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El «Agamenón» de Esquilo para todos los públicos

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Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

En el tejado del palacio del rey Agamenón, en Argos, había un vigía sentado. Había estado sentado noche tras noche durante todo un año, sin que hubiera una sola estrella del cielo que no hubiera visto salir y ponerse. Y mientras vigilaba, sus ojos estaban siempre fijos en el norte, buscando la señal de fuego que traería buenas noticias a la reina y a toda Argos: porque la gran ciudad de Troya se tambaleaba hacia su caída, y los diez años de esfuerzo llegaban a su fin.

Y he aquí que, a medida que se acercaba la mañana, apareció una luz en el cielo que no era la luz del sol, y el hombre gritó en voz alta:

—Bendita sea esta luz que he estado esperando, ya que trae buenas noticias a esta tierra. Enseguida iré a ver a la reina para que envíe noticias por toda la ciudad. Y que los dioses me concedan unirme mano a mano con mi señor cuando regrese a su hogar, donde, si hay algo que está mal, ¿quién soy yo para hablar de ello? Que griten los muros, si quieren, que yo callaré.

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Entonces fue corriendo a contárselo a la reina, que envió mensajeros por toda Argos con órdenes de quemar ofrendas de incienso en todos los altares. También quiso que los ancianos, que eran los jefes y consejeros de la ciudad, se reunieran en el palacio para enterarse del asunto; y mientras esperaban a la reina, hablaron mucho de lo que había sucedido en tiempos pasados, al principio de la guerra de diez años, cuando el rey Agamenón junto a su hermano, el rey Menelao, zarpó de esa misma tierra de Argos buscando venganza por la reina Helena. Y uno de ellos dijo:

—¿No recordáis lo que vimos cuando el ejército partió de la ciudad? ¿Cómo a la derecha, mientras marchaban, aparecieron dos águilas, una completamente negra y la otra con plumas blancas, que devoraban una liebre grande con sus crías? Y el adivino Calcante interpretó el suceso así: «¡Las águilas son los dos reyes, y, igual que las aves han devorado la liebre, así los reyes devorarán la ciudad de Troya junto con sus hijos! Solo debemos rezar para que no caiga la ira sobre el ejército, pues la reina Ártemis no ama a estos perros alados de su padre Zeus, las mismísimas águilas; y si su ira se enciende contra nosotros, no la aplacaremos sino con un terrible sacrificio, del que también nacerá una gran ira en los tiempos venideros». Así habló Calcante, el adivino, sabedor de que la reina Ártemis estaba furiosa con el rey Agamenón porque este había cazado y matado, en el mismo bosque de la diosa, un hermoso ciervo que ella amaba.

—La ira de la diosa no se hizo esperar —dijo otro de los ancianos—, pues, cuando el ejército estaba reunido en Áulide, hizo que los vientos soplaran siempre del norte e impidieran el viaje de las naves, de modo que los hombres padecieron hambre y enfermedades. Entonces Calcante, el adivino, dijo: «Esto es lo que he dicho: la diosa pide el sacrificio que tú conoces». Al oír esto, los reyes lloraron y golpearon el suelo con sus cetros, y el rey Agamenón dijo: «¿Cómo voy a hacer eso y matar a mi propia hija, Ifigenia, que es la alegría y la belleza de mi morada? Sin embargo, sería vil traicionar a los que han confiado en mí para ser su líder en esta guerra. Por tanto, los dioses obtendrán su voluntad». Así, endureció su corazón para la mala obra; y los jefes no tuvieron piedad de ella por muy joven que fuera y hermosa en extremo. Cuando los sacerdotes hubieron terminado sus oraciones, su padre ordenó que la tomaran del suelo, cubierta con sus ropas, y la elevaran sobre el altar como se coloca a un cabrito que se sacrifica, poniéndole un ronzal en los labios para que no gritara. Entonces dejó caer a tierra su velo azafranado, hermoso como el más bello de los cuadros, y miró a todos los que estaban cerca con una mirada muy lastimera; sí, y hubiera querido hablarles, porque muchas veces habían oído su voz cuando cantaba en la casa de huéspedes de su padre. Pero… ¿para qué hablar del fin? ¿Quién no lo conoce? Y es que los designios de Calcante se cumplieron.

