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El «Filoctetes» de Sófocles para todos los públicos

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Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

El príncipe Filoctetes, que reinaba en Metone, en Tesalia, se embarcó con los demás príncipes de Grecia para hacer la guerra contra la gran ciudad de Troya. También él había sido uno de los pretendientes de la hermosa Helena y se había comprometido con un gran juramento a vengarla a ella y a su marido, fuera el que ella eligiera, de cualquier hombre que se atreviera a causarles perjuicio alguno.

Filoctetes había sido compañero de Heracles en muchos de sus trabajos, y también había estado con él cuando murió en el monte Eta, por lo cual Heracles le dio el arco y las flechas que llevaba, que él a su vez había recibido mucho antes del dios Apolo. Era un arco muy poderoso, que lanzaba flechas como ningún otro podía hacerlo, y las flechas eran seguras distribuidoras de muerte, pues las había empapado en la sangre de la gran hidra de Lerna, y las heridas que hacían ningún médico podía curarlas.

Pero sucedió que el príncipe, en su viaje a Troya, desembarcó en la isla de Crisa, donde había un altar de Atenea, la diosa del lugar, y, deseando mostrar el altar a sus compañeros, se acercó demasiado, por lo que la serpiente que lo custodiaba para que no fuera profanado le mordió en el pie. La herida era muy dolorosa y no podía curarse, sino que le atormentaba día y noche con dolores agudos, haciéndole gemir y gritar como un poseso. Cuando los hombres se vieron incapaces de soportar sus quejas y el hedor de la herida, los caudillos se pusieron de acuerdo, y a los hijos de Atreo, el rey Agamenón y el rey Menelao, que eran los jefes de la hueste, les pareció bien abandonarlo solo en la isla de Lemnos. Encargaron este asunto a Odiseo, que hizo lo que le ordenaron.

Sin embargo, casi diez años después, cuando los griegos tenían sitiada la ciudad de Troya, se acordaron del príncipe Filoctetes y de cómo lo habían tratado. Para entonces, el gran Aquiles había muerto ya, aniquilado de un flechazo por el príncipe Paris en las puertas Esceas cuando el héroe se disponía a irrumpir en la ciudad; y los adivinos afirmaron que los griegos no cumplirían su deseo sobre Troya hasta que llevaran contra ella al gran arquero a quien habían agraviado. Entonces los jefes se pusieron de acuerdo y eligieron a Odiseo, que era más astuto que todos los demás hombres, para llevar a cabo este asunto, y con él enviaron a Neoptólemo, el hijo de Aquiles, que sobresalía en fuerza, al igual que su padre.

Cuando los dos desembarcaron en la isla, Odiseo se dirigió al lugar donde en otro tiempo había dejado a Filoctetes. Era una cueva en el acantilado, con dos bocas, una de las cuales miraba al este y la otra al oeste, de modo que en invierno un hombre podía ver el sol y calentarse, pero en verano el viento soplaba a través de ella, llevándole frescor y sueño, y un poco más abajo había un manantial de agua buena para beber. Entonces dijo Odiseo a Neoptólemo:

—Ve a inspeccionar el lugar y mira si Filoctetes anda por allí o no.

El príncipe subió y miró dentro de la cueva, y se encontró con que estaba vacía, pero que había señales de que alguien habitaba allí: una cama de hojas, una jarra de madera de forma muy rudimentaria, y trozos de madera para encender fuego, y también —espectáculo muy lastimoso de ver— los harapos con los que el enfermo solía vendarse la herida.

