Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Cuando los dos hermanos, hijos del rey Edipo, cayeron cada uno a manos del otro, el reino pasó a su tío Creonte, pues no solo era el pariente más cercano de los muertos, sino que el pueblo lo honraba porque su hijo Meneceo se había ofrecido de buen grado para liberar a su ciudad del cautiverio. Cuando Creonte subió al trono, hizo una proclama sobre los dos príncipes, ordenando que enterrasen a Etéocles con todos los honores, ya que había muerto como se consideraba de un hombre bueno y valiente, luchando por su patria para que no cayera en manos del enemigo; pero, en cuanto a Polinices, ordenó que dejaran que su cuerpo fuera devorado por las aves del cielo y las bestias del campo porque se había unido al enemigo y habría derribado los muros de la ciudad y quemado los templos de los dioses y tomado cautivo al pueblo. También ordenó que quien rompiere su decreto debía sufrir la muerte por lapidación.
Antígona, que era hermana de los dos príncipes, se enteró de que se había promulgado el decreto y, al encontrarse con su hermana Ismene ante las puertas del palacio, le dijo:
—Hermana mía, ¿has oído el decreto que ha promulgado el rey sobre la muerte de nuestros hermanos?
—No he oído nada, hermana mía —respondió Ismene—, solo que hemos perdido a nuestros dos hermanos en un solo día, y que el ejército de los argivos ha partido en esta noche que ya ha pasado. Eso sé, pero nada más.
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—Escucha, pues. El rey Creonte ha proclamado que Se entierre a Etéocles con todos los honores, pero que Polinices yacerá insepulto para que las aves del cielo y las bestias del campo lo devoren; y que quien quebrante este decreto sufrirá la muerte por lapidación.
—Pero si es así, hermana mía, ¿cómo pretendes que lo cambiemos?
—Piensa si quieres o no compartir conmigo la consumación de este acto.
—¿Qué acto? ¿Qué quieres decir?
—Rendir el debido honor a este cadáver.
—¿Qué? ¿Lo enterrarás cuando el rey lo ha prohibido?
—Sí, pues es mi hermano y también el tuyo, aunque tal vez no lo quieras así. Yo no le traicionaré.
—Hermana mía, ¿lo harás cuando Creonte te lo ha prohibido?
—¿Por qué habría de interponerse entre yo y los míos?
—Pero piensa ahora qué penas han caído sobre nuestra casa, pues nuestro padre pereció miserablemente, habiéndose sacado primero los ojos; y nuestra madre se ahorcó con sus propias manos; y nuestros dos hermanos cayeron en un mismo día, cada uno por la lanza del otro; y ahora solo quedamos nosotras dos. ¿Y no caeremos en una destrucción peor que ninguna si transgredimos estos mandatos del rey? Piensa, además, que somos mujeres y no hombres, y que debemos necesariamente obedecer a los más fuertes. Por tanto, en cuanto a mí, rogaré a los muertos que me perdonen, al verme así limitada; pero obedeceré a los que mandan.
—Te aconsejo en contra, y, si así piensas, no te tendría por ayudante. Pero has de saber que enterraré a mi hermano, y que no podría morir por mejor causa que por haber hecho semejante obra; porque, así como él me amó, yo también lo amo mucho. ¿Y no he de complacer más a los muertos que a los vivos, ya que permaneceré con los muertos para siempre? Pero tú, si quieres, deshonra las leyes de los dioses.
—No las deshonro, solo que no puedo oponerme a los poderes…
—Que así sea, pero yo enterraré a mi hermano.
—¡Oh, hermana mía, cuánto temo por ti!
—Teme por ti: tu propia suerte necesita toda tu preocupación.
—Al menos tendrás un plan, y no dirás nada a nadie.
—En absoluto. No lo ocultes: te despreciaré más si no lo proclamas en voz alta a todos.