Mientras hablaban de estas cosas entre sí, salió del palacio la reina Clitemnestra, y le preguntaron:

—¿Has oído buenas noticias, reina, ya que ordenas que se queme incienso en los altares?

—Buenas noticias, en efecto —dijo ella—, pues los griegos han tomado la gran ciudad de Troya.

Y como dudaran de que así fuera y quisieran saber cuándo había sucedido aquello y cómo se había enterado tan pronto, les expuso el asunto, tal como lo había ordenado el rey:

—Primero —dijo—, encendieron un gran fuego en el monte Ida, que está sobre Troya; y del Ida la luz pasó a la isla de Lemnos, y de Lemnos, al monte Atos; pero el Atos la envió hacia el sur a través del mar, en un camino dorado como la luz del sol, hasta Macisto en Eubea, y Macisto a Mesapio, y Mesapio, encendiendo una gran pila de brezo, la envió, brillante como la luna, a través de la llanura del Asopo hasta los acantilados del Citerón. Y desde el Citerón viajó, más brillante que antes, por el lago Gorgopis hasta la colina de Egiplancto, que mira al golfo Sarónico, y de allí a Aracneo, que está cerca de la ciudad. Así me lo ha comunicado el rey.

—Cuéntanos más —dijo el anciano—, pues apenas podemos creer esto.

—En verdad —dijo la reina—, hoy los griegos poseen la ciudad de Troya, en la que, según creo, hay muchas cosas que no concuerdan, pues las mujeres se lamentan por sus maridos y hermanos muertos a espada, mientras que los conquistadores festejan y viven tranquilamente sin hambre ni frío ni vigilias. Es suficiente que honren a los dioses de la ciudad y no pongan sus manos ávidas de ganancia en lo que es sagrado: así tendrán un regreso seguro; pero, si enfurecen a los dioses, tal vez caiga sobre ellos la venganza de los muertos.

Entonces la reina se marchó, y los ancianos volvieron a hablar entre ellos:

—¡Ahora han quedado los culpables, los hombres de Troya, atrapados en la red de la destrucción! Hace tiempo que Zeus tensó el arco y lo preparó contra el transgresor, ¡y ahora la flecha se ha disparado al blanco! Malo fue el día en que Paris humilló la mesa de su anfitrión robándole a su esposa; aciaga fue la hora en que atravesó las puertas de Troya, como quien lo hace a la ligera y sin cuidado, y se llevó consigo la dote de la destrucción y la muerte. Tristeza dejó tras de sí en su hogar, y el lecho desolado y la sala vacía, pues aquí la gracia de las torneadas estatuas se burlaba del dolor de su marido con la mirada pétrea de sus ojos sin amor, y allí solo quedaba la vacua alegría que habita en los sueños de la noche. Sí, y dejó una pena mayor que esta, pues los héroes salieron de la tierra de Grecia, valientes y sabios y auténticos, ¡y he aquí que todo lo que Ares envía de vuelta es un puñado de cenizas encerradas en una urna de bronce! Por eso hay ira en la ciudad contra los hijos de Atreo, los jefes del ejército; y la venganza de los dioses no olvida al derramador de sangre.

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Pero mientras hablaban así entre sí, dudando todavía algunos de que el asunto fuera cierto, gritó uno de ellos:

—Ahora sabremos la certeza de este asunto, pues aquí viene un heraldo con hojas de olivo en la cabeza, y tiene polvo en sus ropas y cieno en los pies, como quien viene de viaje.

Entonces, el heraldo, que se llamaba Taltibio, llegó al lugar donde se habían reunido y, después de proclamar salves a Zeus, y a Apolo, a quien, habiendo sido enemigo en Troya, le gustaría tener como amigo, y a Hermes, que era el dios del oficio de sus heraldos, dijo:

—Sabed todos que ha llegado el rey Agamenón, que, con la ayuda de Zeus, ha dado por sentenciado el juicio contra Troya y sus hijos por el mal que efectuaron contra los dioses y contra esta tierra. —A continuación contó a los ancianos lo que habían sufrido, primero en el mar, hacinados a bordo de un barco, y luego en tierra, alojados cerca de los muros de sus enemigos y bajo el dosel abierto del cielo, empapados por las lluvias y los rocíos, helados por las nieves del monte Ida y abrasados por el sol en los días sin viento del verano—. Pero ahora —prosiguió—, todo eso ha pasado. Clavemos los despojos de Troya en los templos de los dioses como monumento para los que vengan después; pero que el pueblo se regocije y alabe a su rey y a sus capitanes.

