A continuación tienes la transcripción (revisada y algo modificada) de la introducción de don Germán Salinas (1847-1918) a las sentencias de Publio Siro.
La colección de sentencias profusamente esparcidas en los mimos de Publio Siro es lo único que se ha salvado de su producción teatral, y, ya que no conozcamos esta en su verdadero valor, ni aun podamos determinar con certidumbre la naturaleza de sus recursos escénicos, podemos saborear sus pensamientos elevados, sus discretas advertencias y principios de moral dignos de la escuela del Pórtico, cuando la prudencia y el conocimiento de la sociedad en que vive no le inclinan a mayor tolerancia, para que sus aforismos no resulten antipáticos a fuerza de severos e imposibles en la práctica por la flaqueza inherente a la condición de los mortales.
El que fue en los últimos días de la libertad romana autor renombrado de mimos ha muerto como el cisne, y de sus frías cenizas ha surgido el filósofo y moralista de altos vuelos, que, al modo de los poetas gnómicos de Grecia, expone en verso sus elucubraciones, discurriendo sobre la gloria, la reputación, la magnanimidad, la riqueza, la ambición, la codicia, la virtud, la hipocresía, el amor, el odio y cuantos impulsos secretos alientan o desbocan las pasiones humanas, con tan nobles conceptos y tan vigoroso decir que sus expresiones fueron y serán repetidas por las mil voces de la fama, y estimadas de mayor eficacia para la ilustración de la masa popular que los más brillantes trabajos de los filósofos especulativos, generalmente leídos por los que menos necesidad tienen de sus saludables advertencias.
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Es un fenómeno extraño la aparición y florecimiento del teatro latino en la adolescencia de su literatura con ingenios de tan potente originalidad como Plauto, o cómicos tan circunspectos y atildados como Cecilio y Terencio, fenómeno que se explica por el sello de imitación que distingue a la musa del Lacio en casi todas sus manifestaciones; pero aún es más incomprensible que, cuando debía llegar en el siglo de oro con el poema lírico y épico, elegíaco y didáctico, al colmo de su perfección, y levantar en la escena el pedestal de gloria que inmortalizase a los nuevos dramaturgos, esta se vea abandonada por los poetas sobresalientes de la época, algunos dotados de la vis cómica necesaria para conquistar los aplausos de la plebe bulliciosa y del orden ecuestre, distinguido por su cultura y educación; tanto más cuanto que la vena satírica y retozona no se había agotado —ni agotó en siglos posteriores—, la creciente grandeza de la Ciudad Eterna planteaba a diario nuevos problemas y ofrecía cuadros de sorprendente originalidad, los ediles remuneraban con largueza a los compositores de farsas que mereciesen su aprobación, y el público convertía en una celebridad al autor favorito que le divertía o entusiasmaba, haciéndole olvidar por un momento los enojos y
tedios cotidianos.
Y este hecho tan anómalo, que no se reproduce en la historia de ninguna otra literatura, se explica por la razón antedicha y por la índole de la plebe romana, levantisca de suyo, ruda, brutal y poco inclinada a saborear las delicadezas de las obras de arte, cuyo mérito no comprendía, y, de consiguiente, le importaba menos que la danza pesada de un oso o los golpes certeros que se reparten a diestra y siniestra en un pugilato. Añádase a tan poco felices disposiciones la amplitud del teatro romano, capaz de contener miles de espectadores, y se comprenderá desde luego que, por mucho que el histrión esforzase la voz hasta romperse los pulmones, no lograba hacerla llegar a las alturas, y gracias si conseguía que le oyesen los personajes que ocupaban la orquesta y los caballeros que tomaban asiento en las primeras filas de la cávea, debiendo la plebe impertinente, alborotada y despótica contentarse con ver los movimientos de los actores, sus gestos y actitudes, la riqueza del vestuario, el desfile pintoresco de las comparsas, y recibir por los ojos los incidentes de la acción, ya que los versos que la declaraban, fuera del alcance de sus oídos, no llegaban a su alma, produciéndole la emoción o la risa con sus rasgos festivos o sentimentales.
