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Introducción a Catulo y su obra

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Esta es una de las partes de las poesías de Catulo traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Reunimos en este primer volumen de líricos y elegíacos latinos las obras de Catulo, Tibulo y Publio Siro, los tres contemporáneos de Julio César y pertenecientes al siglo de oro, que en los días de su sobrino Octavio Augusto produjo los admirables poemas de Virgilio y las odas, sátiras y epístolas horacianas; porque el primero es el fundador del lirismo; al segundo se le estima, con razón, como al maestro de la elegía tierna y sentimental, y el último, compositor de farsas teatrales, solo nos ha legado un millar de versos que contienen otras tantas máximas y sentencias de gran valor práctico y especulativo, y, de consiguiente, ha pasado a la posteridad como poeta gnómico el que en sus días alimentó las necesidades del teatro con las piezas que componía y representaba a la vez en medio del regocijo y entusiasmo popular.

Tenemos escasas noticias de Gayo Valerio Catulo, y tampoco ha llegado hasta nosotros más que una parte de su fecunda labor literaria, que basta, sin embargo, para formar juicio del papel que desempeñó en el movimiento progresivo de la métrica y la lírica de su patria, que es lo importante a nuestro objeto; la biografía de los hombres de letras no despierta casi nunca el interés dramático de aquellos que se lanzan a las turbulencias políticas, las funciones de la guerra o los azares de exploraciones atrevidas, que enriquecen la ciencia con nuevos y maravillosos descubrimientos; dejan resbalar sus mejores años entre libros y papeles, cual escolares aún no emancipados de las aulas, y la gente suele relegar al olvido a los que por su gusto y propia voluntad se encierran dentro de sí mismos y permanecen extraños a cuanto les rodea, como si no mereciese fijar su atención, reclamada las empresas que meditan realizar, y que muchas veces no pasan de magníficos proyectos.

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Afortunadamente, los poetas líricos buscan la inspiración en el fondo de sí mismos y no en las hazañas de los héroes que la trompa épica inmortaliza; aprovechan las mil ocasiones que se les ofrecen de comunicar al lector sus designios y abatimientos, sus esperanzas y temores, sus penas y satisfacciones, y la excesiva importancia que dan a los objetos que les conmueven o admiran descubre sus pensamientos recónditos y su fisonomía moral mejor que pudieran retratarla los apuntamientos de una biografía trazada por la pluma de Plutarco o Suetonio. Y esto nos acontece con Catulo, de cuya juventud sabemos lo necesario por los datos que sus poemas nos suministran, y cuyos secretos nos son tan conocidos como los de un amigo que nos dispensara la mayor intimidad.

Según la crónica de san Jerónimo, Gayo Valerio Catulo nació el año 667 de la fundación de Roma, siendo cónsules Lucio Cornelio Cinna y Gneo Octavio; y, aunque las opiniones se dividen sobre el lugar de su nacimiento, la más acreditada adjudica a Verona el honor de haberle dado a luz; así al menos se desprende, entre muchos autorizados testimonios, de aquel epigrama del libro XIV de Marcial, que dice:

Tantum magna suo Verona debet Catullo,
quantum parva suo Mantua Virgilio.

No consta bien averiguado que su padre Valerio descendiese del tronco patricio de este nombre, que ya en el primer año de la República dio a su patria al cónsul Valerio Publícola y siguió ilustrándose hasta los últimos tiempos con cien dignidades y magistraturas, lo cual no quita que se le estimase persona de viso y significación, ligada por las obligaciones de la hospitalidad al gran Julio César, que nunca olvidó los agasajos del padre, devolviéndoselos con creces al hijo a pesar de los punzantes epigramas con que desgarraba su reputación y le exponía al odio de los ciudadanos.

Con la alcurnia, si no ilustre, al menos distinguida de su padre, heredó Catulo un regular patrimonio que le ponía a cubierto de la escasez, ya que no resistiese los despilfarros de la liberalidad, que solo se permiten sin quebranto los predilectos de la fortuna. En Tibur poseía una granja, que no tardó mucho en dejar hipotecada por quince mil doscientos sestercios, «viento horroroso y pestilente que amenazaba destruirla», según la confesión humorística del propietario; y en la pequeña península de Sirmio, una casa que le arrancó exclamaciones de júbilo cuando, con la bolsa exhausta por los dispendios del viaje, volvía de Tracia y Bitinia a descansar bajo el techo que guareció a sus antepasados, y, libre de preocupaciones enojosas y harto de peregrinar sin provecho por el mundo, llegaba al hogar paterno y alcanzaba la dicha de reposar en el lecho largo tiempo deseado.

Salve, o venusta Sirmio!, atque hero gaude,
gaudete, vosque Lidiae lacus undae,
ridete quidquid est domi cachinnorum.

«Salve —exclama , ¡oh, hermosa Sirmio!; alégrate por el feliz arribo de tu dueño; y vosotros, lagos cristalinos de Como, haced que en mi hogar estallen las risas de la satisfacción».

Creemos ocioso advertir que Catulo, como la mayoría de los poetas, fue un pésimo administrador de sus bienes, y que las aventuras galantes y los festines dieron cuenta de sus recursos más presto de lo que él deseara, a juzgar por lo que dice a Fabulo, invitándole a cenar en su compañía y encargándole de paso que traiga los manjares y el vino, porque su bolsa está llena de telarañas.

Su difícil situación económica le indujo a formar parte del séquito que acompañó a Memio a la Bitinia, dispuesto a enriquecerse de cualquier modo; pero el éxito no quiso corresponder a sus interesadas ambiciones, y volvió a Italia con la bolsa vacía y sin haber anotado en el viaje más que la cuenta de sus gastos; se consoló pronto del fracaso, y aun escribió sobre el mismo composiciones rebosantes de gracejo, sacando del arsenal de sus recuerdos temas de lindísimas poesías festivas que acreditan su jovial humor y lo poco que estimaba los bienes de fortuna que dilapidó sin cautela y no supo recuperar a costa de las lágrimas de los pueblos vencidos.

Mas la penuria a que se vio reducido por sus liberalidades y la fama dudosa que se atrajo por su inclinación al placer no impidieron que contase entre el número de sus amigos a los varones insignes de que su época se enorgullecía. Al ingenuo y bondadoso Cornelio Nepote dedica un libro de sus poéticas bagatelas, porque las estimaba como frutos regalados de la lírica latina; a Cicerón lo proclama, en el fervor de su agradecimiento, el príncipe de los oradores, sin olvidarse de su rival Hortensio, a quien profesaba singularísimo afecto; a Manlio Torcuato, su protector, lo inmortalizó en el epitalamio que canta su enlace con la hija de Aurúnculo, y le consoló, en una epístola elegíaca, de las recientes desgracias que le abrumaban; a Licinio Calvo, famoso orador y poeta, le dedica epigramas tan festivos como lisonjeros, lo mismo que a Catón, el gramático, y Alfeno Varo, el notable jurisconsulto; y cuando patricios tan egregios le estimaban y le agradecían que se acordase de ellos en sus graves poemas y en los escarceos de su musa intencionada y picaresca, sin duda reconocían en el genial poeta al amigo noble y agradecido que borraba con prendas tan excelentes los desafueros de su borrascosa juventud.

A la par que buenos amigos, tuvo también sus enemigos personales, que él mismo se atrajo con la audacia de sus invectivas. ¡Desgraciado del que encrespara su bilis o se le atravesara en el camino de sus conquistas! Ya podía contar que su nombre correría de boca en boca cubierto de oprobio e irrisión, porque, si era leal y franco en el amor, en el aborrecimiento desataba sin eufemismos su encono brutal. Uno de los personajes a quien persiguió encarnizadamente fue Julio César, y su intimidad vergonzosa con Mamurra y sus exacciones en las Galias y Britania salieron a relucir en epigramas atroces que traspasan los límites de la decencia, ya que no quebranten los fueros de la justicia.

César, sin embargo, le perdonó las ofensas y, tras leves excusas, siguió sentándole a su mesa, como si no diera importancia a sus diatribas o quisiera avergonzarle con su clemencia generosa y mal agradecida. Se equivocó creyéndole desarmado. El poeta veía en el egregio caudillo al futuro asesino de la República y, celoso de sus derechos de ciudadano, se revolvió contra él como un energúmeno para desacreditarle ante la opinión alborotada por sus triunfos; y si tales fueron los motivos que le impulsaron a zaherirle y ultrajarle, no se atreverá a recriminar su furia con excesiva dureza el que sabe cómo las pasiones políticas ciegan al hombre y aun le lanzan a perpetrar crímenes horrendos, de los cuales luego se vanagloria, considerándolos hechos meritísimos que demandan a gritos el galardón correspondiente. Sea de ello lo que fuere, César supo perdonar, y Catulo no pudo o no quiso refrenar su malévola intención, persiguiendo con odio africano al vencedor de las Galias y abrumándole de insultos que le cubrieron de vergüenza indeleble, según el dicho de Suetonio; y no cejó en la contienda hasta que la muerte puso término a sus inauditas procacidades, antes de caer cosido a puñaladas el aborrecible dictador, que se había concitado el odio de los republicanos consecuentes.