Cuando hubo contado lo que vio, Odiseo dijo:

—Es evidente que vive aquí, y tampoco puede estar lejos, pues ¿cómo puede alejarse mucho alguien con una herida como la suya? Sin duda ha ido a algún lugar al que acuden los pájaros para cazarlos, o, tal vez, a buscar alguna hierba con la que mitigar su dolor. Haz que alguno de tus hombres aguarde su llegada, pues ay de mí como me vea…

Cuando la guardia estuvo lista, Odiseo habló de nuevo:

—Te diré lo que es necesario que digas y hagas. Tan solo has de ser audaz, hijo de Aquiles, y no solo con la mano, sino también con el corazón, si lo que te voy a decir te parece nuevo o extraño. Escucha, pues: cuando él te pregunte quién eres y de dónde vienes, le responderás que eres hijo de Aquiles y que has abandonado las huestes de los griegos porque te habían causado un gran perjuicio, ya que, habiéndote rogado que vinieras por no poder tomar la gran ciudad de Troya sin ti, no quisieron entregarte las armas de tu padre Aquiles, sino que se las dieron a Odiseo. Y aquí puedes decir contra mí toda clase de maldades, pues tales palabras no me molestarán; pero, si no cumples esto, será en perjuicio de todo el ejército de los griegos, pues has de saber que sin el arco de este hombre no podremos tomar la ciudad de Troya. Además, solo tú podrás acercarte a él sin peligro, al no ser de los que navegaron con él al principio. Y si no te complace hacerte con el arco traicioneramente (pues esto es lo que debes hacer, y sé que eres de los que no aman hablar en falso ni urdir engaños), recuerda que la victoria es dulce. Sé audaz hoy para que mañana podamos ser justos.

—No es propio de mí, hijo de Laertes, obrar con astucia y engaño, como tampoco lo fue de mi padre antes que yo. Estoy dispuesto a llevarme a este hombre con brazo fuerte; y, siendo un lisiado como es, ¿cómo va a resistir contra nosotros? Y aunque me disgustaría defraudarte en nuestra empresa común, esto sería mejor que vencer mediante el engaño.

—También yo, en mi juventud, quería hacer todas las cosas por la mano y no por la lengua; pero ahora sé que solo la lengua puede conseguir la victoria.

—Pero tú me pides que diga lo que es falso.

—Te pido que te impongas a Filoctetes con astucia.

—¿Por qué no puedo convencerlo, o incluso obligarle por la fuerza?

—No se dejará persuadir, y no puedes usar la fuerza, pues tiene flechas que infligen la muerte sin escapatoria.

—¿Pero no es cosa vil que un hombre mienta?

—Ciertamente no, si la mentira le salva.

—Dime qué ganaría yo si este hombre viniera a Troya.

—Sin su arco y sus flechas, Troya no caerá.

Cuando el príncipe hubo reflexionado un rato, dijo:

—Si es absolutamente necesario que tengamos esas armas, he de hacerme con ellas.

—Hazlo y obtendrás un doble honor.

—¿Qué quieres decir con «doble honor»? Dímelo, y no me negaré más.

—La alabanza de la sabiduría y también del valor.

—Que así sea. Haré lo que dices, y no lo tendré por algo vergonzoso.

—Está bien —dijo Odiseo—, y ahora enviaré a este vigía a la nave, y lo volveré a enviar disfrazado de piloto si lo deseas y te parece necesario. También partiré yo, ¡y que Hermes, el dios de la astucia, y Atenea, que siempre está conmigo, nos hagan triunfar!

Al cabo de un rato, Filoctetes subió por el camino de la cueva muy despacio y con muchos gemidos. Y cuando vio a los forasteros (pues algunos de la tripulación del barco estaban con el príncipe Neoptólemo), gritó:

—¿Quiénes sois vosotros, que habéis venido a esta tierra inhóspita? Griegos sé que sois por vuestro atuendo; pero dadme más detalles.

Y cuando el príncipe hubo dicho su nombre y linaje, y que navegaba desde Troya, Filoctetes exclamó:

—¿Dices que vienes de Troya? No navegabas con nosotros al principio.

—¿Qué? —exclamó el príncipe—. ¿Has tenido también tú parte en este asunto de Troya?

continuará…

«El «Filoctetes» de Sófocles para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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