Entonces salió la reina Clitemnestra y dijo:

—Fijaos los que dudabais: todo es como yo os había dicho. Y ahora, heraldo, ve a decir a tu señor que aguardo para recibirle con todos los honores; por lo tanto, que venga con la mayor celeridad posible: así encontrará en su casa una leal centinela que ha velado y custodiado fielmente todo lo que dejó atrás, pues de ello me glorío.

—Escúchala, heraldo, pues sus palabras son justas —dijo uno de los ancianos—; pero dime ahora: ¿ha regresado Menelao sano y salvo?

—¡Ojalá tuviera algo mejor que contar! ¿De qué sirve engañar? Pues resulta que a Menelao, junto con su barco, le perdimos el rastro.

—¿Es que zarpó antes que vosotros —dijo el anciano—, o se separó de vosotros en una tempestad?

—Así fue —respondió el heraldo.

—¿Y se le considera vivo o muerto?

—Eso, en verdad, nadie lo sabe: solo el sol que todo lo ve. Pero escucha, y te lo contaré todo. Salió una furia del cielo contra nosotros, porque, después que zarpamos, las olas se levantaron en la noche, y los feroces vientos del norte estrellaron nuestras naves unas contra otras, de modo que, cuando llegó la mañana, ¡he aquí que el mar estaba cubierto de cadáveres de hombres y de restos de naufragios! Pero el barco del rey no sufrió, porque la mano de un dios, creo, y no la de un hombre, sostenía el timón. Pero no perdamos la esperanza, porque sin duda ellos también piensan en nosotros como en los que han perecido, igual que nosotros en ellos. Y en cuanto a Menelao, ten por seguro que ha de regresar, pues la voluntad de Zeus no es que perezca.

—Con razón la llamaron Helena —dijo entonces uno de los ancianos—, porque ha devorado a los helenos y sus barcos, sí, pero también la gran ciudad de Troya. He oído contar que un hombre crio un cachorro de león en su casa; al principio era muy agradable, pues los niños jugaban con él y divertía a los viejos, pero cuando creció mostró el temperamento de su raza y llenó la casa de sangre. Así llegó Helena, sonriente y hermosa, a Troya, ¡y ahí les llegó el fin! Pero aquí viene el rey Agamenón. Démosle la bienvenida como es debido.

Y mientras hablaba, el rey se acercó a las puertas del palacio, montado en un carro tirado por mulas; y junto a él iba Casandra, que era hija del rey Príamo, pues se la habían dado los príncipes cuando se repartieron el botín de Troya. Y cuando el rey hubo honrado a los dioses, dándoles gracias por haberle ayudado a vengarse de los hombres de Troya, y asimismo hubo expuesto su propósito de convocar una asamblea para ponerlo todo en orden en caso de que algo se hubiera hecho mal en su ausencia, salió la reina a saludarle, diciendo:

—No me avergüenzo, hombres de Argos, de confesar que con gran alegría de corazón recibo a mi marido, porque ciertamente es mala fortuna para una mujer sentarse sola en su casa, oyendo continuamente rumores y noticias de desgracias. En verdad, si mi señor aquí presente hubiera sido herido tantas veces como los rumores lo afirmaban, esas mismas heridas habrían sido más numerosas que las mallas de una red; y si hubiera muerto tantas veces como los hombres lo dieron por muerto, no le habrían bastado ni tres cuerpos como los que la historia cuenta que Gerión tuvo. De ahí, oh rey, que nuestro hijo Orestes no esté aquí, pues lo envié a Estrofio de Fócide, que es, como sabes, un antiguo amigo de nuestra casa; y es que temía que, si te ocurría algo en Troya, alguna turba del pueblo le causara también algún daño a él. Escaso y ligero ha sido mi sueño, y con muchas lágrimas he velado por ti. Y ahora que has llegado, ¿qué voy a decir? Verdaderamente este hombre es para mí como el fuerte puntal de un tejado, como el hijo único de un padre, como tierra a la vista más allá de toda esperanza para los marineros después de mucho penar en el mar, como un claro resplandor después de la tormenta, como una fuente que brota para el que viaja sediento por un desierto. Y ahora, mi señor, me gustaría que te bajaras de tu carro, sin poner el pie en la tierra, ya que ha pisado la gran ciudad de Troya. ¿Qué hacéis ahí paradas, siervas? ¡Cubrid el camino con alfombras de púrpura!

