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Libro primero de la «Anábasis de Alejandro Magno», de Arriano

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Esta es una de las partes de la Anábasis de Alejandro Magno de Arriano, de la mano de Federico Baráibar y Zumárraga (1851-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Proemio

Todo aquello en que Tolomeo, hijo de Lago (1), y Aristobulo, hijo de Aristobulo (2), convienen acerca de Alejandro, hijo de Filipo, lo consigno como ciertísimo en esta Historia; y solo cuando ambos caminan desacordes elijo lo que me parece más digno de crédito y mención.

Verdad es que también otros nos han legado historias de Alejandro, pues de nadie se ha escrito más ni más contradictoriamente; pero yo tengo por fidedignos sobre todos a Tolomeo y a Aristobulo; a este, porque militó con Alejandro; a aquel, porque, además de haber guerreado bajo sus banderas, fue rey, y la mentira sería mucho más vil en sus labios; a ambos, en fin, porque, habiendo escrito después de muerto el monarca macedonio, no hay recelo de que, u obligados por la necesidad o seducidos por el aliciente de una recompensa, hayan faltado a la verdad.

Hay, sin embargo, en otros escritores algunas noticias que he aceptado, aunque solo como dichos sueltos, por no parecerme ni increíbles del todo ni indignas de contarse. Ahora a quien se admirase de que después de tantos se me haya ocurrido componer la presente, le diré que examine todos aquellos libros y, cuando llegue al mío, entonces estará en razón al admirarse.

Notas

(1) Tolomeo escribio la Historia de Alejandro, de la cual solo nos quedan fragmentos conservados por Arriano, Plutarco, Estrabón y Esteban de Bizancio, después de subir al trono, conjeturándose que debió dedicar a este trabajo los últimos años de su vida, en los que, a consecuencia de la batalla de Ipso (301 a. C.), estuvo al fin en quieta y pacífica posesión de su reino. Aunque durante su mando dio muestras de ánimo generoso y amigo de la verdad, no debe creérsele, como Arriano indica, absolutamente imparcial, pues, aparte de tener que ocuparse en el curso de su narración de enemigos y rivales, tenía especial interés en no menguar la gloria de Alejandro, a quien debía su elevación.

(2) También se ha perdido la Historia de Aristobulo, menos los trozos citados por Ateneo, Arriano, Estrabón, Menandro y Plutarco. Parece que la escribió en muy avanzada edad, pues, según el testimonio de Luciano (Macrob., c. XXII), tenía ochenta y sieteaños cuando empezó el cuarto libro, según afirmaba él mismo en su preámbulo.

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Capítulo I

Muerte de Filipo — Alejandro, generalísimo de los griegos contra los persas — Expedición contra los tracios autónomos

A la muerte de Filipo, acaecida bajo el arcontado de Pitodemo en Atenas, subió al trono su hijo Alejandro, que entonces tendría unos veinte años, y se dirigió al Peloponeso. Allí, reunidos en una asamblea cuantos griegos había, les pidió que le concedieran la jefatura del ejército contra los persas, otorgada antes a su padre, y la consiguió de todos excepto de los lacedemonios, los cuales respondieron que ellos no habían heredado de sus antepasados la costumbre de obedecer, sino de mandar a los demás. También los atenienses pensaron variar de conducta, pero, sobrecogidos al principio por la llegada de Alejandro, le otorgaron después más honores que a Filipo. Luego de esto, regresó a Macedonia para preparar el ejército contra el Asia.

Al comenzar la primavera, determinó dirigirse por la Tracia contra los tribalos y los ilirios, que sabía andaban fraguando novedades, creyendo que, siendo estos pueblos fronterizos, era indispensable dejarlos completamente subyugados antes de emprender una expedición tan lejos de su patria. Saliendo, pues, de Anfípolis, invadió la Tracia por aquella parte que ocupan los llamados tracios autónomos, dejando a mano izquierda la ciudad de Filipos y el monte Orbelo; pasó el río Neso y llegó al monte Emo a los diez días de camino. Allí, en los desfiladeros y angosturas de la montaña, con objeto de rechazar al ejército, ocupando la cumbre del Emo y cerrando los pasos, se presentaron armados gran número de traficantes y tracios autónomos, los cuales, reuniendo los carros y colocándolos delante, pensaban no solo utilizarlos como vallados y baluartes desde donde combatir si se veían apretados, sino lanzarlos desde lo más alto del monte sobre la falange macedónica cuando la tuvieran enfrente. Y creían que, cuanto más compacta se presentase esta, tanto mayor estrago harían en ella con su irresistible empuje los precipitados carros.

