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«Ibis», de Ovidio

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A continuación tienes la transcripción (revisada y algo modificada) de la traducción del Ibis de Ovidio de la mano de don Germán Salinas (1847-1918); más información.

💡 Léase la introducción de Germán Salinas sobre el poema, que aclara también el porqué del título Ibis (o El Ibis).

Han transcurrido ya cincuenta años de mi vida, y, hasta la fecha, nunca los versos de mi musa fueron agresivos. Entre los mil escritos que he dado a luz, no se leerá una palabra que destile sangre. A nadie, más que a mí, perjudicaron mis libros; el artífice pereció por su misma obra. Uno solo, y es lo que más siento, me impide conservar perenne el título de bondadoso. Este sujeto, cuyo nombre callo, sea quienquiera, me obliga a tomar los dardos en las inhábiles manos, y es el único que me impide vivir ignorado en el país de mi destierro, donde silba el aquilón; con su crueldad encona las heridas que necesitan reposo, ultraja mi nombre por todo el foro, no consiente a la mujer asociada a mi tálamo por lazos eternos lamentar la triste suerte del mísero esposo, y, cuando me abrazo a las reliquias destrozadas de mi nave, pugna por arrebatarme la tabla que me libre del naufragio; y el que debiera extinguir las repentinas llamas se aprovecha del mismo incendio para arrebatarme los bienes, y se afana por quitarme el pan que sostiene mi lastimosa vejez: ¡ah, cuánto más digno es de padecer mis angustias! Mejor lo dispusieron los dioses, de los cuales venero como al más grande al que no permitió que la indigencia me acosara en el camino; así le rendiré merecidas gracias, siempre que pueda, por la mansedumbre de su ánimo generoso. El Ponto las oirá, y acaso algún día disponga él mismo que aduzca testimonios de tierra más próxima a Italia.

Tú, energúmeno, que me pisoteas viéndome caído, serás víctima de mi justo rencor, aunque estés hecho un miserable. Antes el agua dejará de ser enemiga del fuego y los rayos del sol se juntarán con los de la luna; los euros y los céfiros soplarán de la misma parte del cielo, el templado noto vendrá del polo septentrional, y se reunirán las columnas de humo que encendió el antiguo odio de dos hermanos en la fúnebre pira; la primavera se confundirá con el otoño, el estío con el invierno, y la aurora y el héspero surgirán de la misma región antes que deponga las armas ya tomadas y reanude la amistad que has afrentado, perverso, con tu indigno proceder, antes que el dolor de la ofensa se desvanezca por el transcurso del tiempo y llegue la hora en que se amortigüe el odio que me inspiras. Mientras me reste un átomo de aliento, la paz que reine entre nosotros será la que existe entre los lobos y las tímidas ovejas. Así iniciaré la primera embestida en esta especie de versos, que no son los más adecuados para expresar la furia de los combates.

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Como el vélite a quien acalora el ardor de la lucha clava su pica en la roja arena, así yo no te asestaré todavía los dardos más agudos, ni vibraré de súbito mi lanza contra tu cabeza aborrecida, ni delataré en mi libro tu nombre y tus viles acciones, y por breve plazo consentiré que pases inadvertido; pero después, si prosigues, se volverán contra ti mis yambos audaces y te clavarán dardos teñidos en la sangre de Licambe. Ahora, como el hijo de Bato se ensañó contra su enemigo Ibis, del mismo modo me ensañaré contra ti y todos los tuyos; y, como él, velaré mis versos en oscuros relatos, aunque, poco acostumbrado a ejercitarme en tal género, se diga que imito su ambigüedad, olvidando mi gusto y manera de escribir.

Puesto que me niego a revelar quién eres a los que me preguntan, acepta en el ínterin el nombre de Ibis; y como adolecerá mi invectiva de cierta oscuridad, así sea tenebroso el transcurso entero de tu existencia. Me propongo que una voz verídica te lea mis escritos en el día de tu natalicio y en el de las calendas de Jano.

Dioses del mar y la tierra que al lado de Jove, entre los opuestos polos, habitáis regiones más felices que estas, os conjuro a que me prestéis toda vuestra atención y no consintáis que el viento se lleve mis votos. Y tú, Tierra; tú, Océano de eternas olas; tú, sublime Éter, escuchad benévolos mis plegarias. Astros del cielo, imagen radiante del sol, luna que brillas siempre con rostro diferente, noche tenebrosa que infundes pavor, parcas que hiláis el estambre del señalado destino, río que serpenteas con horrendo murmullo en los valles del infierno y por el cual nadie jura en vano; vosotros, de quienes se dice que agitáis los cabellos entrelazados de serpientes y permanecéis sentados ante las sombrías puertas de la cárcel infernal; y vosotros, asimismo, turba de los inmortales faunos, sátiros, lares, ríos, ninfas y semidioses, y, por último, númenes que imperáis desde el antiguo Caos, y númenes recientes, acudid en tropel a mi invocación. Mientras lanzo mis maldiciones sobre una cabeza impía y la cólera y el resentimiento ejecutan su venganza, atended favorables, unos después de otros, los deseos que me animan, y no desoigáis el menor de mis votos. Cúmplanse mis anatemas para que no los crea salidos de mi boca, sino que los pronunció el yerno de Pasífae; arrostre las torturas que yo paso en silencio, y viva más desastrosamente de lo que acierte a imaginarme, y que mi imprecación, por lanzarse contra un nombre supuesto, no resulte estéril ni conmueva menos a los potentes dioses.

