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Libro primero (15-29) de la «Anábasis de Alejandro Magno», de Arriano

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Esta es una de las partes de la Anábasis de Alejandro Magno de Arriano, de la mano de Federico Baráibar y Zumárraga (1851-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

💡 Los capítulos previos (1-14) del libro primero están aquí.

Capítulo XV

Paso y batalla del Gránico

Al acercarse los soldados de Amintas y Sócrates, los persas les dispararon una granizada de dardos; unos desde lo alto de la orilla, otros de los declives y ribazos que bajan hasta el río. El choque de la caballería fue violentísimo al borde del agua, pugnando unos por salir y otros por impedírselo, lanzando flechas los persas, atacando con las picas los macedonios. Estos, muy inferiores en número, sufrieron mucho en la primera embestida, pues combatían en un terreno bajo y resbaladizo, mientras los persas tenían a su favor una posición elevada, defendida por la flor de sus caballeros, entre los cuales figuraban Memnón y sus hijos. Los primeros macedonios que acometieron a los persas murieron haciendo prodigios de valor, menos algunos que se retiraron hacia Alejandro, que guiando la derecha se acercaba ya, y atacó vigorosamente por la parte más nutrida de jefes y caballos enemigos, trabándose en torno suyo un acérrimo combate.

En tanto, unas tras otras fueron pasando sin dificultad las compañías macedónicas; y aunque el combate fue ecuestre, más parecía entre infantes: tan de cerca luchaban caballos contra caballos y hombres con hombres, los macedonios esforzándose en desalojar de la orilla y arrojar al llano a los persas, resistiéndose estos y tratando de empujar al río a sus contrarios. Pero los soldados de Alejandro fueron ganando visiblemente terreno, no solo por su esfuerzo y pericia militar, sino por batirse con durísimas lanzas de cornejo, mientras sus enemigos empleaban las picas ordinarias.

En esto, habiendo roto Alejandro la lanza, pidió otra a Arete, su caballerizo mayor, quien, peleando con sumo denuedo, también había quebrado la suya y se defendía gallardamente con uno de los pedazos. Mostróselo al rey, y habiendo pedo una nueva lanza, se la dio el corintio Demarato, uno de los amigos. Viendo entonces que Mitrídates, yerno de Darío, había avanzado bastante arrastrado por su caballo, y que la caballería macedonia le seguía en orden de batalla, adelantose a los suyos y le hizo frente, y con la lanza que acababa de recibir le derribó hiriéndole en el rostro.

Resaces, en esto, acometió a Alejandro, le asestó un sablazo a la cabeza, pero le tocó solo en el casco, que recibió todo el golpe; y Alejandro le derribó también, atravesándole la coraza e hiriéndole con la lanza en medio del pecho.

Espitridates, en tanto, tenía ya levantada su espada por detrás sobre Alejandro; pero Clito, hijo de Dropidis, le cogió la acción y de un valiente mandoble le separó del hombro el brazo con la mortífera arma. Mientras, pasaron incesantemente el río caballos y caballos, y reforza ron las tropas combatientes.

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Capítulo XVI

Derrota y fuga de los persas

Los persas, acosados de todas partes por las lanzas enemigas, que les herían en el rostro, envueltos por la caballería macedonia y muy castigados por los psilites mezclados a los jinetes, huyeron primero de aquella parte en que Alejandro peleaba al frente de todos; empezaron después a flaquear en el centro y, arrollados los escuadrones de ambas alas, se desbandaron por fin en precipitada fuga, perdiendo en ella cerca de mil caballos.

Alejandro no puso empeño en perseguirlos, sino en dirigirse contra las tropas de soldados mercenarios, que, más por el asombro de tan inesperado suceso que por otros motivos, permanecían en el punto que primeramente se les había señalado. Envió, pues, contra ellos la falange, ordenó una carga general de caballería y en breve tiempo los destrozó de tal suerte que solo alguno pudo escapar escurriéndose entre los cadáveres, dejando prisioneros cerca de dos mil hombres.

Jefes persas murieron: Nifates, Petines, Espitridates, sátrapa de la Lidia; Mitrobuzanes, gobernador de Capadocia; Mitrídates, yerno de Darío; Arbúpales, hijo del mismo Darío y nieto de Artajerjes; Farnaces, hermano de la mujer de Darío, y Omares, comandante de los mercenarios. Arsiles después de la batalla huyó a Frigia, donde según dicen se suicidó por creerse causante del desastre de los persas.

Las pérdidas del vencedor fueron unos venticinco amigos, cuyas estatuas (1) de bronce hechas por Lisipo, único escultor que Alejandro juzgó digno de representarle, fueron erigidas en Dío; más de sesenta la restante caballería, y cerca de treinta infantes. Alejandro les mandó dar tierra el día siguiente con sus armas y otras honras fúnebres, y eximió a sus padres e hijos de las contribuciones territoriales en sus respectivos países, y de todos los servicios así pecuniarios como personales.

Tuvo también exquisito cuidado de los heridos, a los que visitó uno por uno, examinando sus heridas, preguntándoles cómo las habían recibido y permitiéndoles toda libertad en sus relatos y ponderaciones. Dio también sepultura a los jefes persas; cumplió igual deber con los mercenarios griegos muertos al servicio del enemigo; pero a los que cogió con vida los envió encadenados a las prisiones de Macedonia, por haber combatido contra los griegos en favor de los bárbaros, no obstante el decreto de sus compatriotas. Y finalmente envió a Atenas un regalo de trescientas panoplias para que fueran suspendidas en lugar adecuado, con la inscripción siguiente: «Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, excepto los lacedemonios, las ganaron a los bárbaros pobladores del Asia».

