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Los hijos de Lir

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

Son las tragedias, no las comedias de los viejos tiempos, las que nos han llegado, y la literatura de los celtas es rica en tragedias. A la romántica y dolorosa imaginación de los celtas de la verde isla de Erin debemos la inquietante y lastimera historia de los niños de Lir.

En los tiempos más remotos, cuando Irlanda estaba gobernada por los dedannanos, un pueblo que llegó de Europa llevando consigo desde Grecia magia y otras artes tan maravillosas que la gente de la tierra los creía dioses, los dedannanos tenían tantos jefes que se reunieron un día para decidir quién era el mejor hombre de todos ellos, para elegirlo rey. La elección recayó en Bodb el Rojo, y todos los hombres lo aclamaron como rey, excepto Lir de Shee Finnaha, que abandonó el consejo muy enfadado porque pensaba que él, y no Bodb, debería haber sido elegido. Muy enfadado, se retiró a su propio lugar, y en los años siguientes Bodb el Rojo y él se enfrentaron en una guerra encarnizada. Finalmente, Lir sufrió una gran aflicción, pues, tras una enfermedad de tres días, su esposa, a la que quería mucho, le fue arrebatada por la muerte. Entonces Bodb vio la oportunidad de reconciliarse con el jefe del que no quería ser enemigo y envió un mensaje al afligido marido:

—Mi corazón llora por ti, pero te ruego que te consueles. En mi casa tengo tres doncellas, mis hijas adoptivas, las más bellas y mejor instruidas de toda Erin. Elige a la que quieras por esposa y tenme por tu señor, y mi amistad será tuya para siempre.

El mensaje reconfortó a Lir, que partió con una galante compañía de cincuenta carros y no se detuvo hasta llegar al palacio de Bodb el Rojo, en Lough Derg, a orillas del Shannon. Calurosa y amable fue la bienvenida que Lir recibió de su señor, y al día siguiente, cuando las tres hermosas hijas adoptivas de Bodb estaban sentadas en el mismo diván que la reina, Bodb le dijo a Lir:

—Contempla a mis tres hijas. Elige la que quieras.

—Todas son hermosas —respondió Lir—, pero la mayor debe de ser la más noble de las tres. A ella la quiero por esposa.

Aquel día se casó con la hija mayor, y Lir se llevó a su bella y joven esposa con él a su hogar, en Shee Finnaha, y ambos fueron felices en su amor. Con el tiempo tuvieron gemelos: un niño y una niña. A la hija la llamaron Finola, y al hijo, Aed, y los niños eran tan hermosos, tan buenos y tan felices como su madre. De nuevo dio a luz gemelos, esta vez los dos varones, a los que llamaron Ficra y Conn, pero, a medida que sus ojos se abrían al mundo, los de su madre se cerraban para siempre, y una vez más Lir quedó viudo, más abatido por el dolor que antes.

La noticia de la muerte causó gran pesar en el palacio de Bodb el Rojo, pues todos los que la conocían la querían mucho; pero de nuevo el rey envió un mensaje de consuelo a Lir:

—Lamentamos tu pesar, pero, en prueba de nuestra amistad contigo y de nuestro amor por la que se ha ido, querríamos darte a otra de nuestras hijas para que fuera madre de los niños que han perdido el cuidado de su madre.

Y de nuevo Lir fue al palacio de Loch Derg, el Gran Lago, y allí se casó con Eva, la segunda de las hijas adoptivas del rey.

Al principio parecía que Aoife amaba a los hijos de su hermana muerta como si fueran suyos. Pero cuando vio cuán apasionada era la devoción de su marido por ellos, cómo los ponía a dormir cerca de él y se levantaba al menor gemido para consolarlos y mimarlos, y cómo al amanecer ella se despertaba y descubría que él se había ido de su lado para comprobar que todo iba bien con ellos, la hierba venenosa de los celos empezó a crecer en el jardín de su corazón. Era una mujer sin hijos y no sabía si era a su hermana, que los había dado a luz, a quien odiaba, o si odiaba a los propios niños. Pero el odio crecía sin cesar, y el amor que Bodb el Rojo sentía por ellos solo la amargaba aún más; muchas veces al año iba él a verlos, muchas veces se los llevaba para que se quedaran con él, y cada año, cuando los dedannanos celebraban la Fiesta de la Edad —la fiesta del gran dios Mannanan, en la que los que participaban nunca envejecían—, los cuatro hijos de Lir estaban presentes y alegraban a todos los que los contemplaban por su gran belleza, su nobleza y su dulzura.