Nos hemos detenido un tanto en examinar este aspecto de la vida de Catulo porque nos lo da a conocer como un celoso partidario del antiguo régimen, que acreditó su decisión a toda prueba en aquellas difíciles circunstancias que forzaban a patricios ilustres a trocar sus deberes de ciudadanos por las bajas adulaciones se prodigaban a los reyes, y con su asombro ayudaron la colosal fortuna del invicto caudillo, a quien los dioses no sabían negar el éxito en las empresas más aventuradas; porque esta campaña de difamación, que pudo costarle cara, además de su valor, venía a patentizar que no era Catulo uno de tantos jóvenes encenagados en la crápula y entretenido en escribir versos poco edificantes, sino un verdadero patriota y un paladín de la libertad, amenazada por los triunfos políticos y militares del amigo y protector de Mamurra.

Dejemos a César para ocuparnos de Lesbia, la heroína de sus cantos amatorios, que, según Ovidio, era una dama de alcurnia cuyo nombre no se atreve a proferir, y que Apuleyo, menos discreto, descubrió ser la hermana del tribuno Clodio; una y otro descendientes de Apio Claudio Ceco, el que dotó a Roma de la Vía Apia, que ponía en comunicación el Foro con la ciudad de Capua y se prolongó después hasta Brindis. Si hubiéramos de atenernos en el juicio de esta mujer al testimonio sospechoso de Cicerón, no encontraríamos palabras bastante duras que anatematizasen su conducta; pero en buena crítica debemos rechazar la autoridad del gran orador, porque los enemigos personales no son nunca jueces equitativos de aquellos a quienes persiguen con su aborrecimiento.

Clodio perseguía a Cicerón, y este pagaba en la misma moneda al bullicioso tribuno y a su hermana, que en el terreno femenino había llegado a conquistar una celebridad poco envidiable por su despreocupación inaudita, que hizo verosímiles los crímenes que el rumor público le achacaba, creyéndola capaz de abominaciones tan espantosas como la de envenenar a su marido y entregarse al incesto con sus hermanos. En tales sospechas hubo exageración evidente, mas las mujeres que por su escandalosa conducta llegan a ser la comidilla obligada de todas las lenguas deben resignarse a que el capítulo de cargos sobre sus faltas se prolongue indefinidamente, y a que entre ellos se deslicen acusaciones de crímenes que nunca soñaron en realizar.

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La muerte del esposo encontró tan secos sus ojos que más parecía alegre que apenada por su pérdida, a la que contribuyó en buena parte amargándole los últimos días con sus desórdenes; y si la acusación de incestuosa no está comprobada, sabemos con certeza que se entregó a muchos amantes de diversas estofas y cataduras, y aun pretendió que Cicerón repudiase a su Terencia y la tomara por mujer, atrayéndose a la vez el odio irreconciliable de la esposa y la enemiga del marido. De ahí que este tomase por su cuenta la defensa del joven Celio, a quien perseguía ante los tribunales por el delito de haberla abandonado, y que, como maestro de la ironía, comenzara su discurso con la aclaración de que no era enemigo de las mujeres, y menos de una que tenía por amigos a todos los hombres, y aprovechase el momento de descargar sobre ella y su familia la hiel, y no era poca, en que rebosaba, consiguiendo con la absolución de Celio una de esas venganzas tan sabrosas a los espíritus débiles justamente resentidos e incapaces de tomarla con procedimientos alevosos y sanguinarios.

Pues bien: a pesar de su infame reputación, Clodia se relacionaba con personajes distinguidos por sus virtudes cívicas y privadas, que seguramente no le hubiesen dispensado su amistad, a ser ciertos los rumores de la maledicencia contra esta mujer tan libertina como seductora, que vio sobrepujado el número de sus amantes por el de los enemigos que la acribillaban con feroz ensañamiento; y ya que hemos acumulado tantas sombras, justo es que consignemos los títulos que la recomendaban a los ojos de sus pretendientes, y aun de las personas imparciales olvidadas ya de las austeras costumbres que en los tiempos antiguos reinaron en los hogares patricios y plebeyos, y dieron a las matronas romanas tal importancia y prestigio, que a despecho de las leyes venían a ser las verdaderas soberanas, las directoras de la educación de los hijos y las que gobernaban a los mismos maridos, contrarrestando con el amor y la astucia los efectos autoritarios de la patria potestad.

En la época calamitosa que precedió a la instauración del imperio, las costumbres públicas y domésticas se habían relajado de un modo alarmante: la facilidad del divorcio permitía a hombres y mujeres la satisfacción de sus antojos personales; los matrimonios fueron cada día menos frecuentes, con gran alarma de los que miraban al porvenir, y las damas de alta alcurnia multiplicaban escandalosamente sus fiestas nupciales, y las menos aprensivas se entregaban a los delirios del placer sin que lo legitimase e iluminase la antorcha del Himeneo.

Clodia pertenecía a las últimas, y no se distinguía mucho de una cortesana dotada de cualidades relevantes, que ponían de manifiesto el orgullo de su cuna, la magnífica fastuosidad de la gente patricia y sus encantos personales, que atraían a la juventud y excitaban la indignación de los hombres graves, que en ella y su hermano veían hundirse en el fango un linaje esclarecido. Su belleza debió ser extremada. Catulo no admite el parangón con otra ninguna: concediendo a Quintia su gentil apostura, encuentra que le falta la gracia rebosante de sal con que Lesbia imponía a sus amantes un delicioso cautiverio. Tampoco fue avara, y harto lo prueba su predilección por Catulo, en quien amaba al poeta ingenioso y cultísimo, sin que soñara en exprimir los recursos de su bolsa agotada; antes bien, es posible que, como a Celio, le sacara más de una vez de apuros, en premio de aquellas sentidas odas y madrigales que popularizaban su nombre, uniéndolo a la fama del poeta rendido a sus encantos avasalladores.

Además de recrearse en los buenos versos, créese que los componía, y su rancia nobleza, su caudal generoso, su arrogante figura, su ingenio espiritual y su despreocupación de mujer arrestada que desafía las lenguas maldicientes, segura de su influjo sobre la ardorosa juventud que se lanzaba sin freno a locas aventuras, diéronle una celebridad ruidosa, que disculpaba en los mozos el afán por obtener los favores de la que aparecía en calles y teatros como la más noble y la más impúdica de las cortesanas. Las fiestas que daba a sus íntimos en los jardines de su propiedad próximos al Tíber y la vida elegante a que se entregaba, al venir la primavera, en el pueblecillo de Bayas, hacían fijar en ella las miradas de los curiosos; así lo indica Cicerón en su defensa de Celio, y lo atestigua Catulo, que nos la presentan en la sociedad de escritores, políticos y poetas, donde brillaba su talento, saboreando los deleites del espíritu, que casi todas las mujeres desconocen, con la misma fruición con que se entregaba a los de la carne su temperamento desbordado.

En fin, una mujer que supo inspirar a Catulo pasión tan honda y sincera, por muy bajo que descendiese en el concepto de los Catones, debía tener algo de extraordinario en su porte y trato social, pues los espíritus escogidos se reconocen fácilmente, se comprenden y concluyen por amarse, encerrados en el círculo de sus propios sentimientos, inaccesibles a lo vulgar y mezquino que rodea al mérito sobresaliente en cualquiera de sus manifestaciones. El haberse entregado sin reserva al escritor favorito de las Gracias demuestra su firme penetración para descubrir entre la turbamulta que le asediaba al que había de convertir su amor en un vergel de delicias y en una fuente inagotable de inspiraciones, que murmurasen en la lengua del Lació los ardores de Safo y las atildadas elegancias de Calímaco, con estro potente y audaz que diera a sus poemas el barniz de una originalidad asombrosa.

Estaba todavía reciente el edicto de los censores Gneo Domicio Ahenobarbo y Lucio Licinio Craso, que desterraba de Roma a los gramáticos y filósofos por corruptores de la juventud, y, si acreditaron aquellos magistrados su perspicacia condenando las artes extranjeras, que pretendían convertir un pueblo de rudos soldados en otro de charlatanes y leguleyos, no se percataron de que las corrientes invisibles del espíritu humano se filtran como sombras a través de los impedimentos, con escarnio de las leyes, y, cuando estas han de quedar forzamente desacatadas, queda en ridículo el legislador que las promulga, castigando lo que se permiten todos con especial complacencia, y como si la misma prohibición fuese el acicate que les impulsara a trillar el camino que se pretendía cerrar a sus pasos. Las inteligencias privilegiadas entregáronse con ardor al estudio de las obras griegas, y Lucrecio oyó a maestros de filosofía de la Hélada que le iniciaron en el conocimiento de la naturaleza conforme la explicaba Epicuro; Tucídides fue el modelo de enérgica concisión que enseñó el arte historial a Salustio Crispo; Cicerón tradujo el poema de Arato y estudió con fruto las arengas de Demóstenes; César distrajo sus ocios en disquisiciones filológicas y gramaticales; Varrón trasladaba a la lengua patria la sátira menípea, y Virgilio y Horacio serían un enigma sin el conocimiento de Homero, Teócrito, Safo, Píndaro y Alceo.

