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Libro I

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Este es uno de los libros de las elegías de Tibulo traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

I

Trabaje en acaparar montones de oro brillante y posea muchas yugadas de tierra en cultivo aquel a quien el enemigo vecino aterra en su afanosa labor, y el sonido de la bélica trompeta le impida conciliar el sueño, y que mi pobreza me permita vivir en la indolencia, como en mi hogar arda un poco de fuego.

Yo mismo, convertido en agricultor, plantaré a su debido tiempo las tiernas vides y los árboles frutales con mi propia mano; así no me burle la esperanza y la cosecha me brinde el trigo a montones y mis lagares rebosen el dulce mosto; pues me siento poseído de veneración, siempre que veo en el campo un tronco aislado o una antigua piedra en la encrucijada con guirnaldas de flores; y de cuantos frutos me produce el año nuevo, consagro buena parte al dios de los agrícolas.

Rubicunda Ceres, yo colgaré en las puertas de tu templo una corona de espigas segadas en mi campo, y que la efigie de Príapo, pintada de rojo, guarde los frutos de mi huerto y ahuyente a los pájaros con su hoz amenazadora. Vosotros, dioses lares, que custodiáis mi heredad, tan menguada al presente como rica en mejores días, vosotros recibiréis también los dones que os debe mi agradecimiento. En otro tiempo, la sangre de una ternerilla purificaba el rebaño numeroso de toros; hoy, por tan corto dominio, una cordera es ya víctima de sumo valor. Os sacrificaré, pues, una cordera, en torno de la cual grite la rústica juventud: «Dioses, concedednos abundancia de mies y vinos excelentes».

Si ayer no, hoy puedo vivir satisfecho con poco, renunciar a continuas y largas expediciones y evitar los ardientes rayos caniculares, tendido bajo la sombra del árbol, a la margen del arroyo fugitivo. No me avergonzará coger a ratos la azada, ni aguijar con la pértiga a los tardíos bueyes, ni rehusaré llevar a casa en mis brazos la cordera o el cabrito que por olvido de su madre quedó abandonado. Lobos y ladrones, perdonad mi hato de ovejas y buscad vuestras presas en los grandes rebaños.

Aquí suelo purificar anualmente a mi pastor y rociar con leche a la plácida Pales. Favorecedme, dioses, y no despreciéis los dones de mi mesa frugal, que os ofrezco en vasos de tosca arcilla, pues de arcilla fabricó el labrador antiguo sus primeras copas, moldeando el dócil barro. No echo de menos las rentas de mis padres, ni los frutos de la siega que mis abuelos guardaban en sus trojes. Bástame una corta cosecha, bástame un lecho en que descanse, si el cielo me lo concede, para aliviar mis miembros en sus mullidos almohadones.

¡Cómo me place oír acostado la furia del huracán y estrechar a mi amada en los tiernos brazos, o, cuando vierte el agua a raudales el austro del invierno, dormir un tranquilo sueño al rumor de la lluvia! Estas dichas me satisfacen; sea rico a costa de afanes el que desafía impávido las borrascas del mar y los sombríos nublados. Piérdase todo el oro y todas las esmeraldas del mundo, antes que ninguna joven llore por mi ausencia.

A ti, Mesala, te conviene pelear por mares y tierras para enriquecer tu mansión con los despojos del enemigo; a mí me sujetan los lazos de una hermosa joven, y, como el esclavo que la guarda, paso horas ante su puerta cruel.

Si estoy a tu lado, Delia mía, no me cuido de las alabanzas ni me enoja que me tachen de perezoso e indolente. Así pueda contemplarte en mi última hora y estrechar tu cuerpo, al morir, con mi mano desfallecida. Tú, Delia, llorarás cuando veas mi cadáver sobre la pira pronta a arder, y lo cubrirás de besos mezclados con tristes lágrimas. Sí, llorarás, que no son tus entrañas de duro hierro, ni tu corazón un pedernal insensible. Ningún joven, ninguna doncella que asista a mi funeral podrá volver a su casa con los ojos secos. No aflijas, Delia, a mis manes: perdona tu suelta cabellera y tus rosadas mejillas, y, mientras el destino nos lo consiente, gocemos las dulzuras del amor, pues ha de venir pronto la muerte envuelta en su velo sombrío.

