que su estatua había sido violada, su ira fue muy grande, y convocó furiosamente a los enanos, que siempre trataban con metales finos, y les preguntó quién de ellos le había hecho tan gran daño. Pero los enanos amaban a Freya, y de ellos no obtuvo respuesta.
Entonces colocó la estatua sobre la puerta del templo y se afanó con astucia en idear runas que pudieran darle el poder del habla, de modo que pudiera gritar en voz alta el nombre del impío ladrón. Freya, que ya no era una diosa omnipotente, sino una esposa asustada, temblaba ante su ira y rogaba a los enanos que la ayudaran. Y cuando uno de ellos —el más horrible de todos— prometió que impediría que la estatua hablara si Freya se dignaba sonreírle, la reina de los dioses, que no temía a las cosas feas y cuyo corazón estaba lleno de amor y de piedad, sonrió dulcemente a aquel ser que nunca había conocido miradas que no fueran de horror y repugnancia por parte de ninguno de los dioses inmortales. Fue para él un momento maravilloso, y el pago valió la muerte misma. Aquella noche, un profundo sueño se apoderó de los guardianes de la estatua de Odín y, mientras dormían, la estatua fue derribada de su pedestal y hecha pedazos. El enano había cumplido su parte del trato.
A la mañana siguiente, cuando Odín descubrió el sacrilegio, se enfureció y, al no poder encontrar al criminal, abandonó Asgard furioso. Durante siete meses permaneció fuera, y en ese tiempo los gigantes de hielo invadieron su reino, y toda la tierra se cubrió con un manto de nieve, cruelmente azotada por negras heladas, congelada por nieblas impenetrables, persistentes y paralizantes. Pero al cabo de siete lúgubres meses Odín regresó, y con él llegaron las bendiciones de la luz y el sol, y los gigantes de hielo huyeron aterrorizados.
Bien podía una mujer o un guerrero ganarse el favor de Freya, la Amada, que sabía gobernar incluso al mismísimo Odín, el Padre Todopoderoso. Los vinilanos que guerreaban con los vándalos pidieron una vez su auxilio y obtuvieron su promesa de ayuda. Desde Hlidskialf, la imponente torre de vigilancia, el punto más alto de Asgard, desde donde Odín y su reina podían mirar hacia abajo y contemplar lo que ocurría en todo el mundo, entre dioses y hombres, enanos, elfos y gigantes, y todas las criaturas de su reino, Freya observaba a los vándalos y a los vinilanos preparándose para la batalla que decidiría para siempre qué pueblo gobernaría al otro.
Caía la noche, pero a la luz del atardecer los dos dioses vieron el brillo de las lanzas, el resplandor de los cascos de bronce y de las espadas y oyeron desde lejos los gritos roncos de los guerreros mientras se preparaban para la gran lucha del día siguiente. Sabiendo bien que su señor favorecía a los vándalos, Freya le pidió que le dijera qué ejército iba a obtener la victoria.
—El ejército sobre el que mis ojos se posen por primera vez cuando me despierte al amanecer —dijo Odín, sabiendo perfectamente que su lecho estaba colocado de tal manera que no podía sino ver a los vándalos cuando se despertara.
Satisfecho de su astucia, se retiró a descansar, y pronto el sueño se apoderó de sus párpados. Pero, mientras dormía, Freya movió suavemente el lecho en el que yacía, de modo que debía abrir los ojos no sobre el ejército que había ganado su favor, sino sobre el ejército que poseía el de ella. A los vinilanos les ordenó que vistieran a sus mujeres como hombres y que buscaran la mirada de Odín al amanecer, en plena batalla.
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A la mañana siguiente, cuando el sol envió su primera luz de un verde pálido sobre el cielo y el mar grises, Odín se despertó y contempló desde su atalaya al ejército en la arena. Y, con gran asombro, exclamó:
—¿Quiénes son esos de luenga barba?
—¡Son vinilanos! —dijo Freya, en alegre triunfo—, pero les has dado un nuevo nombre: lombardos. ¡Ahora debes darles también un regalo! Que sea la victoria, te lo ruego, querido señor mío.
Y Odín, viéndose burlado y sabiendo que el honor le obligaba a seguir la costumbre del Norte y dar a la gente que había nombrado un regalo, concedió a los lombardos la victoria que Freya ansiaba. El regalo de Odín no fue solo para ese día, pues a él atribuyeron los lombardos las numerosas victorias que les llevaron a encontrar finalmente un hogar en la soleada tierra de Italia, donde la bella Lombardía aún conmemora con su nombre la estratagema de Freya, la reina.
Con la llegada del cristianismo, Freya, la Amada, fue expulsada junto con todos los demás viejos dioses olvidados. Al pueblo que la había amado y venerado se le enseñó que era algo maligno y que venerarla era pecado. Así, fue desterrada a las solitarias cumbres de las montañas de Noruega y Suecia y al Brocken en Alemania, ya no como una diosa a la que amar, sino transformada en un poder maligno, lleno de horror y maldad. En la Noche de Walpurgis dirigía las fiestas de las brujas en el Brocken, y los gatos que, según se decía, atraían su carro, aunque todavía se la consideraba una protectora benéfica de los débiles y necesitados, dejaron de ser las gentiles criaturas de Freya la Buena, y quedaron bajo la prohibición de la religión como compañeros satánicos de las brujas por costumbre y reputación.
Solo una cosa gentil se le permitió conservar en la memoria. Cuando, no como diosa omnipotente sino como madre desconsolada, lloró la muerte de su amado hijo, Báldur el Hermoso, las lágrimas que derramó se convirtieron, al caer, en oro puro que se encuentra en los lechos de solitarios arroyos de montaña. Y quienes reclaman descendencia de los pueblos que la adoraron —los descendientes de sajones, normandos y daneses— pueden sin duda limpiar su memoria de todas las feas impurezas de la superstición y recordar solo el oro puro del hecho de que sus antepasados guerreros no solo rezaban a un feroz y poderoso dios de las batallas, sino a una mujer que era «cariñosa y generosa», la deificación que el niño pequeño hace de la madre a la que ama y que le tiene gran cariño.
«Freya» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com