Catulo siguió la corriente en los primeros ensayos, imitando y casi traduciendo las odas de Safo y las elegías de Calímaco; y como estaba sin desbrozar el campo del lirismo, esforzose en ajustar la métrica de los griegos a las necesidades de su idioma, lo enriqueció con los dísticos y los sáficos, los versos endecasílabos y los alados y fugitivos glicónicos, y gracias a sus loables esfuerzos pudieron Tibulo, Propercio y Horacio mover sus plantas por una senda desembarazada de obstáculos y elevar la oda y la elegía al colmo de la perfección.

Catulo ardía en el deseo de visitar la Grecia, de beber en las mismas fuentes los raudales de la sabiduría y la inspiración artística, y este deseo impaciente halló cumplida satisfacción el día que fue designado para acompañar al pretor Memio (o Mumio) a la Bitinia; y aunque del viaje no reportó ningún provecho pecuniario, lo obtuvo grandísimo de otro género, pues se identificó con el numen de los vates helénicos, que hizo objeto de sus preferencias, aprendiendo de ellos la gracia unida a la delicadeza, los giros audaces y el modo de deslizar con extremada finura conceptos atrevidos que, dichos por otro, los calificaríamos de sucios y repugnantes. En sus poemas, jocosos y satíricos por lo regular, da rienda suelta a las osadías de ingenio y llega a traspasar los límites de lo decente; pero con tal elegancia y ligereza que se le perdonan de buen grado sus deslices, en gracia de la expresión festiva y original que los cubre con su manto. Semeja uno de esos calaverones de mundo y buen tono que se permiten las mayores atrocidades envueltas en frases tan sutiles como intencionadas; aunque a ratos suele también descubrir la hilaza de la grosería y brutalidad nativas, pues la cultura de los escogidos no siempre consiguió destruir por completo la antigua rudeza que llevaban en la sangre infiltrada. En su elocución poética, notablemente enriquecida, sorprendemos voces de fuerza expresiva imponderable, diminutivos seductores como las caricias de un niño, epítetos que en una pincelada ponen a la vista el sujeto a quien se aplican, y tampoco es raro encontrar en ella frases arcaicas, chistes que rayan en la procacidad y construcciones premiosas desechadas por sus sucesores. Estos lunares que la crítica reconoce en su estilo no impiden que fuera estimadísimo de los antiguos y más leído e imitado entre los modernos. Cornelio Nepote lo pone al nivel de Lucrecio, Tibulo y Propercio; Ovidio le trata con el respeto debido a un superior; Marcial juzga que Verona debe tanto a Catulo como Mantua al autor de la Eneida; Plinio pondera el arte con que contrasta la expresión fina y delicada con la ruda y agreste, y Aulo Gelio le declara el más amable de los poetas.

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De sus obras solo se ha salvado una parte, suficiente para conocer la flexibilidad de su numen, que sobresale en lo tierno y lo satírico, lo elegante y lo heroico, y aun esta se halla truncada en multitud de pasajes y adulterada con versos de otros autores, que expurgaron sabios eruditos restituyéndola a su prístino estado cuanto fue posible a la diligencia y sagacidad puestas en tan difícil labor. Los antiguos códices se remontan al siglo V de la era cristiana, y ya aparecen mutilados y desfigurados por la torpeza y la incuria de los amanuenses; mas, aun así y todo, nos suministran datos preciosos sobre los primeros y decisivos pasos de la lírica latina, seguidos con tenacidad y fortuna por el inmortal Horacio.

Catulo al principio imitó, como hemos dicho, a los griegos, supo apropiarse las cualidades que favorecían su genio potente, aún no bien disciplinado, y se destacó pronto en el campo de las letras con una personalidad vigorosa imposible de confundirse con el servil rebaño de los imitadores. Pertenecen a esta época su oda a Lesbia, su elegía a la Cabellera de Berenice y la narración, con el fuego y aparente desorden del ditirambo, de la triste aventura de Atis, que se convirtió por odio a Venus en un sacerdote de Cibeles. La veneración en que tenía a la poetisa de Lesbos, demuéstralo explícitamente el no haber encontrado para disfrazar el nombre de Clodia otro mejor que el de Lesbia, comparándola con la sublime mujer que dio a la oda erótica sus acentos más vivos y conmovedores. Catulo la parafraseó, casi la tradujo, aplicándose a sí mismo el anonadamiento de Safo en presencia de su amado; aunque si bien el amor se deja sentir en los dos sexos con igual intensidad, no se manifiesta del mismo modo en el hombre que en la mujer, y el abatimiento, la languidez y melancolía femeninos sentarían mal a la impetuosidad enérgica del varón, que aun en los trances difíciles y penosos no debe llorar su desgracia como una flaca mujer, ya que su fuerza no reside en las lágrimas, sino en el valor que triunfa de los obstáculos opuestos a su ambición.

Longino nos ha conservado esta oda hermosísima, en que los síntomas de la pasión parecen los precursores de una desgracia irreparable: la voz extinguida, la lengua muda, el fuego abrasador que discurre por sus venas, sus ojos sin luz, el rumor sordo que golpea sus oídos, el cuerpo cubierto de frío sudor y la palidez de su rostro, como la hierba que ha perdido los colores por la fuerza del sol; el temblor de sus miembros y el ahogo de la respiración que la lleva a los umbrales de la muerte, todo acusa la profundidad de la herida que destroza el corazón de una mujer ardiente y apasionada. Catulo se hallaba en parecida disposición de ánimo con respecto a Lesbia antes de conquistar sus favores, y se asimila los vigorosos conceptos de esta oda que pintan la turbación de sus potencias y sentidos; mas no se presenta pálido como la hierba que agostan los rayos solares, ni con los miembros de su cuerpo temblorosos, ni cubierto de frío sudor y próximo a la muerte: tales afectos, que sientan a maravilla en una mujer sensible y delicada, en un hombre resultarían indignos de su vigor y esfuerzo; de aquí que suprima esta estrofa admirable y la sustituya por otra más apropiada a su condición viril, y, al percatarse del anonadamiento en que se halla sumido, como si despertara bruscamente de un sueño, se revuelve contra sí mismo y se increpa con dureza por su flojedad, que puede conducirle a la ruina, como ha conducido a su destrucción reinos florecientes y populosas ciudades, surgiendo por una rápida transición el hombre lleno de energía y altivez, que se reprocha su debilidad y se dispone a vencerla para no provocar el desprecio de los que vean la mísera condición a que le ha reducido el dios que subyuga las más rebeldes voluntades.

La Cabellera de Berenice, otra de sus elegías imitadas de Calímaco, a nuestro modo de ver, no merece los mayores elogios. La ciencia y el arte nunca llevaron tan lejos la adulación cortesana, fundada en creencias religiosas que hoy rechazamos por absurdas. Tolomeo Filadelfo levantó un templo a su mujer Arsínoe, bajo la advocación de Venus Cefiritis; sus hijos, Tolomeo Evérgetes y Berenice, se unieron con los lazos nupciales, pues el matrimonio de los hermanos era frecuente entre los egipcios, y esta aberración fatal contribuyó en buena parte a la decadencia de la dinastía y al abatimiento del pueblo. Pocos días después de la boda, Tolomeo tuvo que renunciar a los placeres del matrimonio y marchar a la guerra contra los asirios, y la reina, inconsolable por la separación que interrumpía las delicias del tálamo conyugal, prorrumpió en lastimeras quejas y ofreció a Venus Cefiritis, si su esposo regresaba pronto e indemne de la expedición, sacrificar en su honor la rubia cabellera que como ascua de oro resplandecía en su gentil cabeza. El rey domina en breve plazo la Asiria, que queda unida al Egipto, y vuelve a su palacio y a los brazos de su mujer, que a sus votos cortose la cabellera y la hizo llevar al templo de Arsínoe, pero al día siguiente desapareció, siendo inútiles las pesquisas hechas para encontrarla, y entonces el célebre astrónomo Conón imaginó calmar el dolor de la reina fingiendo que la había visto arrebatar, transportar y colocar entre las constelaciones celestes, y las siete estrellas que se divisan entre la Virgen, el León, la Osa Mayor y el Boyero, que no tenían nombre, recibieron el de la Cabellera de Berenice, con lo que quedó aplacada la regia indignación. Esta elegía, donde resuenan voces patéticas y quejas inconsolables, avaloradas por las reflexiones que le terminan poniendo de relieve cuán grata es a los númenes la castidad de las matronas, si en los días de Calímaco templó justos resentimientos, que tal vez hubiesen provocado fatales castigos, en los de Catulo, dos siglos después, ya no podía producir otro efecto que el de una leyenda inverosímil, que el lector de nuestro tiempo rechaza abiertamente por increíble y disparatada.