Ya se acerca deprisa la perezosa vejez, y no nos será lícito amar ni decir ternuras con la cabeza blanqueada por las canas. Ahora debemos servir a la complaciente Venus, ahora que tenemos brío para romper las puertas y gozamos en el ruido de las querellas. Aquí soy yo buen jefe y buen soldado. Vosotras, enseñas y trompetas, huid lejos y llenad de heridas a los guerreros codiciosos; llenadles también de riquezas, que yo, seguro con mi corta hacienda, me río por igual del oro y la indigencia.

II

Escancia vino: quiero anegar en él mis nuevos dolores, que el sueño rinda mis ojos fatigados, y nadie despierte al que enardeció sus sienes con abundantes libaciones, mientras descansa de un amor sin ventura. Un cruel guardián vigila a mi amada y defiende su puerta con duros cerrojos. Puerta enemiga de mi dicha, así te azote el vendaval y te abrasen los rayos que Júpiter fulmina. ¡Oh, puerta! Vencida por mis ruegos, ábrete solo para mí y, al girar sobre tus quicios, no produzcas el más leve rumor. Si en mi demencia te lancé algunas imprecaciones, perdónalas, y que caigan todas sobre mi cabeza. Debías recordar los mil votos que te dirigí suplicante cuando ornaba tus postes con guirnaldas de flores.

No te intimiden, Delia, los guardianes: burla su vigilancia, resuélvete. Venus favorece a los atrevidos, sea que un mancebo penetre por vez primera en desconocida casa o que una joven abra la cerradura de su puerta. Ella le enseña a descender furtivamente del blando lecho y a poner los pies en el suelo sin el menor ruido; ella le dicta gestos expresivos en presencia del esposo y el modo de envolver frases dulcísimas en señas convenidas; pero no a todos revela tales arcanos, sino a los que saben vencer la pereza sin temor a levantarse en la oscuridad de la noche.

Cuando vago solitario por las calles de la ciudad envuelta en tinieblas, la misma Venus en las tinieblas vela por mi seguridad y no consiente que un cobarde asesino me clave su puñal, o un ladrón se lucre arrebatándome el vestido. El que sigue las enseñas del amor, como persona sagrada, va seguro por todas partes y no debe temer las asechanzas. Ni los fríos rigurosos de las noches de invierno me causan daño, ni tampoco la lluvia que cae a torrentes. Estas contrariedades no me afligen, como Delia me abra su puerta y me llame, sin proferir palabra, con el sonido que producen sus dedos.

Hombres y mujeres que me salís al paso, volved los ojos. Venus quiere celar sus hurtos; no me asustéis con el rumor de los pies, no preguntéis mi nombre ni aproximéis a mi rostro las brillantes antorchas. El imprudente que me descubra sepa callar y negar que me recuerda por todos los dioses, pues, sea quienquiera el lenguaraz indiscreto, aprenderá a su costa que Venus nació de la sangre y la espuma del mar alterado. Ni aun tu mismo marido le prestará crédito: así me lo prometió una hechicera veraz y doctísima en la magia. Yo la he visto arrancar las estrellas del cielo y torcer con sus cantos el rápido curso de los ríos. A sus gritos el suelo se hiende, los manes abandonan sus sepulcros y los huesos resbalan de la cálida pira. Con un silbido mágico, reúne las catervas del infierno y, rociándolas con leche, las pone en dispersión. Si quiere, despeja los tristes nublados del cielo; si se le antoja, en el día más caluroso hace caer la nieve. Dicen que ella sola posee las hierbas venenosas de Medea, que ella sola pudo domar los perros rabiosos de Hécate, y ella me compuso los cantos que pueden servir a tus astucias. Entónalos tres veces y escupe otras tantas después de cantarlos, y tu esposo no acertará a creer de nosotros nada de cuanto se le diga; ni aun dará crédito a sus ojos si nos ve juntos en el muelle lecho; pero cuidado con los demás, porque a todos los verá, solo para mí será completamente ciego.