Maldigo al Ibis, que nunca se aparta de mi pensamiento, sabiendo que sus hazañas merecen mi persecución; no demoro la sentencia; cual sacerdote pronunciaré votos que se vean cumplidos; los que asistís al sacrificio venid en mi ayuda, articulad palabras fúnebres y acercaos a Ibis con el semblante inundado de lágrimas; moved primeramente el pie izquierdo, para que los auspicios sean temibles, y cubrid vuestros cuerpos con negras vestiduras. Y tú, ¿por qué vacilas en ceñirte las fatales cintas? Ya ves que se ha levantado el ara funesta. Ya se preparó la pompa; que no se retarden mis votos siniestros; víctima odiosa, entrega la cerviz al cuchillo. Que la tierra te niegue sus frutos, y el río, sus ondas; que el viento y el aura te priven de respiración; que para ti el sol no tenga luz ni brille la luna; que tus ojos no perciban la claridad de los astros; que se te prive del fuego y del aire que necesitas, y te cierren todos los caminos la tierra y el mar. Que desterrado, pobre y errante, pises los umbrales extranjeros, y con voz trémula solicites un poco de comida; que el dolor quejumbroso reine sin descanso en tu cuerpo y tu alma lacerada, y la noche te parezca más insoportable que el día, y el día, que la noche; que vivas siempre desgraciado y ninguno te compadezca, y hombres y mujeres se regocijen de tu adversidad; que excites su desprecio con tus lágrimas y, después de sufrir mucho, te juzguen digno de sufrir más todavía; que el aspecto repulsivo de tus miserias no infunda, lo que rara vez sucede, la menor compasión, y tengas cien razones para desear la muerte, y la vida, a pesar tuyo, no consiga el fin apetecido; que el aliento abandone tu cuerpo atormentado después de lucha tenaz y larga y cruel agonía. Esto sucederá; el mismo Apolo me revela el porvenir; una ave funesta ha volado a mi izquierda; tengo la certidumbre de que mis ruegos moverán a los dioses, y un día y otro me sostiene, pérfido, la esperanza de tu muerte. Transcurrirá aquel día que por fin te sustraiga a mi cólera, aquel día que tarda tanto en llegar, aquel día que camina con tardo paso, me arrebatará la vida que persiguen tus ultrajes antes que el tiempo logre desvanecer mi animosidad y suene la hora en que mi odio se calme.

En tanto que los tracios peleen con venablos, y los yácigas, con arcos; en tanto que sean templadas las ondas del Ganges y frías las del Danubio; en tanto que crezcan robles en los montes y pastos en las frescas praderas; en tanto que el Tíber toscano deslice sus turbios raudales, pelearé contigo, y la muerte, en vez de calmar mi resentimiento, pondrá en mis manos las armas crueles con que persiga a tus naves. Hasta el momento en que se desvanezca por los aires, mi sombra exánime se desatará recriminando tu conducta; mi espectro te acosará entonces, recordando tus viles acciones, y mi rígido esqueleto llenará de espanto tus miradas. Ya sucumba a mi pesar consumido por larga vejez; ya mi propia mano me libre de la existencia; ya sea tras el naufragio juguete de las inmensas olas, y sirvan mis entrañas de pasto a los peces de remotos mares; ya las aves extranjeras hundan el pico en mis despojos y tiña mi sangre la boca de los lobos; ya alguno se digne cubrir de tierra mi cadáver y coloque mis inanimados restos en humilde hoguera, sea cual fuere mi suerte, forcejaré por escapar de las riberas de Estigia, y mis manos heladas se ensañarán en tu rostro. Despierto, me contemplarás con estupor, y en las silenciosas sombras de la noche apareceré a tu vista y ahuyentaré tu sueño. En fin, hagas lo que hagas, volaré ante tu cara y tus ojos, me lamentaré y no te permitiré reposar en ninguna parte. Oirás el violento chasquido de los azotes, y las antorchas entrelazadas de serpientes brillarán ante tus ojos criminales. Vivo, serás perseguido por estas furias, y muerto, también, porque tu vida será demasiado breve para tu castigo.

No alcanzarás de los tuyos lágrimas ni fúnebres honras, y nadie llorará sobre tu cuerpo abandonado. Entre los aplausos del pueblo, la mano del verdugo te arrastrará con el garfio desgarrador clavado en tus miembros; las llamas, que todo lo consumen, huirán de ti, y la tierra enemiga rechazará tu aborrecido cadáver. Un buitre destrozará sin descanso tus entrañas con el pico y las garras; tu pérfido corazón será pasto de los famélicos canes, y los lobos insaciables, aunque te enorgullezcas de este honor, se disputarán los restos de tu cuerpo. Te verás arrojado al sitio más remoto de los Campos Elíseos, y allí residirás en el que ocupa la turbamulta de los malvados. Allí está Sísifo empujando y recogiendo siempre su peñasco, y aquel mísero atado a la rueda que gira sin cesar; las Danaides, casta sanguinaria y nueras del desterrado Egipto, conducen sobre los hombros las urnas del agua, que se les vierte continuamente. El padre de Pélope se afana en balde por coger los frutos que tiene delante, y la sed le angustia siempre en medio de las líquidas ondas; y el gigante que mide de pies a cabeza nueve yugadas siente sin interrupción el pico del ave que le barrena las entrañas. Aquí una de las furias amoratará con su látigo tus espaldas para que confieses el número de tus crímenes; otra arrojará tus desgarrados miembros a las serpientes del tártaro, y la tercera tostará en el fuego tus mejillas humeantes. Tu sombra culpable sentirá la tortura de mil distintos modos, y Éaco inventará contra ti nuevos suplicios; se renovarán en tu daño los tormentos de los antiguos reos y vendrás a dar reposo a los manes de pasados siglos. Tú, Sísifo, hallarás a quien entregar la roca que se despeña una vez y otra, y nuevos miembros girarán en la rueda veloz. Este será el que intente recoger en su mano los frutos y las ondas y el que alimentará al buitre con sus entrañas, siempre renacientes.