El tercer poema de la colección en que se ven estampados los vestigios de la literatura griega es el de Atis, que algunos atribuyen a Cecilio, fundados en la alusión de Catulo a los versos que este su amigo escribiera en honor de la diosa de Dindimno; mas no la creemos motivo suficiente para disputarle la paternidad de una obra que en el estilo y los sentimientos denuncia al autor de las antedichas imitaciones. Es un mito interesante que debió atraerle con fuerza irresistible, donde se desbordan los afectos como corriente engrosada por las lluvias, reflejando el delirio momentáneo que ocasionó la eterna desdicha del gentil mancebo. Conducido en rápida barquilla a los bosques de Frigia, en un acceso de insensata rabia por el odio que Venus le inspira, se mutila con una piedra afilada y se consagra al culto de Cibeles. Luego, furioso a la vista de su propia sangre, toma los instrumentos que suenan en los misterios de la diosa y se rodea de sus compañeros los coribantes, que con frenéticos clamores le siguen en su desalada carrera, hasta que vencido del sueño se entrega a un descanso reparador, y al despertar se da cuenta de su anómala situación, y, volviendo de nuevo al litoral, con los ojos preñados de lágrimas y la voz entrecortada por los sollozos, se dirige a su patria en estos sentidísimos lamentos:

«¡Oh, patria en que vi la luz, patria que me engendraste y a la que abandoné por mi desgracia!, como el esclavo que huye la cólera de su amo para habitar los bosques del Ida y vivir azotado por la nieve, disputando a las fieras sus antros selváticos, donde no sin peligro debo guarecerme; ¡oh, patria mía!, ¿adónde buscarte?, ¿en qué sitio te encontraré? Los ojos abiertos se dirigen hacia ti en estos brevísimos instantes que alivian mi alma de la ciega rabia que la poseía. ¿Yo pude trocar mi casa por estos bosques y dar al olvido mi país natal, mis bienes, mis amigos y mis padres? ¿Viviré lejos del foro, la palestra, el estadio y el gimnasio? ¡Desgraciado de mí! ¡Cuántas, ay, cuántas veces habré de llorar en este destierro! ¿Hubo especie alguna de belleza que yo no poseyera? Niño, adolescente, joven y adulto, yo era la flor del gimnasio, la gloria de la palestra; las puertas de mi casa se abrían a innumerables amigos y a todas horas se engalanaban con preciosas guirnaldas así que la luz del alba me obligaba a descender del lecho. ¿Y ahora qué soy? Una sacerdotisa de los dioses, una fámula de Cibeles, una ménada, una parte de mí mismo, un eunuco impotente. ¿Habré de morar siempre los bosques tapizados de nieve del frondoso Ida y dejar que resbalen mis años en las altas cumbres de Frigia, solo habitadas por la cierva voladora y el jabalí salvaje? ¡Cómo siento lo que hice! ¡Cuán arrepentido estoy!».

La diosa, encolerizada, le envía uno de los feroces leones uncidos a su carro y le obliga a refugiarse de nuevo en la fragosidad del monte que pretendía abandonar, y, acabado el patético relato, exclama el poeta:

«Diosa, potente diosa; ¡oh, Cibeles!, reverenciada en Dindimno, lleva lejos de mi mansión tu furor implacable y revuelve contra otros tus violentos incentivos, tu rabioso frenesí».

En estos tres poemas es harto visible el sello de la imitación; en los demás recobra su personalidad e independencia, y, aunque dejen sentir a ratos el estudio de sus modelos, alardean de originalidad en las formas y los asuntos, casi todos referentes a sus amores, a sus amistades y a las inquinas personales que despertaron en su ánimo ciertos bicharracos con sus rivalidades o sus vicios, convirtiéndole en otro Arquíloco, capaz de hundir en el oprobio a los que azotaba con sus breves sátiras y cáusticos epigramas.

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Como poeta erótico, pocos le disputan la palma: amó de veras y supo expresar las visicitudes de su amor, con gracia y energía unas veces y con abatimiento otras, cercano a la desesperación. Fuera de Ipsitila, mujerzuela insignificante que le distrajo algunos días, Lesbia iluminó su existencia, reinó como soberana en sus versos y con su nombre le obligó a llenar las tablillas de poesías espontáneas, que no pecan de cortedad en la expresión de sus deseos voluptuosos. Cuatro momentos podemos distinguir en el curso de sus relaciones con la hermana de Clodio: el primero, de fascinación que lo subyuga, lo anonada y lo reduce a fatal servidumbre, reflejada a plena luz en la oda sáfica de que hemos hecho mérito; el segundo, de felicidad por el logro de sus favores, que le mueven a estallar en gritos de júbilo; el tercero, de amargas reconvenciones por las infidelidades en que a menudo la sorprendía; y el cuarto, el del rompimiento, harto de sufrir continuos vilipendios que lo ponen en ridículo y lo sumen en honda tribulación.

En los dos primeros compuso aquellas poesías rebosantes de vivacidad y ternura, que nos dan a conocer al poeta enamorado, satisfecho y orgulloso de su conquista, como la dedicada al pajarito de Lesbia y a la muerte del mismo, lindísimos madrigales que dibujan en el labio una grata sonrisa, la que le pide tantos besos que burlen los cálculos de los viejos envidiosos de su ventura, y la que refiere los insultos que le lanzaba en presencia de su marido, tan romo de entendimiento que no descubría en ellos los indicios de su inclinación; pero, como el cielo se nubla fácilmente, así padece sus eclipses parciales y totales la dicha de los amantes, y sonó por fin la hora de las quejas y los reproches, al convencerse de que sus sospechas no eran infundadas y que Lesbia se entregaba a una turba de chisgarabises licenciosos, y tras varias alternativas de firmeza y debilidad, armado de resignación ante los males que no puede evitar, suplica a los dioses le salven de su ruina y se dispone a romper para siempre jamás los lazos que le ahogan, sepultando en el olvido sus goces pasados y sus recientes amarguras.

«Cesa en tus angustias —se dice a sí mismo—, revístete de fortaleza, vuelve en tu acuerdo, y, ya que los dioses te son contrarios, no persistas en hacerte desgraciado. Difícil es arrancar de golpe un amor antiguo del corazón; difícil en verdad, pero no imposible si lo emprendes con energía. En ello estriba tu salud. Sea factible o no, debes acometer la empresa que ha de reportarte la victoria. ¡Oh, dioses!, si de veras compadecéis al que sufre, si aliviasteis alguna vez al que se retuerce en la agonía de la muerte, mirad compasivos tanto dolor y, si mi vida fue pura, libradme de la peste y destrucción que como un veneno se apodera de todo mi ser y destierra por siempre la alegría de mi alma. Ya no solicito que la infiel vuelva a quererme como antes, o, lo que es imposible, que ajuste su conducta a las exigencias del pudor: solo os pido mi salvación y que me curéis de esta afrentosa dolencia. ¡Oh, dioses!, concededme tal favor, si lo merece mi piedad».

Por esta vez creemos que los dioses le oyeron benévolos, rompiendo sus cadenas, y, al despedirse por fuerza de su ingrata enemiga, lanzó contra ella los dardos venenosos de un rencor vengativo, impropio del caballero que había quemado el incienso en sus aras con tal profusión; pero los epigramas sangrientos en que desfogó su cólera prueban, a nuestro juicio, que aún le turbaba el recuerdo de tan funesta y adorable mujer, y para olvidarla de veras lanzose a la persecución de los mancebos, que también le afligieron con su voluble proceder, y no le escasearon los motivos de quejas y recriminaciones, menos culpables si los arrancase a las cuerdas de la lira el desdén de la mujer adorada.

Juvencio, Alfeno, Licinio y Camerio hiciéronle sentir las contrariedades amorosas, si damos tal nombre a las torpezas de la afeminación: el primero lo fascinó locamente para sustituirle por un pelagatos barbilindo; el segundo lo abandonó sin explicaciones a las primeras de cambio; el tercero, Licinio, que alardeaba de poeta, le tuvo suspenso con sus chistosas ocurrencias; y Camerio, el último, le inspiró aquellos versos juguetones en que refiere sus pesquisas por encontrarle, hasta que una mujerzuela, descubriéndole el pecho, le dijo: «Aquí vive escondido», y renunció mal de su grado a separarle de lugar tan delicioso. Lástima que tan linda poesía se haya escrito a un mozalbete; pero esta desviación sexual era entonces tan común que a nadie avergonzaba, y muchos se enorgullecían de sustraerse por tales medios al dominio del bello sexo, que a veces llegaba a convertirse en insoportable tiranía, borrón de claros linajes o ruina de las casas opulentas.