¿Creeré cuanto me dijo? Esa misma me aseguró que podía con sus hierbas o maleficios aniquilar mi pasión, y me purificó al resplandor de las teas, y en la serena noche una víctima negra fue sacrificada a los dioses de la magia. Yo le suplicaba que no destruyese mi amor, sino que lo infundiese recíproco, por serme imposible la vida sin ti. Hombre de hierro fue el que, pudiendo llamarte suya, prefirió locamente los despojos de la guerra, aunque consiga poner en fuga los escuadrones vencidos de los cilicios, plantar los reales en el suelo conquistado por su esfuerzo, y montado en brioso corcel, fascinar las miradas del vulgo con su traje todo recamado de plata y oro.

Yo, Delia mía, no desdeñaré uncir los bueyes, como viva a tu lado, ni apacentar las ovejas en el monte desierto; y si puedo estrecharte en mis tiernos brazos sobre el suelo inculto, gozaré sueños deliciosos. ¿De qué sirve descansar en lecho de púrpura? Si el amor nos rehúsa sus placeres, la noche resbala en el insomnio y el llanto. Ni la blanda pluma, ni las cubiertas bordadas, ni el murmullo del agua cristalina bastan para atraer el sueño. ¿Acaso violaron mis palabras el numen de la poderosa Venus, y pago la pena de la impiedad de mi lengua? ¿Por ventura arribé a las mansiones celestes con miras sacrílegas, o arrebaté las guirnaldas de los fuegos sagrados?

¡Ah!, si lo merezco, no dudaré prosternarme en los templos y cubrir de besos sus santos umbrales; en actitud suplicante me arrastraré de rodillas por el suelo y golpearé esta mísera cabeza en los postes de la entrada. Mas tú, que ríes alegre de mis penas, guárdate del peligro, que no siempre el dios desatará contra mí solo su crueldad. Yo vi alguno que se mofaba de los amores tormentosos de la juventud, someter de viejo su cuello rebelde a las cadenas de Venus, decir ternuras con voz balbuciente, y peinarse con las manos el blanco cabello. Ni aun se retrajo de hacer guardia a la puerta, ni de parar en medio de la plaza a la sierva de la que amaba. Las turbas de jóvenes y chicuelos se arremolinaban a su alrededor, y todos por befa le escupían a la cara. ¡Oh, Venus! Merezca yo tu indulgencia, yo, que siempre te he servido con fidelidad. ¿Por qué abrasas, cruel, una siega que es tuya?

III

Irás, Mesala, sin ser de mí acompañado, a través de las ondas egeas; así no me olvides ni tú ni los que forman tu séquito. La Feacia me detiene enfermo en sus ignotas comarcas; muerte cruel, detén las ávidas manos. Te lo suplico, muerte cruel; no tengo aquí una madre que recoja mis quemados huesos en su doliente seno, ni una hermana que vierta sobre mis cenizas los perfumes de Asiria, y con el cabello en desorden llore desolada ante mi sepulcro. Tampoco está Delia, que había consultado a todos los dioses antes de abandonar yo la ciudad; tres veces hizo sacar las sagradas suertes a un niño del a arroyo, y tres veces el muchacho confirmó los mismos presagios.

Todos confirmaban mi vuelta; sin embargo, no podía contener su llanto ni calmar la inquietud por mi partida. Yo la consolaba y, después de haber dado mis órdenes, discurría ansioso pretextos que demorasen mi viaje; y ora los hallaba, para detenerme, en el vuelo de las aves, ora en tristes agüeros o en el día consagrado a las fiestas de Saturno. Puesto ya en camino, ¡cuántas veces recordé con temor que en su puerta me había lastimado el pie! Nadie ose ausentarse si el amor se lo prohíbe, o sepa al menos que ha partido contra la voluntad del dios.

Delia, ¿qué me aprovecha tu Isis ahora y el sistro tantas veces pulsado por tu mano? ¿Qué, al ofrecer piadosos sacrificios, lavarte en ondas puras, bien lo recuerdo, y acostarte en un lecho inmaculado?

Ven, diosa, acude en mi socorro; aún puedo esperar mi salvación, como lo atestiguan las mil tablas pintadas en los templos. Mi Delia, en cumplimiento de sus votos, se sentará vestida de luto en tus sacros umbrales y, con el cabello suelto, cantará tus loores dos veces al día, destacando su belleza entre la multitud de Faros. Séame lícito entonces celebrar a los patrios penates y ofrecer el incienso mensual a mis antiguos lares.