Partió, pues, Antígona, y al cabo de un rato llegó al mismo lugar el rey Creonte, vestido con sus ropas reales y con el cetro en la mano, y expuso su dictamen a los ancianos que estaban reunidos: cómo había tratado a los dos príncipes según su merecimiento, dando todo el honor al que amaba a su patria y dejando al otro insepulto. Y les ordenó que se esforzaran por que se cumpliera este decreto, diciendo que también había designado a ciertos hombres para que vigilaran el cadáver.
Pero apenas hubo dejado de hablar, se acercó uno de esos mismos vigilantes y dijo:
—No he venido aquí a toda prisa, oh, rey: es más, dudé mucho, mientras aún estaba en camino, si no debería volverme, porque pensaba: «Necio, ¿por qué vas adonde sufrirás por ello?»; pero enseguida pensaba: «Necio, el rey oirá el asunto en otra parte, y entonces… ¿no será peor para ti?». Y al fin vine como me había propuesto, pues sé que nada puede sucederme en contra del destino.
—Pero habla —dijo el rey—: ¿qué te preocupa tanto?
—Primero escucha mi alegato. Yo no he hecho nada, ni sé quién lo ha hecho, y sería un gran agravio si me viera en apuros por semejante causa.
—Haces un largo preámbulo con excusas, pero aún tienes, según deduzco, algo que contar.
—El miedo, mi señor, siempre causa demora.
—¿No me dirás las noticias y te marcharás?
—Las diré. Has de saber, pues, que alguien ha echado tierra sobre el cadáver, y ha hecho además todo lo apropiado para el entierro.
—¿Qué dices? ¿Quién se ha atrevido a hacer tal cosa?
Histori(et)as de griegos y romanos

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—Eso no lo sé, pues no había ninguna marca de pala o pico, ni se había removido la tierra, ni había pasado carro alguno por allí. Nos quedamos muy consternados cuando el centinela nos lo mostró, pues no podíamos ver el cuerpo. No estaba enterrado, sino cubierto de tierra. Tampoco había señal alguna de bestia salvaje o de perro que lo hubiera lacerado. Entonces surgió una disputa entre nosotros, cada uno culpando al otro y acusando a sus compañeros, y negando él mismo haber cometido el hecho o estar al tanto del mismo. Y sin duda habríamos llegado a las manos, pero uno dijo una palabra que nos hizo temblar a todos de miedo, sabiendo que debía ser como él decía; y es que dijo que había que relatarte el suceso, y que de ningún modo podíamos ocultarlo. Así pues, lo echamos a suertes, y por mala fortuna la misión recayó sobre mí. Por eso estoy aquí, no de buena gana, pues nadie ama al que trae malas noticias.
Entonces dijo el jefe de los ancianos:
—Reflexiona, oh, rey, pues tal vez esto venga de los dioses.
—¿Piensas que los dioses se preocupan por alguien como este muerto —exclamó el rey—, que habría quemado sus templos y asolado la tierra que amamos y subvertido las leyes? En absoluto. Pero hay hombres en esta ciudad que me tienen animadversión desde hace mucho tiempo, pues no se someten a mi yugo y han persuadido a estos hombres con dinero para que hagan tal acto. Ciertamente nunca hubo cosa tan mala como el dinero, que hace de las ciudades montones ruinosos y destierra a los hombres de sus casas y desvía sus pensamientos del bien al mal. Pero en cuanto a los que han cometido esta acción a sueldo desde luego no escaparán, porque te digo, compañero, que, si no traes aquí ante mis ojos al hombre que hizo esta cosa, te colgaré vivo. Así aprenderéis que el dinero obtenido injustamente no aprovecha al hombre.
Partió, pues, el guardia; pero mientras se alejaba se dijo: «Quieran los dioses que se encuentre a ese hombre; pero, sea como fuere, no se me volverá a ver en una misión como esta, pues incluso ahora he escapado más allá de toda esperanza».
