A continuación tienes la transcripción (revisada y algo modificada) de Lucio, o el asno de Luciano de Samósata, de la mano de Federico Baráibar y Zumárraga (1851-1918); más información.

Nota del traductor. Se ha puesto en duda la autenticidad de esta obra, pero el estilo, la gracia y el chiste característicos de Luciano campean en toda ella. El asunto parece tomado de una de las llamadas fábulas milesias, cuentos llenos de licenciosidad, de que algunos pasajes de El asno ofrecen buen ejemplo. Se ha sostenido también la opinión de que Luciano se propuso en esta obra mofarse de las supersticiones griegas y parodiar, acaso, alguna historia compuesta por Lucio de Patras, protagonista de la narración. Apuleyo imitó esta obra en su Asno de oro, cuyo episodio de los amores de Psique y Cupido ha dado tanta materia a las bellas artes.
1] Iba en cierta ocasión a Tesalia: tenía que arreglar en ella un asunto de mi padre con un hombre de aquel país. Un caballo me llevaba a mí y mi equipaje: me acompañaba un esclavo. Seguía el camino ordinario: encontré en él otros que iban a Hipata, ciudad de Tesalia, de donde eran. Hicimos el viaje en compañía y, vencida la pesadez del camino, nos hallábamos junto a la ciudad. Pregunté a mis tesalios si conocían a un vecino de Hipata llamado Hiparco. Le llevaba una carta para alojarme en su casa.
Me dijeron que lo conocían; me dieron las señas de su casa y noticia de que era hombre de dinero, aunque por su extremada avaricia solo mantenía a su mujer y a una criada. Al acercarnos a la ciudad, vimos un jardín y una casita de buen aspecto donde vivía Hiparco.
2] Se despiden mis compañeros y se van: yo me acerco y llamo a la puerta; aunque con dificultad y tarde, me oye una mujer, y sale a recibirme.
—¿Está en casa Hiparco? —pregunto.
—Está —responde—; pero ¿quién eres, y a qué vienes?
—Le traigo una carta de Decriano, sofista de Patras.
Nota del traductor. Patras, ciudad de Acaya; conserva su antiguo nombre.
—Espera aquí —dice y, cerrando la puerta, vuelve al interior.
Sale de nuevo y me manda entrar. Lo hago, saludo a Hiparco y le entrego la carta. Precisamente se disponía a comer y estaba reclinado en un angosto lecho; la mujer sentada a su lado, y ante ellos la mesa
aún vacía. Así que ve la carta, exclama:
—Decriano es para mí el mejor y más cariñoso de los griegos al enviarme con toda confianza a uno de sus íntimos; pequeña es mi casita, como ves, aunque bastante para mí: tú la harás grande si aceptas benévolamente mi hospitalidad.
Llama enseguida a la criada y le dice:
—Palestra, da un cuarto a mi compañero; pon en él su equipaje, si lo trae, y llévalo al baño: su viaje no ha sido corto.
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3] La criada me lleva a un aposento muy lindo y me dice:
—Tú dormirás en este lecho; a tu criado le pondré aquí una cama con su cabezal.
Dicho esto, salimos a bañarnos y le di con qué comprar cebada para el caballo. Ella coloca en la casa todos nuestros avíos. Lavados ya, entramos en la sala. Hiparco me abraza y me coloca a su lado. La comida era regular, y el vino, agradable y añejo. Después de comer bebimos y hablamos, como es costumbre al obsequiar a un huésped. Por fin, después de pasada la tarde en beber, vamos a acostarnos.
Al día siguiente me pregunta Hiparco si pensaba continuar mi viaje o detenerme todo el tiempo en su casa.
—Pienso ir a Larisa —le digo— y parar aquí de tres días a cinco.
4] Esto era ficción: mi intento era detenerme para satisfacer mi vehemente deseo de hallar alguna mujer perita en artes mágicas y ver algún prodigio, hombre volando o hecho piedra. En busca de este espectáculo vagaba por la ciudad; no sabía cómo conseguir mi objeto, pero seguía andando.
En esto veo acercarse a una mujer, joven todavía y bien acomodada, a juzgar por su atavío y séquito: vestidos bordados, numerosa servidumbre y oro sin tino. Al acercarme más, me saluda y le contesto.
—Soy Abrea —me dice—, la mejor amiga de tu madre, como ya ha habrás oído, y os quiero a sus hijos como si fueseis míos. ¿Por qué no te vienes a casa?
—Mil gracias —respondo—; me parece mal abandonar, sin razón, la casa en que me hospedo. Si no, queridísima mía, iría a la tuya gustoso.
—¿Pues dónde te alojas?
—En casa de Hiparco.
—¡Cómo! ¿De ese avaro?
—No digas tal, madre. Conmigo ha sido espléndido y suntuoso: de pródigo pudiera acusársele.
Ella, sonriéndose y llevándome aparte me dice:
—Cuidado, mucho cuidado con la mujer de Hiparco: es una hechicera perversa y lasciva que echa ojo a todos los mozos; al que no la complace, lo castiga con sus filtros: a muchos ha cambiado ya en animales, y a otros los ha matado. Tú, hijo mío, eres joven; tu hermosa presencia no dejará de agradarla; y como extranjero, te tratará sin peligro a su antojo.
5] Sabiendo que en casa tenía lo que buscaba tanto, no la escucho más. Me separo de ella en cuanto puedo y vuelvo a mi hospedaje, diciéndome de camino estas palabras: «¿No decías que deseabas contemplar ese maravilloso espectáculo? ¡Ánimo, pues! A inventar algo para lograr el intento. Corteja a la criada (el ama debe ser respetada como mujer de un amigo): acaríciala, anda con ella, y entre abrazo y abrazo sin dificultad averiguarás lo que quieras; los criados y saben lo bueno y lo malo de los amos».
Hablándome así, entré en la casa: no estaban Hiparco ni su mujer; solo Palestra, cerca del hogar, preparaba la cena.
6] Al punto le digo:
—¡Con qué garbo, hermosa Palestra, mueves y revuelves a un tiempo la olla y las caderas! Mis lomos se remueven a la par de esa salsa. ¡Feliz quien llegue a mojar en ella un dedo!
La muchacha, que era graciosa y resuelta, responde
—Mozo gentil, evítala si eres cuerdo y estás a bien con la vida: todo aquí es humo y fuego. Con solo que lo toques, te me quedas clavado ahí con una quemadura, que nadie, ni el dios médico, te la puede curar, como no sea yo que te la he hecho. Pero lo más extraño es que yo aumentaré tu mal y exacerbaré tu dolor al pretender curarte, y tú, así te ahuyenten a pedradas, no querrás apartarte del dulce daño. Te ríes, ¿eh? Pues ten entendido que soy una perfecta guisadora de hombres; y no aderezo solo viandas comunes y vulgares, sino que, como encuentre un joven alto y guapo, lo degüello, lo despellejo y lo hago tajaditas: las entrañas y el corazón son lo que más me gusta.
—Tienes razón —le dije—, pues sin acercarme a ti no solo me has quemado, sino que me has encendido todo el cuerpo: tu invisible llama, entrándome por los ojos, penetra hasta la médula de mis huesos. Me abrasas aunque no te he ofendido. Cúrame, por los dioses: cúrame con las amargas y dulces medicinas de que hace poco hablabas. Cógeme, degüéllame y despelléjame a tu gusto.
Palestra soltó una sonora y amable carcajada y se me entregó desde aquel momento. Convinimos en que, cuando dejase a sus dueños acostados, vendría a dormir conmigo.