Histori(et)as de griegos y romanos

¡Una histori(et)a cada día!

Lo más probable es que ames el latín, el griego, el mundo clásico en general...

Si te gustan los griegos y romanos, el mundo antiguo y las historias, historietas y anécdotas… tengo histori(et)as de griegos y romanos para ti.

Cada día recibirás un correo con una histori(et)a de griegos al principio y más tarde de romanos. Las lees en menos de cinco minutos.

¡Quiero histori(et)as!

Una segunda muerte no acabará los tormentos de la primera, y jamás llegará la última hora de sus martirios. Yo cantaré solo una mínima parte de los mismos, como quien coge unas ramas del Ida o un poco de agua en la superficie del mar de Libia, pues no soy capaz de contar todas las flores que nacen en el Hibla, de Sicilia, ni los hilos de azafrán que producen los campos de Cilicia, ni el copioso granizo que blanquea el monte Atos, cuando el triste invierno nos estremece, llegando en alas del aquilón. Aunque me concedieses cien bocas, mi voz sería impotente para relatar todas tus maldades.

¡Ah, mísero!, padecerás tantas y tan angustiosas miserias que harán brotar las lágrimas de mis ojos, lágrimas que me proporcionarán satisfacción inefable, porque este llanto me será más dulce que la risa. Naciste desgraciado: así lo dispusieron los dioses; ninguna estrella, propicia y benéfica, presidió a tu nacimiento. En aquella hora no resplandeció Venus ni Júpiter, ni la Luna ni el Sol mostraron benigno aspecto, ni el hijo que la brillante Maya concibió del sumo Jove envió sus rayos en feliz dirección; los astros funestos de Marte y del viejo que empuña la hoz te hicieron sentir su siniestro influjo, y, para que vieses todo de negro color, el día de tu natalicio amaneció triste y oscurecido por densos nublados, siendo aquel que en los fastos toma el nombre de la sangrienta derrota del Alia. Ibis nació en el día de este público desastre, y en el mismo momento de echarlo a luz el vientre impuro de su madre oprimió con su deforme cuerpo la tierra de Cinifo. El búho nocturno se colocó en una eminencia opuesta, y de su pico fúnebre arrojó siniestros graznidos. Al punto las euménides lavaron su cuerpo, sumergiéndolo en las ovas de un pantano que procedía de las ondas de la Estigia; ungieron su seno con la ponzoña de las sierpes del Érebo, y le golpearon tres veces las manos ensangrentadas; humedecieron su garganta infantil con la leche de una perra, primer alimento que le infundió la rabia de su nodriza, y por eso ladra como un can a lo largo del foro. Lo envolvieron en andrajos cubiertos de suciedad, arrebatados de una pira que aún humeaba, y, para que no reposase sin apoyo en el suelo, reclinaron su tierna cabeza sobre los guijarros. Ya dispuestas a marchar, pusiéronle ante los ojos, y cerca de la cara, antorchas de leña verde; el niño berreaba al sentir la impresión de humo tan molesto, y entonces habló así una de las tres hermanas: «Te entregamos por tiempo sin fin a las lágrimas, que brotarán inagotables de tus ojos con suficientes motivos». Su mano negruzca urde una trama siniestra y, para no retrasar la predicción del porvenir, exclama: «Un poeta se encargará de revelar tu destino».

Yo soy ese poeta: aprenderás en mí los golpes que recibas, como los dioses den a mis palabras el brío necesario. Ojalá los sucesos confirmen mis vaticinios, y tú mismo los acredites con el rigor de tus infortunios. Que solo en la edad pasada se encuentren ejemplos de tu muerte y tus males sobrepujen a los de los troyanos. Que sientas tu pierna herida por un dardo envenenado, como el hijo de Peán, que heredó a Hércules el de la clava; y te quejes tan amargamente como el que bebió la leche de una cierva y, herido por la lanza enemiga, obtuvo su curación de la misma; o como el que cayó de su caballo en los campos de Aleya, a quien la hermosura del rostro ocasionó la muerte. Que tus ojos vean lo que el hijo de Amíntor, y, privado de luz y apoyado en tu báculo, andes a tientas por tu camino, o quedes tan ciego como el rey a quien conducía su hija, por aparecer criminal con su padre y su madre; o como el viejo célebre en el arte de Apolo, después de ser árbitro en un litigio burlesco; o como aquel por cuyo consejo se dio una paloma que sirviese de guía a la nave de Palas; o aquel a quien privó de los ojos, corrompidos por la avaricia, una madre desolada, para satisfacer a los manes de su hijo; como el pastor del Etna, a quien Telemo, el hijo de Eurimo, había vaticinado con antelación sus futuras desgracias; como los dos hijos de Fineo, privados de la vista por el mismo padre, y, por último, como Tamiris y Demódoco.