No obstante, al cabo de un rato regresó con uno de sus compañeros llevando consigo a la joven Antígona con las manos atadas. Al mismo tiempo, el rey Creonte salió del palacio. Entonces el guardia le contó lo sucedido, diciendo:
—Quitamos la tierra del cadáver y nos sentamos a observar. Y cuando ya era mediodía y el sol estaba en su apogeo, vino un torbellino sobre la llanura que levantó una gran polvareda; y cuando hubo pasado, miramos, y he aquí que la doncella que hemos traído estaba de pie junto al cadáver. Y cuando vio que yacía desnudo como antes, lanzó un grito muy amargo, como el de un pájaro cuyas crías han sido arrebatadas del nido. Luego maldijo a los que habían hecho aquello, cogió tierra y la esparció sobre el muerto, y le echó agua tres veces. Entonces corrimos y la agarramos y la acusamos de haber cometido el acto, y ella no lo negó. En cuanto a mí, me alegro de haber escapado de la muerte, pero me aflijo por conducir amigos a la misma. Sin embargo, sostengo que no hay nada más querido para un hombre que su propia vida.
Entonces el rey dijo a Antígona:
—Dime en una palabra: ¿conocías mi decreto?
—Lo conocía. ¿No estaba claramente anunciado?
—¿Cómo te atreviste a transgredir las leyes?
—Zeus no hizo tales leyes, ni la Justicia que mora con los dioses inferiores. No juzgué que tus decretos tuvieran tanta autoridad como para que un hombre transgrediera por ellos los firmes mandamientos no escritos de los dioses, pues estos ciertamente no son de hoy ni de ayer, sino que viven para siempre, y nadie conoce su principio. ¿Debería, por temor a ti, ser hallada culpable contra ellos? Sabía que moriría. ¿Por qué no? Todos los hombres deben morir. Y si muero antes de tiempo, ¿cuál es la pérdida? Quien vive entre muchas penas, como yo he vivido, considera ganancia el morir. Pero si hubiera dejado insepulto al hijo de mi propia madre, eso sí que habría sido una pérdida.
—Pensamientos tan obstinados tienen pronta caída —replicó el rey—, y se quiebran como el hierro que se ha endurecido en el horno. Y en cuanto a esta mujer y a su hermana (pues juzgo que su hermana ha tenido parte en este asunto), aunque eran más cercanas a mí que toda mi familia, no escaparán al destino de la muerte. Que alguien traiga aquí a la otra mujer.
Y mientras iban a buscar a la doncella Ismene, Antígona dijo al rey:
—¿No te basta con matarme a mí? ¿Qué más hay que decir? Pues tus palabras no me agradan a mí, ni las mías a ti. Sin embargo, ¿qué cosa más noble podría haber hecho que enterrar al hijo de mi propia madre? Y eso mismo dirían todos los hombres si el miedo no les cerrara la boca.
—No —dijo el rey—, ninguno de los hijos de Cadmo piensa así, sino solo tú. Pero, espera, ¿el que cayó en batalla junto al hombre en cuestión no era también tu hermano?
—Sí, sí que era mi hermano.
—¿Y no lo deshonras cuando honras a su enemigo?
—El muerto no diría eso, si pudiera hablar.
—¿Ha de tener entonces el malvado el mismo honor que el bueno?
—¿Cómo sabes que tal honor agrada a los dioses de abajo?
—No siento amor por aquellos a los que odio, aunque estén muertos.
—De odiar no sé nada: me basta con amar.
—Si quieres amar, ama a los muertos. Pero mientras yo viva ninguna mujer me dominará.
Entonces los que habían sido enviados a buscar a la joven Ismene la sacaron del palacio. Cuando el rey la acusó de haber sido partícipe del hecho, ella no lo negó, sino que quiso compartir su destino con su hermana. Sin embargo, Antígona se apartó de ella, diciendo:
—No es así: tú no tienes parte ni suerte en el asunto, porque tú has elegido la vida, y yo he elegido la muerte. Así ha de ser.
Y cuando Ismene vio que no lograba nada con su hermana, se volvió al rey y le dijo:
—¿Matarás a la prometida de tu hijo?
—Sí —dijo él—: ya encontrará a otra.
—Pero ninguna —respondió ella—, que concuerde tan bien con él.
—No quiero una esposa nociva para mis hijos —dijo el rey.