Notas

(1) Estas estatuas fueron trasportadas a Roma por L. Metelo después de la conquista de aquel reino.

Capítulo XVII

Rendición de Sardes y Éfeso

Nombró a Calas sátrapa de la provincia que había gobernado Arsites; mandó que le pagasen los mismos tributos que a Dario y que volviesen a sus casas todos los bárbaros que, abandonando las montañas, se le entregaron. Perdonó a los zelitas, por constarle que solo por fuerza habían combatido entre los persas; y envió a Parmenión a hacerse cargo de Dascilión, la cual se le entregó desguarnecida.

Dirigiose luego a Sardes, y, cuando estaba a unos sesenta estadios, le salieron a recibir Mitrines, alcaide de la ciudadela, y los principales ciudadanos, entregándole estos la ciudad y aquel la fortaleza y los tesoros. Alejandro acampó junto al Hermo, que dista de Sardes unos veinte estadios; hizo adelantarse a Amintas, hijo de Andromenes, para tomar posesión de la fortaleza, y llevó en su compañía a Mitrines, con la mayor distinción. Permitió a los sardianos y a los demás lidios gobernarse por sus antiguas leyes y les otorgó la libertad. Subió él mismo a la ciudalela, cuya guarnición era persa, y le pareció lugar fuerte y seguro, pues, situado en una eminencia escarpadísima por todas partes, le rodeaba además una triple muralla. Pensó levantar en él un templo a Zeus Olímpico y erigirle un altar, mas, cuando se hallaba buscando el sitio conveniente, sobrevino una repentina tempestad, propia de la estación, con grandes y repetidos truenos, y cayó una abundante lluvia sobre la parte de la ciudad en que estaba el palacio de los reyes lidios. Tomando este meteoro por un aviso del cielo que le señalaba el lugar donde debía edificar el templo de Zeus, dio las órdenes oportunas al efecto.

Encomendó después a Pausanias, uno de sus compañeros, la guardia de la fortaleza; a Nicias, la ordenación y cobro de los tributos; a Asandro, hijo de Filotas, el gobierno de la Lidia y de todo el territorio de Espitridates, dejándole los caballos y psilites que por entonces parecieron suficientes; y envió a la provincia de Memnón a Calas y a Alejandro, hijo de Eropo, comandantes de los peloponesios y de casi todos los demás aliados, menos los argivos, que quedaron de guarnición en la ciudadela de Sardes.

En tanto, extendida por todas partes la noticia de aquel combate ecuestre, los mercenarios que guarnecían a Éfeso se apoderaron de dos trirremes y huyeron de esta ciudad, acompañándoles Amintas, hijo de Antíoco, que había abandonado la Macedonia huyendo de Alejandro, no porque este le hubiese hecho daño alguno, sino porque se le antojó que pudiera causárselo. Cuando a los cuatro días llegó Alejandro a Éfeso, mandó volver a sus hogares los desterrados por su causa; cambió la oligarquía en democracia y mandó suspender en el templo de Ártemis todos los tributos que los bárbaros habían traído.

Los efesios, perdido el miedo que les inspiraba el gobierno oligárquico, pidieron la cabeza de los que habían llamado a Memnón, saqueado el templo de Ártemis, derribado la estatua de Filipo en él erigida, y sacado fuera del mercado el sepulcro de Heropito, libertador de la ciudad; apedrearon, arrancándoles del templo, a Sirfaces, a su hijo Pelagonte y a los hijos de los hermanos de Sirfaces; y hubieran ido más adelante si no lo hubiera prohibido Alejandro, comprendiendo que la justicia popular no solo podía caer sobre los culpables, sino ensañarse también en los inocentes, ya por odio, ya por codicia de sus bienes; determinación digna de todo encomio.

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Capítulo XVIII

Rendición de Magnesia y Tralo — Ocupación de la isla de Lade — Alejandro se niega a combatir por mar con los persas

En esto se presentaron embajadores de Tales y de Magnesia a hacer entrega de estas ciudades a Alejandro, quien envió al efecto a Parmenión con dos mil quinientos infantes de los extranjeros, otros tantos de los macedonios y doscientos caballos de los amigos. Alcímaco, hijo de Agatocles, fue destacado con igual fuerza a las ciudades eólicas y jónicas que aún estaban en poder de los bárbaros, dando a ambos jefes el encargo de abolir todos los gobiernos oligárquicos, plantear el democrático, restablecer las antiguas leyes y supriprimir los tributos impuestos por los persas. Alejandro se quedó en Éfeso, donde ofreció a Ártemis un sacrificio, al cual llevó la pompa religiosa, el ejército armado y en orden de batalla.

Al día siguiente, con la infantería que le quedaba, los arquercs, los agrianos, la caballería tracia, el escuadrón real de los amigos y otros tres más, marchó sobre Mileto y ocupó a su llegada la parte llamada ciudad exterior, que estaba desguarnecida; acampó en ella y mandó rodear con un muro la ciudad interior, pues Hegesístrato, a quien el rey encomendara la guarda de los milesios, le había escrito ya ofreciéndole la entrega de la ciudad; pero al saber que el ejército persa estaba a corta distancia, cobró ánimo y se propuso conservarla para Darío. Por otra parte Nicanor, jefe de la escuadra griega, adelantándose a los bárbaros, había arribado tres días antes de que llegasen a Mileto, y había anclado con ciento sesenta naves en la isla de Lade, muy próxima a esta ciudad, y la escuadra persa llegó más tarde, y, cuando sus jefes supieron que Lade estaba ocupada por Nicanor, anclaron cerca del promontorio Mícale. Es de advertir que Alejandro no se había limitado a ocupar con sus velas el puerto de dicha isla, sino que había hecho pasar a ella los tracios y unos cuatro mil soldados extranjeros. La armada de los bárbaros podría tener cosa de cuatrocientas naves.

