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La «Ifigenia entre los tauros» de Eurípides para todos los públicos

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Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Hemos visto en la historia del rey Agamenón que la diosa Ártemis, enfadada con él porque había matado a un ciervo que ella adoraba, no permitió que los barcos de los griegos zarparan hasta que él hubiera ofrecido a su hija Ifigenia en sacrificio. Pero cuando el rey finalmente lo consintió y todo estaba preparado para sacrificar a la doncella, la diosa no quiso que se derramara su sangre, sino que puso una hermosa cierva en su lugar y se llevó a la doncella a la tierra de los tauros, donde tenía un templo y un altar. En ese altar, el rey del país solía sacrificar a cualquier forastero que acabara allí por las inclemencias del tiempo, pues nadie acudía voluntariamente. El nombre de este rey era Toante, que en griego significa ‘veloz de pies’.

Cuando la doncella llevaba allí muchos años, tuvo un sueño. En el sueño ella parecía haber partido de la tierra de los tauros para habitar en la ciudad de Argos, donde había nacido. Mientras dormía en la habitación de las mujeres, se produjo un gran terremoto que derrumbó el palacio de sus padres, de modo que solo quedó una columna en pie. Mientras miraba la columna, le pareció que le salían pelos amarillos, como el cabello de un hombre, y que hablaba con voz de hombre. Hizo con la columna lo que acostumbraba hacer con los extraños que eran sacrificados sobre el altar: la purificó con agua y lloraba mientras tanto. La interpretación del sueño fue que su hermano Orestes había muerto, pues los hijos varones son los pilares de una casa, y él era el único que quedaba de la casa de su padre.

Sucedió que en ese mismo momento Orestes, con Pílades, que era su amigo, llegó en un barco a la tierra de los tauros. La causa de su llegada era la siguiente: después de haber matado a su madre, vengándose así de la muerte de su padre, el rey Agamenón, las erinias lo persiguieron. Entonces Apolo, que le había ordenado cometer el acto, le ordenó que fuera a la tierra de Atenas para que pudiera ser juzgado. Y cuando lo juzgaron y quedó libre, las erinias no lo dejaron en paz, por lo que Apolo le ordenó que navegara hacia la tierra de los tauros cargando hasta allí con la imagen de Ártemis, y luego la llevara a la tierra de los atenienses, y que después de esto descansara. Cuando ambos llegaron al lugar, vieron que el altar estaba enrojecido por la sangre de los que habían sido sacrificados en él. Orestes dudaba de cómo podrían llevar a cabo las cosas para las que había venido, pues los muros del templo eran altos, y las puertas no eran fáciles de franquear. Por eso quiso huir a la nave, pero Pílades no lo consintió, ya que no solían dar marcha atrás en lo que se hubieran propuesto; por tanto, aconsejó que se escondieran durante el día en una cueva que había junto a la orilla del mar, no muy cerca de la nave, para que no los buscaran, y que por la noche se colaran en el templo por un espacio que había entre las columnas, se llevaran la imagen y se marcharan.

Se escondieron, pues, en una cueva junto al mar. Dio la casualidad de que ciertos pastores estaban con sus bueyes en los pastos junto a la costa, y uno de ellos, acercándose a la cueva, vio a los jóvenes sentados en ella y, dirigiéndose a sus compañeros, les dijo:

—¿Veis a los que están sentados ahí? Sin duda son dioses. —Y es que eran muy altos y hermosos a la vista.

Algunos empezaron a rezarles, pensando que podrían ser los hermanos gemelos o los hijos de Nereo, pero otro se rio y dijo:

—No es así: son náufragos que se ocultan, pues saben que es nuestra costumbre sacrificar a los extranjeros a nuestros dioses.

Los demás asintieron y dijeron que debían tomar prisioneros a los hombres para sacrificarlos a los dioses.

Pero mientras se acercaban, Orestes salió corriendo de la cueva, pues la locura se había apoderado de él, gritando:

—Pílades, ¿no ves a ese dragón del infierno, y a esa que quiere matarme con las serpientes de su boca, y a esa otra que exhala fuego, sosteniendo a mi madre en sus brazos para arrojarla sobre mí?

Primero bramó como un toro y luego aulló como un perro, pues las erinias, según él, así lo hacían también. Los pastores, al ver esto, se reunieron con gran temor y se sentaron. Cuando Orestes desenvainó su espada y saltó, como saltaría un león, en medio del rebaño, matando a las bestias —pues en su locura pensaba que estaba luchando con las erinias—, entonces los pastores, soplando sus caracolas, llamaron a la gente de la tierra, pues temían a los jóvenes: tan fuertes y valientes parecían.