Horacio, que reunía especiales condiciones para el cultivo del poema escénico y a quien no hubiesen desagradado los estruendosos vítores y aplausos que premiaban al autor cuando conseguía dominar el inquieto oleaje del público con el encanto y la gracia de la trama representada, no se atrevió a probar nunca sus fuerzas en la comedia por el miedo cerval que le infundía la incultura de sus compatriotas, tan mal preparados a recibir las impresiones estéticas como dispuestos a celebrar ruidosamente las bufonadas grotescas, los equívocos de gusto dudoso y los chistes de subido color. Solo a una exigua minoría reconoce la discreción que sabe discernir los aciertos de los despropósitos, y aun esta no le inspira completa confianza. Oigamos sus palabras:
Lo que asusta y espanta de la escena al ingenio más arrestado es ver la muchedumbre ignorante y estólida, sin mérito ni vergüenza, pero orgullosa por el número, siempre dispuesta al alboroto y a pedir, a despecho de los caballeros, en medio de la representación, osos o pugilatos, espectáculos que regocijan mucho a la plebe… Hasta los mismos caballeros han olvidado el deleite de los oídos por el vano recreo de los ojos. El telón se baja durante cuatro horas o más: pasan los escuadrones de caballería, las cohortes de los infantes; detrás los reyes cautivos con las manos atadas a la espalda; los carros, las galeras, las carrozas, las naves y la imagen en marfil de la cautiva Corinto. En cuanto a los autores, creerías que hablaban a un jumento sordo, pues ¿qué voces podrían acallar el estrépito que resuena en nuestros teatros? Parece que braman los bosques del Gárgano o las olas del Tirreno: con tal algazara se ven las artes, los juegos y los adornos extranjeros que conquistan al autor salvas de ruidosos aplausos en el momento de pisar la escena.
—¿Qué ha dicho?
—Nada.
—Entonces, ¿qué es lo que admiran así?
—Lleva un manto violado de púrpura de Tiro.
Con público de tal laya no era fácil la empresa de encauzar y dirigir las inspiraciones de Talía, y en los tiempos de Augusto, los Plautos y Cecilios, los Terencios y Afranios alimentaban con sus obras las necesidades del teatro, porque nadie vino a reemplazarlos y hundirlos en el olvido con nuevas y magistrales producciones, como así lo demandaba el adelantamiento de los demás géneros poéticos; pero, al decaer la buena comedia, la que tomando los argumentos y los nombres de los personajes de Menandro, Difilo y Epicarmo, reproducía con fidelidad escrupulosa la vida interna de Roma, los mimos, que se avenían mejor con el gusto poco refinado de aquellas gentes, mezcla de superior cultura en las altas clases y de procacidad e insolencia en la plebe desarrapada, representábanse con gran regocijo de todos y conseguían desterrar los antiguos partos del ingenio cómico en que se unieron el arte y la inspiración, emulando a los griegos, que habían sido sus respetables maestros.
Como no nos queda ningún modelo de tal especie de representaciones, no podemos formar idea exacta de su intrínseca naturaleza. La etimología de la palabra «mimo» indica que era un remedo e imitación por los gestos, ademanes y actitudes, así de las humoradas excéntricas de los grandes como de la tosquedad e ignorancia de la gente ínfima y asidua consumidora de nueces y garbanzos tostados. Más adelante se ilustraron con la poesía y relacionaron un conjunto de situaciones mejor o peor hilvanadas, cuyo principal objetivo miraba a divertir a la turbamulta, acudiendo a bufonerías y gracias indignas de la urbanidad con que se atavía la comedia de buen tono; algo, en fin, parecido, salva la diferencia de costumbres, a nuestros pasos, coloquios, sainetes, entremeses y mojigangas; pero mucho más vivos en la frase y licenciosos en los cuadros que reproducían, tomados del natural. El éxito que alcanzaron los primeros ensayos fue tan decisivo que miembros dignísimos del orden ecuestre no se desdeñaron de componerlos, ya que por honor a la clase a que pertenecían se abstuviesen de representarlos y de confundirse con la ralea de los histriones.