Parmenión aconsejó a Alejandro que intentase una batalla naval, esperando que los griegos saldrían vencedores, entre otros motivos, por el augurio, que él estimaba favorable, de haberse visto desde la popa de la nave del monarca un águila posada en la ribera, y también porque, al paso que un triunfo de esta índole podría servir de mucho para el resto de la guerra, la derrota no había de perjudicarles gran cosa, por lo cual se comprometía a embarcarse y a correr su parte de riesgo en el combate. Pero Alejandro le contestó que estaba muy equivocado y que interpretaba mal aquel augurio, pues obraría temerariamente si con una reducida escuadra y un ejército poco práctico en maniobras marítimas, se lanzase a combatir contra la armada persa, muchísimo más numerosa, y tripulada por gente tan curtida en el mar como los fenicios y cipriotas. Además, no le parecía bien que, en caso de triunfar, los bárbaros sintiesen el valor de los macedonios en lugar tan instable; mientras si eran derrotados, perderían muchísimo en la opinión que habría de formarse en los comienzos de la guerra, y los griegos quizá se animarían a una defección en cuanto supieran la desgracia. Pesadas estas razones, creía inoportuna la batalla naval y daba diferente sentido al augurio, opinando que el haber aparecido el águila posada en la costa le anunciaba un triunfo obtenido desde el continente contra la escuadra enemiga.

Capítulo XIX

Sitio y toma de Mileto

Glaucipo, uno de los notables de Mileto, enviado por el pueblo y por los mercenarios extranjeros, que constituían la principal guarnición de la ciudad, se presentó a Alejandro diciéndole que sus conciudadanos deseaban que el puerto y las murallas fuesen comunes a Alejandro y los persas, y pidiéndole que levantase el cerco con esta condicion, a lo cual contestó Alejandro mandándole retirarse a toda prisa y avisar a los milesios que se apercibiesen a combatir a la mañana siguiente. Cumpliendo su amenaza, aplicó inmediatamente las máquinas al muro, que en breve tiempo fue en partes derribado y en partes medio derruido, y aproximó su ejército, dispuesto a entrar por las brechas y ruinas de la muralla; todo a ciencia y paciencia de los persas, que desde Mícale contemplaban el asedio de sus amigos y conmilitones.

En tanto, Nicanor, viendo desde Lade el movimiento de Alejandro, navegó ciñéndose a la costa hacia el puerto de Mileto y, situándose en la misma boca y en la parte más estrecha, volvió hacia el mar las proas de sus trirremes, impidiendo así a los persas la entrada en el puerto y cortando a los sitiados el auxilio de los persas. Entonces los milesios y los mercenarios, viéndose acometidos por todas partes, unos se arrojaron al mar y, navegando sobre sus escudos, pasaron a un islote sin nombre conocido, próximo a la ciudad; otros montaron en algunas barcas y, aunque trataron de evitar el encuentro de las naves macedonias, cayeron en su poder a la entrada del puerto; otros, en fin, que fueron la mayor parte, murieron acuchillados dentro de la ciudad.

Dueño de esta, Alejandro dirigiose contra los refugiados en el islote, mandando poner escalas sobre las proas de sus galeras, con objeto de pasar por ellas a la escarpada orilla, como si se tratase de asaltar una muralla; mas, viendo que los del islote se apercibían a una desesperada defensa, se compadeció de ellos, por parecerle valientes y leales, y les perdonó, con la condición de que habían de servir a sus órdenes. Trescientos mercenarios griegos que allí había aceptaron la proposición. Los milesios que no perecieron en la toma de la ciudad recibieron generalmente la libertad y la vida.

Los persas, zarpando de Mícale, se acercaban de día a la escuadra griega, esperando provocarla a un combate naval, y se retiraban de noche a su estación, que era muy poco cómoda, por tener que ir a proveerse de agua muy lejos, hasta la desembocadura del Meandro; pero Alejandro, manteniendo sus naves en la entrada del puerto para que no pudiera ser forzada por los enemigos, envió a Mícale a Filotas con la caballería y tres compañías de infantes para impedir un desembarco de los bárbaros, y estos, asediados en sus naves, más por la escasez de agua y de otras cosas necesarias que por la escuadra enemiga, se dirigieron a Samos, donde se avituallaron, regresando después a Mileto.

Y ocurrió que, estando con muchísimas galeras en alta mar, tratando de atraer las de Alejandro, cinco se encaminaron hacia un puerto que estaba entre el ejército y la isla de Lade, con la esperanza de apoderarse de algunos trirremes abandonados por sus tripulantes, que andaban dispersos a bastante distancia, por haber salido unos a recoger leña, otros a proveerse de algunas cosas necesarias, y otros a merodear. Parte de los marinos estaban además fuera; pero Alejandro, preparando diez naves con los presentes, cuando vio que se les acercaban las de la escuadra persa, les dio orden de atacarlas repentinamente, enderezando a ellas valientemente las proas. Los persas, al verse atacados por los macedonios contra todas sus esperanzas, se volvieron desde lejos y huyeron a reunirse al resto de su armada, pero dejaron en poder del enemigo una nave de los iasenses, que era menos velera. Las otras cuatro consiguieron salvarse. Los persas, comprendiendo al fin la inutilidad de sus esfuerzos, tuvieron que retirarse.

