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Las «Euménides» de Esquilo para todos los públicos

Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

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El don de la profecía lo tuvo la Tierra al principio, y después de ella, Themis; y después de ella, Febe, que era de la raza de los titanes, y Febe se lo dio a Apolo —que también se llama Febo— al nacer. Apolo tenía un gran templo y era famoso en la colina de Delfos, al que acudían hombres de toda la tierra en busca de consejo y conocimiento de las cosas que sucederían en el futuro. Y ocurrió un día que la sacerdotisa —pues el templo era atendido por una mujer, a la que los hombres llamaban pitia—, cuando entró en el santuario, según su costumbre, por la mañana, vio en él un espectáculo espantoso.

En efecto, junto al lugar mismo del dios había un hombre, un suplicante, con las manos manchadas de sangre, una espada ensangrentada y una guirnalda de hojas de olivo sobre la cabeza, hábilmente entrelazadas con lana blanca como la nieve. Y detrás de él se sentaba una extraña hueste de mujeres durmiendo, si es que podían llamarse mujeres, que eran más horribles que las gorgonas o las harpías, de las que dicen que tienen cara de mujer y cuerpo de buitre. Este hombre era Orestes, y la sangre que tenía en las manos era la de su madre Clitemnestra, a la que mató para vengar a su padre, el rey Agamenón; las mujeres eran las erinias, también conocidas como las furias, que persiguen a los que derraman la sangre de sus parientes, y los atormentan hasta la muerte. Pero la sacerdotisa, al ver aquel espectáculo, se estremeció de miedo y salió a gatas del templo.

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Cuando se hubo ido, apareció Apolo en persona. Apolo había aconsejado a Orestes que matara a su madre y vengara así la sangre derramada de su padre. Ahora habló con estas palabras:

—No temas, que no te traicionaré, sino que te protegeré hasta el final. Pero ahora debes huir de este lugar, y has de saber que estas, las odiosas, con quienes ni dios ni hombre ni bestia se asocian, te perseguirán tanto por mar como por tierra; pero no te canses ni desfallezcas, sino apresúrate a la ciudad de Palas y siéntate en el templo de la diosa, echando tus brazos alrededor de la imagen, y allí idearé lo que te librará de esta culpa.

Y cuando el dios hubo dicho esto, mandó a su hermano Hermes (pues también estaba cerca) que lo guiara por el camino que debía seguir.

Así pues, Orestes se marchó. Y al momento, en cuanto se hubo ido, se alzó el espíritu de la reina Clitemnestra, vestida con ropas negras, y en el cuello tenía la herida infligida por su hijo. El espíritu se dirigió a las erinias, que aún dormían, y les dijo:

—¿Dormís? ¿Qué provecho tienen quienes duermen? Vergonzosamente me deshonráis entre los muertos, pues aquellos a quienes maté me afrentan, y mi venganza, aunque fui asesinada por mi propio hijo, nadie la toma en sus manos. No os acordáis con qué sufrimientos, con qué sacrificios de medianoche sobre el hogar os honré en otro tiempo, y ahora, mientras dormís, este miserable ha escapado de la red.

Entonces empezaron a revolverse y a despertarse, pues el espíritu seguía incitándolas con palabras airadas, hasta que ya estaban completamente despiertas y dispuestas a la persecución.

Entonces apareció el dios Apolo con su arco de plata en la mano y gritó:

—Marchaos de este lugar, malditas. Marchaos a toda prisa, no sea que una flecha salte de este arco y os hiera de tal modo que vomitéis la sangre que habéis bebido de los hombres. Este no es lugar adecuado para vosotras; en las estancias de la crueldad se encuentra vuestra morada, o en alguna guarida de leones, chorreando sangre, pero no donde los hombres vienen a escuchar los oráculos de la verdad. Marchaos, pues, a toda prisa.

—No —dijeron—. Escucha, rey Apolo, lo que queremos decir, porque tú eres verdaderamente culpable de este asunto.

—¿Cómo es eso? Gran cosa es la que dices.

—Hiciste que este forastero matara a su madre.

—Le pedí que se vengara del derramamiento de sangre de su padre.

—¿Y estabas dispuesto a responder por este hecho?

—Le ordené que viniera a este santuario en busca de socorro.

—¿Y quienes acuden a él no te complacen?

—No, pues no conviene que se acerquen a este lugar.

—Sin embargo, es nuestra tarea seguir al que mata a su madre.

—¿Y si una esposa mata a su marido?