7] Llega entonces Hiparco: vamos al baño; cenamos y menudean de sobremesa las libaciones; me levanto fingiendo sueño y me voy a mị cuarto.
Todo estaba bien dispuesto: la cama de mi criado, fuera; junto a la mía, una mesa con una copa: vino preparado y agua caliente y fría. Palestra lo había dispuesto todo. En mi lecho había un sinfín de rosas: unas sueltas, otras deshojadas, otras entrelazadas en guirnaldas vistosas. Yo, que hallé preparado el festín, esperaba ya al convidado.
8] Después de acostar a su señora, viene sin perder tiempo Palestra. Nos regalamos mutuamente con vino y besos.
El resto del parágrafo 8 y los 9 y 10 completos quedaron censurados.
11] En estas luchas de amor pasábamos las noches, otorgándonos premios: tan grande era el placer que olvido por completo la expedición a Larisa. No descuido, sin embargo, el motivo de mis luchas y digo a la Palestra:
—Enséñame, querida, a tu ama haciendo encantamientos y cambiando de forma: ganas tengo hace mucho de ver tan sorprendente espectáculo. O mejor, hazlos tú, si lo sabes, y transfórmate a mi vista. Creo que no ignorarás esa ciencia, y lo creo no por haberlo oído, sino por experiencia propia; yo, según las mujeres, era un duro diamante: jamás había mirado con amor a ninguna: y tú me tienes cautivo con tus artes, con el alma encadenada en la guerra amorosa.
—Basta de burlas —me responde Palestra—. ¿Qué conjuro pudiera encantar al amor, maestro señor de los encantamientos? Yo, dulce amigo, nada entiendo de eso: lo juro por tu cabeza y por ese delicioso lecho; ni aun he aprendido a leer, y mi ama guarda bajo siete llaves su ciencia. Mas, si hay ocasión, procuraré que la veas cuando se transforme.
Dicho esto, nos dormimos.
12] Pocos días después, Palestra me advierte de que su ama va a transformarse en ave para ir en busca de su amante.
—Esta es la ocasión —le digo— de hacerme el favor que te pedí y de satisfacer la curiosidad de tu amigo.
—No temas —me responde.
A la noche me coge de la mano, me lleva a la puerta del aposento en que dormían sus señores y me manda mirar por una rendija lo que pasaba dentro. Veo que la mujer se desprende del vestido. Una vez desnuda, se acerca a la lámpara, pone en ella dos granos de incienso y, mientras se queman, dirige a la luz una infinidad de palabras.
Abre luego un cofrecillo donde había muchos botes y toma uno que contenía algún líquido. No sé a punto fijo lo que sería, pero el aspecto era de aceite. Saca cierta cantidad de este líquido y se unge toda, principiando por la punta de las uñas.
Le brotan alas enseguida; la nariz se le hace córnea y adunca; y así en todo lo que es característico de un ave, metamorfoseándose en perfecto cuervo nocturno. En cuanto se ve con plumas, lanza un terrible graznido como el de los cuervos de noche, y vuela por la ventana.
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13] Yo creía que aquello lo veía en sueños, y me restregaba los párpados sin poder dar crédito a mis ojos y sin saber si efectivamente veían y estaban despiertos. Cuando me convenzo de que no estaba durmiendo, ruego a Palestra que me haga brotar alas y que me permita volar frotado con aquel unto.
Quería averiguar experimentalmente si la conversión en ave trascendía también al espíritu. Abre ella sigilosamente el aposento y me trae un botecillo. Me desnudo a toda prisa y me unjo todo el cuerpo.
Pero, ¡pobre de mí!, no me transformo en ave: me sale por detrás una cola; desaparecen, no sé cómo, todos mis dedos; mis uñas se reducen a cuatro, y son cascos, no uñas; mis pies y mis manos se convierten en patas; se me alargan las orejas, y se me ensancha el rostro.
En fin, mirándome por todas partes, veo que soy un asno, y que hasta la voz humana me falta para quejarme de Palestra. Alargando el belfo inferior, mirando oblicuamente a la manera de los asnos, le preguntaba como podía por qué me había transformado en pollino y no en ave.
14] Ella, golpeándose el rostro con ambas manos, exclama:
—¡Triste de mí! ¿Qué es lo que he hecho? En mi precipitación me he equivocado con el parecido de los botes y he cogido uno distinto del que hace salir alas. Pero tranquilizate, queridísimo; el remedio es muy fácil: en cuanto comas rosas, dejarás de ser asno y me devolverás a mi amante. Quédate esta noche no más convertido en asno; mañana en cuanto amanezca correré a traerte rosas, las comerás y quedarás curado.
Al decir esto, me pasaba la mano por las orejas y el resto del cuerpo.
15] En todo tenía yo el aspecto de un asno; pero respecto a la inteligencia y al pensamiento continuaba siendo Lucio, un hombre, menos en el don de la palabra. Diciendo en mi interior mil pestes contra Palestra y su falta, me voy, mordiéndome los labios, a donde estaban mi caballo y un asno verdadero de Hiparco.
Al sentirme entrar, temerosos de que les quite parte del heno, bajan las orejas y se disponen a molerme el vientre a coces. Al observar su actitud, me coloco lejos del pesebre y me echo a reír; mi risa es un rebuzno. Mientras tanto, me digo:
—¡Maldita curiosidad! ¿Qué sería de mí si entrase un lobo u otro feroz carnívoro? Corro peligro, sin culpa, de ser hecho pedazos.
Así pensaba, ignorando, ¡infeliz!, el mal que se me venía encima.
16] Estaba muy entrada la noche, el silencio era profundo, y el sueño, dulce, cuando se oye por fuera del muro un ruido como si lo horadasen, y así era
en efecto.
Ya habían practicado una brecha por la cual podía pasar una persona. Entra enseguida un hombre y luego otro. Se reúnen muchos, todos con espadas. Atan en sus aposentos a Hiparco, a Palestra y a mi criado, saquean sin temor toda la casa y se llevan dinero, ropas y muebles.
Cuando ya nada queda dentro, nos cogen a mí, al otro asno y al caballo, nos ponen unas albardas y cargan sobre nosotros todo lo robado. Cuando ya no podemos con el peso, nos arrean a palos hacia el monte para huir por caminos poco frecuentados.
No sé lo que sufrirían los otros jumentos, pero yo, sin costumbre de andar descalzo y sobre guijarros agudos y con tanta carga, me sentía morir: tropezaba a cada instante y ni me dejaban caer, pues uno de los ladrones me majaba a palos los lomos y las nalgas. A menudo quería gritar «¡Oh, César!», pero solo daba un rebužno; el «Oh» resultaba claro y estentóreo, pero el «César» no salía.
Esto mismo me valía muchos golpes, porque mi rebuzno los delataba. Comprendiendo la inutilidad de mis gritos, resuelvo callarme para ahorrarme palos.
17] En esto clareaba ya, y habíamos franqueado montes muy altos. Como nos habían atado la boca con un cabestro para que no nos retrasásemos comiendo hierba en la huida, continúo siendo asno.
Al mediodía llegamos a un corral habitado por amigos de los ladrones, según daba a entender el recibimiento. Se saludan unos a otros afectuosamente, y los dueños les ruegan que descansen.
Les sirven la comida, y a nosotros, las bestias, nos echan cebada. Comen los otros jumentos, y yo ayuno miserablemente. Como jamás había probado cebada cruda, miraba qué comería. Veo detrás del patio un huerto con muchas y buenas hortalizas y al fin de él unas rosas.