Cuando se reunió un número no pequeño, empezaron a arrojar piedras y jabalinas contra los dos. La locura de Orestes empezó a remitir, y Pílades lo cuidó con esmero, limpiándole la espuma de la boca y sujetando mantas antes él para que no lo hirieran las piedras. Cuando Orestes volvió en sí y vio en qué apuros se encontraban, gimió en voz alta y gritó:

—Si vamos a morir, oh, Pílades, al menos muramos como corresponde a los hombres valientes. Saca tu espada y sígueme.

La gente del país no se atrevía a plantarles cara, pero, mientras unos huían, otros les arrojaban piedras. A pesar de todo, nadie los hirió. Al fin, congregándose a su alrededor una gran multitud, les quitaron las espadas de las manos a pedradas, y así pudieron atarlos y se los llevaron al rey Toante, que mandó que los llevasen al templo para que la sacerdotisa tratase con ellos según la costumbre del lugar.

Así pues, llevaron a los jóvenes atados al templo. Sabían el nombre de uno de ellos, pues habían oído que su compañero lo llamaba, pero desconocían el nombre del otro. Cuando Ifigenia los vio, ordenó a la gente que les soltara las cuerdas, pues al ser sagrados para la diosa eran libres. Luego, tomando a los dos por hermanos, les preguntó:

—¿Quién es vuestra madre, y vuestro padre, y vuestra hermana, si es que tenéis hermana (hoy se quedará sin sus nobles hermanos)? ¿De dónde venís?

—¿Qué pretendes, señora —respondió Orestes—, lamentándote así por nosotros? Me parece una locura que quien ha de morir se lamente de sí mismo. No nos compadezcas: ya sabemos qué clase de sacrificios hacéis en esta tierra.

—Decidme: ¿cuál de vosotros dos se llama Pílades?

—No yo, sino este mi compañero.

—¿De qué ciudad de Grecia sois? ¿Y sois hermanos nacidos de una misma madre?

—Hermanos somos, pero de amistad, no de sangre.

—¿Y cuál es tu nombre?

—Eso no te lo diré: tienes poder sobre mi cuerpo, pero no sobre mi nombre.

—¿No me dirás tu país?

Y cuando él le dijo que su país era Argos, ella le preguntó muchas cosas sobre Troya, Helena, el adivino Calcante y Odiseo; y al final ella dijo:

—Y Aquiles, hijo de la marina Tetis, ¿está vivo todavía?

—Ha muerto, y su matrimonio celebrado en Áulide no tiene efecto.

—Fue un falso matrimonio, como algunos saben muy bien.

—¿Quién eres tú, que preguntas así sobre los asuntos de Grecia?

—Yo soy de la tierra de Grecia, y fui traída aquí siendo aún una niña. Había un tal Agamenón, hijo de Atreo… ¿Qué hay de él?

—No lo sé. Señora, deja de hablar de él.

—No digas eso, sino hazme el favor de contármelo.

—Ha muerto.

—¡Ay de mí! ¿Cómo murió?

—¿Qué significa tu dolor? ¿Eres de su familia?

—Es una pena pensar lo grande que era, y ahora está muerto.

—Fue asesinado de la manera más miserable por una mujer. Pero no preguntes más.

—Solo una cosa. ¿Vive aún su mujer?

—No, pues el hijo que dio a luz la mató, vengando así a su padre.

—Un acto terrible pero justo.

—Ciertamente justo, pero los dioses no lo aman.

—¿Y dejó el rey algún otro hijo?

—Una hija, de nombre Electra.

—¿Y vive aún su hijo?

—Vive, pero no hay hombre más miserable.

Cuando Ifigenia se enteró de que estaba vivo y supo que había sido engañada por los sueños que había tenido, concibió un pensamiento en su corazón, y dijo a Orestes:

—Escucha ahora, porque tengo algo que decirte que traerá beneficio tanto para ti como para mí. Si te salvo de esta muerte, ¿llevarás noticias mías a Argos, a mis amigos, y les entregarás una tablilla mía? Porque tengo conmigo una tablilla que escribió para mí uno que fue traído cautivo a este lugar; se compadecía de mí, pues sabía que yo no iba a causar su muerte, sino la ley de la diosa en este lugar. Aún no he encontrado a nadie que pueda llevarla a Argos; pero tú, a mi juicio, eres de noble cuna y conoces la ciudad y a aquellos con quienes me gustaría comunicarme. Toma, pues, esta tablilla y tu vida como recompensa; y que este hombre sea sacrificado a la diosa.

—Has hablado bien, señora —respondió Orestes—, salvo en una sola cosa: que este hombre sea sacrificado en mi lugar no me agrada en absoluto, porque yo soy el que ha llevado a cabo este viaje, y este hombre ha venido conmigo para ayudarme en mis problemas. Por tanto, sería una tremenda injusticia que él sufriera en mi lugar y yo escapara. Dale, pues, la tablilla a él. Él la llevará a la ciudad de Argos, y tú tendrás lo que quieras. En cuanto a mí, que me maten, si quieren.