—¡Oh, Hemón, mi amor, cómo te ha agraviado tu padre! —exclamó Antígona.
El rey ordenó a los guardias que condujeran a las dos al palacio. Apenas se habían ido cuando llegó al lugar el príncipe Hemón, hijo del rey, que estaba prometido con Antígona. Al verlo, el rey le dijo:
—¿Estás conforme, hijo mío, con el juicio de tu padre?
—Padre mío, yo seguiría tus consejos en todo.
—Bien dicho, hijo mío —respondió el rey—. Esto es algo deseable: que un hombre tenga hijos obedientes. Pero si no es así, el hombre se crea un gran problema y sirve de burla para aquellos que le odian. Y ahora, en cuanto a este asunto… No hay nada peor que una mala esposa. Por eso digo que esta joven se case con un novio entre los muertos, pues, ya que la he encontrado, la única entre todo el pueblo, quebrantando mi decreto, sin duda morirá. Y en cuanto a la obediencia, esto es lo que hace que una ciudad se mantenga en pie tanto en la paz como en la guerra.
—Lo que dices, padre mío, no lo juzgo —respondió el príncipe Hemón—; pero recuerda que yo veo y oigo en tu nombre lo que te es oculto, porque los hombres comunes no pueden resistir tu mirada si dicen lo que no te agrada, pero yo lo oigo en secreto. Has de saber, pues, que toda la ciudad llora por esta joven, diciendo que muere injustamente por una acción muy noble, al enterrar a su hermano. Y es bueno, padre mío, que no te obstines en tus propios pensamientos, sino que escuches los consejos de los demás.
—No —dijo el rey—. ¿Me va a enseñar a mí un jovenzuelo como tú?
—Te ruego que consideres mis palabras, si son buenas, y no mis años.
—¿Acaso está bien honrar a los que delinquen? ¿Y no ha delinquido esta mujer?
—El pueblo de esta ciudad no lo juzga así.
—¿El pueblo, dices? ¿Les corresponde gobernar a ellos o a mí?
—Ninguna ciudad es posesión de un solo hombre.
Así respondieron el uno al otro, y su cólera se encendió. Y al fin el rey gritó:
—Traed a esta mujer maldita y matadla ante los ojos de este.
—Eso nunca lo harás —respondió el príncipe—; y que sepas también que no volverás a ver mi rostro. —Y se marchó furioso.
Los ancianos quisieron apaciguar la ira del rey, pero este no quiso escucharlos, sino que dijo que las dos doncellas debían morir.
—¿Las matarás a las dos? —dijeron los ancianos.
—Ah, bien decís —respondió el rey—: a la que no se entrometió en el asunto no le haré daño.
—¿Y qué harás con la otra?
—Hay un lugar desolado, y allí la encerraré viva en un sepulcro, pero tras darle la suficiente comida como para que no pueda atribuírsenos su muerte, pues no quiero que la ciudad quede mancillada. ¡Que persuada allí a la Muerte, a quien tanto ama, para que no le haga daño.
Así pues, los guardias se llevaron a Antígona para encerrarla viva en el sepulcro. Apenas habían partido, cuando llegó el viejo adivino Tiresias en busca del rey. Era ciego, de modo que un muchacho lo llevaba de la mano; pero los dioses le habían dado el don de ver las cosas futuras. Cuando el rey lo vio, le preguntó:
—¿Qué se te ofrece, sabio entre los hombres?