Sin ser visto por nadie de la casa, pues todos estaban distraídos con la comida, salgo al huerto para atracarme de hortalizas crudas y para comer rosas. Creía que en cuanto las comiese volvería a ser hombre.
Entro, pues, en el cercado y me lleno de lechugas, rábanos, apios, hortalizas que los hombres comen crudas; pero las rosas no eran tales rosas, sino flores del laurel silvestre, llamado laurel rosa, pienso nocivo a asnos y a caballos, pues dicen que cuantos lo comen mueren.
18] Pero el hortelano coge un garrote y entra en el huerto; ve al enemigo y el destrozo de verduras y, como severo preboste que sorprende a un ratero, me muele a palos, sin respetarme piernas ni ijares, quebrándome las orejas y machacándome la cara.
No pudiendo sufrir más, le doy un par de coces, lo tiendo boca arriba sobre sus legumbres y huyo hacia el monte. Al ver que me escapo, grita para que me azucen los perros, que eran muchos y grandes, capaces de habérselas con osos. Comprendo, por consiguiente, que si me cogen me despedazan.
Doy un pequeño rodeo y determino, conforme al refrán, correr hacia atrás antes que correr mal. Retrocedo, pues, y entro en la cuadra. Los que me habían echado los perros los recogen y los atan, y no cesan de apalearme hasta que vomito por abajo todas las hortalizas.
19] Llega la hora de marchar, y me cargan el mayor número posible de objetos robados, eligiendo también los de más peso. Partimos en esta disposición.
Desfallecido y agobiado por los palos y la carga, y destrozados los cascos por el camino, determino echarme y no levantarme, aunque me majen a golpes. Esperaba gran beneficio de esta resolución. Creía que, vencidos por mi tenacidad, repartirían mi carga entre el caballo y el mulo y me dejarían allí para comida de lobos, pero un genio enemigo, adivinando mi idea, la frustra por completo.
El otro asno, pensando quizá como yo, cae en el camino. Los ladrones tratan primero de levantarlo a palos; pero, no obedeciendo el infeliz, lo cogen unos por las orejas y otros por la cola y procuran ponerlo en pie. No consiguen nada: el animal permanece inmóvil como una piedra.
No hallando medio de levantarlo, deliberan entre sí, convienen en no perder trabajo y tiempo por un asno reventado, reparten su carga entre mí y el caballo, cogen a nuestro desdichado compañero de cautividad y transporte, le cortan los corvejones con sus cuchillos, y vivo todavía lo arrojan por un despeñadero. Cae bailando la danza de su muerte.
20] Viendo en mi compañero de viaje el resultado de mis propósitos, me decido a sobrellevar mi desgracia y a marchar con valor, en la esperanza de hallar alguna vez rosas y, con ellas, mi salvación. Había oído también a los ladrones que faltaba poco camino, y que nos iban a descargar en el próximo descanso.
Corremos, pues, con todos nuestros fardos y llegamos antes de anochecer a una casa. Dentro había una vieja y ardía un gran fuego. Los ladrones depositan en el interior cuanto habíamos traído. Preguntan entonces a la vieja:
—¿Cómo te estás sentada y no preparas la cena?
—Porque todo os lo tengo dispuesto —responde—: he preparado muchos panes, tinajas de vino añejo y carne de venado.
Ellos le dan las gracias; se quitan los vestidos, se ungen al lado del fuego, sacan agua caliente de una caldera, se la vierten por el cuerpo y toman este baño improvisado.
21] Poco después llegan muchos jóvenes con numerosos objetos, la mayor parte de oro y plata, vestidos e infinidad de adornos de mujer y de hombre.
Se unen a los otros; depositan dentro lo robado y se lavan por el mismo estilo. Sigue cena abundante y gran conversación de los bandidos. La vieja nos echa cebada a mí y al caballo: este, temeroso de que yo también coma, devora precipitadamente su pienso.
Pero yo, cuando veía que salía la vieja, comía de unos panes que había dentro. Al siguiente día, dejando solos a la vieja y a un muchacho, van los bandidos a sus faenas. Esta guardia exquisita me desesperaba; a la vieja no la temía y podía evitar que me viese, pero el muchacho era un zagalón de mirada torva, siempre con la espada en la mano, y siempre con la puerta cerrada.
22] Tres días después, a eso de media noche, vuelven los bandidos, no trayendo oro ni plata, ni cosa alguna, sino una joven núbil y hermosísima, la cual lloraba, se rasgaba los vestidos y se arrancaba los cabellos con la mayor desesperación. La hacen sentarse en una alfombra y le dicen que no tenga cuidado.
La vieja recibe orden de estar siempre a su lado, custodiándola. La joven no quería comer ni beber, y no hacía más que llorar y arrancarse el cabello: tanto, que yo, que estaba cerca de ella en mi pesebre, lloraba también.
Los ladrones cenaban fuera en el portal. Al amanecer, uno de los espías, enviado a reconocer los caminos, llega y les dice que va a pasar por allí un extranjero con rico equipaje.
Se levantan como están, cogen las armas, nos enalbardan a mí y al caballo y parten. Yo, ¡infeliz!, conociendo que voy a la guerra y al combate, avanzo con lentitud; esto me vale una paliza atroz.
Cuando llegamos al camino por donde el extranjero debía pasar, asaltan los ladrones sus carros, matan al viajero y a sus criados, cargan lo más precioso del equipaje sobre mí y el caballo y esconden lo demás, allí mismo, en el bosque.
Nos llevan después a la casa. Empujado y azotado por los palos, me clavo una aguda piedra en un casco y me hago una herida dolorosa que me obliga a continuar el camino cojeando. Los ladrones se dicen entonces:
—¿Por qué hemos de mantener un asno que se cae en todas partes? Echemos a rodar por esta peña el maldito animalejo.
—Sí, echémosle —añade otro—, y será la víctima expiatoria de nuestra banda.
Se dirigían ya en grupos hacia mí; pero, habiéndoles oído, empecé a trotar como si mi herida fuese de otro, quitándome el miedo a la muerte el dolor que sentía.
23] Cuando llegamos a nuestro hospedaje, nos quitan del lomo las cargas, las acomodan en lugar seguro y se ponen a comer. Al caer la noche, parten en busca de lo restante del robo.
—¿A qué llevamos este pobre borrico con un casco inútil? —dice uno—. Nosotros llevaremos parte de la carga, y lo demás, el caballo.
Marchan, pues, con el caballo. Era una noche de luna muy clara. «¡Desdichado!», me dije en mi interior. «¿Para qué permaneces aquí un instante más? Los buitres y los hijos de los buitres se te van a comer. ¿No has oído lo que piensan de ti? ¿Quieres ser despeñado? Es de noche; la luna está en todo su esplendor; ellos se han ido. ¡Huye de esos asesinos!».
Pensando en esto, observo que no estoy atado: la correa con que me llevaban estaba colgada en la pared. Esto me anima a escapar y salgo corriendo. Pero la vieja, viéndome dispuesto a huir, me agarra de la cola y se cuelga de ella.
Yo, creyéndome merecedor del despeñadero y de otras muertes si me dejo sujetar por la vieja, la arrastro. Ella llama en su ayuda a la joven secuestrada.
Acude la doncella y, viendo a la vieja pegada al asno como si fuese su cola, concibe un proyecto atrevido, propio de una joven desesperada: salta sobre mi lomo, se sienta y me talonea.
Aguijoneado a la vez por mi deseo de huir y por el taloneo de la joven, rompo a galopar como un caballo. La vieja queda lejos de nosotros. La doncella pedía a los dioses que la salvasen, y me decía:
—Si me llevas a casa de mi padre, hermosísimo asno, no trabajarás nunca, y te daré todos los días un medimno de cebada.