Que alguno te mutile como Saturno mutiló las partes que lo habían engendrado, y experimentes a Neptuno tan implacable con sus hinchadas olas, como el que vio a su hermana y su esposa transformadas en aves; o el astuto guerrero a quien la hermana de Sémele contempló asido a las rotas tablas de su deshecha nave; o que despedacen tu cuerpo, porque este género de suplicio no lo haya padecido uno solo, los potros lanzados en contraria dirección; o te sometan a los tormentos que impuso el caudillo cartaginés al que estimó vergonzoso que un romano fuese rescatado. Que no venga en tu auxilio ningún numen, como ninguno salvó al refugiado en el altar de Júpiter Herceo; y como Tesalo se precipitó desde la cima del Osa, así te precipites desde un cerro erizado de peñascos; o como los de Euríalo, que recogió el cetro de sus manos, tus miembros sirvan de pasto a las famélicas culebras. Que apresuren tu muerte, como la de Minos, raudales de agua hirviente vertidos sobre tu cabeza, y sirvas de manjar a las aves rapaces, como Prometeo, encadenado en justo castigo; o como a los hijos de Étraco, el quinto que llevó el nombre grande de Hércules, te degüellen y arrojen al inmenso océano; o, como al vástago de Amintas, un jovencillo ídolo de torpe amor te odie y atraviese con su cruel espada.

Que jamás te confeccionen brebajes menos nocivos que los servidos al hijo de Júpiter Amón; que mueras desastrosamente, como el cautivo Aqueo, colgado cerca de un río de auríferos raudales; o una teja, lanzada por mano hostil, te derribe, como al descendiente que llevaba con gloria el nombre de Aquiles. Que tus huesos no reposen más tranquilos que los de Pirro, esparcidos en las calles de Ambracia; y mueras acribillado de flechas, como la hija de la sangre de Éaco, crimen que no pudo ocultarse a la penetración de Ceres. Como al nieto del rey que mis versos acaban de nombrar, así tu madre te dé a beber los jugos de la cantárida; y por matarte, a una adúltera se llame piadosa, como se llama a la mujer vengativa que asesinó a Leucón. Que suban contigo a la pira las prendas más caras, como acabó sus días Sardanápalo; que te sepulten las arenas arrastradas por el Nilo, como a los que se atrevieron a despojar el templo de Júpiter en Libia; y te queme el rostro una ceniza abrasadora, como a las víctimas de la perfidia del segundo Darco; o el frío y el hambre te produzcan la muerte, como en otro tiempo al desterrado de Sicione, rica en olivos; o como el rey de Atarna, cosido a una piel de toro, vengas a ser la torpe presa de un enemigo vencedor. En tu mismo tálamo seas degollado, como el rey de Fera, que sucumbió al acero de su propia esposa; y, como Alebas de Larisa, experimentes a los que juzgas fieles amigos a costa de tu sangre. Como a Milón, cuya tiranía fue el terror de Pisa, te precipiten vivo en un río de aguas subterráneas; y los rayos que Jove despidió contra Adimento, rey de Fliasia, se claven en lo más hondo de tu pecho. Como en otros días Leneo, expulsado de Amastris, te arrojen desnudo en la tierra de Aquiles; o te arrastren, como a Euridamante, tres veces alrededor de la pira de Trasilo, el enemigo montado en el carro de Larisa; o como fue paseado el cadáver del héroe ante los muros que defendió mil veces, y que no habían de ser eternos. Como la hija de Hipómenes probó un nuevo género de tormento al saber que arrastraron a su adúltero amante en los campos del Ática, así, cuando tu vida odiosa se escape del cuerpo, los caballos vengadores arrebaten tu hediondo cadáver. Clávense tus entrañas en aguda roca, como antiguamente las de los griegos en el golfo de Eubea; y como el feroz raptor que sucumbió por el rayo y el agua, así el fuego ayude a las aguas prontas a sepultarte. Que las furias turben y extravíen tu razón, como la de aquel cuyo cuerpo entero se convirtió en inmunda llaga; como el hijo de Driante, rey de Ródope, y de pies desiguales; como, en tiempos remotos, al habitante del Eta, al yerno de las dos serpientes, al padre de Tisamenes y al esposo de Calírroe; y que te cases con una mujer más impúdica que la nuera de que se sonrojaba Tideo, o la locria, que se ayuntó con el hermano de su marido y mató a su esclava para ocultar el crimen.