¡Qué felices vivían los hombres en el reinado de Saturno, antes que surcasen la tierra tan largos caminos! Aún no desafiaba el pino las cerúleas olas, ni ofrecía las izadas velas al soplo de los vientos, ni el audaz marinero, codiciando las riquezas de tierras desconocidas, abarrotaba sus barcos de mercancías extranjeras. En aquel tiempo el toro robusto no soportó el yugo, ni el caballo mordió el freno atravesado en su boca. Ninguna casa tenía puertas, ni la piedra fija en el suelo señalaba el límite de las heredades. Las mismas encinas destilaban la miel, y las ovejas brindaban espontáneas sus ubres llenas al pastor. No existían los ejércitos, los enconos, las guerras, ni un artífice cruel conocía el odioso oficio de forjar las espadas; y ahora, bajo el dominio de Jove, reinan siempre las matanzas, las heridas, los peligros del mar, y se abren de improviso mil caminos a la muerte. Perdón, padre de los dioses; no me asusta el remordimiento del perjurio, ni recuerdo haber pronunciado blasfemias contra la santidad de los númenes; mas, si he cumplido el número de años que me señala el destino, haz que se graben estas palabras sobre la piedra que cubra mis despojos: «Víctima de la implacable muerte, aquí yace Tibulo por haber seguido a Mesala en sus campañas de mar y tierra».

La misma Venus me conducirá a los Elíseos campos, porque fui siempre dócil a los mandatos del amor. Allí alegran las danzas, las canciones, y las aves revolotean incansables, lanzando dulcísimos trinos de sus agudas gargantas; la tierra produce sin cultivo la cañafístola, y esmalta todos los campos de odoríferas rosas. Allí juegan los mozos mezclados con las tiernas vírgenes, y el amor los revuelve a menudo en luchas deliciosas. Allí los amantes, a quienes prematura muerte arrebató la existencia, ciñen guirnaldas de mirto en sus hermosos cabellos; mas la región de los malvados yace escondida en profunda noche, y en su torno resuenan las ondas sombrías del Cocito.

Tisífone, que peina por cabellera manojos de serpientes, se enfurece, y por acá y allá huye espantada la turba de criminales. El negro Cerbero silba a la entrada por sus bocas de sierpes y vigila las puertas de bronce. Allí, atado a la rueda veloz, gira el cuerpo maldito de Ixión, que pretendió mancillar la castidad de Juno, y el gigante Ticio, que extiende sus miembros a lo largo de nueve yugadas de tierra, sirve de pasto incesante a los buitres con sus negras entrañas. También está allí Tántalo, en medio de la laguna que retira las ondas de sus labios abrasados por la sed, y la prole de Dánao, que ofendió a la poderosa Venus, derrama las aguas del Leteo en tinajas sin fondo.

Viva allí el hombre que ultraje mi amor o desee verme arrostrar largo tiempo los peligros de la guerra. Mas tú oye mi ruego: consérvate casta, y que una vieja solícita vele en defensa de tu sagrado pudor y te entretenga con historias fabulosas, mientras a la luz de la lámpara tira del abultado copo los hilos del estambre, y tú, acompañándola en su monótona faena, embargada por el sueño, dejas caer paulatinamente la labor de tus manos. Entonces me presentaré de súbito, sin que nadie anuncie mi llegada, y apareceré a tu vista como llovido del cielo; y entonces, Delia, corre a mi encuentro, como estés, con el pie descalzo y el cabello alborotado por la turbación. Tal es mi súplica; que la cándida Aurora nos traiga pronto en sus corceles de rosa este día tan deseado.

IV

Así te resguarden, Príapo, los techos de umbrosas ramas, y no te ofendan las nieves ni los rayos del sol, para que me digas con qué astucias cautivas a los jóvenes hermosos: no te distingues por la barba resplandeciente ni bien peinada cabellera, desnudo arrostras los fríos del invierno riguroso, y desnudo los calores sofocantes de la canícula.