Dejemos a un lado semejantes delirios para examinar sus cantos epitalámicos, en los que no admite rival entre antiguos ni modernos. Es un fenómeno bien inexplicable que la poesía que ha arrancado a las cuerdas de la lira notas tan tiernas y conmovedoras, expresando los éxtasis, las ilusiones, los goces ansiados y los tormentos del amor, hasta el punto de ser esta pasión la que ha producido cantos más arrebatadores y sublimes, al tocar el logro de la esperanza y pisar la tierra prometida, y convertirse los sueños del deseo en viva realidad y unirse los enamorados con lazos que solo la muerte puede desatar, enmudece de pronto, y apenas brinda partos que merezcan la calificación de fecundos y venturosos; y no se diga que el placer gozado no infunde el entusiasmo del que se espera gozar, y que se presenta a la fantasía con un nimbo de gloria que la áspera realidad se encarga de desvanecer; porque los hechos prueban, al contrario, que los deleites y satisfacciones amorosas, sobre todo si son ilícitas y mezclan a la dicha conseguida el miedo de perderla o el recelo del castigo aparejado por las leyes contra el audaz seductor que mancilla tálamos ajenos, se alimenta del fruto prohibido, y como ladrón furtivo penetra de noche en las casas para arrebatar la prenda que más las avalora, han inspirado a los poetas de todas las edades y seguirán inspirándoles bellos y fogosos poemas; mientras el amor honesto y tranquilo, el que funda el hogar y perpetúa la familia, y con ella convierte al padre y la madre en héroes capaces de inauditos sacrificios, apenas ha tenido quien eleve himnos en su loor, y las mismas fiestas nupciales, solemnes y regocijadas a la par, en que contrayentes se juegan con una palabra sus futuros destinos, que así pueden traerles días serenos como borrascosos y difíciles; esas fiestas que se solemnizan con las ceremonias religiosas, la música, la danza, el boato, el festín y la poesía, han exaltado rarísimas veces el numen de los ingenios sobresalientes, como si fuese verdad aquel dicho del humorista poeta inglés que afirma que el matrimonio procede del amor como el vinagre del vino. Hebreos, griegos y romanos festejaban las bodas con cánticos que no han llegado a nosotros, fuera de los pocos que nos disponemos a examinar con la atención que reclama la importancia de la materia.

El Cantar de los cantares, de Salomón, no es un epitalamio, según opinan sabios orientalistas contemporáneos que han creído descubrir en la incongruencia de sus versículos las contrapuestas voces de un diálogo dramático; el de Teócrito a las bodas de Menelao y Helena suena como un himno de admiración que alzan las doncellas laconias en loor de la arrogante hermosura de esta celebérrima princesa, que por seguir a Paris convirtió a Troya en el común sepulcro de Asia y Europa; por consiguiente, solo quedan los latinos de Catulo para compensarnos de la pérdida de los demás, que indudablemente se escribieron y que la saña devoradora de los siglos no dejó gozar a nuestros días.

De los tres que compuso, damos la preferencia al dedicado a las bodas de Julia y Manlio. Catulo se hallaba ligado a este noble personaje por una franca amistad y los deberes de la gratitud, y no había de permanecer silencioso el día que celebraba su fiesta nupcial con la bella y encantadora hija de Aurúnculo, y, como profesaba al amigo un afecto entrañable, semejante al amor, su cántico estalla impetuoso, arrebatado y lleno de fuego en estrofas ardientes que traducen la ansiedad de los cónyuges con tal riqueza de imágenes y tal apasionamiento como si al autor cupiese no poca parte de su anhelada ventura. Comienza por la invocación de Himeneo, el que entrega la tímida virgen en manos del mancebo, rogándole que asista a la imponente ceremonia con las sienes ceñidas de nardo y los pies calzados con el áureo zueco, entonando su voz argentina los cantos nupciales, golpeando el suelo con sus pies y agitando con sus manos la tea resinosa para contemplar cómo Julia viene a desposarse con Manlio; Julia, que se presenta no menos hermosa que Venus a los ojos atónitos del troyano Paris y tan brillante como el arrayán, en cuyos floridos ramos esparcen las ninfas hamadríadas su húmedo rocío para sujetarle con eternos lazos, como la hiedra tenaz rodea por todas partes el tronco del árbol que la nutre con su savia y entona el himno de Himeneo, el numen del casto amor y las uniones perdurables; el que obliga a las vírgenes a soltar el ceñidor de sus pechos; el que los padres temen, llenos de incertidumbre, por la suerte de sus hijos y más de sus hijas; el que separa a estas del regazo de una madre y las entrega al presuntuoso joven; el que permite los placeres de Venus sin que se resienta la fama de quien los goza; el que vela por la legitimidad de la prole que dilata la familia, y da jóvenes guerreros a la patria, que luchen esforzados en los últimos confines de la tierra conocida.

Al aparecer Julia y observar en su rostro las señales del llanto, la conforta y le asegura que ningún peligro la amenaza, y, tras rápido elogio de su belleza, le aconseja no perder momento y entregarse al que renuncia por ella a todos los deleites, fuera de los que goce reclinado sobre su pecho alabastrino. Aquí ocurre una digresión o extravío muy natural, dada la manera de ser y vivir entre la juventud dorada de su tiempo, que pugna con nuestros hábitos, harto menos corrompidos, aunque dejen mucho que desear y no merezcan el dictado de correctos; digresión que fortifica más y más el supremo poder de Himeneo, que obliga a los mozos a renunciar a los placeres propios de la edad y a sacrificarse en sus aras y contentarse con las delicias del tálamo conyugal, distinguiendo así a la esposa y madre de sus hijos de las torpes cortesanas y barbilindos efebos que solo miran a la explotación de los incautos que pican el anzuelo, y después, volviéndose a Julia, la exhorta a no negar las satisfacciones que su dueño le pida, la invita a contemplar la casa feliz y poderosa que se apresta a obedecer sus mandatos, hasta que la ancianidad blanquee sus sienes e incline hacia delante su cabeza, y, por último, viendo la blancura de su rostro encendida con la púrpura del rubor, le aconseja que se prepare a recibir al esposo, que llega sin tardanza; se precipita en sus brazos y la regala con caricias tan innumerables como las estrellas del cielo o las arenas de la playa, ansioso de dar vástagos a la patria, ya que sería un borrón para nombre tan ilustre el carecer de legítima desdendencia. Esto le da ocasión para dibujar la silueta del tierno infante que ha de venir al mundo, del modo que sigue:

Torquatus, volo, parvulus,
matris e gremio suae,
porrigens teneras manus,
dulce rideat ad patrem,
semihiante labello.

«Deseo que un lindo Torcuato alargue sus tiernas manecitas desde el regazo materno y sonría dulcemente a su padre con los labios entreabiertos».

Vástago en que todos reconozcan el retrato de su progenitor y la honestidad de la que le llevó en sus entrañas, que ha de conquistarle los aplausos tributados a Telémaco por la virtud de Penélope.

Al fin cesan los cánticos, las puertas se cierran y el poeta se dirige a entrambos consortes, exclamando:

Coniuges, bene vivite; et
munere assiduo valentem
exercete iuventam.

«Cónyuges, vivid felices y ejercitad sin descanso en las obligaciones del amor vuestra vigorosa juventud».

Tuvo el buen acuerdo Catulo de no escribir ningún otro epitalamio personal; de haberlo intentado, hubiera salido airoso del empeño, siendo problemático que llegara a rebasar la excelsitud grandilocuente de este himno, donde la hermosura de las imágenes, el calor de los afectos, la elevación del pensamiento, la riqueza de las frases y la versificación ligera, espontánea y alada, todo unido a un movimiento rápido y febril, proclaman de manera solemne la grandeza del dios Himeneo, la ventura de la feliz pareja y la condición generosa del vate que lanzó dardos atrevidos contra el dueño omnipotente de Roma y desbordó los raudales de su inspiración soberana al inmortalizar a su amigo Manlio en el fausto día de su desposorio.

El éxito alcanzado en tan decisiva prueba le alentó a componer el Canto nupcial y el epitalamio de Tetis y Peleo, que enlaza la majestad épica con los arrebatos del lirismo. El primero es una invocación al Himeneo, elevada por el coro de mancebos y doncellas, que ven el matrimonio desde puntos distintos de vista y reflexionan sobre su necesidad y sus inconvenientes, los unos alentados por la fogosidad de la sangre, las otras encogidas por el temor, hasta que la razón se abre paso y la energía vence a la timidez, que haría imposible el recogimiento del hogar doméstico y la propagación del humano linaje. La lucha de los partidos no ofrece aspecto de batalla, sino de simple alarde, en que el más débil se somete al primer amago a una servidumbre que le dignifica en vez de envilecerle, y le da la ventura a precio de la libertad. Los jóvenes entregados a opíparo festín ven acercarse el coro de las doncellas y se precipitan a su encuentro, alentándose para responder a sus versos meditados, que saludan al Héspero precursor de la fiesta nupcial, como un astro cruel que arranca la virgen de los brazos maternos y la somete al dominio de un extraño, cuando ellos lo consideran como el nuncio de la dicha que santifica los enlaces concertados por los padres y los hijos, enlaces que no deben consumarse hasta que brille en el cielo su rostro luminoso. Luego viene la flor de la virginidad, que, según las doncellas, jamás se recupera una vez perdida, como la cortada del tallo por la reja del arado pierde al momento su frescura, su aroma y sus colores, y la contestación de los mancebos con el símil de la vid nacida en inculto lugar, que, si encuentra un olmo a quien enlazarse, el labrador le prodiga sus cuidados, crece lozana y lleva en abundancia el fruto apetecido, advirtiéndolas de paso que nada desean tanto los padres para sus hijas como un matrimonio igual, que las libre de marchitarse solas y abandonadas, envejeciendo sin gozar los halagos del varón y las caricias de los tiernos hijos; y pues no se pertenecen a sí mismas, obedezcan de buen grado a los autores de sus días, siempre afanosos de su ventura.