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Hagan los dioses que goces una consorte tan fiel como los yernos de Talais y Tíndaro, o como las hijas de Belo, que atentaron contra los vástagos de su tío y viven sin reposo, abrumadas por el peso del agua que se les derrama continuamente, y que hoy y siempre te abrases en la llama de Biblis y Canaces y no conozcas a tu hermana más que por sus crímenes. Si tuvieres una hija, iguale a Pelopea la de Tiestes o a Mirra y Nictimene, que amaron a sus padres, siendo tan piadosa y fiel para el autor de sus días, como la tuya, ¡oh, Pterelao!, o la tuya, ¡oh, Niso!; como aquella que dio infame nombre al teatro de su maldad aplastando el cuerpo de su progenitor con las ruedas de su carro, y perezcas como los jóvenes cuyas cabezas fueron clavadas en lo alto de las puertas de Pisa, o el rey, que después de enrojecer el suelo con la sangre de los míseros pretendientes, en justa expiación la regó con la suya propia; como el traidor auriga de un cruel tirano, que dio nuevo nombre al mar de Mirto; como los que perseguían, en vano, a la veloz Atalanta, rendida al fin por detenerse a recoger las tres manzanas; como los que penetraron en el laberinto de un extraño monstruo para no acertar a salir de su confusión; como aquellos cuyos dos cadáveres arrojó el violento Aquiles a las llamas de la hoguera, o como los que condenó la Esfinge a desastrosa muerte, engañados por la oscuridad de un lenguaje enigmático; como los que se desplomaron exánimes en el templo de la bistonia Minerva, por lo cual la diosa lleva todavía el rostro velado; como los que en días lejanos ensangrentaron con sus carnes los establos del rey de Tracia; como los que fueron destrozados por los leones de Terodamante y los que Toante inmolaba en honor de la diosa de Táuride; como los que yertos de terror arrebataron a la nave de Duliquio la voraz Escila y Caribdis, que le hace frente; como los que Polifemo sepultaba en su vientre enorme; como los que pagaron la hospitalidad de los lestrigones; como los que el caudillo de Caburgo arrojó en un pozo, cuyas aguas blanqueó con una granizada de piedras; como perecieron las doce fámulas de Penélope, sus pretendientes y el que les suministraba las armas contra el rey; como cayó el esfuerzo del huésped de Aonia, el asombroso atleta, vencedor a pesar de su caída; como los que paralizaron los robustos brazos de Anteo; como los que las mujeres de Lemnos sentenciaron a muerte cruel; como el inventor de un bárbaro sacrificio, y víctima más tarde del mismo, hizo caer del cielo una lluvia bienhechora; como el hermano de Anteo, que tiñó las aras con su sangre, en justa expiación de sus bárbaros ejemplos; como el impío que alimentaba sus terribles caballos con entrañas humanas en vez de la hierba de los prados; como Neso y el yerno de Dexameno, los dos, en distintas fechas, muertos por el mismo vengador; como tu biznieto, ¡oh, Saturno!, a quien vio expirar Coronis desde las murallas de su ciudad; como Sinis, Esciro Polimenón, con su hijo, y el monstruo medio hombre y medio toro; como aquel que mirando las olas de uno y otro mar lanzaba a los aires las ramas de los árboles encorvadas hasta tocar la tierra, o como Ceres vio con rostro alegre el cuerpo de Cerción abatido por las manos de Teseo.

Así te sucedan estas calamidades que mi justa cólera te desea u otras mucho mayores, y quedes abandonado como Aqueménides en el Etna, de Sicilia, cuando advirtió que se aproximaba la escuadra de Troya; así te veas tan miserable como Iro el de dos nombres y los que mendigan en los puentes, o más, si es posible, y ames siempre en vano al hijo de Ceres, y siempre conteste a tus ruegos negándote sus favores. Como bajo el pie que la pisa la blanca arena desaparece mojada por la onda que huye y vuelve así, de cualquier modo, se liquide tu fortuna, y la sientas siempre escaparse de tus manos. Como el padre de aquella hija habituada a cambiar de forma, así mueras en el hartazgo aniquilado por el hambre. No sentirás repugnancia en un festín de carne humamana, pudiendo en esto ser el Tideo de nuestra época, y cometerás tales atrocidades que, llenos de espanto los caballos del Sol, retrocederán de nuevo desde occidente a la región de la Aurora. Repetirás los convites horrendos de la mesa de Licaón, y con tus engañosas viandas intentarás burlar a Jove. Ojalá haya quien aliente lo mismo el poder de la divinidad, sirviéndole en un banquete tus miembros; así serás el hijo de Tántalo y de Tereo, y así tus restos se esparzan aquí y allá por los campos como los que detuvieron los pasos de un infeliz padre; así en el bronce de Perilo imites a un toro de verdad, y tus gritos semejen horrorosos mugidos, o, como el feroz Fálaris encerrado en el bronce de Pafos, gimas a la manera de un toro, después que el acero te haya cortado la lengua.

Si pretendes volver a los años de la edad lozana, ojalá te veas engañado como el viejo suegro de Admeto. Caigas, si anduvieres a caballo, y te sepultes en un abismo de cieno, sin que ningún recuerdo de tu nombre perpetúe tu fin desastroso, o perezcas como los guerreros nacidos de los dientes que sembró en tierra de Grecia la mano de Cadmo, y lluevan sobre tu cabeza las siniestras imprecaciones del hijo de Penteo y el hermano de Medusa, y las contenidas en un pequeño poema contra el ave que arrojó el agua que purga su cuerpo, y recibas tantas heridas como aquel guerrero, según dicen, cuyos funerales no ensangrienta el cuchillo, y en un rapto de delirio te mutiles el miembro viril como los infelices a quienes la madre de los dioses incita a las danzas de Frigia; como Atis, de varón quedes convertido en un ser ni varón ni hembra, para golpear el ronco tímpano con tus flacas manos, y de súbito te transformes en el animal consagrado a la madre de los dioses, como lo fueron el vencedor y la vencida por este en la veloz carrera. A fin de que Limone no sea la única que arrastre tal castigo, que un caballo te desgarre las entrañas con sus dientes feroces; y no menos cruel que el tirano de Casandrea, estando herido te sepulten vivo bajo un montón de tierra; o como el nieto de Abante o el héroe descendiente de Cicneo, encerrado en una caja te precipiten al mar; o te inmolen en las santas aras de Febo, muerte que un enemigo inhumano hizo sufrir a Teodato; o que Abdera, en día señalado, te escoja por su víctima y te aplaste con una granizada de piedras. Que Júpiter, irritado, te hiera con sus triples rayos, como al hijo de Hipónoo, al padre de Dosítoe, a la hermana de Antónoe y la sobrina de Maya y al guía imprudente del ansiado carro del Sol; como al feroz hijo de Eolo y al nacido de la misma sangre de Aretos, que nunca se baña en las ondas heladas, y como a la macedonia, herida con su esposo por el rayo fulgurante, así quisiera verte, abrasado en el fuego vengador del cielo.