Meditó Alejandro sobre el modo de atravesar el monte con la mayor seguridad posible y, al ver que, no existiendo otro paso, había que afrontar decididamente el peligro, mandó a los hoplitas que, cuando los carros rodasen despeñados, abriesen la falange si el terreno lo permitía, y les dejasen pasar, y, si no, que, apretándose y fijando rodilla en tierra, se cubriesen perfectamente con los escudos, formando con ellos una superficie lisa y compacta, sobre la cual saltarían y se deslizarían sin causarles daño alguno.

Todo sucedió según las previsiones de Alejandro: la falange se dividió; los carros pasaron sobre los escudos, causando poco daño y ningún muerto. Los macedonios, desvanecido el peligro que les tuviera atemorizados, se envalentonaron sobremanera y embistieron con grandes alaridos. Alejandro hizo adelantarse a los arqueros del ala derecha sobre la otra falange, pues por este lado era más accesible el enemigo, con orden de hostilizar a los tracios; y él, a la cabeza del agema (1), de los hipaspistas (2) y los agrianos, se dirigió hacia la izquierda. Los arqueros mantuvieron a raya los enemigos avanzados, y después la falange desalojó fácilmente de sus posiciones a aquellos bárbaros mal armados y medio desnudos, al extremo de obligarles, vista la imposibilidad de hacer frente al rey que les atacaba por la izquierda, a huir por los montes arrojando las armas.

Murieron en esta pelea unos mil quinientos; quedaron prisioneros muy pocos, pues los más escaparon, gracias a su ligereza y conocimiento del terreno; las mujeres, que les seguían, los niños y los bagajes cayeron en poder de los macedonios.

Notas

(1) El agema era un cuerpo de tropas escogidas generalmente entre los peltastas, cuyo objeto era acompañar al rey y dar golpes de mano, para lo cual no era propia la falange por la pesadez de sus movimientos, ni convenían los psilites, cuyo ligero armamento no cuadraba bien a la dignidad y boato de la guardia real. El número de soldados del agema fue variable, y sus armas se distinguieron frecuentemente por su lujo y calidad, dándoles los nombres de argiráspidas y calcáspidas, según tuviesen los escudos forrados de plata o de metal muy brillante.

(2) Los hipaspistas (scutati, escudados) formaban la infantería macedonia por oposición a los hoplitas griegos, que eran los infantes pesadamente armados. (V. Apéndice III).

Capítulo II

Expedición contra los tribalos

Alejandro envió el botín recogido a las ciudades de la costa que quedaban a su espalda, encargando de su administración a Lisanias y a Filotas; y superando la altura, dirigiose por el Emo al país de los tribalos, y llegó al río Ligino, que dista del Istro tres jornadas, para el que pasa por el referido monte.

Sirmo, rey de los tribalos, sabedor con mucha antelación de la venida del ejército macedonio, había enviado al Istro las mujeres y los niños de sus súbditos, ordenándoles que, pasando el río, se recogiesen en una isla del mismo llamada Peuce. En esta ya se habían refugiado antes los tribalos fugitivos y el mismo Sirmo con los suyos, viendo llegar sobre ellos a Alejandro; pero otros muchos de aquellos naturales retrocedieron a aquella orilla del río de la cual había partido la víspera.

Noticioso de este movimiento, hizo Alejandro una contramarcha sobre los tribalos y los hostilizó cuando ya estaban en el campamento. Sorprendidos los bárbaros, formaron a toda prisa su gente en una selva próxima al río, contra la cual llevó Alejandro su falange, destacando a la vanguardia los honderos y arqueros que debían molestar con sus armas al enemigo para ver de sacarle de la espesura al terreno limpio y llano. Los tribalos, acosados en su refugio y heridos por una lluvia de piedras y venablos, se arrojaron sobre los arqueros que iban sin armadura con ánimo de luchar con ellos brazo a brazo. Alejandro, viéndoles ya fuera de bosque, lanzó sobre la derecha enemiga, que era la más avanzada, todo el peso de la caballería de la Macedonia superior, a las órdenes de Filotas, y sobre la izquierda los escuadrones de Botiea y Anfípolis, mandados por Heráclides y Sópolis; y él con la falange, protegido por otros caballos, atacó por el centro.

