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Libro IV

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Este es uno de los libros de las elegías de Tibulo traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

💡 Las elegías VII-XII son las atribuidas actualmente a Sulpicia. También están disponibles en la traducción de J. D. Casasús.

I. Panegírico de Mesala

Mesala, voy a cantar tus proezas, y, aunque tu valor reconocido me asusta con el miedo de que fracasen mis débiles fuerzas en el empeño, no dejaré de acometerlo. Si mis cantos no responden a lo que exigen tus debidas alabanzas, si no llegan a la altura de tus insignes acciones, porque fuera de ti nadie es capaz de ensalzarlas, elevando el tono a compás de su grandeza, me bastará haberlo intentado, y tú no despreciarás el don humilde que te ofrezco.

Apolo agradeció muy de veras los presentes del cretense, y Baco halló preferible a todas la hospitalidad de Ícaro, como lo atestiguan Erigone y Canícula, constelaciones del cielo, para que las remotas edades no se atrevan a negarlo. ¿Qué más? El gran Alcides, a punto de elevarse como un dios al Olimpo, puso alegre las plantas en la morada de Molorco, y aplacó la cólera de los númenes con unos granos de sal y trigo: que no siempre un toro de dorados cuernos viene a caer como víctima en sus altares. Acoge, pues, con agrado mi modesto ensayo, y mi reconocimiento podrá ofrecerte un día cantos dignos de tu fama.

Otro celebre la máquina admirable del vasto universo, explique cómo la tierra descansa en la inmensidad aérea y el mar ciñe la redondez del orbe, o cómo el aire vago escapa del planeta y se mezcla por doquier al ardiente fluido del éter, aprisionando todos los seres en la bóveda del cielo, pendiente sobre nuestras cabezas; mas lo que pueda alcanzar mi inspiración, ya llegue al nivel de tus empresas, esperanza que no oso concebir, ya quede por debajo de ellas, como seguramente quedará, todo te lo dedico; la grandeza del asunto realzará el valor de mis escritos. Aunque te ennoblece el esplendor de antigua familia, tu gloria no se satisface con el brillo que le prestan los antepasados, ni quieres saber lo que dicen las inscripciones grabadas al pie de sus estatuas: antes luchas por eclipsar el honor de tu linaje y ser el orgullo de tus descendientes, mejor que vanagloriarte de tus abuelos. No se consignarán tus egregios títulos en el árbol genealógico, sino en sendos volúmenes de versos que los inmortalicen. Los escritores acudirán de todas partes ansiosos de conmemorar tus hazañas; los unos, sujetándose a la medida de los pies; los otros, en prosa libre; cada cual pretenderá la primacía en el certamen, y ojalá sea yo el vencedor que deje unido su nombre al relato de tus insignes hechos. Ni sabemos en qué arte conquistas mayor o menor gloria: como la balanza permanece equilibrada si lleva peso igual en los dos platillos, ni el uno desciende ni el otro se eleva; pero, así que desiguala el peso, los dos suben o bajan y fluctúan alternativamente.