Hagan presa en ti los animales a los que se impidió el acceso a la isla de Delos, consagrada a Latona por la muerte anticipada de Traso, los que destrozaron al cazador que contempló desnuda a la casta Diana, y a Lino, el nieto de Crotope. Que una culebra venenosa te hiera mortalmente, como a la nuera del viejo Egro y a Calíope, al hijo de leche de Hipsípila, y al primero que clavó su agudo venablo en el hueco vientre de un caballo sospechoso. No subas más confiado que Elpénor las gradas de un palacio, y los efectos del vino te acarreen el mismo fin; y caigas maltrecho como los dríopes que respondieron al llamamiento del inhumano Tiodamante y le ayudaron con las armas. Como pereció aplastado en su antro el fiero Caco por los traidores mugidos de la ternera que allí se escondía; como el que regaló a Hércules el manto teñido con el veneno de la Hidra de Lerna, cuya sangre enrojeció las aguas de Eubea; o desde alto peñasco te precipites en el tártaro, como el que leyó la obra de un discípulo de Sócrates sobre la muerte; como el que descubrió a lo lejos las velas engañosas de la nave de Teseo; como el joven lanzado de los mares de Ilión; como la tía y a la par nodriza del tierno Baco; como el que murió por haber descubierto la sierra; como se arrojó desde enhiesta roca la virgen de Lidia, que había vomitado cien maldiciones contra el dios que aborrecía, y te encuentres paseando en los campos de tu patria una leona preñada que te dé la muerte de Faille.

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Prácticamente toda la mitología grecorromana que puedas necesitar saber para apreciar la literatura y arte clásicos y actuales.

Que los colmillos de un jabalí te desgarren, como el que mató al hijo de Licurgo, al que nació de un árbol, y al audaz Idmón, y aun después de muerto te destruya como a aquel, sobre cuyo cuerpo cayó la cabeza de este animal. Semejante al cazador frigio de Berecinto, te mate la piña lanzada de un pino, y, si tu nave arriba a las playas de Minos, la plebe de Creta te tome por vecino de Corcira; y penetres en una casa que amenace desmoronarse, como el descendiente de Aleva cuando una estrella propicia salvó al hijo de Leopropis; y como Eveno o Tiberino, sumergido en un torrente impetuoso, des tu nombre a su rápido curso; y tu cabeza cortada del tronco, como la del hijo de Ástaco, digno pasto de las fieras, sirva de manjar al hombre; y lo que ejecutó, según fama, Broteo, por el ardiente afán de morir, entregues voluntario tus miembros a las llamas de la pira, o te consuma el hambre encerrado en una caja, como al escritor a quien de nada sirvieron sus historias. Como la invención de los procaces yambos dañó a su autor, así debas tu aniquilamiento a tu lengua viperina; como el que vilipendió a Atenas en sus versos desiguales, mueras odiado por falta de sustento; como dicen que acabó un vate de tono severo, la violación de la fe ocasione tu ruina, o caigas por la mordedura envenenada de la serpiente que mordió al hijo de Agamenón. La primera noche de tu boda sea la última de tu vida, como aconteció a Eupolis y su joven esposa; y, como refieren que terminó sus días el trágico Licofrón, una saeta penetre y quede clavada en tus entrañas. Que las manos de los tuyos esparzan por el bosque tus desgarrados miembros, como fueron esparcidos en los campos de Tebas los de aquel a cuyo padre engendró una serpiente; que un toro te arrastre por riscosos montes, como arrastró a la insolente esposa de Lico, y caiga a tus pies cortada tu lengua, como la de aquella que por la violencia se convirtió en la rival de su hermana.

Como al rey llamado Bleso, fundador de la tardía Mirra, se te encuentre en diversas regiones del orbe. Que la abeja industriosa, como al vate Aqueo, te clave el nocivo aguijón en los ojos y sujeto a una dura peña te desgarren las entrañas, como al tío de Pirra, como al hijo de Hárpago. Tengas el destino de Tiestes y después de muerto sirvas de vianda a tu padre; que tu cuerpo mutilado por el fino acero quede hecho un tronco informe, como se cuenta de Mimnermo, y que un lazo te corte la respiración y te estrangule, como al poeta de Siracusa; que te arranquen la piel y dejen descubiertas tus vísceras, como al infeliz cuyo nombre conserva un río de Frigia, y contemples el rostro de Medusa, que convierte en piedra a quien lo mira, única causa de la muerte de numerosos Cefenos.

