Este es uno de los libros de las elegías de Tibulo traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

I
Guardad silencio los presentes: vamos a purificar los campos y sus frutos según los antiguos ritos que nos enseñaron nuestros abuelos. Baco, ven aquí con el dulce racimo pendiente de tus cuernos, y corona, Ceres, tus sienes de áureas espigas. Descanse la tierra en este sacro día, descanse el labrador, y cesen sus duras faenas suspendiendo el arado. Soltad los lazos del yugo: hoy deben permanecer los bueyes con la cabeza coronada en los abundantes pesebres. Que todas las atenciones se consagren al dios, y ninguna joven se dedique a trabajar la lana; pero vosotros, os lo mando, idos lejos de aquí; apartaos de las aras los que pasasteis la noche anterior entregados a los deleites de Venus.
La castidad place a los dioses; venid vestidos de blanco y purificad vuestras manos en el agua de la fuente. ¿No veis cómo el cordero sagrado camina hacia el ara resplandeciente, seguido de la turba de ministros que visten de blanco y ciñen sus cabezas con ramos de olivo? Dioses de nuestros padres, purificamos los campos y a sus cultivadores. Vosotros preservad de plagas nuestra hacienda; que las espigas no burlen la esperanza con su engañoso verdor, ni la tardía oveja tema los ataques del lobo impetuoso. Entonces el labrador, lleno de alegría y fiado en la cosecha que la buena siembra le promete, arrojará grandes leños a la fogata del hogar, y los hijos de los esclavos, signo de faustos sucesos para el colono, jugarán en torno suyo y construirán a su vista casitas de ramaje.
Mis ruegos son oídos. ¿No ves cómo en las entrañas de las víctimas las fibras anuncian el favor divino? Ea, traedme luego el falerno espumoso cosechado en la época de los antiguos cónsules. Destapad la cántara de Quíos, y que el vino solemnice la fiesta. En tal día no es vergonzoso embriagarse ni andar con los pies vacilantes. Que todos en sus brindis ensalcen a Mesala, y que cada palabra haga resonar el nombre del caudillo ausente. Mesala, célebre por los triunfos obtenidos sobre los pueblos de Aquitania, tú que oscureces la gloria de tus abuelos de larga cabellera, ven aquí e inspira mis himnos de gracias a los dioses protectores de los agrícolas.
Yo canto las campiñas y los númenes que las guardan, cuyas enseñanzas retrajeron a los vivientes de satisfacer su hambre con la bellota de la encina. Ellos les enseñaron por vez primera a levantar la pobre cabaña sobre cuatro estacas, sustentada y cubierta de verde ramaje; ellos —así se cuenta— sujetaron los bueyes a la servidumbre y adaptaron las ruedas al carro. Entonces desaparecieron los alimentos silvestres, plantáronse árboles frutales, y el agua, bien dirigida, regó y fertilizó los huertos; entonces los pies del vendimiador exprimieron el mosto del áureo racimo, que, mezclado ligeramente con agua, pudo beberse sin miedo a la embriaguez; y desde entonces surgen en el campo las mieses, y cada año la tierra depone sus espigas de oro, antes que las queme la ardiente canícula.
A la llegada de la primavera, la solícita abeja vierte en la colmena el jugo de las flores, convirtiéndolo en dulce miel que llena los panales. El labrador fue el primero que, cansado de su ímprobo trabajo, sujetó a medida cierta las toscas palabras y moduló, bien comido, al son de la rústica zampoña, cantos que en los días festivos glorificaban a los dioses, y pintarrajeando, ¡oh, Baco!, su rostro de bermellón, guio el primero las espontáneas danzas, y, como víctima memorable escogida del opulento redil, te sacrificó el macho cabrío, jefe que conduce el rebaño de las ovejas.
En el campo tejió el mozo la primer guirnalda de flores primaverales, y la ciñó a sus antiguos lares; en el campo, la cándida oveja se viste un manto de fina lana, que da luego ocupación a las tiernas doncellas; de aquí nacen las labores femeniles, la faena diaria, la rueca y el huso que arrolla el estambre con el movimiento de los dedos, mientras la infatigable tejedora canta y hace resonar la tela al vaivén de la naveta.
El mismo Cupido se cree que nació entre los rebaños de toros y corderos y entre las yeguadas cerriles. Allí ejercitó su juventud en manejar torpemente el arco; ¡ay de mí!, qué hábiles son ahora sus manos. Ya no persigue como antes a las bestias, sino que trata de herir a las doncellas y domar a los mozos audaces. Él arrebata a estos sus riquezas y obliga a un viejo a pronunciar palabras que deben sonrojarle, ante los umbrales de una colérica mujer. Bajo su imperio, sola y en medio de la oscuridad, acude con sigilo al llamamiento del joven la doncella que burla a sus guardianes dormidos, y explora turbada de miedo el camino con el pie, extendiendo la mano para asegurar sus inciertas pisadas.
Míseros aquellos a quienes este dios oprime gravemente, y felices a quienes sonríe con plácida dulzura. Numen sagrado, ven a los festines solemnes; pero depón antes las saetas y oculta lejos de aquí, muy lejos, tus ardientes antorchas. Vosotros cantad a tan excelso dios, invocadle a favor del rebaño, en público a favor del rebaño, y cada cual invóquele en secreto a su favor; y también cada cual en alta voz, pues el alborozo de las turbas y los sones de la flauta frigia apagarán el rumor de sus voces. Jugad sin descanso; ya la noche prepara sus caballos, y el coro alegre de los astros encendidos sigue el carro de su madre; el callado sueño viene detrás batiendo sus alas sombrías y los vanos sueños con pie vacilante.
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II
Pronunciemos palabras de feliz agüero; el día natal llega ante las aras: hombres y mujeres aquí reunidos, favorecedme con vuestro silencio. Arde en el fuego el piadoso incienso y los perfumes que nos envía la opulenta Arabia. Que el genio esté presente a los honores que se le tributan, con el cabello adornado de frescas guirnaldas y destilando por sus sienes la esencia del nardo, después de rociarse con vino y saborear las tortas de miel, y que te conceda, Cerinto, cuanto le rogares.
Ea, ¿qué te detiene? Él te lo concede: pídele a tu sabor. Ya lo adivino: deseas que tu esposa te permanezca fiel. Me figuro que los dioses ya conocían tu deseo, y que lo antepones a todos los campos que el rústico labra con sus robustos bueyes en la redondez del orbe, a todas las perlas que los indios venturosos recogen en los mares orientales.
Tus votos fueron escuchados. ¿No ves cómo el Amor agita las alas, vuela y te trae los dorados lazos que anuden vuestros corazones?; lazos que jamás han de romperse, aunque la vejez perezosa os señale con sus arrugas y encanezcan vuestros cabellos. Día feliz, vuelve a visitarlos muchos años, rodeados de prole numerosa, y que la tropa juvenil retoce alborotada a sus pies.
«Libro II» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com