Ovidio, que tantas veces se prosternó a los pies del omnipotente Augusto, suplicándole el perdón de su culpa, en la extensa elegía que constituye el libro segundo de sus Tristes, se queja con amargura de que los versos que a muchos sirvieron de honra y provecho a él le hayan lanzado al destierro sin esperanza de volver a la patria, y, después de reseñar los poetas griegos y latinos que dieron a luz obras harto impúdicas sin menoscabo de su fama y pérdida de su libertad, exclama: «¿Qué me habría sucedido si hubiera escrito las representaciones obscenas de los mimos, donde siempre se desarrolla una acción criminal, y en los que alternan siempre un adúltero impudente y una esposa infiel que se burla de su necio marido? Sin embargo, las doncellas, las matronas, los esposos y los mozalbetes acuden a su representación, y no solo acostumbran a corromper los oídos con voces incestuosas, pues también los ojos tienen que sufrir espectáculos de gran depravación. Cuando el amante burla al marido con alguna nueva estratagema, se le aplaude y decreta la palma en medio del mayor entusiasmo, y, lo que es más pernicioso todavía, el poeta se lucra con su engendro criminal, y el pretor lo paga a alto precio. Reflexiona, Augusto, sobre el coste de tus juegos públicos, y verás que tales piezas te han salido harto caras; y que fuiste espectador de las mismas y las ofreciste a los ojos de los demás; tanto se une en la majestad a la benevolencia, y has visto tranquilo sobre la escena tales adulterios con esos ojos que velan por la seguridad del orbe».
Claro que no todos los argumentos de los mimos se basarían en hechos tan escabrosos; mas desde luego cabe asegurar que los autores se cuidaban poco de su moralidad o inmoralidad como el pretor los pagase a precio razonable e interesaran al público, o por lo menos divirtiesen a la canalla inquieta y turbulenta, para evitar que se entrometiera en los negocios políticos, que pronto iban a ser especial patrimonio de unos cuantos privilegiados del favor y la fortuna.
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A mayor abundamiento, Décimo Laberio, caballero romano, dedicó sus ocios a estas farsas populares y, sin quitarles nada de su naturaleza jocosa y satírica, las hizo más ordenadas y artísticas dentro de la sencillez del argumento, las sembró de chistes agudos y reflexiones valiosas y corrigió las osadías de los que las representaban con oportunas máximas morales y prudentes exhortaciones, poniendo la triaca junto al veneno, a fin de que el espectáculo fuese regocijado e instructivo a la vez, la licencia se viera atajada en el mismo momento de desbordarse, con el aviso de los fatales resultados que acarrea, y el delito llevase en sí mismo la sanción de la pena, fallo de justicia contra el que nunca osó rebelarse la conciencia del delincuente. Contraste singularísimo debían producir los conceptos filosóficos con los chistes libres en demasía, las máximas severas en las escenas desvergonzadas, los rasgos satíricos punzantes con los divertidos lances de la farsa, contraste que calificaríamos de absurdo por hermanar las serpientes con las aves y los tigres con los corderos, si los romanos no hubiesen demostrado especial predilección por tan heterogénea mescolanza, desde los remotos tiempos en que daban rienda suelta a su buen humor en los insolentes versos fesceninos, a cuya osadía hubieron de poner coto las leyes en defensa del orden social y la honra de los ciudadanos.
En estos días, pues, tan favorables vino al mundo el rival continuador y perfeccionador de Laberio, y el único de quien podemos admirar gran número de sentencias en las páginas de Séneca, Valerio Máximo, Macrobio, Aulo Gelio y otros, que las trasladaron a sus escritos como principios de sabiduría dignos de escribirse en letras de oro y servir de tema a las cavilaciones de los espíritus reflexivos.