Por mi parte, huyendo de mis propios verdugos y esperando cuidado y asistencia si salvaba a la hermosa, corro sin acordarme de la herida.
24] Al llegar a un sitio en que el camino se dividía en tres, tropezamos con nuestros enemigos que volvían. Distinguen ellos, desde lejos, a la luz de la luna, a sus míseros cautivos. Corren a nosotros, me cogen y dicen:
—Bella y virtuosa doncellita, ¿adónde vas, infeliz, a hora tan avanzada de la noche? ¿No temes a los fantasmas? Vuelve con nosotros, que te llevaremos con tus padres.
Dicen esto con sonrisa sarcástica; me hacen dar la vuelta y retrocedemos. Me acuerdo entonces de mi pie y de mi herida, y cojeo.
—Ahora que te hemos cogido vuelve la cojera —me dicen—, pero, cuando querías huir, corrías más veloz que un caballo, como si tuvieras alas.
Todo esto, acompañado de palos; así es que sus advertencias me hicieron en el muslo una llaga. Volvemos a casa y encontramos a la vieja colgada con una cuerda de una roca: temiendo sin duda a sus dueños, por la fuga de la joven, se había ahorcado.
Los ladrones, admirando la probidad de la vieja, la sueltan y la arrojan a un precipicio sin quitarle la soga. Atan después a la joven; se ponen a cenar y prolongan mucho la sobremesa.
25] Discuten en tanto lo que habrán de hacer con la bella.
—¿Qué hacemos —dice uno de ellos— con nuestra fugitiva?
—¿Qué hemos de hacer —contesta otro—, sino enviarla a que haga compañía a la vieja? Ella nos ha quitado cuanto ha podido y habría revelado nuestra guarida. Bien sabéis, amigos, que, si consigue llegar a su casa, no queda vivo uno de nosotros: en un ataque preparado por nuestros enemigos, nos habría cogido. Justo es que nos venguemos de nuestra enemiga, pero no despeñándola, que es muerte muy pronta; inventemos algún suplicio larguísimo y cruel: así padecerá infinito hasta que muera.
Discurrían, pues, cómo matarla. Uno, por fin, dice:
—Sé que va a gustaros mi idea. Es preciso matar al asno, por flojo, fingidor de cojeras y cómplice y auxiliar de la fuga. Lo mataremos, por consiguiente, mañana temprano, lo abriremos en canal, le sacaremos los intestinos y meteremos en el hueco que dejen a esa buena persona, con la cabeza fuera del cadáver para que no se ahogue. El resto del cuerpo quedará dentro del asno. Luego la coseremos perfectamente y los echaremos fuera para comida de buitres, que nunca habrán tenido plato semejante. Considerad, compañeros, el horror de este suplicio: primero, ser encerrada dentro de un asno; después, cocerse a la par del cadáver bajo el ardiente sol del estío; luego, morir de hambre devoradora, sin poder precipitar la muerte. De lo que sufrirá con la fetidez del borrico en putrefacción y con el hormigueo de gusanos, excuso decir nada. En fin, los buitres llegarán hasta ella a través del asno, y acaso se la coman viva.
26] Todos gritan entusiasmados como si la abominable idea fuese la invención más preciosa. Yo gemía en mi interior, como quien va a ser degollado, sin la esperanza de yacer en paz después de muerto, sino destinado a ser tumba de aquella infeliz y ataúd de una inocente.
Clareaba ya, cuando cae de repente sobre los forajidos un buen golpe de soldados enviados contra ellos, y los encadenan para conducirlos al gobernador del territorio. Con la tropa venía el prometido de la joven, que era el que había descubierto la guarida.
Toma a su amada, la monta sobre mí y la lleva a su casa. Los aldeanos, aunque nos vieran de lejos, conocían el éxito feliz de la empresa por mis rebuznos que lo pregonaban. Salen, pues, a recibirnos, nos saludan y nos llevan adentro.
27] La joven me guarda todas las atenciones debidas al compañero de cautividad, al auxiliar de su fuga, al que había corrido con ella el peligro de ser asesinado. Mi señora me daba un medimno de cebada y heno suficiente para un camello.
Entonces maldecía como nunca a Palestra, porque me había convertido en asno y no en perro. Veía, en efecto, que los perros entraban cautelosamente en la cocina y se regalaban en grande con las viandas propias de boda entre ricos.
Días después de las bodas, habiendo dicho a su padre el ama joven el favor que me debía, y que deseaba corresponder justamente, mandó aquel que me dejasen suelto al aire libre y que paciese con los rebaños de yeguas.
—Estando libre —decía—, vivirá contento y las montará cuando quiera.
La recompensa no podía ser más justa, y un asno no hubiera sentenciado con más acierto. Llama, pues, a uno de los pastores y le ordena, con gran placer mío, que jamás me pongan carga. Llegados a la dehesa, el pastor me mezcla con las yeguas y nos lleva al pasto.
28] Pero estaba escrito que allí había de sucederme algo como a Candaules. El pastor de la yeguada me deja en casa a cargo de su mujer Megápola, la cual me ata a una piedra y me hace moler trigo y cebada.
Para un asno agradecido no era mucha desgracia moler para sus amos; pero la buena mujer, que se hacía pagar en harina por otros habitantes del campo, que en verdad no eran pocos, traficaba con mi infeliz pescuezo. Tostaba además la harina que le daban para mi pienso y me la hacía moler; amasaba tortas y se las comía, dejándome solo el remoyuelo.
Si alguna vez me llevaba el pastor a pacer con las yeguas, los caballos me hundían a dentelladas y coces. Siempre me suponían intenciones adúlteras respecto a las yeguas, sus esposas, y me perseguían, tirándome tantos pares de coces que me era imposible resistir su cólera celosa.
Me quedé a causa de esto, en poco tiempo, feo y flaco, pues en casa la molienda no me divertía gran cosa, y en el campo no era para regocijarse el trato feroz de mis compañeros de pasto.
29] También me llevaban con frecuencia al monte, de donde bajaba sobre mis lomos la leña. Este era el coronamiento de mis males, porque, en primer lugar, tenía que subir a una roca muy alta por un camino pésimo y andar con los pies desnudos sobre piedras agudas.
Enviaban además conmigo a un perverso muchacho, de inagotable inventiva para causarme torturas. Primero, me pegaba, aunque corriese, no con un palo liso, sino con un garrote lleno de nudos desiguales y punzantes, y siempre en el mismo sitio, de manera que me abrió en las nalgas una herida sobre la cual continuaba pegando.
Después, me cargaba como a un elefante. El descenso era muy rápido, pero aun entonces me apaleaba. Si le parecía que se inclinaba la carga venciéndose hacia un lado, en vez de igualarla poniendo en el sitio más ligero algunos troncos del otro, jamás lo hacía. Cogía grandes piedras del monte y las ponía donde era menor el peso, y yo, infeliz, bajaba con la leña muchas piedras inútiles.
En el camino había un río perenne: el infame, para no estropear el calzado, se montaba sobre mí detrás de la leña y así lo vadeaba.
30] Si, vencido por el peso o la fatiga, llegaba a caerme, entonces sí que mi mal era intolerable. En vez de bajarse, como debía, y de echarme mano para levantarme, o de aligerarme la carga según fuera preciso, ni bajaba ni me echaba una mano nunca, sino que, principiando por la cabeza y las orejas, me majaba a golpes hasta que me levantaba.