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No hay quien oscurezca tus triunfos campales ni tus éxitos en el foro. Si las facciones levantiscas del pueblo rugen desencadenadas, nadie como tú sabe contenerlas; si es necesario aplacar el rigor de un juez inflexible, tu elocuencia basta a enternecerlo. Ni Pilos ni Ítaca produjeron tan excelsos varones en Néstor y Ulises, honor preclaro de su humilde ciudad; y eso que aquel llegó a una edad avanzadísima, vio tres siglos al sol fecundizar el orbe en su incesante carrera, y este erró vagabundo y audaz por ciudades desconocidas que tenían su asiento en los confines de remotos mares, rechazó con las armas los ataques de los cícones, y los de lotos no pudieron detener sus pasos; venció al hijo de Neptuno, que habitaba las rocas del Etna, y le hizo saltar su ojo único mientras dormía embriagado por el vino maroneo; a través de un mar plácido y sereno condujo los vientos de Eolo, y visitó a los feroces lestrigones y Antífates, cuyas tierras baña con sus heladas ondas la noble fuente Artacia. Solo él probó sin daño los brebajes de la astuta Circe, que se vanagloriaba de descender del Sol y sabía con sus hierbas y sus cantos mágicos trocar las figuras de los hombres. Penetró asimismo en las costas sombrías de los cimerios, que no ven jamás la aparición del claro día, ya discurra Febo sobre la tierra, ya por debajo. En el reino subterráneo de Plutón vio cómo los hijos de los dioses vagaban de acá para allá entre las ligeras sombras, y en su rápida nave escapó de las playas habitadas por las sirenas; supo dirigir su ruta entre los peligros de una doble muerte, y no se espantó por los bramidos que lanzaba Escila de su espantosa boca al pasar el estrecho donde ladraba una traílla de perros rabiosos, ni lo devoró la violencia acostumbrada de Caribdis, que ora se yergue sobre las olas desde los profundos abismos, ora descubre el fondo seco del mar a través de sus remolinos entreabiertos. No pasaré en silencio su irrupción en los pastos del Sol, sus amores y su residencia en las fértiles campiñas de Calipso, la hija de Atlas, y su arribo a la tierra de Feacia, término de sus trabajosas aventuras.

Que estos hechos tuviesen lugar en nuestras tierras, o que la fábula se complaciera en inventar un mundo nuevo para sus expediciones, tales son las empresas que se le atribuyen; mas tu elocuencia aventaja a la suya. Tampoco conoce nadie mejor que tú los recursos de la guerra, dónde se debe abrir el foso que asegure el campamento y clavar la empalizada que detenga al enemigo, y cuál sea el punto más estratégico para alzar las trincheras, de modo que el ejército no carezca de agua abundante, y los soldados, en posición tan cómoda para ellos como embarazosa para los contrarios, ejerciten asiduamente su destreza, disputándose quién lanza mejor el asta y la veloz saeta, o traspasa el blanco con sus dardos, quién sobresale en reprimir con el freno al corcel fogoso, en dar rienda suelta al tardío, y ora contender en la carrera de frente, ora obligarle a caracolear en reducido círculo; y quién sabe resistir mejor con el escudo, ya necesite resguardar la parte derecha, ya la izquierda, el ímpetu de la pesada jabalina, o dar en el blanco señalado con la piedra despedida de la honda veloz. Cuando se acerca el momento de las audaces luchas de Marte, y los ejércitos enemigos se disponen al feroz encuentro, entonces revelas tu táctica ordenando el frente de la batalla, sea preciso disponer las cohortes en cuadro para pelear en línea recta por sus frentes iguales, o más ventajoso distribuir la hueste en dos divisiones, de modo que la derecha se oponga a la izquierda del enemigo, la izquierda a la derecha, para conseguir con las dos alas una doble victoria.

Mis cantos no se pierden en dudosas alabanzas, sino en los aciertos de guerras felizmente terminadas. Testigos los valerosos soldados de la vencida Yapidia; testigos los falaces panonios, dispersos en los nevados Alpes, y testigo el pobre Arpino, criado en el estruendo de las armas; si alguien observa cómo la vejez respeta su vigor, extrañará menos los tres siglos que la fama concedió al rey de Pilos, pues, aunque viva una edad prolongada y haya visto cien veces la revolución anual y fecunda del Sol, monta con extrema ligereza sobre el rápido corcel y lo sujeta con vigorosa mano. Este valiente guerrero, que jamás volvió la espalda, siendo tú el caudillo, hubo de ofrecer su libre cuello a las cadenas del ejército romano.

No satisfecho con tales triunfos, aspiras a mayores que los alcanzados: lo supe por señales tan verídicas como las predicciones de Melampo, el hijo de Aquitaón. Apenas habías vestido la toga refulgente de púrpura, aquel día primero del año que anuncia la fertilidad, cuando el Sol asomaba sobre las líquidas ondas su cabeza espléndida como nunca, los enemigos vientos refrenaron sus ímpetus dañosos, los sesgos ríos detuvieron su curso acostumbrado, y hasta el mar inquieto reprimió la turbulencia de las olas; ninguna ave se deslizó por los aéreos espacios, ni fiera salvaje alguna buscó el pasto de los intrincados bosques por no turbar el mudo silencio que reclamaban tus votos a los dioses; el mismo Júpiter, atravesando los aires en su carro veloz, abandonó el Olimpo, vecino del cielo, para prestar de cerca oído atento a tus súplicas, y, con aquella inclinación de cabeza que jamás engaña, las acogió benigno, y el fuego de las aras resplandeció más brillante sobre los montones de víctimas sacrificadas.