Ya para entonces se había generalizado el combate de flechas, en el que no llevaban la peor parte los tribalos; pero embestidos con fortísimo ímpetu por la falange, acometidos en todas direcciones por la caballería, que les hería con la lanza y furiosamente les atropellaba, huyeron a la selva por la orilla del río, dejando en su fuga tres mil muertos, pero muy pocos prisioneros, pues la proximidad del bosque y la llegada de la noche impidieron la persecución a los macedonios. De estos solo murieron, dice Tolomeo, cuarenta peones y once jinetes.

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Capítulo III

Paso del Istro

Tres días después de esta batalla llegó Alejandro al Istro, que es el mayor río de Europa y el que baña más tierras y separa belicosísimas gentes, entre las cuales descuellan las célticas, de las que proceden los cuados y marcomanos, que habitan junto a sus fuentes; siguen después los iaziges, pertenecientes a la nación Saurómata; los getas, que creen en la inmortalidad de las almas; los numerosísimos saurómatas y los escitas, hasta la conclusion del río que se desagua por cinco bocas en el Euxino.

Aquí se apoderó de algunas galeras que, remontando el río, habían venido de Bizancio por el ponto, y, acomodando en ellas todos los arqueros y hoplitas que le fue posible, se dirigió a la isla donde se habían refugiado los tracios y los tribalos, y trató con grande ahínco de verificar un desembarco, cosa que no pudo conseguir por haber acudido a impedírselo los bárbaros y ser además pocas sus naves, no muchos los soldados, la isla en su mayor parte escarpada e inaccesible, y la corriente del río, como encerrado en más estrecho cauce, sumamente violenta y difícil de resistir.

Por lo cual Alejandro, apartando de allí las naves, determinó atravesar el Istro y hacer una incursión contra los getas que habitan en la opuesta ribera, moviéndole a esto ya la multitud de aquellos bárbaros (tendrían unos cuatro mil caballos y diez mil infantes) que, reunidos en la orilla, parecían dispuestos a atacarle si pasaba, ya el deseo que de él se apoderó de ir más allá del Istro. Embarcose, pues; mandó rellenar de paja las pieles que les servían de tiendas; recogió cuantas canoas se encontraban por aquella parte, donde abundan, pues los ribereños las emplean ya para la pesca, ya en la comunicación fluvial, ya para sus rapiñas. Acaparadas muchísimas de estas embarcaciones, pasó en ellas todos los soldados que pudo, aproximándose a mil quinientos caballos y cuatro mil infantes el número de los que con Alejandro hicieron en esta forma la travesía.

Capítulo IV

Fuga de los getas — Toma de su capital — Embajadas de pueblos bárbaros — Contestación de los celtas

Pasaron de noche a unos espesos trigos que les ocultaron al enemigo al acercarse a la orilla. Al amanecer, guio Alejandro por aquella parte, mandando a los infantes que llevasen las sarisas (1) de través e inclinadas sobre el trigo, hasta llegar a un campo no cultivado. La caballería siguió a la falange por el sembrado. Cuando salieron de este, el mismo Alejandro llevó la caballería al ala derecha y mandó a Nicanor que se pusiera al frente de la falange formada en cuadro.

Los getas ni siquiera resistieron el primer ataque de los caballos, pues parecíales imposible la audacia de Alejandro, que tan fácilmente en una sola noche, sin puente alguno, había atravesado el más caudaloso de los ríos europeos, y les aterraban grandemente la apretada falange y el ímpetu irresistible de sus escuadrones. Así es que huyeron primero a la ciudad, distante una sola parasanga (2) del Istro; y cuando vieron que Alejandro con exquisita precaución traía su falange junto al río con la caballería al frente, a fin de evitar que sus infantes fuesen envueltos por alguna emboscada de los getas, abandonaron la mal fortificada ciudad y, colocando en sus caballos todos los niños y mujeres que pudieron, se refugiaron en las soledades más distantes del Istro.

Alejandro se apoderó de la plaza abandonada y cogió todo el botín dejado por los getas, entregándolo para su conducción a Meleagro y Filipo. Después de esto, arrasó la ciudad y ofreció un sacrificio a Zeus Salvador, a Heracles y al mismo Istro, en acción de gracias por haberle proporcionado una travesía feliz, volviendo en el mismo día al campamento sin perder un soldado.