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Capítulo XX

Marcha sobre Halicarnaso — Sitio de esta ciudad — Inútil tentativa para tomar a Mindo — Combate al pie de las murallas de Halicarnaso

Por la escasez de numerario y comprendiendo que su escuadra era inferior a la de los persas, determinó Alejandro desarmarla, no queriendo exponer en riesgos marítimos la más pequeña parte de su ejército; y en la seguridad, por otra parte, de que, apoderadas sus tropas del Asia Menor y ocupadas las ciudades de la costa, le sería muy fácil obligar a sus enemigos, imposibilitados de renovar sus remeros y sin puertos donde refugiarse, a abandonar su armada, interpretando el augurio del águila en el sentido de que vencería las naves desde el continente.

Arregladas estas cosas, encaminose a la Caria, por haber sabido que en Halicarnaso había muchas fuerzas, tanto extranjeras como bárbaras; y después de haberse apoderado a su paso de todas las poblaciones que hay entre Mileto y Halicarnaso, sentó sus reales a unos cinco estadios de esta ciudad, cuyo sitio amenazaba ser largo. Hallábase, en efecto, fortificada por la naturaleza, y en los puntos que pudieran ser más débiles, Memnón, nombrado por Darío gobernador del Asia inferior y almirante de toda la escuadra, había provisto mucho antes lo necesario para la defensa. La guarnecían además no pocos soldados mercenarios y muchísimos persas; y en el puerto estaban anclados varios trirremes, cuyos marineros podían ser de utilidad grandísima.

Habiendo acercado Alejandro su ejército el primer día a aquella parte de los muros próxima a las puertas por donde se va a Milasa, los halicarnasios hicieron al momento una salida, trabándose entre la infantería un reñido combate. Mas atacándolos de firme los macedonios, los rechazaron sin dificultad y les obligaron a guarecerse detrás de las murallas.

Pocos días después, Alejandro con los hipaspistas, la caballería de los amigos, la infantería de Amintas, Pérdicas y Meleagro, los arqueros y los agrianos, se dirigió a aquella parte de la ciudad que mira a Mindo, con el doble objeto de ver si por aquel lado era la expugnación más fácil y de si podía conseguir, en alguna rápida e inesperada excursión, apoderarse de Mindo, cuya posesión creía de grandísima importancia por su proximidad a la capital sitiada. Es de advertir también que algunos mindenses le habían prometido entregarle la plaza si se acercaba a ella sigilosamente y de noche, por lo cual se aproximó a sus muros hacia la mitad de la noche; mas viendo que los de dentro no daban muestras de entregarse, aun cuando no tenía a mano máquinas ni escalas, pues no había venido a atacar, sino a tomar posesión de la plaza, mandó a la falange macedonia acercarse y derribar los muros, lo que hizo con tal vigor que pronto echó por tierra una torre, con cuya ruina aún no quedó desnuda la muralla. Los mindenses opusieron enérgica resistencia en compañía de muchos halicarnasios, que, viniendo a su socorro por mar, hicieron fracasar el proyecto de apoderarse de Mindo en el primer ataque. Alejandro, pues, sin conseguir su objeto, volvió a continuar el cerco de Halicarnaso.

La primera disposición que tomó, a fin de poder acercar con más facilidad a la muralla las torres desde las cuales se había de asaetear al enemigo, y las otras máquinas con que pensaba derruir los muros, fue mandar rellenar el foso de treinta codos de anchura por quince de profundidad que los sitiados habían abierto en torno de la ciudad. Hecha esta primera obra sin grandes dificultades, empezó ya a apróximar las torres. Los halicarnasios hicieron una salida nocturna con ánimo de incendiarlas, así como los otros aparatos de guerra que ya habían sido traídos o estaban a punto de serlo, siendo fácilmente rechazados intramuros por los macedonios encargados de la custodia de las máquinas y por otros que acudieron al tumulto, muriendo en este encuentro ciento setenta de los sitiados, entre ellos Neoptólemo, hijo de Arrabeo y hermano de Amintas, uno de los que se habían pasado a la causa de Darío. Alejandro solo tuvo dieciséis muertos; pero los heridos ascendieron a trescientos, cuya desproporción se explica por haberles sido imposible resguardarse en la oscuridad de los dardos enemigos.

Capítulo XXI

Continuación del sitio de Halicarnaso

Pocos días después, dos compañeros de armas del batallón de Pérdicas, que entre vaso y vaso ponderaban en grande sus propias hazañas, se picaron de honor y, enardecidos por el vino, tomaron las armas sin orden de sus jefes y se acercaron a la muralla al pie de la fortaleza que mira a Milasa, más con ánimo de hacer ostentación de sus bríos que de trabar con los enemigos un peligroso combate. Estos, al ver que eran solo dos los que temerariamente se acercaban, salieron de la ciudad; pero aquellos, aunque dominados por la multitud y en posición desventajosa, pues los enemigos les atacaban y asaeteaban desde lo alto, mataron a los más próximos y asaetearon a los más distantes.