¡Ah!, no ceses de insistir en tus gloriosos empeños; un dios favorece tus triunfos, que han de oscurecer los de tus rivales. No detendrán tu marcha victoriosa la Galia, vecina de nuestras fronteras, ni la dilatada extensión de la audaz Hispania, ni la tierra bravía que ocupa el colono de Tera, ni las llanuras que el Nilo fecundiza, ni las del Coaspes que apaga la sed del gran rey, o las del impetuoso Guindes que atraviesa los campos Arecteos, por la demencia de Ciro partido en varios brazos, ni los reinos que Tomiris limitó por el vagabundo Araxes, o los remotos campos cultivados por el Padeo, vecino del Sol, que celebra horrendos festines en sus mesas crueles, ni las comarcas de los getas y mosinos, regadas por el Ebro y el Tánais. ¿A qué me detengo? Hasta los confines que el océano circunda no habrá nación que ose resistirte por las armas. A ti está reservada la gloria de vencer al britano aún no sometido al yugo romano y dominar la otra parte del mundo de la que el sol nos separa, pues la tierra, asentada en medio de la atmósfera que la rodea, divide en cinco zonas su redondez: dos de ellas siempre devastadas por fríos rigurosos y envueltas todo el año en densísimas tinieblas; sus ríos, apenas comienzan a correr, se transforman en témpanos de hielo y nieve, porque nunca han sentido los rayos solares. La intermedia recibe a todas horas el calor de Febo, ya se aproxime en estío a la tierra, ya se aleje apresurado en los cortos días del invierno. Allí la reja del arado no remueve el suelo, ni este produce mieses al hombre ni pastos al ganado: jamás Baco ni Ceres cultivaron sus campos, y ningún animal habita comarcas tan abrasadas. La zona más fértil, que es la nuestra, hállase entre la tórrida y las heladas, con la correspondiente en el opuesto hemisferio, muy semejantes las dos y templadas por los vientos contrarios de la cálida y la fría; la influencia del uno impide los perniciosos efectos del otro. Aquí el año recorre plácidamente el círculo de sus estaciones; el toro dócil somete al yugo su cuello, y alza la flexible vid sus largos sarmientos; las mieses sazonadas caen todos los estíos al filo del segador, la tierra es surcada por el hierro, el mar por las quillas de bronce, y las ciudades se levantan defendidas por gruesas murallas.

Cuando tus insignes hechos alcancen triunfos tan esclarecidos, tu nombre llenará los ámbitos de uno y otro hemisferio, y mi voz no será lo suficiente robusta para pregonar tu ínclita gloria, aunque el mismo Febo inspire mis canciones. Ahí tienes a Valgio con aliento capaz de las mayores empresas; nadie se acerca tanto al inmortal Homero; mas el ocio perezoso no impedirá mi labor, aunque la adversa fortuna me persiga como tiene por costumbre. Yo era en otro tiempo dueño de una casa donde reinaba la opulencia, de fértiles campos cuyas doradas espigas atesta ban mis graneros, incapaces de contener sus magníficas cosechas, y de montes donde pacían rebaños tan numerosos que, después de cubrir mis necesidades, aún quedaba mucho a las presas de lobos y ladrones; ahora me queda el sentimiento de tanta pérdida, y vuelvo a angustiarme cuantas veces recuerdo con dolor los felices años que pasaron; pero aunque sufra contratiempos mayores, y sea despojado de los bienes que me restan, mis versos no dejarán de cantar tus proezas. Y no te tributaré solo el honor de las musas: por ti me atreveré a romper las olas de los mares que encrespan los huracanes del invierno, por ti resistiría solo el encuentro de numerosas cohortes enemigas, y no vacilaría en lanzarme de cabeza al cráter del Etna. Todo cuanto soy a ti lo debo: por mínimo que sea el interés que mi persona te inspire, como te inspire alguno, lo tendré en más estima que el reino de Lidia, la fama del gran Gilipo y la gloria de poder rivalizar con el mismo Homero. Si el conjunto de mis versos o parte de ellos consigue merecer tu aplauso y se desliza de tus labios, no habrá contrariedad que ponga fin a mis canciones.