—Escucha, rey, y te lo contaré —respondió el adivino—. Me senté en mi silla, según mi costumbre, en el lugar donde acuden toda clase de aves. Y mientras estaba sentado oí un grito de aves que yo no conocía, muy extraño y lleno de ira, y supe que se cizañaban y se mataban unas a otras, porque oí el feroz batir de sus alas. Tuve miedo y pregunté cómo ardía el fuego sobre los altares, y este muchacho (pues, así como yo soy guía de otros, él me guía a mí) me dijo que no brillaba en absoluto, sino que humeaba y estaba apagado, y que la carne que se quemaba en el altar chisporroteaba en la llama y se consumía en corrupción y suciedad. Y ahora te digo, oh, rey, que la ciudad está turbada por tus malos designios, porque los perros y las aves del cielo desgarran la carne de este hijo muerto de Edipo, a quien no permites que reciba la debida sepultura, y la llevan a los altares, contaminándolos con ella. Por eso los dioses no reciben de nosotros oración ni sacrificio, y el grito de los pájaros tiene un sonido maligno, porque están llenos de la carne de un hombre. Por lo tanto, te pido que actúes sabiamente antes de que sea demasiado tarde, porque todos los hombres pueden errar, y el que no mantiene su necedad, sino que se arrepiente, hace bien; pero la obstinación acarrea grandes problemas.
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—Anciano, conozco bien la raza de los adivinos: ¡cómo vendéis vuestro arte por oro! Pero digas lo que digas, este hombre no tendrá sepultura; sí, aunque las águilas de Zeus lleven su carne al trono de su señor en el cielo, no la tendrá.
Y cuando el adivino volvió a hablar, rogándole y advirtiéndole, el rey le respondió de la misma manera: que no hablaba honestamente, sino que había vendido su arte por dinero. Pero al fin Tiresias habló con gran ira, diciendo:
—Has de saber, oh, rey, que, antes de que pasen muchos días, pagarás vida por vida, incluso con uno de tus propios hijos, por aquellos con quienes has tratado injustamente, encerrando a los vivos con los muertos y apartando a los muertos de aquellos a quienes pertenecen. Por tanto, las furias te acechan, y tú verás si digo estas cosas por dinero o no; porque habrá luto y lamentaciones en tu propia casa, y contra tu pueblo se alborotarán todas las ciudades, cuyos hijos has hecho yacer insepultos. Y ahora, muchacho, condúceme a casa, y que este hombre se enfurezca contra los que son más jóvenes que yo.
Partió, pues, el profeta, y los ancianos, muy asustados, dijeron:
—Ha dicho cosas horrendas, oh, rey; nunca, desde que nuestros blancos cabellos eran negros, le hemos conocido decir algo falso.
—Así es —dijo el rey—, y estoy turbado de corazón, y sin embargo me resisto a apartarme de mi propósito.
—Rey Creonte —dijeron los ancianos—, necesitas un buen consejo.
—¿Qué habríais hecho entonces?
—Liberar a la doncella del sepulcro y dar sepultura a este muerto.
Entonces el rey gritó a los suyos que llevaran palancas con las que aflojar las puertas del sepulcro, y se apresuró con ellos al lugar. Al llegar de camino al cuerpo del príncipe Polinices, lo alzaron, lo lavaron, enterraron lo que quedaba de él y levantaron sobre las cenizas un gran montículo de tierra.
Hecho esto, se acercaron al lugar del sepulcro; y mientras se acercaban, el rey oyó dentro una voz muy lastimera, y supo que era la voz de su hijo. Entonces ordenó a sus ayudantes que abrieran la puerta a toda prisa; y cuando la hubieron abierto, contemplaron dentro un espectáculo lamentable, porque la joven Antígona se había ahorcado con el cinto de lino que llevaba, y el joven príncipe Hemón estaba de pie abrazando el cadáver. Cuando el rey lo vio, le gritó que saliera; pero el príncipe lo miró con furia y no le respondió ni una palabra, sino que desenvainó su espada de doble filo. Entonces el rey, pensando que su hijo estaba decidido a matarlo, retrocedió de un salto, pero el príncipe se clavó la espada en el corazón y cayó al suelo con la doncella muerta en los brazos.
Cuando llevaron las noticias de estas cosas a la reina Eurídice, que era la esposa del rey Creonte y madre del príncipe, ella no pudo soportar el dolor de ser así despojada de sus hijos, por lo que echó mano de una espada y se suicidó con ella.
Así pues, la casa del rey Creonte quedó desolada aquel día, todo porque había despreciado las ordenanzas de los dioses.
«La «Antígona» de Sófocles para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com