Cuando Pompeyo sometió la Siria al yugo romano, fue reducido a la esclavitud un niño de doce años y cupo en suerte a Domicio, oficial de aquel ejército que le llamó Siro, ateniéndose a la costumbre de dar a los siervos el nombre del país de su procedencia. Era el muchachuelo de lindo rostro, bella figura, suelto y agudo en los dichos, y un día que su amo, ya establecido en Roma, lo llevó a casa de su patrono Publio, este, encantado de la buena presencia del rapaz, consiguió que el cliente se lo cediera, y bien pronto, invirtiéndose los términos de la servidumbre, quedó cautivo de su viveza y donosura, que revelaban un talento precoz llamado a adquirir gran resonancia si la fortuna alentaba tan felices disposiciones. Procuró, pues, que recibiese la educación brillante que se daba a los hijos de los caballeros, le concedió más tarde el bien inapreciable de la libertad que sustituía los deberes del esclavo por los lazos de una estimación recíproca, y le autorizó a tomar su nombre, siguiendo la regla establecida de conceder esta honra a los libertos el día que la manumisión rompía definitivamente sus cadenas.
Libre ya y dueño de su voluntad, Publio Siro visitó las principales ciudades de Italia como compositor y representante de farsas mímicas, a cuya diversión le inclinaban su fértil inventiva, su gracejo sin par, la agudeza de sus chistes, su dominio del verso y su espíritu genial y fino observador de las flaquezas y desavíos de los racionales que tanto pábulo ofrecen a los regocijos de la musa cómica y satírica. Décimo Luberio, como dijimos, había ennoblecido estas representaciones de baja estofa; Publio Siro siguió sus huellas y, sin privarlas de su carácter bufonesco y licencioso, las iluminó con ideas brillantes y preceptos de moral elevada que resplandecían en los diálogos de aquellos histriones (que ni siquiera calzaban el modesto zueco de los cómicos, pues aparecían siempre descalzos), como luciérnagas esplendorosas sembradas entre hierbajos, que en la fuerza del estío reproducen por los campos las constelaciones del cielo.
Dadas sus extraordinarias dotes personales, la desenvoltura de su numen y su ilustración poco vulgar, adquirida en las aulas de los maestros y los libros de los sabios, es de presumir que recorriese los pueblos de triunfo en triunfo, y que el dramaturgo, el filósofo y el cómico obtuviese éxitos tan francos y decisivos como los alcanzados por su predecesor, cuya estrella comenzaba a eclipsarse, pronta a desaparecer ante el nuevo astro que iluminaba la escena; que el amor y la gloria escatiman o niegan sus favores a la vejez y los conceden pródigamente a los bríos juveniles. Por fin llegó a Roma el estruendo de las aclamaciones populares, en la ocasión que más podía lisonjear al novel y afamado poeta.
César, el omnipotente dictador, dispuso con motivo de su reelección dar al pueblo una serie de fiestas que excedieran en grandiosidad y magnificencia a las que pudiese forjar el delirio de la fantasía más exaltada, para que con el ruido y las novedades olvidase del todo la libertad a costa de tantos esfuerzos conseguida en luchas seculares, y tan fácilmente sacrificada en un día de patriótica embriaguez, ante las aras del ídolo nuevo que le brindaba las glorias de sus conquistas, y prodigábale a manos llenas los tesoros de los pueblos vencidos, en espectáculos emocionantes que sobrepujaron a cuanto de notable y maravilloso había visto nunca la reina de las ciudades.
En tan selecto programa no podían faltar los mimos. Publio Siro, que había recorrido la Italia, orgulloso de sus recientes triunfos, vino a disputar la palma a todos los rivales, la suerte le deparó la ocasión de contender con Laberio y vencerlo en el certamen, asentando su reputación sobre un pedestal de gloria que los siglos confirmaron por legítima e imperecedera.