Como Glauco sientas las mordeduras de las yeguas de Potnia; o, como el segundo Glauco, te precipites en medio de las olas; o, como el tercero, que llevaba el mismo nombre, con la miel de Creta te sofoquen el aliento y apures con terror el brebaje que el sabio delatado por Ánito apuró en otro tiempo con ánimo imperturbable. Si te entregas al amor, así te pase lo que al desdichado Hemón, y como Macareo deshonres a tu hermana y veas lo que el hijo de Héctor desde las patrias murallas cuando todo era ya presa del incendio. Borres con tu sangre tu oprobio, como el joven que tuvo por padre a su abuelo y por horrible incesto debió la luz a su hermana. Penetre tus huesos un dardo de la especie de aquel que dicen mató al yerno de Ícaro, y una mano enemiga te ataje el uso de la palabra, como la que estranguló a un charlatán en su caballo de madera; o te trituren, como a Anaxarco, en el fondo de un mortero, donde suenen tus huesos quebrantados cual los granos de trigo que suele moler. Que Febo te precipite en el profundo tártaro, como al padre de Samate, que hizo lo propio con su hija; que aniquile a los tuyos el monstruo vencido por la pujante mano de Corebo cuando acudió en socorro de los míseros habitantes de la Argólida; y en el destierro, como al hijo de Etra, en quien Venus ejecutó su venganza, te despidan del carro tus espantados caballos.

Que, como el huésped que asesinó a su joven alumno por apoderarse de sus cuantiosas riquezas, te asesine tu huésped por quitarte las exiguas que posees; como murió Damacsiton con sus seis hermanos, así perezca contigo todo tu linaje; y como aquel tañedor de lira que no quiso sobrevivir a la pérdida de sus hijos, así cobres justo aborrecimiento a la vida. Como la hermana de Pélope, tu cuerpo endurecido se convierta en una roca; o como Bato, te pierdas por la ligereza de la lengua. Si lanzas el disco en el aire vacío, caigas maltrecho por el golpe del mismo, como el hijo de Ébalo; y en cualquier ocasión que rompas las ondas con tus brazos, te sean más funestas que las de Abidos. Como el poeta cómico que se ahogó nadando en mitad de la corriente, así las aguas de Estigia te corten la respiración, y, si triunfas del naufragio y el mar proceloso, ojalá sucumbas, como Palinuro al pisar en tierra.

La traílla de perros que escoltan a Diana te hagan piezas, como al poeta trágico; o te arroje de su boca el gigante de Sicilia, por donde el Etna vomita sus torbellinos de llamas. Las mujeres de Estrimón, tomándote por Orfeo, te laceren con uñas crueles los miembros; y como el hijo de Altea, quemado por un tizón invisible, un tizón encendido sea la pira que te consuma; o te abrases con la corona de Fasis, como la nueva esposa, el padre de la misma y su casa entera. Como la sangre se difundió por todos los miembros de Hércules, así un virus letal corroa todo tu cuerpo y se revuelvan contra ti las nuevas armas con que el nieto de Penteo vengó a su padre Licurgo; o, como Milón, intentes dividir una encina rajada y no puedas sacar de ella las manos cogidas. Con tus mismos presentes te destruyas, como Ícaro, en quien puso las manos homicidas una turba embriagada.

Lo que hizo una tierna hija por el dolor que le produjo la muerte de su padre, hágaslo tú echándote al cuello un lazo que te estrangule. Que el hambre te aniquile encerrado entre las paredes de tu casa, como aquella a quien su propia madre impuso tan atroz suplicio; y violes las estatuas de Diana, imitando al que en sus veloces naves abandonó el puerto de Áulide. Como el hijo de Nauplio, pagues con la muerte un crimen supuesto y no halles consuelo en tu inocencia. Como a Etalio, te despoje de la vida un sacerdote de Isis, a quien Ío en memoria del crimen prohibió los actos sagrados. Como Melanteo, que, buscando en la oscuridad su defensa, fue descubierto por la lámpara de su madre, así en tu pecho se claven los dardos que te arrojen y halles la perdición donde esperabas el auxilio.

Pases tal noche cual la del cobarde frigio, a quien se prometieron los caballos del valeroso Aquiles, y no goces de sueño más tranquilo que Reso y sus compañeros ni en la expedición ni en la muerte; o como aquellos a quienes el audaz hijo de Hirtaco y su amigo sacrificaron junto con el rútulo Ramnes. Del mismo modo que el hijo de Clinias, rodeado de espesas llamas, penetró con los miembros medio quemados en la barca de Estigia; o cual a Remo, que osó franquear las recientes murallas, te hieran en la cabeza los rústicos dardos; y, por último, vivas y mueras en estos lugares siempre expuesto a las flechas de los sármatas y los getas.

Tales son los votos que por el momento te envía mi libro para que no te quejes de mi olvido. Confieso que son poca cosa; pero los dioses te den más de lo que les ruego y multipliquen mis votos con sus favores. Pronto leerás otros muchos y serás designado con tu verdadero nombre en aquella especie de versos que narran las sangrientas batallas.