Atraídos por el estruendo, acudieron muchos soldados de Pérdicas y muchos halicarnasios, trabándose una reñidísima pelea al pie de la muralla, dentro de la cual fueron de nuevo encerrados los que osaron abandonarla. A pique estuvo entonces la ciudad de caer en poder de los macedonios, pues en aquella ocasión la guardia del recinto estaba descuidada, y dos torres con el muro intermedio habían sido derruidas ya, y hubieran ofrecido fácil entrada al ejército en caso de haber acudido en masa a la muralla; esto sin contar con que, estando quebrantadísima una tercera torre, hubiera sido muy fácil derribarla, aunque los sitiados, previéndolo, habían tenido la precaución de construir a la parte interior de la muralla derruida una pared de ladrillo en forma de media luna, para lo cual apenas tuvieron dificultad, por los muchos obreros de que disponían.

Al día siguiente, habiendo acercado Alejandro sus máquinas a esta pared, los sitiados hicieron una nueva salida con ánimo de incendiarlas, consiguiendo quemar algunas barracas próximas al muro y parte de una de las torres de madera; las restantes fueron defendidas por Filotas y Helánico, encargados de su guarda. Mas cuando los agresores vieron que el mismo rey intervenía en el combate, huyeron a refugiarse en la ciudad, abandonando las teas, y muchos hasta arrojando las armas.

En un principio los sitiados, favorecidos por la naturaleza del terreno, que era muy alto, llevaban la mejor parte, pues no solo podían herir de frente a los que les atacaban desde las máquinas, sino desde las torres que habían quedado a los lados del muro recién hecho asaetear de flanco a los sitiadores.

Capítulo XXII

Continuación del sitio de Halicarnaso — Nueva salida de los defensores de la plaza

Pocos días después, habiendo dispuesto Alejandro que se acercaran de nuevo las máquinas al muro de ladrillo, y hallándose apresurando la obra con su presencia, todos los sitiados, unos por la parte derruida de la muralla, y otros por la puerta de Tripilo, que era por donde menos lo esperaban los macedonios, hicieron otra excursión, lanzando algunos sobre las máquinas teas y otros combustibles que pudieran producir y propagar el incendio; pero, habiéndoles resistido enérgicamente los macedonios, arrojando sobre ellos desde las torres flechas y enormes pedruscos, los pusieron fácilmente en fuga, obligándoles a refugiarse en la ciudad. En este encuentro, la mortandad de los halicarnasios fue mucho más grande, por haber atacado en mayor número y con mayor audacia, pues los que pelearon cuerpo a cuerpo murieron todos a manos del enemigo, y otros hallaron triste fin junto al muro derruido, que, además de no poder dar paso por la angosta brecha a tan grande multitud, aun dificultaba con sus propias ruinas la entrada de los fugitivos.

Tolomeo, guardia personal del monarca, Adeo y Timandro con un batallón y varios psilites salieron al encuentro de los que hicieron la salida hacia Tripilo, rechazándolos también sin dificultad. A estos en su fuga les acaeció otra nueva desgracia, pues el estrecho puente que habían tendido sobre el foso se hundió bajo el peso de la muchedumbre fugitiva, pereciendo muchos, unos en el fondo del foso a donde cayeron, otros aplastados por los suyos, otros asaeteados desde arriba por los macedonios. También fue grandísima la matanza ocurrida en las mismas puertas de la ciudad, pues, temerosos los de dentro de que los macedonios entrasen revueltos con los fugitivos, las cerraron apresurada e inoportunamente, dejando fuera a muchos de los suyos, que fueron muertos al pie de las murallas. Poco faltó en esta ocasión para que fuese tomada la ciudad, no verificándose porque Alejandro, deseoso de conservarla, mandó tocar retirada, esperando que los halicarnasios le ofrecieran alguna amistosa composición.

Murieron en este combate unos mil de los sitiados y sobre cuarenta macedonios, entre estos el guardia personal Tolomeo, el toxarca Clearco, el quiliarca Adeo y otros militares distinguidos.

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Capítulo XXIII

Toma y destrucción de Halicarnaso — Ada es nombrada gobernadora de Caria

Reunidos después de estos sucesos Orontobates y Memnón, jefes de los persas, y comprendiendo que, dado el estado de las cosas, con los muros en parte derruidos, en parte ruinosos, con muchísimos soldados o muertos en los combates o inutilizados por las heridas, no podrían resistir largo tiempo el sitio, después de pensarlo maduramente, prendieron fuego, hacia la segunda vigilia, a la torre de madera construida frente a las máquinas del enemigo, al pórtico donde se guardaban las flechas, y a algunas casas próximas a la muralla. La inmensa llama producida por el incendio de la torre y de los pórticos y atizada por el viento, abrasó también otros edificios, viéndose obligados los ciudadanos a refugiarse unos en Arconeso, otros en la fortaleza llamada de Salmacis. Sabedor Alejandro de lo que ocurría por las noticias de algunos tránsfugas y por ver él mismo las grandes llamaradas, mandó a los macedonios, aunque era ya la media noche, penetrar en la ciudad con orden de dar muerte a los incendiarios y de perdonar a los ciudadanos que se encontrasen dentro de sus casas.

