A continuación tienes la Historia de la literatura griega (1865), escrita por el Dr. D. Jacinto Díaz (1809-1885), Pbro., catedrático de literatura clásica en la Universidad de Sevilla.
- Introducción
- Poetas
- Filósofos
- Oradores
- Historiadores
- Santos padres y escritores eclesiásticos
- Miscelánea
Prefacio
Una obra que tenga por objeto dar a conocer a los escritores griegos no puede menos de ser bien recibida por las personas amantes del saber. ¿Quién ignora que la Grecia fue la cuna de todas las ciencias y artes; que de ella las tomaron los latinos, y que de estos han llegado a nosotros? El haberlas perfeccionado los modernos no quita la necesidad de acudir a las fuentes, siquiera para poseer la historia de las mismas. Tal objeto me he propuesto en la presente, pues creo que escribir sobre la literatura de un país es como presentar en una galería los cuadros de muchos autores que pertenecen a una escuela, a fin de que los inteligentes juzguen de ellos y aprovechen.
Cuanto mayor ha sido la cultura de las naciones, tanto se ha considerado más necesario estudiar la literatura griega. Aún más: la cultura misma ha procedido de ese estudio. Dígalo Roma, que antes de conocer las letras griegas era un estado bárbaro que no pensaba más que en conquistas y que no se ejercitaba en otra cosa que en las armas. Dígalo la Edad Media, en que, postergados los buenos estudios, no se sentía otra necesidad que la de batallar y las empresas caballerescas. Pero, así que alumbró a Roma el sol de la Grecia, se suavizaron las costumbres y se dio cabida a aquellos goces del espíritu que se experimentan en la contemplación de la belleza que se refleja en las composiciones literarias. Fue tal el ascendiente que tomaron las letras griegas sobre los romanos que no se creía perfecta la instrucción si no se recibía de un griego o de alguno que hubiese estudiado en Grecia, y si no se hacían viajes literarios a alguna de sus ciudades famosas por alguna escuela.
Escipión el Africano p. ej. iba siempre acompañado de Polibio, Panecio y Ennio. Pocos son los escritores latinos de alguna valía que no empleasen dicho medio. Cicerón, a más de las lecciones de varios profesores griegos que enseñaban en Roma, quiso tener en su casa a Diodoto estoico, con quien se ejercitaba diariamente a declamar en griego y a improvisar sobre cualquier asunto, con lo que se perfeccionó en su propia lengua y adquirió extraordinaria facilidad en producirse en la griega. En el viaje que hizo a Grecia y varias ciudades del Asia a la edad de veinte y ocho años después de la célebre defensa de Roscio de Amelia, visitó también a Rodas, en donde se hallaba el famoso profesor de elocuencia Molón. Ya le había precedido la fama de su talento y grandes dotes oratorias. Como en una reunión de literatos le instasen a que diese alguna muestra de su erudición y conocimiento de dicha lengua, empezó a hablar, y lo hizo con tal primor y encanto que todos a porfía le aplaudieron estrepitosamente y le dieron señaladas pruebas de la satisfacción que les cabía de que un tan claro talento tuviese en tanto aprecio su literatura. Solo Molón se quedó callado, y en ademán triste y pensativo, y, preguntándole el motivo, dijo: «Por lo que toca a ti, Cicerón, te alabo y admiro, pero compadezco la suerte de la Grecia, viendo que por ti han pasado a los romanos los únicos bienes que le quedaban: el saber y la elocuencia».
Del mismo modo, así que empezó a alborear la aurora del renacimiento, se sintió la necesidad de acudir a los modelos griegos. La toma de Constantinopla por los turcos fue la señal de dispersión de muchos sabios que fueron a establecerse principalmente a Italia, en donde hallaron la protección de Nicolás V, pontífice romano, de Alfonso de Aragón, rey de Nápoles, del cardenal Besarión, de la familia de Médicis, y de muchos otros príncipes y particulares. En algunas ciudades se abrieron cátedras de literatura griega, se buscaron los manuscritos en el país ocupado por los turcos y que formaba el imperio romano oriental o griego, se hicieron muchas traducciones, y de este modo fueron propagándose las luces y civilizándose con ellas los pueblos. Francia y Alemania participaron, aunque más tarde, de las mismas ventajas.