Por último, cuando mis huesos reposen en la tumba, ya la muerte rompa el hilo de mi existencia antes del debido tiempo, ya la prolongue muchos años, así que haya cambiado mi ser transformándome en un corcel brioso que devore las distancias, en un toro el más robusto del tardo rebaño, o en una ave que atraviese los aires con las alas extendidas, por larga que sea la dilación del tiempo en devolverme la figura humana, volveré a proseguir los himnos que había comenzado en tu alabanza.

Histori(et)as de griegos y romanos

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II

Poderoso Marte, Sulpicia se acicala en tu honor el día de tus calendas; si su belleza te cautiva, desciende del cielo a contemplarla: Venus te lo perdonará; mas ten cuidado no se te caigan torpemente las armas en el arrebato de la admiración. El amor invencible, cuando quiere subyugar a los dioses, enciende en sus ojos dos antorchas; la gracia compone en secreto sus ademanes y da dignidad a sus pasos, siguiéndola por todas partes. Si suelta sus cabellos, ¡qué hermosa le cae sobre su espalda la cabellera!; y si los peina solícita, atrae con el primor de su tocado. Abrasa los corazones su cuerpo envuelto en el manto de púrpura de Tiro, y los abrasa por igual si viste la túnica de blancura deslumbrante. Así el feliz Vertumno se ofrece en el celeste Olimpo con mil diversos ornatos, y todos le sientan a maravilla. Entre las jóvenes es la única digna de llevar las lanas dos veces teñidas por los jugos preciosos de Tiro, de atesorar las ricas esencias que el árabe cultivador de plantas olorosas siega en sus campos embalsamados, y todas las perlas que recoge el indio de oscura tez y vecino de la Aurora en las playas del mar Rojo.

Musas y tú, Apolo, orgulloso con tu larga cabellera, entonad sus loores en la fiesta de las calendas. Que este día solemne se celebre por muchos años, pues ninguna doncella es tan digna de vuestros cantos.

III

Jabalí que buscas los pastos viciosos del prado, o te ocultas en la fragosidad sombría del bosque, perdona a mi joven amante y no aguces contra él tus fuertes colmillos. Deja que el amor lo conserve incólume para mi felicidad. Pero Diana le infunde la pasión de la caza y lo aleja de mi lado.

¡Oh, perezcan las selvas y las traíllas de perros! ¡Qué furor, qué locura lastimarse las manos delicadas por cerrar las salidas de los espesos montes con las redes! ¿Qué gusto sacas de penetrar a la callada en los escondrijos de las fieras y ensangrentarte las blancas piernas en las zarzas espinosas?

Sin embargo, Cerinto, si tengo la dicha de vagar errante contigo, no me será enfadoso llevar yo misma las redes a través de los montes. Yo misma perseguiré las huellas de la voladora cierva y libraré de la férrea cadena al sabueso que la acosa en su carrera.

Entonces, vida mía, me serán gratísimas las selvas que me acusen de estar reclinada contigo junto a las mismas redes, y entonces, aunque el jabalí venga a dar en el lazo, no recibirá daño alguno, para que no turbe los placeres de la ardiente Venus.

Mas ahora deseo que no goces del amor sin mi compañía: obedece, casto joven, las órdenes de Diana extendiendo las redes con tus puras manos, y la mujer que pretenda robarme furtivamente tu corazón caiga en poder de las bestias feroces y sea por ellas devorada. Y tú abandona siquiera un momento el afán de la caza y precipítate apasionado en mis brazos.