Al amanecer, viendo las fortalezas ocupadas por persas y mercenarios, determinó no sitiarlas, pues, aparte de que el asedio, hallándose naturalmente fortificadas, le había de hacer perder mucho tiempo, no creía de importancia su posesión, una vez dueño de toda la ciudad. Por tanto, después de enterrar sus muertos, a la noche mandó a los encargados de las máquinas que las llevasen a Trales, y él, después de arrasar la ciudad hasta los cimientos y de dejar a la misma y al resto de la Caria una guarnición de tres mil infantes extranjeros y doscientos caballos al mando de Tolomeo, se encaminó a la Frigia. Pero antes nombró gobernador de toda la Caria a Ada, hija de Hecatomno y mujer de Hidrieo, que, aunque hermano suyo, se había casado con ella conforme a las leyes carias; Hidrieo, a su muerte, la dejó al frente del gobierno, pues desde el tiempo de Semíramis podían las mujeres ejercer en Asia la autoridad suprema. Mas la había desposeído, usurpándole el mando, Pisodaro, a cuyo fallecimiento ocupó el trono de Caria, por orden del gran rey, Orontobates, yerno del difunto. Ada solo poseía de su reino una sola, aunque fortísima, ciudad, llamada Alinda, y, cuando Alejandro entró en Caria, le salió a recibir, entregándole Alinda y adoptándole por hijo. Alejandro le encomendó la guardia de Alinda, no desdeñándose de llamarla su madre; y cuando, después de destruida Halicarnaso, fue dueño de la Caria, le dio el mando de toda esta provincia.

Capítulo XXIV

Alejandro envía parte de sus tropas a cuarteles de invierno — Expedición a la Licia — Rendición de los faselitas y licios

Después de esto, Alejandro, que se cuidaba hasta de los menores detalles, enterado de que algunos de los macedonios que servían a sus órdenes habían contraído matrimonio poco antes de emprenderse la expedición, los envió desde Caria a pasar el invierno en Macedonia con sus mujeres, bajo el mando del guardia personal Tolomeo, hijo de Seleuco, y de los capitanes Cenón, hijo de Polemócrates, y de Meleagro, hijo de Neoptólemo, también recientemente casados, encargando a estos que a su regreso con los licenciados reclutasen de la tierra el mayor número posible de infantes y caballos.

Ninguna disposición tomó Alejandro más grata que esta a los macedonios. Envió también a Cleandro, hijo de Polemócrates, a reclutar gente en el Peloponeso; y a Parmenión, con la caballería de los amigos, cuya jefatura le concedió, con la de los tesalios y otros auxiliares y los carros, le mandó a Sardes de Frigia, encaminándose él a la Licia y la Panfilia, pues quería inutilizar la escuadra de los persas apoderándose de las ciudades de la costa.

Primeramente y de camino se hizo dueño, al primer ataque, de Hiparna, ciudad fuerte, guarnecida por mercenarios extranjeros, que salieron de la fortaleza bajo la fe de un tratado; después, penetrando en la Licia, ganó con pactos a los telmisenses y se apoderó, pasado el río Janto, de la ciudad de este nombre, de Pínara, de Pátara y de otras treinta poblaciones de menor importancia.

Hecho esto, se encaminó, ya en el corazón del invierno, a la región llamada Miliada, la cual, aunque parte de la Frigia mayor, era entonces, por orden del gran rey, contributaria de la Licia. Presentáronsele inmediatamente embajadores de los faselitas solicitando su amistad y trayendo una diadema de oro para coronarle, y otros de la Licia inferior con misión semejante. Alejandro mandó a los faselitas y licios entregarle las ciudades de que eran enviados, y así lo hicieron de todas; y marchando poco después a la Fasélida, se apoderó con ellos de un fortísimo castillo construido en aquella región por los pisidios, desde el cual los bárbaros, con frecuentes excursiones, causaban infinitos daños en los campos faselitas.

Capítulo XXV

Conspiración de Alejandro, hijo de Eropo

Estando en la Fasélida, le avisaron que Alejandro, hijo de Eropo, uno de sus amigos y jefe entonces de la caballería tesálica, andaba en tratos para asesinarlo. Era este hermano de Herómenes y de Arrabeo, complicados en la muerte de Filipo, y, aunque también había sido cómplice del regicidio, Alejandro, sin embargo, le había perdonado por habérsele presentado de los primeros amigos después de la muerte de su padre y haberle acompañado con armas a su reino; posteriormente le había colmado de honores; le había enviado de general a Tracia, y cuando Cala, comandante de la caballería tesálica, fue nombrado sátrapa, le había dado la plaza vacante.

La conspiración se descubrió del modo siguiente.

Habiendo recibido Darío por medio del tránsfuga Amintas cartas y proposiciones de Alejandro, envió a la costa al persa Sisine, hombre de toda su confianza, aparentemente con una comisión para Atizies, sátrapa de Frigia, y en realidad para entenderse con el traidor y prometerle solemnemente el reino de Macedonia y además mil talentos de oro si daba muerte a Alejandro. Pero, cogido Sisine, confesó de plano el verdadero objeto de su viaje al general Parmenión, quien suficientemente custodiado lo envió al rey, el cual, después de enterarse de todo por sí mismo, reunió el consejo de sus amigos para tratar de lo que convenía hacer con el culpable, acordándose en él que, ya que con poca previsión se había confiado a un hombre tan sospechoso el importante mando de la caballería, era conveniente quitárselo de seguida antes de que, ganándose la voluntad de los tesalios, tramase alguna traición con ellos.