En la última nación florecieron, entre otros, dos hombres eminentes en los estudios clásicos griegos. El primero fue Juan Reuchlin, nacido en el ducado de Baden en 1455: habiendo estudiado la lengua griega primeramente en París con Gregorio de Tiferna, se perfeccionó después con dos griegos, Andronico Contoblaco, y Juan Argirópulo. Este enseñaba en Roma, y se cuenta que estaba explicando a Tucídides cuando se presentó por primera vez Reuchlin a su clase y, habiéndole suplicado que probase de interpretar algún pasaje de aquel autor griego, lo hizo con tal facilidad y limpieza que, admirado Argirópulo, dijo: «¡Cómo! ¿La Grecia desterrada ha pasado los Alpes?». Enseñó Reuchlin en varias ciudades de Alemania y fue el jefe del sistema de pronunciación llamada moderna.
El segundo fue Erasmo de Róterdam, portento de sabiduría, el cual, a pesar de haberse dedicado casi exclusivamente al estudio de la teología, tomó tal afición a las musas griegas que llegó a ser su paladín, y jefe opuesto a Reuchlin en el sistema de pronunciación, pues adoptó la llamada antigua.
Mureto y todos los sexcentistas algo ilustres están llenos de citas y de palabras griegas. Vinio, Heineccio, y casi todos los comentadores del derecho romano las tienen también, de modo que es preciso conocerlas para sacar el sentido de algunas cláusulas. Vosio escribió con una erudición pasmosa la historia de los poetas e historiadores de aquella nación.
En España se cultivó bastante el griego, como lo prueban las versiones al castellano que se mencionan en la presente obra. A más de sus autores pueden citarse el P. Scio, famoso traductor de la Biblia, que da muchas pruebas de conocerle, los Sres. Finestres, y Dou, distinguidos profesores de derecho en la universidad de Cervera en el siglo pasado, los PP. Luciano Gallisá y Prat, de quienes se hace mención en la Colección de autores catalanes publicada por el Ilmo. Sr. Torres y Amat, obispo de Astorga; finalmente, el P. Aponte jesuita, que en tiempo de la expulsión fue a parar a Bolonia, en donde adquirió desde luego tal reputación por los profundos conocimientos de la lengua y literatura griega que llevó de España que a poco tiempo de su llegada fue nombrado profesor de aquella insigne universidad, teniendo después por sucesora en la cátedra con aplauso general a una discípula suya, la famosa en aquel país Tambroni, de quien, para eterna memoria de este hecho, no nuevo sin embargo en la historia del profesorado, se conserva el retrato en una de las salas de la misma.
De nuestros días hemos tenido a los Sres. Hermosilla y Gironella, traductores de Homero, y a los Sres. Lozano, Bergnes de las Casas, Canuto y varios otros escritores de gramáticas griegas, y algunos de la historia de la misma literatura. ¿Quién no ha oído el nombre del célebre humanista andaluz D. Alberto Lista, profesor que fue durante muchos años en nuestra universidad de Sevilla, conocido entre otras cosas por varios trabajos sobre ella? Los PP. Escolapios han publicado en 1859 un Diccionario greco-latino-español bastante completo.
Pero todo lo que se ha hecho en España es muy poca cosa respecto de lo que han hecho las naciones extranjeras en los tres últimos siglos y en el actual; en prueba de lo que pongo abajo un resumen o lista bibliográfica de las ediciones y obras sobre literatura griega, o relacionadas con ella, que han llegado a mi noticia, la cual servirá al mismo tiempo de guía a los que deseen adelantar en estos estudios. Empiezo por las colecciones de autores griegos llamadas Aldinas porque cuidaron de formarlas e imprimirlas en Venecia los célebres Aldo Manucio el antiguo, Andrés de Asola su padre político, y sus hijos Pablo Manucio, y Aldo el joven.