IV

Ven aquí y sana la dolencia que padece mi amada; ven aquí, Febo, orgulloso de tu larga cabellera. Créeme, acude sin tardanza, y no te arrepentirás de haber aplicado tus solícitas manos a mi hermosa. Impide que la demacración consuma sus débiles fuerzas y la triste palidez afee la blancura de sus miembros, y dispón que un río de presurosa corriente arrastre al piélago los males que sufre y los que nosotros tememos. Ven, dios poderoso, y trae contigo los jugos y los cantos mágicos que restauran los cuerpos desfallecidos. No atormentes a un joven que teme el fatal destino de su amada y hace por su salud tantos votos que apenas se pueden contar.

A veces importuna al cielo con reiteradas súplicas; a veces, viéndola languidecer, se desata en violentos ultrajes contra los dioses inmortales. Desecha el temor, Cerinto: Apolo no martiriza a los amantes; sigue adorándola siempre; su salud está asegurada.

Tu llanto no tiene razón; si un día te trata con aspereza, entonces será el momento de llorar. Hoy es del todo tuya, tú solo eres el ídolo de sus puros pensamientos, y en vano la asedia una crédula turba de pretendientes.

Protégelos, Febo, y recibirás en pago las mayores alabanzas; salvando un cuerpo restituirás dos mortales a la vida. ¡Qué dichoso, qué honrado te sentirás el día en que los dos amantes, llenos de gozo, publiquen su agradecimiento en tus sacros altares! La turba de los dioses te proclamará el numen más feliz, y todos desearán poseer tu arte maravillosa.

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V

El día, Cerinto, que te rendiste a mi amor, lo tendré siempre como un día santo y consagrado a las fiestas. En tu natalicio las parcas vaticinaron una nueva esclavitud a las doncellas, sometiéndolas a tu orgulloso dominio. Yo me inflamo, Cerinto, como ninguna, y me complazco en abrasarme si consigo prender en tu corazón el fuego que arde en el mío.

Que sea recíproco nuestro amor: te lo ruego por tus dulcísimos hurtos, por tus hermosos ojos y por tu genio natal. Poderoso genio, recibe con agrado mis dones y favorece mis votos, si cuando pone en mí su pensamiento se abrasa en la misma llama; mas si suspira por otros amores, ¡oh, genio!, te lo suplico, abandona las infieles aras.

Y tú, Venus, no seas injusta: ordena que los dos vivamos sumisos por igual a tu dominio, o rompe mis lazos; aunque mejor es que uno y otro suspiremos encadenados tan fuertemente que ningún tiempo pueda romper los eslabones.

Mi joven amante arde en los mismos deseos que yo, pero en secreto, porque se avergüenza de confesarlos al público. Tú, genio natal, que como dios penetras todos los corazones, escucha sus votos: ¿qué importa que los haga públicos o secretos?

VI

Juno, que presides los nacimientos, acepta el incienso quemado en tu honor por la tierna mano de una doncella iniciada en tus misterios. Hoy se consagra a ti completamente, y por ti se complace en adornarse de ricas galas, que le atraen las miradas del pueblo ante tus aras encendidas. Ella, es verdad, te atribuye los motivos de su ostentoso atavío, pero hay un joven a quien desea agradar en secreto. Tú, santa diosa, favorécelos: que la noche no separe a los amantes, y anuda los recíprocos lazos que deben sujetarlos.

Será una feliz pareja: él no amará a ninguna otra, y ella es la más digna de su amor. Que el guardián vigilante no consiga sorprender sus momentos felices, y el amor les enseñe mil recursos para burlarlo.

Acoge mi súplica, ven cubierta de púrpura deslumbrante, y te ofreceré, casta diosa, tres veces la torta de aceite y miel y otras tantas el vino. La madre solícita indica a su hija la persona a quien debe querer, y la hija revuelve en su oculto pensamiento otros amores. Se enciende como la llama veloz que arde en los altares, y, aunque pudiese, no querría renunciar a su dolencia. Así se vea correspondida, y en el próximo natalicio el amor haya satisfecho cumplidamente sus votos.


Comienzan las elegías atribuidas actualmente a Sulpicia.