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Antes de terminar el certamen, una de las vírgenes, más tímida o más atrevida, se pasa al bando de los contrarios, cunde en sus filas el desaliento, y ya dejan entrever en sus últimas palabras que no confían en la victoria; aunque tampoco les pesa mucho de su derrota, que al principio comparan con el horror y las crueldades de una ciudad tomada por asalto. Como se ve, domina aquí la reflexión serena, el temor a lo desconocido, luchando con el instinto sexual que abate las resistencias y se yergue tiránico sobre las voluntades rebeldes; los pensamientos se distinguen por la gravedad; las imágenes cautivan por su placidez y belleza; el dios Himeneo impera cual soberano, y las que le temen y los que le adoran acaban por reconocer su incontrastable poderío; al paso que en el epitalamio de Julia y Manlio nada se razona ni discute, la inclinación arrastra al tálamo a la virgen ruborosa, y las palabras queman, los versos glicónicos vuelan en las alas del deseo, las imágenes fascinan con su brillante colorido y los afectos abrasan dos cuerpos y dos almas que se funden al calor de la antorcha nupcial para satisfacer los impulsos de la edad, calmar la sangre alborotada de las venas, fundir sus destinos en un ideal común, endulzar los tedios de la soledad y dar hijos a la patria, que la llenen un día de regocijo y orgullo.

Después de muestras tan gallardas parecía poco menos que imposible vestir con nuevos arreos el poema nupcial; Catulo demostró en el de las bodas de Tetis y Peleo que su numen no estaba agotado, y se sentía capaz de tratar el asunto con la pompa y sublimidad que reclaman los consorcios de los dioses. Comienza describiendo el alborozo de Tesalia, cuyos habitantes abandonan sus hogares y ocupaciones por acudir al sorprendente espectáculo de un mortal que va a reclinarse en el seno de Tetis, la más hermosa de las nereidas, llamada a compartir el tálamo de los númenes por su divino origen y su hermosura, si un oráculo no hubiese predicho que el hijo que naciera de sus entrañas había de oscurecer las glorias de su padre, retrayendo al mismo Jove de insistir en pretensiones atentatorias a su poder soberano. Los grupos de curiosos invaden las estancias reales, que deslumbran con el fulgor del oro y la plata y provocan la admiración del vulgo con su regia esplendidez. En un aposento interior descúbrese el lecho de la diosa, sustentado en pies de marfil y cubierto de ricas telas de púrpura, donde hábiles manos dejaron trazadas las ínclitas hazañas de los héroes. Entre ellas se destaca la figura de Ariadna, y el poeta, conmovido por su triste situación, relega a segundo término los preparativos del regio enlace y se detiene a narrar las desventuras y la glorificación de esta interesante princesa en un episodio de lo más sugestivo y conmovedor que la musa del Lacio produjo antes que Virgilio pintara en su cuarto libro de la Eneida la desesperación de la reina Dido al ver a Eneas camino de Italia en cumplimiento de las órdenes de los dioses.

Todos los momentos de la pasión ultrajada por la ingratitud y el desprecio están sorprendidos con perspicacia maravillosa y expresados en el lenguaje de la cólera, la ternura, el resentimiento o el odio que trastornan y dominan a la infeliz Ariadna, según la dirección que toman sus pensamientos enloquecidos por el dolor. Cuando despierta en la resonante playa de Naxos y ve ya lejos la nave de Teseo, apenas cree a sus propios ojos, y, muda petrificada, como la estatua de una bacante, sin notar las lágrimas que escaldan sus mejillas, olvida por la vez primera el adorno de su persona, en que tanta solicitud invierten las jóvenes, sobre todo si son princesas criadas con el mimo y regalo de las flores que matizan las auras primaverales. En presencia del gentil Teseo quedó subyugada por una fuerza misteriosa de que no sabía darse cuenta: hizo votos secretos por su triunfo sobre el Minotauro; ayudole en la empresa arriesgada a que le incitaba su patriótico arrojo, y, así que le vio salir incólume del laberinto, ciega de entusiasmo y fiada de sus dulces palabras, abandonó el palacio de sus padres y se aventuró a los peligros de incierta navegación, tras el huésped desconocido, en quien amaba al futuro esposo, para hallar un infame seductor. Viéndose, pues, víctima de sus traiciones y relegada a la solitaria Naxos, rompe en ultrajes violentos, le afea sus alevosos designios y su bárbara crueldad; échale en cara los sacrificios que debe, a los que tan mal ha correspondido, y el pago que recibe su abnegación, quedando expuesta a ser devorada por las fieras, sin que una mano piadosa cubra de tierra sus mortales despojos; pero en medio de sus imprecaciones y anatemas, aún arde el rescoldo escondido entre las cenizas, y «si te imponían temor las severas órdenes de tu padre, o te repugnaba por otros motivos mi enlace, ¿por qué —le pregunta cual si lo tuviera presente— no me llevaste a tu patria, donde me sintiera feliz en servirte como esclava? Allí me rebajara a lavarte los pies y cubrir tu lecho con ricos tapices, entregándome a los ministerios de la servidumbre solo por complacerte».

Inútiles querellas y más inútil sacrificio.

Teseo navega en alta mar, y el estruendo de las olas y la distancia le impiden oír sus terribles apóstrofes y sus hermosas ternuras. Desolada mira a su alrededor, y ve por todas partes silencio y soledad, como sombrías imágenes de la muerte. No puede volver a la casa de sus padres, que su fuga ha sumido en honda consternación, y el aislamiento que la rodea y el mar proceloso la separan de su familia con un abismo igual al de su conducta desatentada. Entonces se desata y ruge como una fiera e implora el favor de las euménides para que no quede impune la horrorosa traición del príncipe ateniense, y Jove asiente a sus súplicas con aquel ceño airado que estremece la tierra, alborota los mares y hace temblar los astros del cielo; la razón de Teseo se anubla súbitamente, olvidando las prevenciones de su padre que le ordenaban arriar las negras velas de su nave y trocarlas por blancas si volvía victorioso de la expedición, y el infeliz anciano, que supuso muerto a su hijo, cuando la vio arribar lo mismo que saliera, se precipita de lo alto de una roca, y el pérfido Teseo entra en su palacio, lleno de desolación, a poco de morir su padre víctima del ciego cariño que le profesaba; mientras, Ariadna ve tomar tierra en su isla, con el tropel de los sátiros y silenos, al alegre Baco, al dios de las fiestas espléndidas y ruidosas, que se enamora de ella perdidamente, la conduce a su tálamo y ciñe sus sienes con una diadema que había de resplandecer por los siglos de los siglos entre las constelaciones celestes; juntándose a la apoteosis de la abnegación y la desventura no merecida el castigo cruel de Teseo, en el crítico momento en que iba a recoger los laureles ganados por su resolución, tan fatal al monstruo del laberinto como a su infeliz hermana, que le ayudó a salir de sus revueltas, donde abandonado a las propias fuerzas hubiese muerto miserablemente.

El menos versado en cuestiones de literatura comprende desde luego que este relato tan patético, tan vibrante y de sentido moral tan profundo, forma un canto épico que debió escribirse por separado y con absoluta independencia del consagrado a Tetis y Peleo, con el que no guarda relación de ninguna clase, y al que divide en trozos desiguales, dando lugar a que el lector, absorto y embargado por la desesperación de Ariadna, relegue casi al olvido a los excelsos cónyuges. Sed nunc non erat his locus. Por otra parte, la figura, simulada en el tapiz, de un lecho matrimonial puede recordar al observador la historia de la persona que representa; mas no relatarla por sí misma, y el poeta debió hacerla contar a cualquiera de los presentes, si tal empeño tenía en lucir sus dotes narrativas. Este recurso ficticio y a todas luces inverosímil, lo imitó de Hesíodo en su descripción de El escudo de Heracles; pero el buen gusto reprueba semejantes licencias y no permite que las artes plásticas invadan de lleno el campo reservado a las lucubraciones de la poesía. Por fin vuelve las miradas al palacio así que la muchedumbre se retira de las regias estancias; los dioses descienden del Olimpo para asistir al fausto suceso, toman asiento en las mesas cubiertas de ricos manjares, y las parcas de blancos cabellos y trémulos cuerpos, ocupadas en su incesante faena, entonan los proféticos cantos que anuncian el porvenir de los esposos en sublimes versos que ha de confirmar la edad venidera, y el lector, sobrecogido por la excelsitud y grandeza que respiran, cree asistir a un espectáculo sobrehumano, a la fusión de lo deleznable y mortal con lo divino e incorruptible, que sublima la condición del hombre a la categoría de los inmortales y vierte en su alma esas purísimas delectaciones que persigue y jamás goza cumplidas en la tierra.