También se divirtió a mi costa con el juego más infame. Cogió un fajo de espinas muy agudas, lo ató con una cuerda y me lo colgó en el espinazo y en la cola. Las espinas, como es natural, se me clavaban al andar y me herían la parte posterior con picaduras continuas.
Era imposible evitar aquel dolor, teniendo siempre sobre mí las que me herían, y colgadas de mi cola. Si andaba despacio para impedir que se me clavasen, era majado a golpes; y si corría por evitarlos, se me hundía en los lomos aquella espantosa plaga. Mi conductor siempre estaba discurriendo modos de matarme.
31] Una vez que me hizo sufrir mucho, no pude menos, agotada mi paciencia, de tirarle una coz que nunca se le borró de la memoria. Habiéndole mandado pasar estopa de un lugar a otro, me lleva, me carga un enorme fardo de estopa, me la ata fuertemente con una buena soga, maquinando contra mí la más espantosa burla.
Al punto de marchar, roba del hogar un tizón encendido y lo mete en la estopa, que, como no podía menos, se encendió enseguida. Pronto llevo sobre mí una hoguera inmensa. Me doy ya por asado en el camino, cuando por casualidad veo una laguna; me arrojo donde hay más agua, revuelvo en ella la estopa y, a fuerza de revolcarme en todos los sentidos, logro apagar en el barro mi abrasadora y espantosa carga.
El resto del camino lo anduve con menos riesgo, porque el muchacho no podía ya dar fuego a la estopa, remojada en líquido fango. Pero a la vuelta tuvo el descaro de decir que yo me había refrotado al pasar junto al fuego. Mas al menos escapé del peligro de la estopa, contra lo que esperaba.
32] Entonces el maldito zagalón usa contra mí otra invención peor todavía. Me baja del monte con una gran carga de leña, la vende a un campesino de la vecindad y me vuelve a casa sin carga y me acusa calumniosamente de un nefando delito.
—No sé, amo mío —dice—, por qué damos de comer a un burro tan flojo y tan pesado; pero ahora ha descubierto otra maña. En cuanto ve a una mujer, a una joven hermosa o a un muchacho, echa a correr tras ellos, los persigue y hace lo mismo que un hombre enamorado con la mujer amada: les da mordiscos a modo de besos, y trata de abrazarlos por fuerza. Esto te ha de traer pleitos y disgustos, pues injuria a todos y a todos derriba. Ahora mismo traía su carga de leña y, al ver a una mujer que iba por el campo, tiró por el suelo todos los troncos y pretendió gozar de la infeliz tendida en el camino. Gracias que ha acudido gente y hemos podido evitar que la destrozase este lindo novio.
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33] Al oír esto, dice:
—Si no quiere andar ni llevar carga y tiene esas aficiones que le precipitan como loco sobre muchachos y mujeres, degolladlo, echad sus intestinos a los perros y guardad la carne para los trabajadores. Si preguntan de qué ha muerto, decid que devorado por un lobo.
Mi perverso conductor no cabía en sí de gozo y quería degollarme al punto. Por fortuna llegó casualmente un vecino que me libró de aquella muerte, pero proponiendo contra mí un consejo terrible.
—No matéis —dijo— a un asno que sirve para la molienda y el transporte. Si el aguijón de la lujuria le lanza contra los hombres, el mejor remedio es castrarlo. Quitada la causa de sus ímpetus eróticos, se amansará y se engordará enseguida, y llevará sin trabajo grandes pesos. Si no sabes hacer esa operación, yo vendré dentro de tres o cuatro días y te lo amansaré castrándolo.
Todos los de la casa aplauden la idea y dicen que tiene razón el rústico. Yo me desconsuelo al verme próximo a perder lo que tenía de varonil bajo mi envoltura de pollino, y prefiero morir a ser un eunuco. Determino, pues, dejarme morir de hambre o despeñarme del monte para acabar infelizmente, pero sin mutilaciones infamantes.
34] A hora avanzada de la noche, un propio de la aldea próxima llega a casa y avisa de que la joven recién casada, la que había estado en poder de los ladrones, y su esposo, estando paseándose tarde en la playa, habían sido arrebatados por repentino golpe de mar y no habían vuelto a aparecer, teniendo fin común sus calamidades y desgracias.
Ellos, viendo la casa huérfana de los amos jóvenes, se deciden a no continuar en la esclavitud, roban cuanto hallan a mano y se salvan huyendo. El pastor de las yeguas se apodera de mí y de todo lo que puede y lo carga sobre mis lomos y sobre el de los otros animales…
Me molestaba el llevar la carga de un verdadero asno; pero acogí gustoso aquel impedimento de castrarme. Después de andar la noche entera por un camino perverso y tres días de viaje, llegamos a Berroa, gran ciudad de Macedonia, con muchos habitantes.
35] En ella determinan nuestros conductores hacer un alto. Se verifica una subasta de nosotros, las bestias de carga. La anuncia el pregonero, colocado en medio del mercado.
Se acercan los compradores y nos examinan abriéndonos la boca para deducir nuestra edad del estado de nuestros dientes. Mis compañeros son comprados por unos y por otros; a mí nadie me quería, y el pregonero manda que me lleven a casa:
—¿Veis? Este es el único que no ha hallado dueño.
Pero la vengadora Némesis, que me hacía girar en un círculo inacabable de desgracias, me proporciona el dueño que menos hubiera deseado. Era un viejo bardaje de esos que llevan la diosa siria por campos y aldeas y la obligan a ir mendigando. A este me venden, y no por mucho dinero, sino en treinta dracmas. Sigo gimiendo a mi nuevo amo.
36] Cuando llegamos al alojamiento de Filebo —así se llamaba el que me había comprado—, grita desde la puerta:
—¡Muñecas, os he comprado un esclavo de Capadocia, robusto y hermoso!
Las muñecas, que eran una turba de bardajes compañeros de Filebo, empiezan a aplaudir creyendo que verdaderamente ha comprado un hombre. Pero viendo que el esclavo es un asno, se desatan contra Filebo.
—No es un esclavo —dicen—, sino tu novio. ¿De dónde lo traes, señora nuestra? Felicidades a la nueva pareja. ¡Que nos paras pronto lindos pollinos!
Así se reían.
37] Al día siguiente se preparan, según decían, para sus faenas, y cargo con la diosa engalanada. Salimos de la ciudad y recorremos la campiña. Cuando llegamos a una aldea, me paro yo con la diosa; entonces, mientras tañe la turba de flautistas, ellos arrojan al suelo las mitras, yerguen las cabezas, se retuercen los cuellos, se hieren en los brazos con espadas, se cortan con los dientes la lengua y hacen tales extremos que se cubren en un momento de sangre.
Yo al verlo, tiemblo en mi sitio, temiendo que la diosa necesite también sangre pollina. Después de disciplinarse hacen su colecta entre los espectadores, que les dan óbolos y dracmas. Alguno da higos y queso, y además un tonelito de vino y un medimno de trigo y cebada para el asno.
Con esto se mantenían, y daban culto a la diosa, a quien servía de pedestal mi lomo.
38] Cierto día en que nos detuvimos en una de sus aldeas, traen al alojamiento un robusto palurdo de las cercanías y se entregan a sus acostumbradas infamias. Desesperado como nunca por mi metamorfosis, quiero exclamar: «¡Zeus cruel, hasta hoy dura mi desdicha!», pero de mi garganta no sale mi voz, sino la del asno. Doy, pues, un rebuzno espantoso.