Entonces les atemorizo también un extraño agüero. En el sitio de Halicarnaso, hallándose Alejandro durmiendo, a eso del mediodía empezó una golondrina a revolotear alrededor de su cabeza, dando grandes gritos, parándose ya en uno, ya en otro lado del lecho, y cantando de una manera más ruidosa de lo natural en tales avecillas. Rendido de cansancio, no podía Alejandro sacudir el sueño; pero, molestado por el ruido, la rechazó suavemente con la mano; mas ni con esto consiguió ahuyentarla, pues, posándose sobre su cabeza, siguió cantando hasta que le despertó completamente. Creyendo Alejandro que este agüero no era de despreciar, consultó al adivino Aristaudro de Telmise, el cual dijo que significaba que algún amigo fraguaría contra él traiciones que serían descubiertas, pues la golondrina es comensal y amiga del hombre y la más gárrula de las aves.

Conviniendo la respuesta del adivino con las declaraciones de Sisine, envió el rey a Anfótero, hijo de Alejandro y hermano de Crátero, con un recado para Parmenión, dándole por compañeros algunos pergenses que le sirvieran de guías. Anfótero, vestido con el traje del país para no ser conocido en el viaje, llegose con todo secreto a Parmenión, a quien expuso verbalmente su recado, pues Alejandro no había creído oportuno escribir manifiestamente nada sobre el asunto. De este modo pudo ser apresado el traidor y puesto a buen recaudo.

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Capítulo XXVI

Marcha a Perga, Side y Silio

Partiendo de la Fasélida, envió a Perga una parte del ejército por el camino, entre montes, largo y dificultoso que habían llevado los tracios; y él condujo a los suyos por el de la costa. Este no está transitable sino cuando soplan los vientos del norte, pues, cuando dominan los del mediodía, es sumamente penoso. Mas entonces precisamente reinó el cierzo con singular vehemencia, lo cual se consideró por Alejandro y sus compañeros como obra del cielo que quería abreviarles y facilitarles el viaje. Al acercarse a Perga, se le presentaron unos embajadores de los aspendios con plenos poderes para entregarle la ciudad, sin más restricciones que la de suplicarle no les pusiese guarnición. Así lo consiguieron de él, exigiéndoles en cambio cincuenta talentos para las pagas del ejército y la entrega de los caballos que sostenían como tributo de Darío. Aceptadas estas condiciones, se retiraron.

De allí se dirigió Alejandro a Side. Los sidetas son oriundos de Cumas en la Eólida y cuentan de su origen el siguiente prodigio: cuando sus antepasados emigraron de Cumas y descendieron a aquella región con ánimo de habitarla, olvidados repentinamente del idioma griego, empezaron a pronunciar palabras extranjeras; siendo de advertir que estas palabras no eran las usadas por los pueblos bárbaros primitivos, sino propias y peculiares suyas, y nunca hasta entonces oídas; teniendo desde entonces los sidetas lengua distinta de la de los bárbaros limítrofes. Después de poner guarnición en Side, partió para Silio, plaza fuerte defendida por muchos soldados, así de los bárbaros del país como de mercenarios extranjeros, por lo cual no era fácil tomarla en el primer encuentro. Pero sabedor en el camino de que los aspendios no cumplían ninguno de los pactos concertados, y que en vez de entregar los caballos y el dinero a los encargados de recibirlos habían llevado a la ciudad las cosas que tenían en el campo, y cerrado las puertas a los enviados macedonios y puesto sus muros en estado de defensa, se encaminó hacia Aspendo.

Capítulo XXVII

Sumisión de los aspendios

Esta ciudad se halla edificada sobre una alta y escarpada roca, a cuyo pie corre el Eurimedonte; en las planicies, que interrumpen a trechos la pendiente, había algunos edificios rodeados de un muro de escasa altura. Desconfiando de poder defenderlos, los habitantes, cuando vieron acercarse a Alejandro, los abandonaron y se refugiaron en la fortaleza, por lo cual el rey con todas sus tropas pudo penetrar en el primer recinto y sentar sus reales en los edificios abandonados por los aspendios. Viéndole estos, contra su esperanza, acercarse con todas sus tropas y rodearles por todas partes, le enviaron parlamentarios suplicándole les otorgase la paz en las primeras condiciones; pero Alejandro, no obstante haber advertido lo fuerte del lugar y no hallarse preparado para un largo asedio, no quiso acceder a su petición con iguales pactos, sino estipulando la entrega en rehenes de los más poderosos de la ciudad, así como la de los caballos antes prometidos y doble cantidad de talentos, exigiéndoles además la obediencia a los sátrapas por él nombrados; el pago de un tributo anual a los macedonios, y la sumisión a su justicia de las reclamaciones pendientes sobre usurpación violenta de terrenos a los pueblos vecinos.

Aceptadas estas condiciones, marchó a Perga, y de allí a la Frigia, para lo cual tenía que pasar por la ciudad de Telmiso, habitada por bárbaros oriundos de los pisidios, y situada en la cima de un monte altísimo, cortado casi verticalmente por todas partes, con un solo camino arduo y sobremanera difícil, pues la pendiente no se interrumpe hasta el mismo pie de la montaña. Enfrente de esta hay otra no menos escarpada, de suerte que, ocupadas las dos, que forman una especie de puerto, se puede fácilmente impedir el paso con poquísima gente. Así es que los telmisenses habían situado en ellas todas sus fuerzas.

Alejandro, en vista de esto, mandó a sus macedonios acampar donde pudiesen, pensando que los bárbaros no permanecerían con todas sus fuerzas estacionados en el mismo lugar, sino que, cuando les viesen acampados, la mayor parte se recogerían a la ciudad que estaba próxima, dejando solo alguna guarnición sobre los montes. Y así fue, en efecto: los más se retiraron, quedando solo la guardia. Entonces Alejandro, con las compañías de arqueros y ballesteros, y los hoplitas más ligeramente armados, acometió de improviso a la guardia, que, no pudiendo resistir la multitud de dardos que sobre ella llovían, abandonó las posiciones, dejando pasar libremente a Alejandro. Este sentó junto a la ciudad sus reales.