Macrobio, en las Saturnales, nos ha conservado el prólogo y algunos versos del mimo que representó el rival de Siro, y narra el suceso de la siguiente manera:
Resentido César por los rasgos satíricos de los mimos de Laberio alusivos a su personalidad absorbente, imaginó el modo de vengarse del popular escritor, no con procedimientos sanguinarios que repugnaban a su estudiada clemencia, sino por una jugarreta que envolvía la venganza en el disfraz de la liberalidad, a fin de conseguirla más cumplida y satisfactoria. Invitó a Décimo Laberio, que por su condición de caballero nunca se había rebajado al oficio de comediante, a que contendiese con Publio Siro como autor y como actor, y le ofreció en recompensa una suma considerable. Fuese que el premio estimulase la codicia de Laberio, o, lo más verosímil, que le faltase la entereza para rechazar las súplicas del hombre afortunado a quien todos se sometían, aceptó el papel que se le asignaba, no sin advertir el desdoro que iba a oscurecer su nombre inmaculado, y la desigualdad de la lucha, en la que seguramente no habría de llevar la mejor parte un viejo de sesenta años no acostumbrado a pisar la escena, rivalizando con un joven que nada tenía que perder por su condición de liberto en el concepto social, y que se hallaba, además, en el oficio de histrión como el pez en su elemento. En el prólogo de la farsa expone con valor la contrariedad que le aflige e intenta disculpar su conducta, que obedece a fuerza mayor, imposible de ser contrarrestada, y se queja amargamente de que, en las postrimerías de su vida, el dueño del orbe y la apremiante necesidad, a la que pocos dejan de rendirse, le hayan impulsado a certamen tan desigual; y él, que resistió los halagos de la ambición y menospreció las amenazas del poder, antes que apartarse en la juventud de la norma que le imponía su calidad de caballero, en la vejez cedía sin repugnancia a las exhortaciones de un caudillo ilustre por sus hazañas y su clemencia, porque ¿cómo un simple mortal había de responder con agria repulsa al que los mismos dioses no sabían negar ninguna merced? Y después de sesenta años de una vida sin tacha, salía caballero de su casa, volviendo a ella convertido en histrión; y la fortuna instable y antojadiza servíase de sus dotes literarias, que le atrajeron la celebridad, para despeñarle de lo alto de su reputación cuando ya no podía ofrecer al público ni la belleza del semblante, ni la distinción de los ademanes, ni la energía de la pasión, ni la dulzura de la voz, enervadas sus fuerzas por los achaques de la vejez que le transformaban en una sombra de sí mismo o un habitante del sepulcro. En el curso de la representación, en la que tomó el papel de esclavo sirio aludiendo a su rival, apenas el amo le amenaza con la vara, huye de los golpes gritando: «Romanos, ya no existe la libertad», y todas las miradas entonces se dirigieron a César, que sintió en lo vivo la flecha del histrión caballero, aunque disimulase el resentimiento, seguro del éxito de su estratagema para humillarle y vengarse con creces de sus incisivos sarcasmos.
En este ruidoso pleito, Siro quedó proclamado vencedor, y Laberio recibió los quinientos mil sestercios en que se había estipulado el premio de su condescendencia; mas, terminada la representación, al ir a sentarse en las filas de los caballeros, estos se estrecharon de modo que no le dejaban pasar a su sitio, y Cicerón, propenso en demasía a la burla, hízole blanco de un chiste mortificante respondido con prontitud y agudeza por la víctima, admirada de que se sentase con la estrechez que decía quien estaba acostumbrado a ocupar varios asientos; alusión a la facilidad con que pasó del partido de Pompeyo al de César, y de la defensa de la república al gobierno del omnipotente dictador, a quien prodigó hiperbólicas alabanzas que nunca debieran salir de labios de un consecuente republicano.
Después de tal victoria, Siro reinó sin competidor en la escena. Romae scenam, tenet, dice san Jerónimo, y por espacio de quince años los teatros resonaron con el estruendo de los aplausos que se le tributaban, hasta que llegó su hora y tuvo la satisfacción de morir sobre un lecho de laureles en los primeros años del gobierno de Augusto.