Unos labradores, que casualmente andaban buscando un asno perdido, entran de golpe al oír mi tremenda llamada, sin avisar a nadie, creyendo encontrar allí a su pollino, y sorprenden a los bardajes.
Se ríen a carcajadas los labradores y cuentan por todo el lugar la vileza de los sacerdotes. Estos, muy avergonzados, se alejan de allí a la noche siguiente y, al verse en lugar desierto, dan rienda suelta a su furia y me maldicen por haber revelado sus misterios.
Tolerable era escuchar sus maldiciones, pero lo que las siguió no fue ya tolerable. Descargan a la diosa, la dejan en el suelo, me sueltan todas las correas, me atan a pelo al tronco de un árbol y me dan con sus azotes guarnecidos de tabas tan horrible paliza que a poco más fenezco.
Con los latigazos había recomendaciones de que en adelante fuese más callado. Pensaban, sin duda, degollarme después de la paliza, por haberlos afrentado y obligado a desalojar la aldea sin recoger pada, pero se contuvieron por el decoro de la diosa, la cual yacía en tierra sin tener quien la llevase.
39] Después de la flagelación, cargo con mi señora y continúo mi camino. Al anochecer llegamos a la hacienda de un rico. El dueño estaba en la casa y acogió gustoso a la diosa y le ofreció sacrificios.
No olvido el horrible mal a que allí estuve expuesto. Un amigo había enviado al dueño de la finca una pierna de asno silvestre; el cocinero que la recibió para guisarla tuvo un descuido y se la dejó comer por unos perros que se colaron en la casa.
Los palos que le aguardaban y acaso el tormento le determinaron a ahorcarse, pero su mujer, hallando una idea funesta para mí, le dice:
—No pienses en matarte, querido mío, ni te desesperes de esa manera. Obedéceme y te saldrá bien todo. Llévate a un sitio apartado al asno de esos perdidos, degüéllalo, córtale una pierna, tráela y preséntasela guisada al amo. El resto del burro arrójalo a una sima. Creerán que se ha escapado y que ha desaparecido. ¿No ves qué gordo está, y cuánto mejor es que el asno silvestre?
El cocinero, aprobando la idea de su mujer, le responde:
—Excelente consejo: es lo único que puede librarme de los palos; ahora mismo voy a ponerlo en obra.
Esto trataba cou su mujer, junto a mí, aquel infame cocinero.
40] Pero yo, previendo su intención, y creyendo de primera importancia el librarme de su cuchillo, rompo la correa con que me llevaban, salto y penetro impetuosamente en la sala donde estaban comiendo los bardajes con el dueño de la casa.
Corro por ella y derribo con mis chospos candelabros y mesas. Me parecía haber hallado un excelente recurso de salvación, suponiendo que el amo, al ver un asno tan fogoso, mandaría que me cerrasen cuidadosamente, pero mi excelente recurso estuvo a pique de costarme muy caro.
Creyéndome rabioso, muchos esgrimían contra mí espadas, lanzas y tremendos garrotes y se disponían a matarme. Yo, viendo lo espantoso del peligro, me lanzo al aposento en que habían de dormir mis amos. Al ver ellos esto, cierran las puertas per fectamente.
41] A poco de amanecer, cargo otra vez con la diosa, parto con los mendicantes y llegamos a otra aldea grande y de mucho vecindario, al cual, trazando nuevos fraudes, convencen de que la diosa no quiere alojarse en casas particulares, sino en el templo de la que en aquel lugar era más venerada.
Los vecinos acogen bien a la diosa forastera y la llevan al santuario de la suya. Nosotros somos alojados en una casa pobre. Nos detuvimos allí bastantes días y, queriendo mis dueños trasladarse a la ciudad próxima, piden su diosa a los vecinos, entran ellos mismos en el templo para sacarla y se la llevan sobre mi lomo.
Pero los impíos, penetrando en el santuario, habían sustraído una copa de oro, que llevaban escondida bajo las vestiduras de su diosa; mas, advertido el robo, salen al punto en su persecución los aldeanos. Cuando ya están cerca, se apean de los caballos, los cogen en el camino, los llaman sacrílegos e impíos, exigen la devolución de la sustraída ofrenda, y a fuerza de registrar la hallan en el seno de la diosa.
Atan a los bribones, les obligan a desandar lo andado y los meten en la cárcel. La diosa que yo llevaba es colocada en otro templo, y la copa de oro, devuelta a la patrona del pueblo.
42] Al siguiente día me venden con los demás efectos. Yo fui vendido a un hombre de una aldea próxima, de oficio panadero. Me lleva, me carga diez medimnos que había comprado y vamos a su casa por un camino perverso.
En cuanto llegamos, me lleva al molino. Veo allí dentro una multitud de pollinos, compañeros de servidumbre, infinitas piedras de moler, movidas por las pobres bestias, y harina por todas partes.
Como esclavo nuevo, y en consideración a la carga enorme que había traído y al viaje penoso, me dejan que descanse. Pero al día siguiente me ponen una venda en los ojos, me atan al palo de una piedra y me arrean. Yo, por larga experiencia, bien sabía cómo se debía moler, pero finjo ignorarlo. Sale fallida mi esperanza.
Me rodean provistos de palos una porción de obreros y, sin advertirlo yo, porque nada veía, descargan sobre mí tal nublado de golpes que empiezo a girar con la rapidez de un trompo. Así, a costa mía, aprendí entonces que el criado no debe, para cumplir su deber, aguardar a la mano del amo.
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43] Con tal vida me quedé en poco tiempo flaco y sin fuerza, y mi dueño, queriendo deshacerse de mí, me vendió a un hortelano que se había encargado del cultivo de un huerto.
Esta era nuestra faena: a la mañana, mi dueño me cargaba de hortalizas y me llevaba al mercado; después de la venta volvíamos al huerto. Luego él cavaba, plantaba y regaba, y yo me estaba quieto.
Penosísima, sin embargo, era entonces mi vida. En primer lugar apretaba ya el frío, y mi amo, que no tenía con qué comprarse abrigo, menos lo podía comprar para su asno; después, tenía que andar descalzo por un suelo húmedo y fangoso, o duro y lleno de puntas; y, en fin, mi único alimento eran lechugas amargas y leñosas.
44] Al ir un día al huerto, se nos presenta un hombrón vestido de soldado y nos habla primero en lengua latina:
—¿Adónde llevas al burro? —le preguntó a mi dueño.
Este, que, a mi ver, desconocía aquel idioma, nada le responde. Irritado el militar, toma el silencio a desprecio y le pega un latigazo. El hortelano se abraza al valiente, le da una zancandilla, lo tira al suelo y, subido sobre él, le sacude a gusto con manos, pies y piedras recogidas del camino.
El militar se resiste al principio y jura que ha de atravesarlo con la espada como se levante; mi amo, aleccionado con esto, adopta la resolución más segura: le arranca el arma, la arroja muy lejos y continúa aporreándole. El militar, viéndose sin recurso, se hace entonces el muerto.
Espantado mi dueño, lo deja allí tendido, coge la espada, monta sobre mí y se va al pueblo.
45] Cuando llegamos, encarga el cuidado del huerto a un compañero y, por temor a las consecuencias de su hazaña, se oculta conmigo en la ciudad en casa de un amigo.
Al otro día, después de deliberar, hacen lo siguiente: esconden a mi dueño en un arca, y a mí me suben colgado de los pies a un desván, en donde me encierran. El soldado, según decían, se levanta con trabajo del camino y, con la cabeza aún aturdida por los golpes, viene a la ciudad, habla a sus camaradas y les cuenta el atrevimiento del hortelano.