—Entre esposa y esposo no hay parentesco de sangre.

—Deshonras, al decir esto, a la gran Hera, esposa de Zeus, y a todo amor, pues no hay nada más querido por los hombres.

—Sin embargo, perseguiré a este hombre hasta la muerte, pues me mueve a ello la sangre de su madre.

—Y yo le ayudaré y le salvaré.

Entretanto, Orestes huyó a toda prisa a Atenas, llegó al templo de Atenea y, abrazado a la imagen de la diosa, le gritó que había acudido a la llamada de Apolo y que estaba dispuesto a someterse a su juicio. Pero las erinias lo habían perseguido con ahínco tras rastrearlo como un perro hace con la sangre a un cervatillo herido. Cuando llegaron y lo encontraron en el templo, gritaron que era inútil que buscara la ayuda de los dioses, pues la sangre de su madre que había derramado clamaba contra él desde el suelo, y afirmaban que beberían su sangre, lo consumirían y lo convertirían en un hombre vivo entre los muertos para que todos los hombres evitaran cometer tales actos en el futuro.

—He aprendido en muchos problemas tanto a callar como a hablar —dijo Orestes—, y ahora hablo como me ordena un hombre sabio, pues he aquí que la mancha de sangre que está en mi mano palidece, y la mácula va desapareciendo. Por lo tanto, llamo a Atenea, que es reina de esta tierra, para que me ayude, dondequiera que esté, porque, aunque esté lejos, siendo diosa, puede oír mi voz. Ayudándome, conseguirá que yo, mi pueblo y mi tierra seamos amigos suyos y de su pueblo para siempre.

Sin embargo, las erinias no dejaron de gritar contra él que estaba maldito y que les había sido entregado como presa, pues ellas habían sido designadas por los dioses para ejecutar la venganza contra los malhechores, de los cuales él era el principal, ya que había matado a la madre que lo dio a luz.

Histori(et)as de griegos y romanos

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Mientras gritaban así contra él, apareció la diosa Atenea, muy hermosa de ver, con la lanza de oro en la mano, y dijo:

—De las orillas del Escamandro he venido, pues oí el grito de uno que invocaba mi nombre. Ahora quisiera saber qué significa todo esto que veo. ¿Quién eres tú, extranjero, que estás sentado abrazando esta imagen? ¿Y quiénes sois vosotras, de aspecto tan extraño, que no os parecéis ni a los dioses ni a las hijas de los hombres?

—Pronto te contaremos el asunto, hija de Zeus —dijo las erinias—. Somos las hijas de la Noche y somos maldiciones, y nuestro oficio es expulsar al asesino de su hogar.

—¿Y hacia dónde lo expulsáis? —dijo la diosa

—Lo conducimos a la tierra donde no habita la alegría.

—¿Y por qué perseguís a este hombre?

—Porque se atrevió a matar a su madre.

—¿Algo le obligó a hacerlo?

—¿Qué podría obligar a un hombre a tal maldad?

—Hay dos historias que contar, y yo solo he oído una.

Y cuando hubieron hablado así durante un rato, las erinias dijeron que acatarían el juicio de la diosa. Entonces ella se dirigió a Orestes y le pidió que expusiera su caso, quién era y qué había hecho, a lo cual él respondió:

—Soy un hombre de Argos, y a mi padre, el rey Agamenón, lo conoces bien, porque era el jefe del ejército de los griegos, y por sus manos hiciste que la gran ciudad de Troya dejara de existir. Este hombre pereció de la manera más injusta, cuando regresó a su casa, pues mi madre, que tenía un corazón malvado, lo mató vilmente en el baño. Y yo, volviendo a mi patria, de la que en otro tiempo había huido, maté a la que me dio a luz. Esto no lo niego. Sí, la maté para vengar a mi padre. En este asunto Apolo tiene una parte común conmigo, pues dijo que grandes males atravesarían mi corazón si no recompensaba a los que habían hecho este acto. Pero juzga tú este asunto, porque con tu juicio, sea cual fuere, estaré satisfecho.

—Este es un asunto difícil de juzgar —dijo Atenea—, porque tú, Orestes, has venido como suplicante a esta casa, siendo inocente de culpa, y no puedo rechazarte. Sin embargo, estas tienen un pleito que no se puede desestimar a la ligera, pues es posible que, si no consiguen lo que buscan, envíen una enfermedad devastadora a esta tierra y la consuman. Viendo que este gran asunto me ha tocado a mí, haré lo siguiente. Elegiré unos jueces, los obligaré con un juramento, y ellos juzgarán en todos los casos en que un hombre haya matado a otro, y esto lo estableceré para siempre. Traed, pues, a los testigos y las pruebas con sus juramentos que los confirmen. Yo escogeré a los más dignos de entre mis ciudadanos, hombres justos, que tengan en cuenta su juramento, y ellos juzgarán este asunto.