Entonces se le presentaron embajadores de varios pueblos independientes que habitaban en las márgenes del Istro, así como de Sirmo, rey de los tribalos y de los celtas (estos, que pueblan la costa del golfo Jonio, son de estatura prócer y muy preciados de sí mismos), asegurando todos que deseaban la amistad de Alejandro. Hiciéronse recíprocas promesas de fidelidad. Alejandro preguntó entonces a los celtas cuál de las cosas humanas temían más, creyendo que, habiendo llegado la fama de su nombre mucho más allá de su país, él sería el objeto preferente de su temor; pero se engañó por completo, pues, viviendo lejos de él, en lugares casi inaccesibles, y viéndole empeñado en una expedición contra otras gentes, los celtas contestaron: «Que el cielo se desplome sobre nosotros», con lo cual Alejandro les despidió llamándoles amigos e incluyéndoles en el número de sus aliados, pero diciendo para sí que eran muy fanfarrones.

Notas

(1) Nombre de la pica macedonia.

(2) Para la equivalencia de esta y otras medidas itinerarias, véase el Apéndice II.

Capítulo V

Expedición contra Clito y los taulancios

De allá se dirigió a los agrianos y peones, donde le anunciaron que Clito, hijo de Bardilos, le había hecho defección, y que se le había unido Glaucias, rey de los taulancios. Otros le dijeron que los autariatas le atacarían en el camino, por lo cual determinó moverse de allí aceleradamente; pero Lángaro, rey de los agrianos, que aún en vida de Filipo había manifestado especial afecto a Alejandro, enviándole embajadores particulares, se le presentó entonces con escogidísima tropa de hipaspistas perfectamente armados; y oyéndole preguntar sobre la calidad y número de los autariatas, le aconsejó que no se cuidase de ellos, pues eran los menos belicosos de toda aquella región. «Yo mismo —añadió— me comprometo a invadir sus tierras, para que tengan bastante ocupación con la de casa». Y, en efecto, por orden de Alejandro, hizo una incursión en aquel país, devastando sus campos.

Los autariatas tuvieron de este modo bastante que hacer con lo suyo; Alejandro colmó a Lángaro de grandísimos honores y le dio riquísimos regalos, según costumbre de los reyes macedonios, ofreciéndole también, en cuanto llegase a Pela, la mano de su hermana Cina; pero Lángaro murió de enfermedad al regresar a sus estados.

Continuando su viaje junto al río Erigón, llegó Alejandro a Pelium, ciudad que había ocupado Clito por ser la más fuerte de la comarca, y a orillas del Eordaico, decidido a atacar los muros al día siguiente. Los montes que rodean la plaza, altos y cubiertos de espesos bosques, habían sido ocupados por las tropas enemigas, con ánimo de, si los macedonios atacaban la ciudad, precipitarse sobre ellos de todas partes. Glaucias, rey de los taulancios, aún no había venido. Al acercarse Alejandro a la ciudad, los enemigos sacrificaron tres niños, otras tantas niñas y tres carneros negros, y se lanzaron como para pelear cuerpo a cuerpo con los macedonios; pero cuando los tuvieron más cerca, desampararon sus posiciones, aunque escarpadas y fuertes, con tal precipitación que hasta se encontraron en ellas las víctimas abandonadas.

Encerrados los enemigos en Pelium, Alejandro, que había sentado sus reales junto a ella, resolvió aquel mismo día rodearla de un muro de circunvalación; y al siguiente, habiendo llegado Glaucias, rey de los taulancios, con muchas fuerzas, y no teniendo esperanzas de llegar a apoderarse con las suyas de la ciudad, ya por haberse refugiado en ella muchos combatientes, ya porque no serían menos los que con Glaucias le acometerían si atacaba las murallas, envió a avituallarse a Filotas, con suficiente escolta de caballería y los bagajes necesarios.

Noticioso Glaucias de este movimiento, dirigiose contra el general y ocupó los montes que rodean el campo, al cual había de ir aquel a aprovisionarse; pero sabedor de esto Alejandro y de que la caballería y la impedimenta peligraban si les sorprendía la noche, voló en su auxilio con los hipaspistas y hoplitas y un escuadrón de unos cuatrocientos caballos agrianos, dejando el resto del ejército al pie de la ciudad, no fuera que, al alejarse todas las fuerzas, los sitiados hiciesen una salida y se reunieran a Glaucias.

Este, al saber la venida de Alejandro, abandonó los montes, y Filotas pudo volver con facilidad. En tanto, Clito, Glaucias y su gente, creyendo que el caudillo macedonio se vería cortado por las dificultades del terreno, a cuyo efecto habían colocado en las alturas que lo dominaban muchos caballos, arqueros y honderos y no pocos hoplitas, dispusieron que los sitiados de Pelium hiciesen una salida contra los que se marchaban.

No eran menores tampoco los obstáculos naturales que ofrecía el camino, angosto y lleno de bosque, entre un río y una alta y escarpada montaña que lo estrechaban al extremo de no poder pasar cuatro escudados (1) de frente.