Ellos le acompañan, averiguan dónde estábamos ocultos y traen consigo a los magistrados de la ciudad. Estos mandan entrar en la casa a algunos lictores, con orden de hacer salir a cuantos se hallen dentro.
Salen todos, y el hortelano no aparece. Los soldados juran y perjuran que el hortelano está en la casa, y con él yo, su asno. Les responden que no hay ni asno ni hombre. Gran griterío y tumulto por esto en la estrecha calle.
Entonces yo, la más curiosa de las bestias, queriendo saber quiénes vocean, me asomo por una ventanita y miro lo que ocurre. Crece el vocerío al verme: los de la casa son cogidos en mentira.
Entran los magistrados, practican escrupuloso registro, y hallan a mi dueño echado en el arca; lo prenden y lo llevan a la cárcel para que responda de su hecho; a mí me bajan y me entregan a los soldados.
Todos, sin poderse contener, se rieron al ver aparecer junto al tejado semejante denunciador, haciendo traición a su dueño. De entonces data el proverbio: «Le caté la oreja y vi que era un asno».
46] Ignoro lo que fue de mi dueño, pero al día siguiente el soldado determinó venderme, y lo hizo por veinticinco dracmas áticos.
Mi comprador era esclavo de un hombre riquísimo de la gran ciudad de Tesalónica, en Macedonia. Su oficio era preparar manjares para su dueño: tenía un hermano, esclavo también, habilísimo en hacer pan y melosos pastelillos.
Los dos hermanos vivían juntos, dormían en el mismo aposento y poseían en común hasta los utensilios de su oficio. Me acomodan en su propio aposento. Después de la cena del amo, traen los dos muchos sobrantes, uno de carnes y pescados, otro de tortas y pasteles. Me dejan encerrado con ellos, y, encomendándome tan sabrosa guardia, salen a bañarse.
Yo, despidiendo enhorabuena a la cebada que me habían echado, me entrego a las artes y ganancias de mis señores y me harto, tras larga privación, de manjares de hombres. Como las viandes eran muchas y yo empleaba suma precaución y parsimonia en mis hurtos, nada advertían al principio cuando volvían a su cuarto; pero luego que me aseguré de su descuido, me comía la mayor y mejor parte de los manjares.
Pronto notan el daño y empiezan a sospechar el uno del otro, y se llaman mutuamente rateros, ladrones de la comunidad y desvergonzados; se vigilan recíprocamente y cuentan los manjares.
47] Yo, en tanto, vivía alegre y regaladamente; mi cuerpo, vuelto a su acostumbrada alimentación, se hermoseaba a vista de ojos, y sobre la piel me brotaba reluciente pelo. Aquellos buenos hombres, viéndome gordo y lucio, a pesar de que la medida de mi pienso nunca se mermaba, empiezan, por fin, a concebir sospechas.
Salen un día como si fuesen al baño, cierran la puerta, aplican los ojos a una rendija y observan lo que va a suceder dentro. Yo, sin sospechar nada, me adelanto para comer. Ellos, viendo aquella comida increíble, se ríen al principio; llaman después a los otros esclavos para que me vean; crece la risa, y el alboroto es tal que llega a oídos del dueño, que pregunta por qué es la algazara.
Oye lo que hay, se levanta de la mesa, mira por la rendija y me ve comiendo un trozo de jabalí: suelta la carcajada y entra en el aposento. Me avergüenzo mucho de verme sorprendido por el amo en flagrante delito de glotonería y hurto.
Pero él se ríe cada vez más: manda que me lleven a su comedor y que me pongan una mesa con cuantos manjares no puede comer un asno: carnes, ostras, salsas, pescados salados o en aceite o con mostaza.
Yo, viendo que la fortuna me sonríe, y comprendiendo que en aquello estriba mi salvación, aunque ya repleto de manjares, como de los de la mesa.
El comedor se hunde a risotadas. Un convidado dice:
—Ese asno será capaz de beber vino, si alguno se lo sirve.
Manda el dueño que me lo sirvan y lo apuro de un trago.
48] El amo, creyendo, como es natural, que yo era un animal extraordinario, manda a uno de sus mayordomos pagar al que me compró lo que le había costado y otro tanto, y me entrega a un joven liberto suyo, mandándome que me enseñe todo aquello en que yo pudiera divertirle.
Esto fue muy fácil: mandarme una cosa y hacerla dócilmente era todo uno. Primero me enseñó a estar recostado junto a la mesa, como un hombre apoyado en un codo; después, a luchar con él, a bailar en dos pies, a afirmar o negar según las preguntas, y a todo lo que yo hubiera podido hacer aunque no me lo enseñase.
Cunde la noticia de lo que ocurre: «El asno del señor bebe vino; el asno del señor lucha; el asno del señor baila», se dice por todas partes. Lo que más sorprende es que yo afirme o niegue con exactitud según lo que se me pregunte, y que, cuando quiero beber, lo pido volviendo los ojos hacia el copero.
Ignorando que dentro del asno había un hombre, admiraban la cosa como verdaderamente extraordinaria; yo utilizaba su ignorancia para mis gustos. Aprendía además diferentes pasos, y a llevar a mi dueño y a correr con tal suavidad que apenas lo advertía el jinete.
Mi arnés era magnífico: mantilla de púrpura, freno damasquinado de oro y plata, y campanillas que producían música agradable.
49] Menecles, mi dueño, había venido, como he dicho, de Tesalónica a aquella ciudad para dar a sus conciudadanos un espectáculo de gladiadores. Los combatientes estaban ya dispuestos y se acercaba el momento de la marcha.
Salimos al amanecer. Yo llevaba a mi dueño en los sitios en que el camino era áspero y malo de andar en carro. Cuando llegamos a Tesalónica, no hubo nadie que no acudiese al espectáculo y a verme: la noticia de que podía imitar a muchos personajes y bailar y luchar como los hombres me había precedido desde lejos.
El amo me enseñaba cuaudo yo estaba bebiendo a los más principales ciudadanos, y me mandaba hacer en el banquete todas mis asombrosas habilidades.
50] Pero mi maestro obtuvo conmigo un provecho de muchísimos dracmas. Me tenía encerrado en una habitación, y a todo el que deseaba admirar mis habilidades le abría la puerta, previo el pago de la entrada.
Los curiosos me traían las viandas que juzgaban más contrarias a la ordinaria alimentación de un asno, y yo las devoraba. Así es que, a pocos días de tanto comer con mi dueño y con sus visitantes, me puse sumameute gordo.
Entonces una extranjera bastante hermosa y rica, que entró a verme comer, se enamoró de mí ardientemente. Mi belleza de asno y mis extrañas habilidades le inspiraron vivísimos deseos de tenerme a su lado.
Trata, pues, con mi maestro, y le promete espléndida recompensa si le deja pasar una noche conmigo. Él, cuidándose poco de si la extranjera podría o no lograr su intento, recibe el dinero ofrecido.
51] Era ya de noche. El amo nos manda retirarnos del comedor, y volvemos al aposento en que dormíamos.
Encontramos a la mujer, que estaba hacía tiempo en el dormitorio. Había hecho traer blandos almohadones y colchas, con que nos prepararon una cama en el suelo.
Los esclavos de la mujer salen y se echan a dormir delante de la puerta: ella enciende dentro una magnífica lámpara.
El resto del parágrafo 51 quedó censurado.
52] Se va al ser de día, y por igual cantidad pacta con mi maestro el permiso para otra noche. Este, enriquecido con mis obras y deseoso de enseñar a su amo mi nueva habilidad, me encierra con la mujer, la cual abusa terriblemente.