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Su labor cómica pereció toda, pero las reflexiones, máximas, aforismos y ocurrencias que, como destellos del entendimiento, iluminaron los diálogos de sus farsas, recopiladas por doctos maestros, formaron una escogida colección que sirvió de lectura en las escuelas de la juventud, cual manjar exquisito que la alimentase con ideas grandes y elevadas y contrarrestase en lo posible la depravación que de lejos anunciaba la ruina del naciente poder. Séneca le copia y parafrasea en sus tratados de moral; Macrobio y Aulo Gelio le tributan espontáneos elogios y contribuyeron a conservarnos el tesoro inestimable de su doctrina; Petronio le adjudica la palma sobre el mismo Cicerón, que le excedía en conocimientos, no en la generosidad del alma, y, si en vida recibió los parabienes de todos, después ha merecido los respetos de los sabios y humanistas, que lo juzgan una de las figuras sobresalientes del teatro latino, un pensador profundo y un moralista digno de guiar los pasos de sus semejantes por la senda de la honradez que a la felicidad anhelada. Sus sentencias, que de mil se encierran todas, menos dos, en un solo verso, por su concisión y energía se graban de modo indeleble en la conciencia, sorprenden por su alteza o novedad, humanizan los instintos egoístas de la especie y le inspiran sentimientos de tolerancia, bondad, abnegación y patriotismo, de cuanto tiende a separar el bruto del hombre y elevar la condición de este a la categoría de los inmortales.
A veces encontramos dos proposiciones al parecer contradictorias, como las siguientes:
Amici vitia nisi feras, facis tua.
Amici vitia si feras, facis tua.
y esto debemos atribuirlo o a error de copia o a que, siendo distintas las situaciones de los actores, acaso tendría visos de verdad en la lengua de uno el argumento que, retorcido en contrario, tuviese al otro oportuna aplicación; pero la casi totalidad son tan diáfanas y preciosas que hallamos natural que Séneca tomase no pocas por tema de sus disquisiciones, y Petronio las ensalzase sobre las graves sentencias del insigne Cicerón. Se publican coleccionadas por orden alfabético y, según observa Pierrón, con quien vamos de acuerdo, este orden es preferible al de las materias, da variedad a la lectura y sostiene y fija la atención.
Si hubiéramos de entresacar y exponer aquí las más salientes, vacilaríamos en la elección y repitiríamos inútilmente gran número de las que constituyen este rico legado de la clásica antigüedad. A él remitimos al lector, seguros de que nos ha de agradecer la traducción, que le permite sin gran esfuerzo conocer tantas y tan útiles verdades y aprender en poco tiempo lo que bastaría a convertirlo en un sujeto intachable, merecedor de altas consideraciones por su noble proceder.
Publio Siro no tuvo continuadores; los mimos fueron precipitándose en la decadencia desde los dias de César en adelante, por último dejaron de existir, y la pantomima les sustituyó en la misión de satisfacer los gustos populares, nada escrupulosos ni exigentes.
La voz de los cómicos se perdía en el vasto recinto de los teatros; los espectadores no conseguían oír los chistes del diálogo ni las sentencias que hoy nosotros admiramos y repetimos, el placer escénico entraba por los ojos sin tocar los oídos, y los autores acabaron por convencerse de que la poesía era manjar excesivamente delicado para la turbamulta, y que los pulmones más robustos no podían apagar el rumor tempestuoso de la plebe, que, envalentonada por el número, imponía su voluntad soberana; acordaron, pues, suprimir la declamación, poco menos que inútil, y que la mímica reprodujera por sí sola las situaciones y peripecias de la fábula representativa, y el mimo quedó convertido en una completa pantomima; pero lo que perdió en excelencia ganolo en amplitud, porque esta con los argumentos cómicos se atrevió a reproducir los contrastes apasionados de la tragedia, sin excluir las empresas de los héroes y los dioses consignadas en la mitología. Los amores de Leda y el cisne, y otros asuntos no menos edificantes, cesaron de ser una leyenda para convertirse en algo plástico y vivo que hiriese los ojos y surtiese los efectos de la realidad, despojada, por supuesto, del simbolismo que hacía tolerables y verosímiles los relatos mitológicos, y el desenfreno del desnudo, las danzas voluptuosas, la provocación irritante y la lujuria desvergonzada convirtieron los espectáculos en lupanares tan hediondos que los apologistas cristianos se revolvieron contra ellos indignados y les lanzaron violentos anatemas que hicieron extensivos a todo el teatro romano.
«Información sobre Publio Siro y sus sentencias» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com