«Girad, girad aprisa, husos que hiláis el estambre del destino», gritan las parcas en el estribillo que repiten al final de cada una de las dichas prometidas a los egregios consortes, y después de asegurarles que jamás casa alguna enlazó a dos enamorados en el consorcio que va a unir Tetis a Peleo, dispuesto a reclinar la cabeza en el seno de su adorable esposa, les profetizan, como fruto de sus castos amores, el nacimiento de Aquiles, a quien sus enemigos no conocerán por la espalda, sino por el animoso pecho; a quien ningún héroe osará hacer frente en la guerra que ha de enturbiar los ríos de Frigia con la sangre troyana; a quien maldecirán las madres en los funerales de sus hijos, cubriendo de ceniza sus canos cabellos y golpeando sus pechos traspasados de dolor, porque al filo de su espada caerán los cuerpos de los troyanos, a la manera que la hoz del segador abate las fértiles espigas, y las ondas del Escamandro quedarán interrumpidas por los montones de cadáveres, cuya sangre templará la frialdad de sus raudales, y la infeliz Políxena regará con la suya el sepulcro de un héroe, desplomando el tronco ensangrentado sobre las débiles rodillas, y todo será dicha para los esposos al presente, y en el porvenir, duelo y quebranto para los enemigos de Grecia. Tiempos felices en que la piedad de los hombres permitía tales matrimonios, en que los dioses asistían a las fiestas públicas y no se desdeñaban de recibir los homenajes que sus fervientes adoradores les tributaban; en que Palas, Venus, Marte y Apolo se deslizaban entre las falanges guerreras y les prestaban su poderoso auxilio; en que el hombre y la divinidad vivían inseparablemente unidos, hasta que la tierra se manchó con toda suerte de crímenes; el egoísmo, el interés y la corrupción mataron los impulsos generosos del ánimo, y los dioses la abandonaron, no dejándose ya ver de los ojos mortales. Esta profecía, que pone digno remate al poema, antes que en Roma debió escribirse en las cumbres del Parnaso, para que la oyese Apolo, el enemigo de Peleo, que, en compañía de su hermana, se negó a asistir a la nupcial ceremonia, y no supo evitar que fuese descrita y poetizada, como nunca lo fueron las bodas de los habitadores del Olimpo.

Histori(et)as de griegos y romanos

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Pasemos al estudio de sus elegías, tan selectas como las mejores de Tibulo y Propercio.

No han faltado críticos que le niegan el título de elegíaco, porque su producción festiva y erótica es más abundante y por lo general más conocida; pero negar tal dictado al poeta que acomodó el dístico a la lengua del Lacio y supo prestarle tiernos y expresivos acentos, a la noticia de una pérdida irreparable, al responder a la epístola de un amigo que le pide consuelo en su tribulación, o al averiguar que Lesbia, llevada de su febril temperamento, multiplica sus infidelidades, pisoteando un corazón rendido a sus pies, es negar verdades que no necesitan demostración, porque su misma evidencia la rechaza. Catulo, en efecto, no se complace en derramar lágrimas a todas horas; prefiere gozar, reír, divertirse con las extravagancias y ridiculeces del prójimo, deleitarse con el efusivo trato de los amigos o la vista de lugares que le recuerdan días de felicidad, y estallar en transportes de júbilo por las dichas que le consiente la diosa de los amores; mas como la vida se compone de risas y llantos, de placeres fugitivos y abrumadoras pesadumbres, y no hay mortal tan afortunado que un día u otro no pague tributo al dolor, hubo de desbordar en diferentes ocasiones el que oprimía su pecho, como en la epístola que dirige a Hórtalo, disculpándose de no haberle remitido el poema sobre la Cabellera de Berenice, por la muerte reciente de su caro hermano, y la que escribe a Manlio, al parecer divorciado de Julia, aquella púdica virgen de su primer epitalamio, agradeciéndole que busque en el calor de la amistad y la comunicación de las musas un lenitivo a sus pesares, y trayéndole a la memoria el desconsuelo de Laodamía por la muerte de su esposo Protesilao, incidente que le recuerda su propia desventura y obliga a maldecir de Troya, ruina común de Asia y Europa.

«¡Ay, hermano mío, en qué desventura me has sumido! Desde el día en que la luz del sol se apagó en tus ojos, toda nuestra casa descendió al sepulcro contigo, y contigo volaron para siempre todos nuestros gozos, alimentados por el cariño entrañable que te profesábamos. ¡Ah! No reposarán tus cenizas entre tumbas ilustres, cerca de nuestros antepasados, sino lejos, en la funesta Troya, bajo el suelo aborrecible de tierra extranjera».

Hei misero frater adempte mihi!
Hei misero fratri iucundum lumen ademptum
tecum una tota est nostra sepulta domus,
omnia tecum una perierunt gaudia nostra,
quae tuus in vita dulcis alebat amor.
Quem nunc tan longe non inter nota sepulcra,
nec prope cognatos compositum cineres,
sed Troia obscena, Troia infelice sepultum,
detinet extremo terra aliena solo.

Y ya que renuncie por siempre a que sus cenizas reposen en la tierra que le viera nacer, no descuida un momento la obligación que la sangre le impone, y, sin detenerse ante los riesgos de la navegación y las molestias del viaje, corre apresurado al lugar donde descansan sus despojos, para cumplir los oficios que los supervivientes deben a sus muertos queridos; así lo consigna sin alardes ni sensiblerías estudiadas en la corta elegía que a sus manes consagra, resignada, ingenua y sencilla, como la queja del hombre que se somete forzosamente a la desgracia que no pudo evitar.

«Cruzando a través de muchas tierras y muchos mares, he llegado al lugar funesto en que yaces, para cumplir contigo los últimos deberes que impone la muerte y conversar vanamente con tus mudas cenizas. Ya que la adversa fortuna, mísero hermano, con golpe imprevisto me privó por siempre de tu compañía, permite que al tenor de la piadosa costumbre de nuestros padres coloque mis ofrendas bañadas en lágrimas sobre tu triste sepultura, y recibe, caro hermano, mi eterna despedida».

Multas per gentes, et multa per aequora vectus
adveni has miseras, frater, ad inferias,
ut te postremo donarem munere mortis,
et mutum nequicquam alloquerer cinerem;
quandoquidem fortuna mihi tete abstulit ipsum;
heu miser indigne frater adempte mihi.
Nunc tamen interea prisco quae more parentum
tradita sunt tristes munera ad inferias,
accipe, fraterno multum manantia fletu;
atque in perpetuum, frater, have atque vale.

Aquí nadie encontrará recursos efectistas, pormenores prolijos, ni la afectación enemiga de la verdad, ni las apariencias de un dolor que los demás no sean capaces de sentir, sino la calma del que cumple tristes y penosas obligaciones, y no exagera el esfuerzo que le cuesta su cumplimiento, porque quien ama de veras nunca se percata de sus sacrificios, que tocan a veces en los límites del heroísmo. Y este es el carácter genuino de la elegía, en la acepción rigurosa de la palabra, que así desecha los atavíos de una refinada elegancia en la forma, impropia del abandono a que se entrega el alma lacerada, como los lloriqueos y sollozos interminables que aburren al lector, cuando no lo provocan a risa, por la desproporción entre el sentimiento y su causa ocasional. Las lágrimas que surcan un rostro varonil que jamás palideció ante el peligro sobrecogen y llenan de respeto; las que por fútiles motivos derraman niños y mujeres nos dejan indiferentes, porque las vemos enjugadas con suma facilidad. Catulo sentía a lo hombre, que nada quita lo sensible a lo valiente, y por eso no desfallece en la desgracia: antes, se yergue animoso y triunfa de sus rigores, que solo abaten a los espíritus apocados y enfermizos. Esta fuerza, esta sinceridad, le dan un lugar preeminente entre los cultivadores de la elegía, y el abate Souchay, que olvidó colocarle a la cabeza de todos ellos, cometió una ligereza imperdonable. Enhorabuena que diese más alto precio a sus lindos madrigales, sus himnos religiosos, sus crueles epigramas, sus rudas invectivas y sus soberbios epitalamios; pero no admite explicación racional el hecho de eliminar de la lista de los elegíacos al primero que la cultivó en Roma y la dotó del dístico de hexámetro y pentámetro, concediendo a este último verso gran libertad en las terminaciones, con sus voces de tres y cuatro sílabas, y su encabalgamiento sobre el hexámetro que le sigue para evitar el insoportable martilleo de las cláusulas medidas a compás; al que sobresalió por la riqueza de su inventiva en la formación de voces compuestas que indican a un tiempo la substancia y el accidente de las cosas, y por la novedad atrevida de sus frases, por las elisiones de sílabas y las licencias que comunican a su estilo ese aire negligente que tan bien se compadece con la desgracia, y por el arte exquisito que conmueve con sobrios recursos, sin intentarlo ni echar mano del aparato de erudición de Propercio o el refinamiento cortesano de Ovidio, cualidades eminentísimas que lo proclaman el primero en el orden del tiempo, y no el segundo, por el mérito intrínseco de sus partos elegíacos.