Así dije, y el rústico dios, hijo de Baco, armado de la podadera, me responde: «Huye el mezclarte con las turbas de los tiernos jóvenes, pues tienen siempre dotes que obligan a amarlos en justicia. Este agrada porque sabe refrenar con las riendas el potro fogoso; aquel, porque rompe ligero las ondas tranquilas con su pecho de nieve: en uno sorprende la valiente audacia; en otro, el rubor virginal que colorea sus frescas mejillas. Mas no te dejes abatir por las primeras repulsas del joven amado: poco a poco doblará su cuello bajo el yugo. Con el tiempo, los leones aprenden a obedecer al hombre, con el tiempo las gotas de agua cavan las peñas, en las colinas tostadas por el sol madura el año sus racimos, y en época fija tachonan el cielo las constelaciones rutilantes. No temas jurar; el viento se lleva por mar y tierra los vanos perjurios de Venus.

»¡Gran merced de Júpiter! Él mismo quita todo valor a los irreflexivos juramentos de los enamorados. Diana te consentirá que jures impunemente por sus flechas, y Minerva, por sus cabellos. Mas si fueres perezoso, pagarás el error. Cuán presto resbala la juventud: el día fugitivo pasa y no vuelve. Cuán presto la tierra pierde sus brillantes colores; cuán presto el álamo blanco su hermoso follaje, y cuán abatido yace, al llegar los años tristes de la vejez, el caballo que en las carreras de Olimpia venció a todos sus rivales. Yo he visto a más de uno que, abrumado por el peso de la edad, lamentaba haber perdido neciamente sus días mejores. Crueles dioses, la serpiente renueva su piel todos los años, y el destino no concede ningún descanso a la hermosura que envejece. Solo Febo y Baco gozan una juventud eterna; el uno y el otro cautivan con sus largos cabellos.

»Concede a tu mancebo cuanto apetezca; el amor vence los obstáculos a fuerza de agasajos. No rehúses acompañarle, aunque parezca penoso el camino y la canícula destruya los sembrados muertos de sed; aunque el cielo se cubra de densos nubarrones y el arcoíris absorba el agua pronta a caer. ¿Quiere arrojarse en su barco al mar cerúleo?; pues tú mismo impúlsalo con los remos a través de las olas, y no te arrepientas del ímprobo trabajo, ni de lastimarte las manos, poco acostumbradas a tan rudo ejercicio. Por complacerle, si desea preparar una batida en el hondo valle, no rehúyas cargar sobre tus hombros las redes; si goza en el ejercicio de las armas, esgrime el hierro con poco brío, y para que logre la victoria ofrécele en la ocasión el pecho descubierto. Entonces se ablandará contigo, y entonces te será lícito robarle ardientes besos; se resistirá, pero deseando que se los robes. Al principio los consentirá a disgusto, después se rendirá a tus ruegos, y por último enlazará tu cuello con sus brazos.

»Mas, ¡ay!, en estos detestables siglos solo triunfan las viles armas; ya el tierno mancebo suele rendirse a las dádivas. ¡Oh, tú, seas quien fueres, el primero que enseñaste a vender las caricias de Venus, así pese sobre tus despojos una piedra abrumadora! Jóvenes, amad a las musas y los doctos poetas, y que el oro no os seduzca más que los encantos de las nueve hermanas. Los versos dieron a Niso sus cabellos de púrpura, y sin los versos no resplandeciera el marfil en el hombro de Pélope. Al que las musas ensalcen vivirá mientras los robles crezcan en el monte, las estrellas fulguren en el cielo y corran las aguas de los ríos; mas el que desoiga sus voces, el que venda su amor, siga atado al carro de Cibeles, corra vagabundo por trescientas ciudades, y mutílese los miembros vergonzosos al son de la flauta frigia. La misma Venus se deleita con las ternuras, y favorece las quejas suplicantes y las lágrimas conmovedoras».

Tales palabras salieron de labios del dios para que las repitiese a Ticio; pero la esposa de Ticio le prohíbe tenerlas presentes. Obedezca este a su esposa, y vosotros, los que sufrís las intrigas artificiosas de un mancebo interesado, veneradme como a maestro. Cada cual tiene su gloria: la mía estriba en que me consulten los amantes desdeñados; mi puerta se abre a todos. Día llegará, cuando me oprima la vejez, en que me siga anhelante la turba de los jóvenes para oír mis lecciones amorosas. ¡Ay, ay!, cómo me atormentan los continuos desdenes de Márato; ya no me vale la sagacidad y menos, el engaño. Joven, perdóname, te lo ruego; no sea yo la irrisión de las gentes que vean lo poco que me aprovechan mis vanas lecciones.

continuará…

«Libro I» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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