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Las «Traquinias» de Sófocles para todos los públicos

Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

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Eneo, que era rey de la ciudad de Pleurón en la tierra de Etolia, tenía una hermosa hija llamada Deyanira. La doncella era pretendida en matrimonio por el dios del río Aqueloo, pero ella no lo amaba, porque era extraño y terrible a la vista: a veces tenía la forma de un gran dragón con escamas, y a veces tenía la forma de un hombre, solo que su cabeza era la de un toro, y de su barba manaban torrentes de agua. Sucedió que Heracles, que era más fuerte que todos los hombres que habitaban la tierra, al llegar a la ciudad de Pleurón, vio a la doncella y se enamoró de ella y quiso tenerla por esposa. Cuando ella le contó que el dios del río Aqueloo la pretendía, él le dijo que se armara de valor, pues él derrotaría a la criatura para que no la molestara más; cosa que hizo, pues cuando el dios río acudió, según su costumbre, Heracles luchó con él y estuvo a punto de estrangularlo e incluso le rompió uno de sus cuernos. La doncella contemplaba mientras los dos luchaban juntos, y se alegró de que Heracles venciera. El rey Eneo también se alegró y se la dio por esposa. Así pues, después de un tiempo, partió con ella a su tierra. Mientras viajaban, llegaron al río Eveno. En las orillas de este río vivía Neso, un centauro (los centauros tenían cabeza de hombre, pero sus cuerpos eran como los de los caballos, y eran una raza salvaje y sin ley). Este Neso solía llevar a los viajeros a través del río, que ciertamente era muy ancho y profundo, y, cuando vio que Deyanira era muy hermosa, quiso arrebatársela a su marido, pero Hércules tensó su arco y lo hirió con una flecha.

Cuando Neso supo que moriría a causa de su herida —pues ningún hombre ni animal que fuera herido por estas flechas podía sobrevivir—, pensó en su perverso corazón que se debía vengarse de aquel hombre que lo había matado. Entonces, dijo a la mujer:

—Estoy a punto de morir; pero antes quiero darte un regalo: toma un poco de la sangre que sale de esta herida, y sucederá que, si mengua el amor de tu marido, tomarás un poco y la untarás en una prenda y se la darás para que se lo ponga, y él volverá a amarte como al principio. —Y Deyanira tomó un poco de la sangre en un frasco y se la guardó.

Pasado un tiempo, los dos fueron a la ciudad de Traquis y se quedaron a vivir allí. Traquis está en Tesalia, cerca de las fuentes del monte Eta. Heracles amaba a su esposa, y ella vivía en paz y felicidad, solo que él no se quedaba mucho tiempo en casa, sino que vagaba por la faz de la tierra llevando a cabo muchas obras maravillosas por orden de Euristeo, su primo (y es que los dioses habían hecho que Euristeo pudiera darle órdenes, por muy poderoso que fuera Heracles). La mayor parte de las veces esto no preocupaba demasiado a su mujer, pues él se marchaba de casa como quien tenía por seguro que volvería a ella.

Sin embargo, una vez ya no fue así, porque dejó una tablilla en la que había escritas muchas cosas como las que escribe un hombre que está a punto de morir: había dispuesto en ella la parte que le correspondía a su esposa por derecho de matrimonio, y cómo debían repartirse sus bienes entre sus hijos. También dejó indicado un cierto plazo de tiempo, concretamente un año y tres meses, porque, cuando llegara a su fin —dijo—, él debía o estar muerto o haber terminado felizmente todas sus labores, y así estar en paz por siempre. Esto él lo sabía porque lo había oído de un oráculo de las palomas que moran en los robles de Dodona. Cuando este plazo estaba a punto de terminar, Deyanira, con gran temor, contó todo este asunto a Hilo, su hijo.

Y cuando ya hubo terminado, llegó un mensajero diciendo:

—¡Salve, señora! Aleja de ti toda angustia: el hijo de Alcmena vive y está bien. Esto se lo oí decir a Licas, el heraldo, y al oírlo me apresuré a acudir a ti sin demora con la esperanza de que así podría complacerte.

—Pero… —dijo la reina— ¿por qué no viene el heraldo en persona?

—Porque todo el pueblo está encima de él, haciéndole preguntas, y se lo impide.

Y al poco rato llegó el heraldo, que se llamaba Licas. Al verlo, la reina exclamó:

—¿Qué noticias tienes de mi esposo? ¿Aún vive?

—Sí —dijo el heraldo—, vive y goza de buena salud.

—¿Y dónde lo dejaste? ¿En algún territorio de griegos o entre bárbaros?