VII

El amor coronó a la postre mis esperanzas; si lo ocultase por tímidos miramientos, disminuiría mucho la gloria de mi triunfo. Citerea, conmovida por mis cantos, me entregó a Cerinto, arrojándolo en mis brazos. Cumplió Venus sus promesas. Cuente mis dichas el que no pudo vencer la obstinación de su amada. No quiero escribir en las tablillas versos que otro pueda leer antes que mi dueño. Mi falta me llena de satisfacción. Estoy cansada de fingir por miedo a los murmuradores. No me importa que diga todo el mundo que soy la digna amante de un joven digno de mí.

VIII

Llegó el aborrecido aniversario de mi natalicio, que debo pasar en la tristeza de fastidiosa campiña y sin tener al lado a mi Cerinto. ¿Hay cosa más agradable que la ciudad? ¿Conviene a una joven habitar la casa campestre del territorio de Reate, donde reina el frío todo el año? Ya es hora, Mesala, de que descanses, y no te ocupes tanto de mí ni te pongas a diario en camino con tan mal tiempo. Salgo a la fuerza, dejando aquí el alma y los sentidos. ¿Por qué no me permites vivir a mi albedrío?

IX

¿Sabes que ya no hemos de emprender esa caminata que me llenaba de tristeza? Ya puedo pasar en Roma el día de mi natalicio. Día feliz que todos debemos festejar, y que seguramente te ha cogido de sorpresa.

X

Te agradezco que me consientas la mayor libertad, sin miedo a que por torpeza dé alguna caída imprevista. Si la toga y el cesto de la abyecta meretriz tienen para ti más atractivos que Sulpicia, la hija de Servio, hay muchos que solicitan su favor y rebosan de despecho temiendo que se entregue en los brazos de un desconocido.

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XI

¿Te conmueve, Cerinto, la piedad que sientes por tu amada, cuando la fiebre consume su fatigado cuerpo? ¡Ah!, yo no desearía otro remedio para mi triste dolencia que el saber que tus votos se identificaban con los míos. ¿Qué me aprovecharía sanar de la enfermedad si tú vieses con indiferencia mis males?

XII

¡Ah!, que no sea el anhelo ferviente de tu corazón como lo fui pocos días antes, si he cometido, en el extravío de la juventud, algo de que deba arrepentirme más que de haberte dejado sola la última noche, deseando encubrirte mi ardorosa pasión.

Terminan las elegías atribuidas actualmente a Sulpicia.


XIII

No me arrancará de tu lecho el amor de ninguna otra mujer. Venus juntó por vez primera nuestros cuerpos con esta condición. Tú sola me agradas, y fuera de ti no hay en la ciudad mujer verdaderamente hermosa a mis ojos; y ojalá solo a mí parecieses bella y desagradaras a todos los demás, porque de este modo viviría tranquilo.

No pretendo excitar la envidia: lejos de mí la vanagloria de los entes vulgares. El discreto sabe encerrar sus alegrías dentro del pecho. Yo podría vivir venturoso en las intrincadas selvas, donde no se viese una senda trillada por la planta del hombre. Tú eres el sosiego de mis cuitas, mi luz en la negra oscuridad y en los lugares solitarios. Vale para mí tu compañía un mundo.

Si el cielo enviase una nueva amiga a Tibulo, la enviaría en balde, porque no lograría encender su pasión. Te lo juro por el sacrosanto nombre de Juno, que reverencias, y es para mí la más augusta de las deidades.

¿Adónde me arrastra la locura? Yo mismo me entrego atado de pies y manos; juré como un insensato; ese temor era mi salvaguardia. Ahora te mostrarás exigente, me tratarás con mayor despego, y en mi desgracia solo podré revolverme contra la garrulería de mi lengua. Obedeceré cuanto me ordenes, seré tuyo siempre, no sacudiré el yugo que me impongas, y encadenado me prosternaré ante las aras de la diosa Venus, que castiga a los injustos y favorece a los suplicantes.

XIV

Un rumor confuso pregona que mi amada ha cometido numerosas infidelidades, y antes que llegase a mí quisiera ser sordo de entrambos oídos. Me causa gran dolor que anden por todas las lenguas sus traiciones. ¿Por qué atormentas a un desgraciado? Rumor acerbo, cállate.

«Libro IV» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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