Capítulo XXVIII

Toma de Sagalaso y rendición de otras ciudades pisidias

Entonces se le presentaron unos embajadores de los selgenses, pueblo bárbaro, belicoso y de origen igualmente pisidio, que habitaba en una gran ciudad. La antigua enemiga que tenían a los telmisenses les impulsó a solicitar la alianza de Alejandro, que la aceptó con gusto, usando después para todo de su lealtad. Luego, pareciéndole que la toma de Temilso exigía demasiado tiempo, se trasladó a Sagalaso, ciudad de no escasa importancia, habitada por unos pisidios que pasaban por ser los más guerreros de su nación, aunque esta tenía fama de belicosa. Al saber estos la invasión de Alejandro, se situaron para rechazarla en un monte inmediato a la ciudad, no menos fuerte que sus murallas.

Alejandro dispuso su falange de la manera siguiente: en el ala derecha, que mandaba él mismo, los hipaspistas; cerca, los amigos de a pie, extendidos hasta el ala izquierda, en el orden que correspondió aquel día a cada capitán: el mando de esta ala se encomendó a Amintas, hijo de Arrabeo; en la derecha puso también los arqueros y los agrianos, y en la izquierda los ballesteros tracios a las órdenes de Sitalces: la caballería no trabajó en esta ocasión por lo accidentado del terreno. Es de advertir que los telmisenses habían acudido en auxilio de los pisidios y formaban en sus filas.

Iba Alejandro subiendo el monte ocupado por los pisidios, y ya estaba en lo más escarpado de la cuesta, cuando los enemigos se lanzaron por ambos flancos sobre el ejército desde una emboscada en el sitio en que el camino era más expedito para ellos y más difícil para los macedonios, consiguiendo hacer retroceder a los arqueros porque estaban armados a la ligera y formaban la vanguardia. Pero los agrianos les hicieron frente mientras se aproximba la falange macedonia, a cuyo frente se veía a Alejandro. Cuando empezó el combate cuerpo a cuerpo, aquellos bárbaros, semidesnudos, no pudiendo resistir a los hoplitas, perfectamente armados, cayeron acosados y heridos por todas partes y emprendieron la retirada.

Cerca de quinientos murieron; muchos pudieron escapar, gracias a su ligereza y conocimiento del terreno, pues los macedonios, pesadamente armados y desconocedores de los caminos, no pudieron perseguirles con el acostumbrado ardimiento. Alejandro, persiguiéndoles activamente, se apoderó a viva fuerza de la ciudad, perdiendo en esta refriega al toxarca Cleandro con unos veinte soldados. De allí se dirigió contra otros pisidios y, a unos por fuerza y a otros por capitulaciones, les tomó todas las fortalezas.

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Capítulo XXIX

Rendición de Celena — Regreso de los licenciados — Llegada a Gordio — Rendición de los atenienses — Negativa de Alejandro.

Encaminose después a Frigia, junto a la laguna llamada Ascania (en la cual se solidifica por sí misma la sal, que emplean los naturales sin necesidad de acudir a la marina), llegando el quinto día a Celenas. En esta ciudad había, sobre una roca escarpada por todas partes, una fortaleza defendida por mil soldados de Caria y cien mercenarios griegos, puestos por el gobernador de Frigia, los cuales enviaron a Alejandro una embajada ofreciéndole entregarse si para un día, que ellos señalaban, no recibían auxilio alguno.

Alejandro aceptó esta condición, creyéndola más conveniente a sus planes que el difícil asedio de una plaza tan inaccesible por todos lados. Dejó en Celenas unos mil quinientos soldados de guarnición y, deteniéndose en ella diez días, nombró a Antígono, hijo de Filipo, sátrapa de la Frigia, y a Balacro, hijo de Amintas, jefe de las tropas auxiliares en sustitución de aquel.

Marchó luego a Gordio, en cuyo lugar había avisado por cartas que se le presentase con sus tropas Parmenión, que así lo hizo, acudiendo también aquellos macedonios recién casados que habían usado de la licencia, y con ellos la fuerza nuevamente reclutada, que era de mil infantes macedonios, trescientos caballos, doscientos caballos de Tesalia, mandados por Tolomeo, hijo de Seleuco, por Ceno, hijo de Polemócrates, y por Meleagro, hijo de Tolomeo, y ciento cincuenta eleos capitaneados por un tal Alcias.

Gordio está en Frigia, cerca del Helesponto, junto al río Sangario, que nace en las montañas de aquella provincia, regando después las tierras de la Tracia Bitinia, hasta desembocar en el Euxino. En aquel sitio recibió Alejandro una embajada de los atenienses suplicándole diese libertad a los conciudadanos que, peleando con los persas junto al Gránico, habían caído prisioneros y estaban encadenados en Macedonia con otros dos mil cautivos; mas nada consiguieron, pues a Alejandro no le parecía oportuno, durando aún la guerra pérsica, amenguar el temor que le tenían los griegos, capaces de pelear contra Grecia en favor de los bárbaros. Limitose, pues, a contestarles que renovasen la petición cuando la guerra presente se terminase a su gusto.

«Libro primero (15-29) de la «Anábasis de Alejandro Magno», de Arriano» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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