Vengamos ahora más directamente a lo que suele ser objeto de un prefacio, que es comunicar el autor sus secretos al público respecto de la obra a que precede. Desde luego empiezo implorando su indulgencia, porque las circunstancias en que me he hallado no han sido las más a propósito para un trabajo largo y concienzudo. Estaba desempeñando la cátedra de literatura latina en la universidad de Barcelona desde el año 1847, cuando en 1860, por el arreglo del personal de profesores, tuve que trasladarme a la de Sevilla para encargarme de la de literatura clásica. Se deja comprender que un cambio tan inesperado no debió serme muy agradable, porque trastornaba todo el plan de mi vida, me alejaba de mis afecciones y me privaba de una regular biblioteca que con el tiempo había ido formando.
No obstante, haciendo de la necesidad virtud, imitando a Cicerón en sus últimos años y deseando proporcionar a mis alumnos una obra que ni fuese demasiado larga ni demasiado corta, empecé a trabajar a ratos perdidos, sin saber lo que saldría al fin, por no poder disponer de tiempo ni de medios suficientes. Digo «ni demasiado larga» porque no creo que sea la mejor para libro de texto, pues los alumnos no han de aprenderlo todo en las clases, ni pueden, atareados como están con otras asignaturas, «ni demasiado corta», mayormente en literatura, porque es menester darle algún atractivo. De otro modo viene a convertirse en un diccionario o índice; y, así como no hay cosa más fastidiosa y pesada que un libro de geografía con solos los nombres de los pueblos y provincias sin ninguna parte histórica, así uno de literatura que solo contenga el de los escritores, las obras, un pequeño juicio de ellas si lo hay, y las épocas en que han vivido, es insoportable, por cuya razón me pareció seguir un término medio, deteniéndome más en los principales en los respectivos géneros, como Homero, Píndaro, Aristófanes, Teócrito, Esquines, Demóstenes, Tucídides, Jenofonte, Polibio, S. Juan Crisóstomo y algunos otros, y procurando darlos a conocer todo lo posible.
Dos métodos pueden adoptarse en un tratado de literatura, a saber: o se empieza desde la más remota antigüedad y se van recogiendo todos los que se encuentran al paso, cualquiera que sea el género que han cultivado, y se presentan juntos en las distintas épocas en que ella suele dividirse, cuyo método es exactamente cronológico, o se hacen dos grandes divisiones de poetas y prosistas, clasificándolos por materias o por géneros; de modo que en el primer caso se ofrece el cuadro histórico de la literatura general, y en el segundo, el de los principales géneros siguiéndose también en lo posible el órden cronológico. Este segundo método, como que es más analítico, lo juzgo más útil para la comprensión y retención en la memoria, y así lo adopté en mis lecciones de literatura latina, y lo adopto en la presente obra.
Los que se han dedicado a esta clase de trabajos no han tenido en general la acogida que debían esperar de los periodistas que están en cierto modo en el deber de protegerlos. El Boletín de instrucción pública que se publicó algunos años, y que por fin dejó de existir, en varios artículos hizo algunos análisis por cierto no muy lisonjeros de obras de autores españoles, y grandes elogios de las francesas. Uno de El contemporáneo de enero de 1864 habla del atraso en que estamos respecto de las demás naciones, en lo que tiene sin duda razón, prescindiendo de las causas que lo hayan motivado, pero no desciende a particularidades, si exceptuamos a Donoso Cortés, ni critica a los autores de obras de texto.
En uno de El reino, otro periódico de Madrid, de noviembre del expresado año, se lee: «En España… se escriben pocos y malos libros de texto». Señala luego las causas que a su juicio influyen en esto, y concluye por llamar compaginadores a los autores de tales obras.