Introducción

Incluimos en este tercer y último volumen, que completa la traducción de las obras de Ovidio, junto con los Fastos, los poemas menores titulados Ibis, Nogal y Pescador, siendo los primeros dos desahogos personales de las amarguras de su existencia, ennegrecida por la sombra de la adversidad y soliviantada por la persecución de un cobarde, a quien evita nombrar, para no darle la celebridad resonante que los malvados alcanzan en ocasiones por sus crímenes como los héroes por sus hazañas.

Los egipcios tenían en veneración al ibis porque limpiaba los campos de orugas, culebras y otros bichos que los infestan. Ibim saturam serpentibus, como dice Juvenal; y sabido es el amor que los habitantes del Nilo profesaban a la agricultura y a los que consideraban sus númenes protectores; pero el pasto de que esta ave se alimentaba hacíala a muchos repulsiva, y Calímaco la convirtió en símbolo del enemigo rencoroso que por su maldita boca vierte imputaciones nauseabundas, y lo aplicó al héroe de una invectiva escrita contra Apolonio de Rodas, a quien llenó de tan atroces insultos que le obligaron al abandono de la patria donde tan malparada dejaba su reputación, por el odio del implacable censor que los cultivadores de las letras consideraban el más genuino representante de la época literaria, cuyo centro fue la ciudad de Alejandría.

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Ovidio le copia en el procedimiento, le imita y parafrasea, y pretende sacarle ventaja en el cúmulo de dicterios que descarga contra su víctima y en los horrendos suplicios con que amenaza a este monstruo feroz, abortado por el vientre de una mujer. Algunos suponen que tal sujeto era Higinio, el falso amigo que en los días de la tribulación le abrumó con denuestos y calumnias sin tasa, escarneció a su esposa llamándola la mujer del desterrado y pretendió que se le confiscasen los bienes, no tanto por amor a las instituciones imperiales cuanto por apoderarse de buena parte de los mismos y labrar su fortuna sobre la ruina del que perseguía sin descanso, disfrazando con la máscara del civismo su impúdica y desaforada codicia. Mas no faltó quien, atento al país de donde el ibis procede, asegure que el enemigo de quien tan amargamente se quejaba era natural de Alejandría, y por esta razón le llama así, para intimidarle con todas las maldiciones que le sugiere su encono, ya que no puede vengar las ofensas que recibe, porque su condenación le priva de los medios necesarios para devolverle los golpes.

Sea quienquiera este individuo, por fortuna desconocido de la posteridad, hemos de reconocer que, si el poeta estuvo en su punto y lugar en la epístola que le reprocha sus persecuciones, al desearle que padeciese los tormentos que le afligían, para que la experiencia le diese a conocer si estaban o no en relación con la culpa cometida, en el Ibis, arrebatado de vesánico furor, traspasa los límites de la justa venganza, si hay venganza que lo sea, y se convierte en implacable verdugo del agresor, pidiendo su castigo a los dioses con los suplicios más bárbaros que la historia y la fábula mencionan en sus páginas sangrientas.

Increíble parece que el poeta que había escalado la cumbre del arte con sus obras eróticas olvidase por un momento que, si el odio es pésimo consejero en las relaciones de la vida, es un guía peligroso a quien nunca debe seguir el que aspira a la realización de la belleza ideal. El amor ha inspirado a los poetas rasgos inmortales, y, a los que no lo son, sacrificios y abnegaciones que merecen perpetuarse en letras de oro; el odio solo es capaz de alentar sarcasmos brutales y refinamientos de crueldad que convierten al hombre en verdugo de sí mismo y de sus semejantes; y de manantial tan turbio nunca surgieron creaciones bellas ni luminosas. Hay más: sin reparar en el absurdo, y poniendo a contribución su felicísima memoria, aquí tan mal empleada, enumera los suplicios espantosos que narran los anales y las ficciones mitológicas, y todos, uno tras otro, los lanza sobre el sujeto que provoca su animadversión; lo mismo los que fueron justos castigos de maldades inicuas, que los fatales accidentes en que por error o inadvertencia, y aun tal vez por excesiva bondad, cayeron personajes dignos de eterna loa. Alguien se ha entretenido en contarlos, y los hace ascender a ciento treinta y nueve, y no faltó quien los dividiese en diferentes clases, contando de ellas cuarenta y dos. No se le ocurrió al desvalido vate que la naturaleza nos ha dado una sola vida, y que el menor de los suplicios que describe basta y sobra para aniquilarla, resultando superfluos los demás.

Sin duda el dolor reconcentrado y la desesperación de colmarlo enconaron sus heridas y le exasperaron de modo que se olvidó del arte y de su reputación, en buena lid conquistada, dejándose arrebatar por un frenesí próximo a la locura en este poema que había de contribuir muy poco al realce de sus nobles sentimientos, y menos a mitigar las congojas que le abatían y anonadaban.


Fuente, créditos, etc.

Esta traducción fue publicada en la Biblioteca clásica de Luis Navarro, concretamente en el tomo III [de Ovidio], que incluye Los Fastos, El Ibis, El Nogal, El Pescador (nombres tal y como aparecen en la edición).

Mi versión para AcademiaLatin.com está basada en esta edición de 1925 disponible en Google Books. Más allá de transcribir, he modernizado algo la ortografía y la puntuación; también he tratado de aligerar los párrafos dividiendo los más largos cuando tenía sentido.

La imagen destacada es Glossy Ibis (morito común), de John James Audubon (1785-1851).

««Ibis», de Ovidio» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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