—Lo dejé en la tierra de Eubea, donde está ofreciendo un sacrificio a Zeus.

—¿Lo hace por cumplir con un juramento, o se lo ordenó algún oráculo?

—Cumple un juramento que hizo antes de tomar con su lanza la ciudad de estas mujeres que ves.

—¿Y quiénes son estas? Pues da lástima verlas.

—Se las llevó cautivas cuando destruyó la ciudad del rey Éurito.

—¿Y la toma de la ciudad le ha retrasado tanto? Hace un año y tres meses que no lo veo.

—No es eso. La mayor parte de este tiempo ha estado de esclavo en la tierra de Lidia, pues fue vendido a Ónfale, reina de esa tierra, y a ella sirvió. Te contaré cómo sucedió. Tu marido vivió en casa del rey Éurito, que había sido su amigo durante mucho tiempo; pero el rey lo trató mal y le habló de manera poco amistosa. Primero le dijo que Heracles no podía superar a sus hijos en el tiro con el arco, pues tenía flechas que no erraban el tiro. Y luego lo injurió, porque no era más que un esclavo que servía a un hombre libre, al propio rey Euristeo, su primo. Y al fin, en un banquete, cuando Heracles estaba ya borracho, el rey lo expulsó. Entonces Heracles, muy enfadado, lo mató. Y es que el rey había llegado a Tirinto en busca de unos caballos, y Heracles lo sorprendió con sus pensamientos en un sentido y sus ojos en otro, y lo arrojó por un acantilado y así lo mató. Entonces Zeus se enfureció mucho porque lo había matado mediante engaño, como nunca antes había matado a ningún hombre, e hizo que fuera vendido durante un año como esclavo a la reina Ónfale. Y cuando terminó el año y Heracles quedó libre, hizo voto de que destruiría la ciudad de la que le había venido esta desgracia: voto que cumplió. Y estas mujeres que ves son las cautivas por su lanza. Y en cuanto a él, ten por seguro que no tardarás en verle.

Cuando Licas hubo concluido, la reina miró a las cautivas y se apiadó de ellas, rogando a los dioses que no les ocurriera a sus hijos algo tan malo, o que, si por casualidad les ocurriera, ella muriera antes. Y viendo que había entre ellas una que sobrepasaba a las demás en belleza, pues era alta y muy hermosa, como si fuera la hija de un rey, quiso saber quién era; y como la mujer no respondiera palabra, quiso que el heraldo se lo dijera. Pero él hizo como que no sabía nada, y se limitó a decir que en efecto parecía de buena familia, y que desde el principio no había hablado nada, sino que lloraba continuamente. Y la reina se compadeció de ella y dijo que no la molestasen, sino que la llevasen a palacio y la tratasen con bondad para que no sufriera pena sobre pena.

Pero Licas se marchó por un tiempo, y el mensajero que había acudido al principio quiso hablar a solas con la reina. Y cuando ella hubo despedido a toda la gente, él le dijo que Licas no había dicho toda la verdad cuando dijo que no sabía quién era la desconocida, y es que era la hija del rey Éurito, de nombre Yole, y que la verdad era que por amor a ella Heracles había tomado la ciudad.

Al oír esto, la reina se inquietó mucho, temiendo que el corazón de su esposo se hubiera apartado de ella. Pero primero quería asegurarse sobre el asunto. Así pues, cuando Licas volvió, pero con disposición de partir, y preguntó qué debía decir a Heracles de parte de la reina, ella le dijo:

—Licas, ¿eres de los que aman la verdad?

—¡Sí, por Zeus! —dijo él—, si es que la conozco.

—Dime, entonces: ¿quién es la mujer que has traído?

—Una mujer de Eubea; pero no sé de qué linaje.

—Mira aquí. ¿Sabes a quién te diriges?

—Sí, lo sé: a la reina Deyanira, hija de Eneo y esposa de Heracles, y mi señora.

—Dices que soy tu señora. ¿Qué te ocurriría si se descubriera que me eres desleal?

—¿Desleal? ¿Qué quieres decir? Eso es pura palabrería, y es mejor que me vaya.

—No te marches hasta que te haya preguntado algo más.

Entonces la reina ordenó que llevaran a su presencia al mensajero que le había expuesto todo el asunto. Y cuando el hombre hubo llegado y contó lo que sabía, y la reina también habló con franqueza, como si no tuviera ira contra su marido, Licas confesó que el asunto era realmente como el hombre había dicho, y que la mujer era Yole, hija del rey Éurito.

continuará…

«Las «Traquinias» de Sófocles para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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