De intento hemos dejado para concluir el examen de sus poemitas festivos y satíricos, junto con sus epigramas, que suelen pecar de torpes y nauseabundos: los primeros versificados en yambos o endecasílabos, y los últimos en el dístico de que tanto usaron y abusaron los latinos. A nuestro juicio, no deben calificarse unos y otros con la misma severidad: aquellos se distinguen de estos por su extensión, su objeto, la especie de sus versos y su índole menos agresiva. Unos parecen cuadritos de género y semblanzas de personas, a que dan indecible atractivo la finura de la intención y las galas del lenguaje; otros son dardos punzantes contra individuos de carne y hueso que excitaban la cólera del poeta por su fatuidad o por la osadía de atravesársele en la senda de los placeres, que nadie recorre sin tropezar obstáculos enojosos; y en ellos corre su vena satírica con una libertad deliciosa: tan felices son sus ocurrencias y los chistes que derrama a manos llenas sobre objetos nada limpios y conceptos escabrosos que las leyes de la moral tienen que reprender.

Colocaremos en primera línea el chascarrillo que le acaeció con la querida de Varo, por soltar la mentira inocente de que había traído de Bitinia ocho mozos robustos que condujesen su litera, viéndose en un conflicto de difícil solución cuando la susodicha dama se los pide prestados para visitar el templo de Serapis; el billete dirigido a su amigo Calvo, que le regaló un volumen de versos detestables, y a quien amenaza con recoger de las librerías los engendros de los poetastros más infames para remunerarle con su lectura, en castigo del mal rato que le ha hecho pasar libro tan pestilente; el que escribe a Varo sobre la manía de Sufeno, hombre discreto, urbano y jovial, que se goza en no dar descanso a la pluma, componiendo y publicando lujosamente libros que desacreditan sus dotes personales y le atraen la burla e irrisión de los entendidos, no la del poeta, que le guarda, respetuoso, las consideraciones debidas a su honradez y cortesanía sin tacha; y el recuerdo que dedica al puente de Colonia, deseando que se tire del pretil abajo y caiga en el fango del río, un vecino de la ciudad, tan lerdo, tan insensible y tan majadero que acaba de casarse con una mujer hermosa y la mira como si la tuviese a cien leguas de distancia, a fin de ver si el remojón de las aguas le aliviaba de su pesadez, al modo que deja la mula sus herraduras en los baches del camino.

En estas pinturas, Catulo se halla en su elemento, y la severidad de la crítica encuentra poco o nada que reprenderle; mas en las invectivas personales su humor acre y virulento se encarniza furioso hasta que ve sangrar por cien partes el cuerpo de la desdichada víctima, acaso no merecedora de tanta crueldad, pues, en el carácter más bonachón, el odio, justificado o no, da proporciones colosales a los vicios de los que tuvieron la mala sombra de inspirarlo, y debemos suponer que Catulo no se librara de esta sugestión que se apodera de los ánimos mejor equilibrados en los momentos que la ira ciega la razón y la esclaviza a sus impetuosos arrebatos. Visto el feroz ensañamiento con que persiguió a César por sus prodigalidades con Mamurra, no era de esperar que tratase con menos acrimonia a sujetos tan despreciables como Aurelio y Furio, a quienes cubre de oprobio por sus murmuraciones y les advierte que no importa que rebosen malignidad sus versos si son púdicas y honestas sus costumbres:

Nam castum esse decet pium poetam
ipsum: versiculos nihil necesse est.

Teoría absurda que no resiste la discusión y que el mismo Marcial no llevó tan lejos al declarar que sus páginas eran más lascivas que sus costumbres. La moralidad se impone al poeta como hombre y como escritor, y, en la alternativa de optar por la de su conducta o sus versos, preferimos la doctrina opuesta, ya que el sujeto de viciosas costumbres se daña a sí mismo, y el escritor inmoral, a sí y a sus lectores; y si alcanza la suerte de andar en todas las manos, se convierte en una pública calamidad, que presta gran aliciente al escándalo verlo ataviado con los arreos de la belleza en esas obras inmortales que traspasan las fronteras de los pueblos y los siglos.

Después de estas reflexiones que nos sugieren los versos antes citados, no escatimaremos el elogio a los que dispara contra Asino Marrucino, diestro en escamotear los pañuelos de los comensales entre el jolgorio de los brindis; a los que fustigan la necedad de Ignacio, que por enseñar sus dientes de marfil reía a todas horas sin ton ni son dondequiera que estuviese; a las irónicas alabanzas que tributa a Furio, por su estrechez que le libra de las incómodas operaciones de los que comen, y da una limpieza a su cuerpo que para sí quisieran las niñas remilgadas; y a las amenazas que fulmina contra los asiduos asistentes de un burdel donde Lesbia se había refugiado, versos que rebosan una vis cómica digna de Aristófanes, y que Horacio no vacilaría en acreditar con su firma, pues no le sobrepuja en la clara intuición de las ridiculeces humanas ni en el brío y gracejo con que las vapulea para escarmiento de avisados.

Estas invectivas se contienen todavía en los límites de la prudencia, dentro de la libertad que suele arrogarse la poesía satírica; no así las últimas de la colección, que constituyen sus epigramas: excepto unos pocos sentidos o chispeantes, los más se gozan en recoger la inmundicia de las cloacas y arrojarla al rostro de sus enemigos en medio del arroyo: tales son los que lanza contra el apestoso Rufo, el nauseabundo Virrón, el ruin y desalmado Gelio, el estólido Galo, el sucio y maloliente Emilio, el libertino Méntula, el petardista Silón, el odioso Cominio, la astuta Anfilena y otros bicharracos de igual o parecido jaez, símbolos de la corrupción romana, prontos a convertirse en abyecto rebaño de siervos y ofrecer sus espaldas al látigo del despotismo que habían hecho sentir a los pueblos sojuzgados por sus legiones.

Entre la ironía no exenta de benévola compasión de su breve sátira contra Sufeno y la bilis que arrojan los epigramas mencionados, hay un abismo: en aquella el poeta, celoso de la justicia, mortifica con razón y sin acrimonia una manía honrada en el fondo; en los últimos se convierte en un perro rabioso, que acomete ciego y envenena la sangre con sus dentelladas, olvidando que el odio es mal consejero y que el cieno del lupanar no llega nunca a la doble cumbre del Parnaso. Si en vez de dar un traslado fiel, en nuestra versión, de las poesías de Catulo, viniésemos obligados a escribir un texto para la juventud de las aulas de latinidad, suprimiríamos buena parte de las mismas, que provocan náuseas por su desenfado inaudito o sus porquerías soeces que despiden emanaciones de inmundo estercolero. Y no se nos venga con la observación de que los romanos desconocían el trato galante de la mujer y el dar a la expresión del deseo formas discretas y pudorosas que atenúen su crudeza. No le aventajaban en moralidad Tibulo, ni el ardiente Propercio, ni el desdichado Ovidio, y supieron decir cuanto se les ocurría sin lastimar los oídos con palabras malsonantes propias de la chusma y que se abstienen de proferir las personas bien educadas. De ahí las disputas y opiniones contradictorias sobre el mérito relativo de sus epigramas comparados con los del bilbilitano Marcial, y que mientras Muret toma a este por un bufón grosero con respecto a Catulo, y el senador veneciano Navagero en cierto día del año arrojaba con solemnidad a las llamas un ejemplar de sus versos en holocausto de su poeta favorito, Justo Lipsio y Julio César Escalígero elevan al adulador de Domiciano sobre el amante de Lesbia. No somos amigos de molestas comparaciones, y desde luego opinamos que los epigramas de esta colección, fuera de los últimos mencionados, rivalizan con los de cualquiera, siendo una mínima parte del conjunto, mientras constituyen la producción única de Marcial, que nos legó el respetable número de mil quinientos entre buenos, mediocres y desdichados. Además, el procedimiento de entrambos fue muy distinto, y distintos debían resultar los efectos. El epigrama de Catulo es ingenuo a la manera de los griegos; de Marcial, menos candoroso y sencillo, se confunde con el moderno, o mejor, ha sido el modelo que copiaron los epigramatistas del Renacimiento y ha vivido hasta nuestros días, en que tiende a sublevarse contra la versificación y romper los lazos que lo unen al de la clásica Antigüedad. En aquel no se adivina la doble intención; desde el principio va derecho a su objeto, apartando los estorbos que dificultan sus pasos, y la proporción, la armonía, la gracia y la delicadeza campean por igual de la primera a la última palabra; en los de este no reina la misma sinceridad, no se descubren al pronto sus dardos intencionados, que llevan el veneno oculto entre las flores y miran a concluir con un rasgo sarcástico que aniquile el bienestar o la fama del enemigo. En procacidades y desvergüenza allá se van los dos poetas: ni el uno ni el otro pretendieron sentar plaza de moralistas.

El Pervigilium Veneris y el Ciris, que algunos eruditos atribuyen con escaso fundamento a Catulo, aunque los reputáramos suyos no acrecentarían la fama que goza en la república de las letras latinas.

«Introducción a Catulo y su obra» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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