Fueron, pues, todos a la colina de Ares, donde debía juzgarse la causa. Doce hombres de los más dignos de la ciudad se sentaron en el tribunal, y Atenea salió y dijo al heraldo que estaba allí:

—Toca la trompeta para que el pueblo guarde silencio y para que esta causa sea juzgada justamente, como es debido.

Entonces salió Apolo. Cuando las erinias lo vieron, gritaron:

—¿Qué tienes que ver con este asunto, rey Apolo?

—Como testigo he venido, pues yo ordené a este hombre que cometiera el acto.

Entonces Atenea ordenó que hablaran primero las erinias, que eran las acusadoras. Ellas comenzaron a decir a Orestes:

—Responde a lo que vamos a preguntarte. ¿Mataste tú a tu madre?

—Yo la maté. No lo niego.

—¿Cómo la mataste?

—Desenvainé mi espada y se la clavé en el cuello.

—¿Quién te aconsejó que lo hicieras?

—Apolo me lo aconsejó. Por eso no temo. También mi padre me ayudará desde la tumba.

—¿Te ayudarán los muertos a ti, que mataste a tu madre?

—Sí, pues ella también había matado a su marido. Decid: ¿por qué no la perseguisteis mientras vivía?

—Porque no era familia de sangre respecto al que mató.

—¿No era de la misma familia? Entonces yo no soy de la misma familia que ella. Pero da testimonio, rey Apolo.

—Soy adivino y no miento —dijo Apolo—. Jamás he hablado de hombre o mujer o ciudad sino como mi padre Zeus me mandó hablar.

—¿Cómo dices? —dijeron las erinias—. ¿Que Zeus ordenó que este hombre matara a su madre?

—Así fue. Pensad cuán vilmente mató esta mujer a su marido, el padre del muchacho, pues no lo hirió con una flecha, como haría alguna amazona, sino que cuando él regresaba de la guerra, colmado de honores, en el baño lo emboscó, atrapándolo con un manto, y así lo mató. Por eso este hombre obró rectamente, tomando venganza por la sangre derramada. En cuanto al parentesco que decís que hay entre un hombre y su madre, escuchad esto. ¿Tuvo Palas, aquí presente, una madre? No, pues no la parió ningún vientre, ya que salió de la cabeza de su padre Zeus.

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—Es suficiente —dijo Atenea—. Jueces, juzgad esta causa y haced justicia. Pero escuchad primero el reglamento que establezco para este tribunal. En esta colina construyeron las amazonas su fortaleza cuando guerreaban contra el rey Teseo y los hombres de esta tierra; por eso se llama la colina de Ares, que es el dios de la guerra. Y aquí hago esto como ordenanza para siempre, para que sea un baluarte de esta tierra: que los jueces se sienten aquí, deseosos de vengar el agravio, no cegando sus ojos con regalos, sino llevando a cabo un verdadero juicio e impartiendo justicia entre un hombre y otro. Ahora levantaos, jueces, de vuestro lugar, y tomad estos guijarros en vuestras manos, y votad conforme a derecho, sin olvidar vuestro juramento.

Así pues, los jueces se levantaron de su lugar y dejaron caer los guijarros en las urnas, la de Apolo por un lado y la de las erinias por otro, instándoles con muchas promesas y amenazas. Finalmente, Atenea se levantó y dijo:

—Me corresponde a mí emitir el voto decisivo, que es a favor de Orestes. Yo misma no nací de madre, por lo que estoy del lado del padre. No me interesa vengar la muerte de una mujer que mató a su marido, el gobernante de su casa. Ahora, si los votos son iguales, Orestes es libre. Tomad los guijarros de las urnas y procurad contar bien y con justicia, para que no se cometa ningún atropello.

Los designados sacaron los guijarros de las urnas y los contaron. Y he aquí que los votos eran iguales para un lado y para el otro. Atenea se levantó y dijo:

—Quede libre.

Así fue la forma en que Orestes quedó libre del tormento de las erinias por haber matado a su madre..

«Las «Euménides» de Esquilo para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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