En otro contenido en un almanaque de un periódico de Sevilla del mismo año, D. Guillermo Forteza, que lo firma, discurre sobre el estado de abatimiento en que se hallan los estudios en España, indica las causas, y en el número 3.º dice que una de ellas es «la monopolización de las obras de texto, en las que se desatiende casi siempre su valor científico, aunque no el favoritismo gubernamental de que sus respectivos autores, o sea compaginadores, disfrutan». Estas palabras más que contra los autores van dirigidas contra una alta corporación del Estado, el Real Consejo de Instrucción pública, a quien corresponde formar la lista de tales obras. En el artículo citado de El reino también se atribuye a la composición de dicho Consejo, a la excesiva centralización en materias de enseñanza, a la protección oficial y a la influencia, el que profesores verdaderamente ilustrados no publiquen buenas obras de texto.
Estoy íntimamente convencido de que esta es una acusación gratuita lanzada contra la expresada corporación, la cual no dejaría de aprobar, y recibiría con mil plácemes, un escrito de mérito que se le presentase. El ser tan crecido el número de libros contenidos en la lista, e interminable, como dice El reino, prueba la voluntad que asiste a aquella ilustrada corporación de alentar a los autores, dispensándoles de este modo su protección en lo que puede. Se dice que en algunas asignaturas, como las especiales, hay que echar mano de autores franceses por no haberlos españoles. No es culpa del Consejo el que estos no escriban, pues podrían contar con la aprobación de sus obras siendo regulares, y así indemnizarse de los gastos y del trabajo. No sé lo que ha sucedido con las demás, pero, en la de literatura latina que ha corrido a mi cargo hasta 1860, tres han sido los catedráticos que yo sepa que han publicado obras, y todas han sido comprendidas en la lista, sin que hayan mediado influencias, a lo menos por la parte que me corresponde, y por la que sin duda hubieran sido más necesarias. Los individuos del Real Consejo están dotados de un verdadero españolismo; excitan a sus subordinados a que trabajen con la esperanza de que serán premiados sus esfuerzos, y de que serán preferidos sus trabajos a los de los extranjeros.
En cuanto a la calificación dada en los artículos citados a los autores, creo que no hay para qué abochornarse, pues lo mismo hacen los franceses, quienes pueden satisfacer muy fácilmente su prurito de escribir con las obras alemanas, inglesas, e italianas, que nosotros desconocemos, compaginando con ellas las que nos mandan de allende el Pirineo, y que tomamos por originales. ¿Cuántas veces me ha sucedido descubrir errores de bulto en escritores justamente célebres, los cuales me han hecho sospechar que no escribían de vena propia, sino que arreglaban lo que leían en otros, y que no poseían a fondo la materia sobre que se ocupaban o el idioma del escritor que analizaban? ¿Quién no sabe que el famoso La Harpe en la mayor parte de sus juicios no habla de ciencia propia, y que trata bien o mal a algunos autores que nunca había visto a lo menos en el original?
Por lo que toca a mí, puede llamárseme compaginador o cualquiera otra cosa. No niego que he tenido a la vista algunas obras para formar la presente, pues no puede escribirse de otra manera, siendo preciso atender a los hechos, al método, y a las apreciaciones. Las dos cosas últimas dependen del autor; la primera, no. Los hechos se refieren a la parte histórica de los escritores, al tiempo en que han vivido y a sus obras. En esto no cabe la imaginación, ni el talento, ni mucho menos la ficción, sino que los unos deben tomarlo de los otros. En el método y en los juicios es donde está la responsabilidad del escritor, que acepto, pues el método es enteramente mío, y en los juicios no me he ceñido generalmente al de nadie, cuando he podido examinar por mí mismo. Así es que he recorrido cuanto me ha sido posible los mismos originales, y sobre ellos he basado mi crítica, que podrá ser equivocada, pero no plagiada. Testigo es la biblioteca de la universidad de Sevilla, abundantemente provista de libros griegos, en la que he pasado largas y deliciosas horas. A ellos se debe si algo bueno hay en este, como también a las oportunas observaciones de dos compañeros, distinguidos catedráticos de Hebreo el uno, y de Metafísica el otro, en la misma.
Barcelona, abril de 1865.
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««Historia de la literatura griega», de Jacinto Díaz» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com