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Perseo

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

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Érase una vez un rey llamado Acrisio, padre de una hermosa hija, en la agradable tierra de Argos, hoy transformada en un lugar de insalubres ciénagas. Ella se llamaba Dánae, y el rey la quería mucho, hasta un día en que él quiso saber lo que había oculto en la mente de los dioses y consultó un oráculo. Con la cabeza gacha regresó del templo, porque el oráculo le había dicho que, cuando su hija Dánae hubiera dado a luz un hijo, por la mano de ese hijo la muerte le sobrevendría sin duda alguna a él. Y como el miedo a la muerte era en él más fuerte que el amor a su hija, Acrisio resolvió que sacrificándola desconcertaría a los dioses y frustraría a la propia Muerte. A sus órdenes se construyó a toda prisa una gran torre de bronce, y en esta prisión se encerró a Dánae para que viviera sus fatigosos días.

Pero ¿quién puede escapar a los designios de los dioses? Desde el Olimpo, el gran Zeus en persona miró hacia abajo y vio a la princesa suspirando por su juventud. Y, lleno de piedad y de amor, él mismo entró en la torre de bronce en una lluvia de oro, y Dánae fue la novia de Zeus y pasó felizmente con él el tiempo de su reclusión.

Finalmente dio a luz a un hijo, un niño hermoso y majestuoso, y grande fue la ira de su padre, Acrisio, cuando tuvo noticias del nacimiento. ¿Se habían burlado de él los dioses de los cielos? Pero pensó que el que ríe el último ríe dos veces. A la orilla del mar llevó a Dánae y a su recién nacido, el pequeño Perseo, los metió en un gran arcón y los dejó a la deriva para que fueran objeto de juego de vientos y olas y presa del cruel y el hambriento mar.

Cuando en el cofre astutamente forjado la furiosa ráfaga y la agitada marejada y el terror cayeron sobre ella, con las mejillas llenas de lágrimas echó su brazo alrededor de Perseo y dijo: «¡Ay, hijo mío, qué dolor el mío! Pero tú, dormido como un bebé en este triste arcón, brillas en medio de la oscuridad del clavo de bronce y en la oscuridad del mar, no prestas atención a la espuma profunda de las olas que pasan por encima de tus ricitos ni a la voz de la tempestad, mientras yaces en tu púrpura manta con tu lindo rostro. Si el terror te aterrorizara, y tú escucharas mis suaves palabras, te pido que duermas, mi niño, y que duerma el mar y nuestra desdicha sin medida; y que de ti, padre Zeus, surja el cambio de la fortuna. Por haber elevado mi plegaria con audacia y por encima del derecho, perdóname».

Simónides de Ceos

Durante días y noches, la madre y el niño fueron zarandeados por las olas, pero no sufrieron ningún daño, y una mañana el arcón encalló en la playa rocosa de Serifos, una isla del mar Egeo. Allí, un pescador se acercó a aquel extraño residuo de las olas y llevó a la madre y al niño ante Polidectes, el rey, y los años que siguieron fueron años pacíficos para Dánae y Perseo.

Pero a medida que Perseo crecía, haciéndose cada día más apuesto a la vista, más intrépido, más dispuesto a mirar con sereno valor a los ojos de los dioses y de los hombres, algo malo le ocurrió a su madre. Era apenas una niña cuando él nació, y a medida que pasaban los años se volvía cada vez más hermosa. Y los ojos astutos del viejo Polidectes, el rey, la observaban cada vez con más avidez, la deseaban con más y más ardor como esposa. Pero Dánae, la amada del mismísimo Zeus, no deseaba casarse con el viejo rey de las Cícladas, y con orgullo despreció su propuesta. Detrás de ella, como bien sabía, estaba el robusto brazo de su hijo Perseo, y, mientras Perseo estuviera allí, el rey no podría hacerle daño. Pero Perseo, inconsciente del peligro que su madre tenía que afrontar a diario, navegaba por los mares sin temor y sentía que la paz y la seguridad le rodeaban por todas partes.

Un día, en Samos, mientras su barco estaba cargando, Perseo se tumbó a la sombra de un gran árbol, y pronto sus párpados se volvieron pesados por el sueño, y le vinieron, como mariposas que revolotean sobre las flores en un jardín iluminado por el sol, sueños agradables y ligeros. Pero otro sueño siguió de cerca los alegres pasos de los anteriores. Y ante Perseo había una mujer cuyos ojos grises eran como el mar insondable en el amanecer de un día de verano. Sus largas vestiduras eran azules como los jacintos en primavera, y la lanza que sostenía en su mano era de un brillo pulido, como el dardo con el que los dioses hieren el corazón de un hombre, con una alegría inexpresable, con una tristeza que apenas se puede soportar. Le dirigió estas aladas palabras a Perseo:

—Soy Palas Atenea, y conozco bien las almas de los hombres. Conozco a aquellos cuyos despreocupados corazones son como los de las bestias que perecen: viven tranquilos, sin amargas penas ni vehementes alegrías que los hagan levantar los pies libres de la arcilla que los atenaza. Pero son muy queridas para mi corazón las almas de aquellos cuyas lágrimas son lágrimas de sangre, cuya alegría es como la alegría de los inmortales: suyos son el dolor y la tristeza; la decepción es suya, y la pena; sin embargo, su amor es como el amor de los que habitan el Olimpo. Son pacientes y sufridos, y siempre esperan, siempre confían. Siempre luchan, sin miedo y sin vergüenza, y, cuando la suma de sus días en la tierra se ha cumplido, las alas, de cuya existencia nunca han tenido conocimiento, los llevan hacia arriba, fuera de la niebla y el estruendo y la lucha de la vida, a la vida que no tiene fin. —Entonces puso la mano sobre la de Perseo y añadió—: Perseo, ¿eres de aquellos cuyas almas embotadas moran para siempre en placentera holganza, o quieres ser como uno de los inmortales?

Y en su sueño Perseo respondió sin vacilar:

—Prefiero morir joven, viviendo mi vida al máximo, luchando siempre, sufriendo siempre, que vivir a gusto como una bestia que se alimenta de pastos floridos y no conoce la alegría ardiente ni el dolor que desangra el corazón.

Entonces Palas Atenea, riendo de alegría porque amaba tanto el alma de un héroe, le mostró una imagen que hizo que incluso su valiente corazón se encogiera de terror, y le contó una terrible historia.

continuará…

«Perseo» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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