Dice a su señor lo que sucede, como si él me lo hubiese enseñado, y, sin saberlo yo, lo trae a la noche al sitio donde dormíamos, y por una rendija de la puerta le hace ver el amoroso cuadro.
Recreado con él, desea mostrarme al público en aquella actitud. Manda, sin embargo, que nada se diga, «a fin de que el día del espectáculo lo llevemos al teatro con alguna mujer condenada a muerte y le haga el amor a vista de todos», dice.
Poco después me traen una mujer condenada a las fieras y le mandan que se me acerque y me acaricie.
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53] Llega, por fin, el día que tan glorioso había de ser para mi señor, y me llevan al teatro, en el cual entro de esta manera: había un gran lecho de concha índica con clavos de oro; me colocan en él y mandan a la mujer que se acueste a mi lado; una vez bien acomodados en aquella máquina, nos llevan al teatro, en cuyo centro nos colocan.
Se alza gran vocerío y universal aplauso; nos acercan una mesa, con todos los manjares que se sirven a los hombres más delicados; nos rodean muchos esclavos y lindos coperos; nos escancian el vino en vasos de oro.
Mi maestro, colocado detrás de mí, me manda que coma; yo estaba avergonzado de verme de aquella manera en un teatro, y no muy seguro de que a lo mejor saltase sobre mí algún león o algún oso.
54] En esto, pasa junto a mí uno que lleva flores, entre las cuales distingo pétalos de rosas frescas: nada me detiene ya y salto del lecho.
Piensan los expectadores que me levanto para bailar; pero yo, recorriendo uno por uno todos los ramilletes, separo las rosas y me las como. Entonces, con universal admiración, cae y se desvanece mi figura de asno, el cuadrúpedo desaparece y queda solo el interno Lucio, en pie y desnudo completamente.
La inesperada y asombrosa metamorfosis aturde a todo el público. Surge un clamor inmenso, y el teatro se divide en dos opiniones: unos, considerándome maestro en hechicerías y monstruo cambiador de formas, piden que sin tardanza me quemen allí mismo; otros, que se me oiga, que se forme juicio y que después se sentencie.
Yo corro al gobernador de la provincia, que casualmente asistía a los juegos, y le digo desde abajo que una mujer de Tesalia, esclava de una tesaliense, me había convertido en asno frotándome con un ungüento, y le ruego que me aprese y me detenga hasta que pueda demostrarle que no miento.
55] El gobernador me contesta:
—Dime tu nombre y el de tus padres y parientes, si algunos existen de tu familia, y la ciudad en que has nacido.
Entonces yo le digo:
—Mi padre se llama Lucio, y mi hermano, Gayo: ambos tenemos iguales los otros dos nombres. Yo soy escritor de historias y de otros tratados; mi hermano es poeta elegiaco y buen adivino; nuestra ciudad natal es Patras de Acaya.
Al oír esto, exclama el gobernador:
—Eres hijo de unos queridísimos amigos y huéspedes que me han recibido en su casa y me han honrado con regalos. El ser hijo de ellos me prueba que no mientes. Y diciendo esto, baja de la silla, me abraza, me besa y me lleva a su casa.
En tanto, mi hermano llega trayéndome dinero y cuanto necesitaba. El gobernador, públicamente y con asentimiento universal, me absuelve y bajamos al mar, ajustamos un navío y ponemos en él nuestro equipaje.
56] Creí oportuno visitar a la mujer que me había amado bajo la forma de asno, pensando que bajo la de hombre le parecería más hermoso. Ella me recibe muy afablemente, gustosa, creo, del prodigio, y me convida a cenar y a pasar la noche a su lado.
Acepto, creyendo una inconveniencia hacerme el desdeñoso y despreciarla, por ser hombre, cuando la había acariciado siendo asno. Ceno, pues, con ella, me perfumo y me corono con aquellas queridísimas rosas a las que debía mi vuelta al linaje humano.
Entrada la noche y llegada la hora del sueño, me levanto y, pensando hacer una gran cosa, me quito los vestidos y me presento desnudo, en la seguridad de agradarle más cuando me comparase al asno.
Pero ella, viendo que en mí todo era de hombre, me desprecia y dice:
—¡Ve enhoramala a dormir lejos de mí y de mi casa!
—¿Qué falta he cometido? —le pregunto.
—Yo, por Zeus —responde—, enamorada no de ti sino del asno, he dormido con el asno y no contigo: pensaba que siquiera conservarías algún miembro de la preciosa bestia, pero veo que aquel hermoso y útil animal se ha cambiado en arguellado mico.
Llama sin más a sus esclavos y les manda que me saquen de la casa sobre sus hombros. Expulsado de esta manera, me quedo en la calle, al sereno, desnudo, coronado y ungido y abrazado a la tierra, sobre la cual duermo.
Al clarear el día, corro en cueros a la nave y, riéndome, cuento a mi hermano la aventura. Se levanta después viento favorable, partimos y llegamos en pocos días a mi patria.
Allí ofrezco sacrificios y hago oblaciones a los dioses salvadores por haberme sacado no del trasero de un perro como dice el refrán, sino del asno en que mi curiosidad me tuvo encerrado tanto tiempo, devolviéndome por fin sano y salvo a mi casa.
📚 Fuentes y aclaraciones
Esta traducción, de Federico Baráibar y Zumárraga (1851-1918), fue publicada en 1889 en la Biblioteca clásica de Luis Navarro en el tomo tercero de las obras completas de Luciano. Tanto los textos en griego como esta traducción de Baráibar y Zumárraga se encuentran en dominio público porque todos los autores murieron hace más de 80 años.
Mi versión para AcademiaLatin.com está basada en este escaneado disponible en Google Books. Más allá de transcribir, he modernizado algo la ortografía y la puntuación; también he tratado de aligerar los párrafos dividiendo los más largos cuando tenía sentido.
Por culpa del puritanismo de la época del traductor, las partes más salaces del relato quedaron censuradas sin traducirse al español. Lamentablemente, quedarán excluidas del texto presentado aquí.
La imagen destacada es Fotis ve a su amante Lucio transformado en asno, de Nicolai Abildgaard (1743-1809).
📝 Licencia
Esta transcripción la he hecho yo mismo para publicarla en AcademiaLatin.com. El texto original se encuentra en dominio público, por lo que lo lógico es que la mera transcripción esté en dominio público.
Sin embargo, además de la transcripción y publicación del texto en dominio público, hay también cierto trabajo de edición (corrección, modernización de ortografía y puntuación, etc.) por mi parte, por lo que, si no es molestia, agradecería que el material se usara con licencia Creative Commons BY: sin ninguna restricción, pero con atribución a AcademiaLatin.com y, si es posible, un enlace a la página de la que se ha tomado el texto.
Puntualización: las grabaciones (vídeos de YouTube, audios en Spotify, etc.) que yo pueda tener publicadas a partir del texto no son de dominio público, sino que las publico con una especie de licencia Creative Commons BY-NC-SA; en resumen: puedes embeberlos (insertarlos) en tu web/plataforma, pero no puedes descargarlos para resubirlos.
Si estos materiales te son de utilidad, considera un mecenazgo 🤏 sumamente asequible. Esto me ayuda a seguir publicando contenidos de temáticas como las siguientes:
- Literatura latina en español
- Literatura griega en español
- Cultura romana
- Cultura griega
- Otras culturas antiguas
- Fábulas
- Cuentos de hadas
««Lucio, o el asno», de Luciano de Samósata» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com