Notas

(1) Usamos esta palabra, que traduce exactamente la del original en el sentido de ‘soldado armado de escudo’, que es el que tiene en el siguiente pasaje de la Crónica de don Pero Nuño: «Salieron de la villa muy recia gente de omes de armas e ballesteros e escudados a pelear». (V. Almirante, Dic. Mil. «escudado»).

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Capítulo VI

Victoria de Alejandro contra Glaucias — Fuga de Clito

Alejandro dispuso sus huestes formando la falange de ciento veinte en fondo y colocando en ambas alas doscientos caballos, con la advertencia de guardar silencio y ejecutar rápidamente las órdenes.

Mandó primero a los hoplitas levantar lanzas, y después, a una señal suya, enristrarlas hacia el enemigo, simulando un ataque, dirigiendo las puntas ora a la derecha, ora hacia la izquierda. En tanto, hizo maniobrar rápidamente a la falange, llevándola ya a uno, ya a otro lado. De este modo, después de varias evoluciones ejecutadas en brevísimo tiempo, la dirigió en forma de cuña contra la izquierda del enemigo.

Este, asombrado ya de la rapidez y precisión de los movimientos de Alejandro, no le dio frente al acercarse y abandonó las primeras posiciones. El caudillo macedonio mandó entonces a su gente gritar y golpear los escudos con las lanzas, a cuyo estruendo se atemorizaron en tal forma los taulancios que huyeron precipitadamente a la ciudad.

Viendo después Alejandro que una colina que le cerraba el paso se hallaba ocupada por un pequeño destacamento enemigo, mandó a sus guardias personales y a los amigos que le rodeaban embrazar los escudos, montar a caballo y atacar la altura, advirtiéndoles que, si al llegar a ella se resistían los contrarios, echasen pie a tierra la mitad y atacaran la posición mezclados jinetes y peones. Pero el enemigo no le hizo frente, sino que, desamparando el puesto, huyó a la desbandada por los montes.

Después de tomada la colina, llamó Alejandro a su lado unos dos mil hombres entre amigos, arqueros y agrianos, mandó a los hipaspistas atravesar el río, seguidos de las cohortes macedonias, con orden de formar inmediatamente en la otra orilla, y él quedó como de atalaya vigilando las maniobras del enemigo. Viendo este que el ejército vadeaba la corriente, se dirigió hacia los montes con ánimo de atacar la retaguardia, pero, al acercarse, toparon con Alejandro y los suyos; la falange gritó desde la orilla como si fuese a entrar en combate, y los taulancios, creyendo tener encima toda la hueste macedonia, se dieron a huir atemorizados.

Alejandro destacó súbitamente al río los arqueros y agrianos; atravesó a su cabeza la corriente y, viendo acosados los últimos soldados por el enemigo, dispuso en la orilla las oportunas máquinas y mandó lanzar dardos a larga distancia y molestar por todos los medios al contrario, ordenando a los arqueros pararse en medio del agua y disparar sobre el enemigo. Glaucias no se atrevió a avanzar entre aquella nube de flechas, y, en tanto, los macedonios atravesaron con toda felicidad el río sin perder un solo hombre.

A los tres días de esto, habiendo sabido Alejandro que Clito y Glaucias vivían en sus campamentos con el mayor descuido, sin centinelas que los guardasen, sin rodearse de fosos ni vallados y con la hueste desparramada a su antojo, pues creían que el miedo había alejado al enemigo, pasó el río ocultamente antes de amanecer, con los hipaspistas, los agrianos, los arqueros y las tropas de Pérdicas y Ceno, no sin haber ordenado que le siguiese el resto del ejército; y cuando el ataque le pareció oportuno, lanzó sobre los contrarios, sin esperar la llegada de las otras fuerzas, a los arqueros y agrianos, los cuales, cayendo inesperadamente sobre los enemigos y acometiendo fortísima y denodadamente con la falange su más débil flanco, mataron a unos todavía en sus lechos, cogieron con facilidad a otros fugitivos, y degollaron muchos, ya sorprendiéndolos en el mismo campamento, ya en fuga desordenada y temerosa, hasta el punto de que fueran muy pocos los cautivos.

Alejandro persiguió hasta los montes los taulancios fugitivos, que, si lograron escaparse, fue arrojando las armas. Clito, que se había refugiado primeramente en la ciudad, la incendió y se retiró a los estados de Glaucias.

continuará…

«Libro primero de la «Anábasis de Alejandro Magno», de Arriano» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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