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—En verdad, hija de Leda —respondió Agamenón—, tu discurso ha sido tan largo como mi ausencia. Pero ¿por qué me mimas con lujos o haces que mis pasos sean odiosos a los dioses, esparciendo esta púrpura bajo mis pies? No me parece bien que un hombre pisotee tanta riqueza.

—No —dijo la reina—: ¡regocíjate! ¿Crees que Príamo no habría caminado sobre la púrpura si acaso hubiera sido el vencedor?

Y después de hablar un rato, ella se impuso, y el rey les ordenó que le quitaran las sandalias, pensando que era una lástima desperdiciar los bienes de su casa. También dio orden de que tratasen muy amablemente a la mujer extranjera que iba con él en su carro, pues los dioses favorecen a los que se valen de su victoria con misericordia. Dicho esto, entró en el palacio con la reina a la cabeza.

Entonces, uno de los ancianos dijo:

—Hay un temor sin nombre en mi corazón; y cuando debería alegrarme por el regreso del rey y del ejército, una voz de presagio se eleva a mis labios. Si un hombre es rico en demasía, que arroje por la borda una parte, y así escapará al naufragio de su casa. Pero la sangre derramada sobre la tierra… ¿qué encantador puede devolverla? ¿No mató Zeus al que resucitó a los muertos? Por un tiempo es mejor callar.

Entonces la reina salió del palacio y ordenó a Casandra que descendiera del carro y entrara por las puertas. ¿Por qué —le dijo— luchar contra el destino que la había hecho esclava? Dichosa era la fortuna que la había llevado a una casa de antigua riqueza: eran los nuevos ricos los que se ensañaban con sus esclavos. Pero su persuasión no sirvió de nada a la doncella, pues se quedó sentada sin responder; y aunque los ancianos unieron sus consejos con el mismo fin, ella no se movió ni habló.

Cuando la reina se marchó de nuevo al palacio, Casandra comenzó a gritar en voz alta, como una posesa: que había un olor en la casa, como el olor de un matadero, y que veía las formas de los niños que habían sido cruelmente asesinados; y luego, que otro crimen estaba a punto de llevarse a cabo, un baño preparado y un manto enmarañado, y un hacha de dos filos levantada y lista para golpear. Y luego habló de sí misma: que estaba condenada, y que el rey la había llevado hasta allí para morir con él, y que caería como había caído la ciudad de su padre.

Al cabo de un rato, se calmó su vehemencia y comenzó a hablar de forma sencilla. Primero contó a los ancianos cómo había sucedido que ella tuviera aquel don de profecía, pues podía ver lo que había sucedido, como en efecto había hablado de antiguas maldades que se habían cometido en la casa, y también podía decir de antemano lo que está por acontecer. Y es que Apolo la había amado y le había dado el arte adivinatoria; pero, como ella lo había traicionado, él le impuso la maldición de que nadie la creyera aunque dijera la verdad.

A continuación les dijo que los viejos crímenes de la casa acabarían en otro crimen más; que había en la casa una mujer, pero que en realidad era como la mismísima Escila, un monstruo del mar; y al final declaró claramente que verían al rey Agamenón yaciendo muerto. Sin embargo, a causa de la maldición del dios Apolo, los ancianos no la creyeron.

Entonces, gritando que veía a una leona que había tomado a un lobo como amante, arrojó las enseñas de profecía que llevaba consigo: el bastón de su mano y el collar de su cuello; y cuando hubo hecho esto, se dirigió a las puertas del palacio, sabiendo que se dirigía a la muerte. Pero antes dijo que llegaría un vengador que ejecutaría la venganza por su padre asesinado y también por ella, y, cuando llegó a la puerta del palacio, al principio retrocedió, porque el olor de la sangre le dio un bofetón en la cara, pero luego recuperó la templanza y siguió adelante, no sin antes volverse y decir:

—¡Oh, Sol, cuya luz veo ahora por última vez!, haz que la mano que toma venganza por el rey la tome también por la esclava a la que matan: una victoria, por cierto, muy fácil de conseguir.