Pero a medida que crecía el amor que todos los demás profesaban a los cuatro hijos de Lir, el odio de Eva, su madrastra, iba a la par, hasta que al final el veneno de su corazón le carcomió tanto el cuerpo como el alma, y se fue desgastando y enfermando a causa de su propia maldad. Durante casi un año permaneció enferma en cama, mientras el sonido de las risas de los niños y sus voces alegres, sus caras encantadoras como las de los hijos de un dios, y las palabras orgullosas y cariñosas con las que su padre hablaba de ellos eran, para ella, como ácido en una herida supurante. Por fin llegó un día negro en que los celos habían ahogado todas las flores de bondad de su corazón, y solo quedaban la traición y la crueldad despiadada. Se levantó de su lecho y ordenó que engancharan los caballos a su carro para llevar a los cuatro niños al Gran Lago a ver al rey, su padre adoptivo. No eran más que niños pequeños, pero el instinto que a veces avisa incluso a un niño muy chico cuando está cerca de algo malo, advirtió a Finola de que ella y sus hermanos sufrirían algún daño si iban. También podía ser, tal vez, que hubiera visto, con la aguda visión de una niña, aquello a lo que Lir estaba completamente ciego, y que en un tono de voz de su madrastra, en una mirada que había sorprendido en sus ojos, se hubiera enterado de que el amor que la esposa de su padre profesaba por ella y por los demás era solo odio astutamente disfrazado. Así, trató de excusarse a sí misma y a los hermanitos, de los que era madre infantil, para que no tuvieran que irse. Pero Aoife escuchó con oídos sordos, y los niños se despidieron de Lir, que debió de asombrarse de las lágrimas que asomaban a los ojos de Finola, y partieron en el carro con su madrastra.

Cuando hubieron recorrido un largo trecho, Aoife se volvió hacia sus asistentes:

—Tengo muchas riquezas —dijo—, y todas serán vuestras si matáis a esas cuatro cosas odiosas que me han robado el amor de mi marido.

Los criados la oyeron horrorizados, y horrorizados y avergonzados por ella respondieron:

—Temible es el acto que quieres que hagamos; más temible aún es que tengas un pensamiento tan perverso. El mal caerá sobre ti por haber querido quitar la vida a los inocentes hijitos de Lir.

Entonces, furiosa, cogió una espada y de buena gana hubiera hecho lo que sus sirvientes se habían negado a hacer, pero le faltaban fuerzas para llevar a cabo su malvado deseo, así que siguieron adelante. Llegaron por fin al lago Darvra —ahora Lough Derravaragh, en el condado de Westmeath— y allí se apearon todos del carro, y los niños, sintiendo como si los hubieran hecho jugar a un juego feo, pero que ahora había terminado y todo era seguridad y felicidad de nuevo, fueron al lago a bañarse. Alegres y riendo gozosamente, los chiquillos chapotearon en el agua cristalina de la orilla rocosa, los tres tratando de coger las manos de su hermana, cuyo esbelto cuerpecito era más blanco que los nenúfares, y sus cabellos, más dorados que sus corazones.

Fue entonces cuando Aoife los atacó, como una serpiente ataca a su presa: un toque para cada uno con una varita mágica de los druidas, luego el canto grave de una antigua runa, y los hermosos niños se habían desvanecido, y allí donde sus diminutos pies habían presionado la arena y sus cabellos amarillos se habían asomado por encima del agua como cuatro cabezas de narcisos que bailan al viento, flotaban cuatro cisnes blancos. Pero, aunque a Aoife pertenecía el poder de hechizar sus cuerpos, sus corazones, sus almas y su habla seguían perteneciendo a los hijos de Lir. Y cuando Finola hablaba, no lo hacía como una niña tímida, sino como una mujer que podía mirar con ojos tristes hacia el futuro y podía ver allí el terrible castigo de un acto vergonzoso.

—Muy perversa es la acción que has cometido —le dijo—. Solo te dimos amor, y somos muy jóvenes, y todos nuestros días fueron de felicidad. Con crueldad y traición has puesto fin a nuestra infancia, pero nuestro destino es menos doloroso que el tuyo. Ay, ay de ti, Eva, porque te aguarda un terrible destino. —Luego preguntó, pues era una niña todavía, que anhelaba saber cuándo terminarían los lúgubres días de su separación de los demás niños—: Dinos cuánto tiempo debe pasar hasta que podamos volver a nuestras propias formas.

—Mejor hubiera sido para tu tranquilidad —respondió Aoife, implacable— que no hubieras buscado ese conocimiento. Sin embargo, te diré tu destino. Trescientos años viviréis en las tranquilas aguas del lago Darvra; trescientos años, en el mar de Moyle, que está entre Erin y Alba; trescientos años más, en Ivros Domnann y en Inis Glora, en el mar del Oeste. Hasta que un príncipe del norte se case con una princesa del sur, hasta que el Tailleken llegue a Erin, y hasta que oigáis el sonido de la campana cristiana, ni mi poder ni vuestro poder ni el poder de las runas de ningún druida podrán liberaros.

continuará…

«Los hijos de Lir» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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