A continuación tienes una de las odas de Píndaro, traducidas en verso (1883) por Ignacio Montes de Oca y Obregón (1840-1921).
A Trasideo de Tebas, joven corredor en el estadio
Venid, hijas sagradas
de Cadmo y de Harmonía:
¡Semele!, tú, que un día
el Olimpo lograstes escalar;
y tú, que Leucotea
hoy te apellidas, ¡Ino!,
y el alcázar marino
de las nereidas bajas a habitar.
De Hércules con la augusta
madre favorecida,
de Melia a la escondida
mansión de ricos trípodes volad.
Como a ninguna, Apolo
con sus gracias la llena:
la ha apellidado Ismena
y es trono de fatídica verdad.
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¡Oh, coro de heroínas!
Allí os convoco ahora,
a Temis protectora
al caer de la tarde a celebrar;
y ganaréis de Tebas
y Cirra los favores,
de Delfos los loores
(gran centro de la tierra) al entonar.
Las glorias de su raza
renueva Trasideo,
hoy que el tercer trofeo
de sus abuelos lleva a la mansión.
De su victoria, el fértil
campo ha sido testigo.
De Pilades, que amigo
y huésped fue de Orestes el Lacón.
¡Afortunado Orestes!
A la sangrienta diestra
de la impía Clitemnestra
su nodriza Arsinoe lo ocultó,
cuando el puñal agudo
de la feroce madre,
a Agamenón su padre
y a Casandra, en el orco sepultó.
¿Acaso de Ifigenia
la inmolación tirana
en la orilla lejana
del Euripo moviera su furor?
¿O del marido ausente,
cayó en ajenos brazos?…
Manchan vedados lazos
de la recién casada el limpio honor.
¡Ay! Ocultar no puede
la adúltera su mengua;
del vulgo la atroz lengua
por publicar las culpas tiene afán.
A su opulencia, envidia
igual, el grande aduna.
Los de inferior fortuna
contra el rico en silencio rugirán.
Al regresar a Amicla,
Atrida halló la muerte,
y a su funesta suerte
a la adivina virgen arrastró.
Venía con su nave,
de los despojos llena,
que, por causa de Helena,
a la incendiada Troya arrebató.
En la del viejo Estrofio
hospitalaria estancia
pasó la tierna infancia
el niño Orestes, del Parnaso al pie;
y más tarde la muerte
hizo pagar, de Atrida,
a Egisto con la vida,
y de su madre infiel verdugo fue.
¿Mas dónde estoy, amigos?
Ved que calle extraviada
tomé en la encrucijada
y la primera dirección perdí.
Como a ligero esquife
que la brisa más leve
fuera del rumbo mueve,
así la inspiración me agita a mí.
¡Oh, musa!, si vendieras
por oro tus encantos,
tus alquilados cantos
pudieras dirigir aquí o allá;
mas hoy, las pitias glorias
loar de Trasideo
y su padre deseo,
y tu voz a ellos solo cantará.
En la olímpica arena
espléndidos laureles
ellos, y los corceles
de sus carros, lograron alcanzar.
Bajaron de Pitona
al estadio desnudo;
y ningún griego pudo
su planta velocísima igualar.
Los ínclitos favores
de los dioses admiro;
pero tan solo aspiro
a lo posible, en mi robusta edad.
Dicha durable, solo
da honrada medianía:
por ella cambiaría
aun el trono de mi ínclita ciudad.
Histori(et)as de griegos y romanos

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A modestas empresas
y virtudes me entrego:
al envidioso, el fuego
de su propia pasión consume al fin.
Feliz el ciudadano
que vive en grata holganza;
que alto renombre alcanza
y evita noble la insolencia ruin.
Cuando sus ojos cierre
la parca tenebrosa,
de tal varón, preciosa
la muerte misma el mundo juzgará;
y a su querida prole
y dulce descendencia,
la más preciada herencia,
que es un nombre glorioso, legará.
¡Ifíclides Yolao!
La fama ya te canta,
y al éter os levanta,
¡Cástor divino, Pólux sin rival!
¡Salud, de Jove y Leda
perínclitos gemelos,
que hoy moráis en los cielos
y mañana en Terapne la infernal!
«Pítica XI» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com