Pero mientras los ancianos dudaban del significado de estas palabras y decían que ningún hombre podía confiar en la buena fortuna si el rey, que había obtenido tal victoria sobre la ciudad de Troya, perecía, se oyó una terrible voz desde el interior que gritaba: «¡Ay de mí! ¡He recibido un golpe mortal». Y mientras dudaban, la voz volvió a gritar: «¡Ay de mí! ¡He recibido un segundo golpe». Entonces debatían qué era lo mejor que podían hacer; uno quería que pidieran ayuda a los ciudadanos, y otro, que se apresuraran a entrar en el palacio; y algunos dudaban de que nada sirviera ya. Y he aquí que las grandes puertas del palacio se abrieron y se vio un espectáculo espantoso: dos cadáveres, cubiertos cada uno con un velo, y la reina, con un hacha en la mano, de pie junto a ellos, que habló así:

—Antes dije palabras adecuadas a la ocasión, y ahora no me avergüenzo de decir lo que es contrario a ellas; y es que este es en verdad un viejo propósito que por fin he llevado a cabo. Sí, desde el día en que él derramó sangre inocente, la sangre de Ifigenia, mi propia hija, ha estado en mi corazón matar a Agamenón. Le tendí una red de la que no podía escapar, enredando sus miembros en un regio manto. Dos veces lo golpeé; dos veces gimió, extendiendo sus miembros en la muerte; sí, y añadí un tercer golpe: mi ofrenda de agradecimiento al soberano de los muertos. Me alegré mucho cuando la sangre me salpicó: me alegré como la semilla cuando del cielo cae la lluvia.

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Entonces los ancianos, los consejeros de la ciudad, la vituperaron por haber cometido una acción tan infame, diciendo que el pueblo debía maldecirla y expulsarla. Pero ella no tuvo ni un ápice de miedo ni de vergüenza, diciendo que aquel a quien había matado era un hombre sanguinario y desleal, y que había sufrido un justo castigo junto con su amante.

Y cuando se lamentaron por el rey que había sido asesinado a traición, ella dijo:

—No penséis que soy la mujer de este muerto, como parecería que soy: más bien soy la vengadora que efectúa el juicio por los antiguos males de esta casa.

—¡Oh, rey mío!, ¿quién te honrará en tu entierro, te alabará y llorará por ti? —exclamaron los ancianos.

—No os preocupéis por eso. Así como lo maté, así lo enterraré. Y aunque no haya muchas lágrimas por él en mi casa, sin duda, cuando llegue a las moradas de los muertos, su hija Ifigenia, a la que él amaba, saldrá a su encuentro, le abrazará y le dará besos: tan querido padre fue para ella.

Y mientras hablaban así, salió el príncipe Egisto, con su guardia a su alrededor, jactándose de que ahora los agravios a su padre Tiestes habían sido vengados. Entonces se encendió de nuevo la contienda dialéctica, pues los ancianos reprochaban al príncipe que era un traidor por haberse aliado a una mujer traidora contra su señor el rey; y también cobarde y vil, por no haberse atrevido a realizar él mismo el crimen, sino haberlo dejado en manos de una mujer. Profetizaron asimismo que Orestes acudiría a llevar a cabo el justo juicio de los dioses sobre los que habían matado a su padre. Y el príncipe no soportó oír tales palabras, sino que amenazó con prisiones y encarcelamientos.

Así estuvo a punto de comenzar una nueva contienda, pues Egisto llamó a sus guardias, y los ancianos habrían despertado a los ciudadanos, pero la reina, que deseaba que no hubiera más derramamiento de sangre, habló y aplacó la ira del príncipe, diciendo:

—No hagas caso de lo que dicen estos charlatanes. Tú y yo somos ahora rey y reina de este lugar y pondremos todo en orden según nuestro designio.

Así pues, los dos vivieron juntos durante un tiempo con gran orgullo y alegría; pero la sangre clamó contra ellos desde la tierra, y los dioses no los perdonaron.

«El «Agamenón» de Esquilo para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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