—Bien dicho, joven. Tú vienes, lo sé, de una noble estirpe. Quieran los dioses que mi hermano (pues tengo un hermano, aunque esté lejos) sea como tú. Será como tú quieres. Este hombre partirá con la tablilla, y tú morirás.

Entonces Orestes quiso saber la forma en que moriría. Ella le dijo que no mataba a las víctimas con su propia mano, sino que había sacerdotes en el templo designados para este oficio, que las preparaban de antemano para el sacrificio. También le dijo que su cuerpo sería incinerado.

Cuando Orestes deseó que fuera la mano de su hermana la que le rindiera el debido honor en su muerte, Ifigenia dijo:

—Eso no puede ser, pues ella está lejos de esta tierra extraña; pero, como tú eres un hombre de Argos, yo misma adornaré tu tumba y derramaré aceite de oliva y miel sobre tus cenizas. —Y partió para recoger la tablilla de su morada, ordenando a los asistentes que mantuvieran a los jóvenes sujetos, pero sin ataduras.

Cuando se hubo marchado, Orestes dijo a Pílades:

—Pílades, ¿qué te parece? ¿Quién es esta doncella? Sabía mucho de Troya y de Argos, de Calcante, el sabio adivino, de Aquiles y de los demás; y se lamentó por el rey Agamenón. Debe de ser de Argos.

—Eso no puedo decirlo —respondió Pílades—. Todo el mundo sabe lo que le sucedió al rey. Pero escucha esto: sería una vergüenza para mí vivir si tú mueres. Navegué contigo y moriré contigo. De lo contrario, los hombres me tendrán en poca estima tanto en Argos como en Fócide, que es mi tierra, pues pensarán que te traicioné o que te maté vilmente para quedarme con tu reino, casándome con tu hermana, que lo heredará en tu lugar. No será así: moriré contigo, y mi cuerpo será quemado junto al tuyo.

—Debo soportar mis propias penalidades —replicó Orestes—. Sería vergonzoso que, cuando intentas ayudarme, yo te cause la perdición. En cuanto a mí, viendo cómo me tratan los dioses, es mejor que muera. Tú, en verdad, eres feliz, y tu casa es bienaventurada, pero mi casa está maldita. Ve, pues, y mi hermana, que te he dado por esposa, te alumbrará hijos, y la casa de mi padre no perecerá. Te encomiendo que, cuando vuelvas sano y salvo a la ciudad de Argos, hagas estas cosas: primero, construirás una tumba para mí, y mi hermana hará allí una ofrenda de sus cabellos y también de sus lágrimas; y dile que morí asesinado por una mujer de Argos, que me ofreció como ofrenda a sus dioses; y te encomiendo que no abandones a mi hermana, sino que le seas fiel. Ahora despídete, verdadero amigo y compañero en mis fatigas, porque ciertamente estoy a punto de morir, y Febo me ha mentido al darme falsas profecías.

Pílades le juró que le levantaría una tumba y que sería un buen esposo para su hermana. Después de esto, Ifigenia salió con una tablilla en la mano y dijo:

—Aquí está la tablilla de la que hablé, pero temo que aquel a quien se la entregue no la tenga en cuenta cuando regrese a la tierra. Por eso quisiera obligarle con un juramento a que la entregue a quienes deban recibirla en la ciudad de Argos.

Orestes consintió, diciendo que ella también debía comprometerse con un juramento de que libraría a uno de los dos de la muerte. Entonces ella juró por Ártemis que persuadiría al rey y libraría a Pílades de la muerte. Pílades, por su parte, juró por Zeus, padre del cielo, que entregaría la tablilla a quien correspondiera. Y habiéndolo jurado, dijo:

—Pero… ¿y si me alcanza una tempestad y se pierde la tablilla y solo me salvo yo?

—Yo te diré lo que hay escrito en la tablilla; y si se pierde, transmitirás el mensaje; pero, si no, entonces se la darás como te ordeno.

—¿Y a quién se la daré?

—Se la darás a Orestes, hijo de Agamenón. Lo que hay escrito en ella es este mensaje: «Yo, que fui sacrificada en Áulide, Ifigenia, que estoy viva y aun así muerta para mi propio pueblo, te pido que…».

Al oír esto, Orestes irrumpió:

—¿Dónde está esa Ifigenia? ¿Ha vuelto la muerta entre los vivos?

—La ves en mí; pero no me interrumpas: «… te pido que me lleves antes de morir a Argos desde una tierra extraña, sacándome del altar rojo con la sangre de extraños, donde yo sirvo». Y si Orestes pregunta cómo es que estoy viva, dirás que Ártemis puso una cierva en mi lugar, y que el sacerdote, pensando que me había herido con el cuchillo, mató a la bestia, y que la diosa me trajo a esta tierra.

—Mi juramento es fácil de cumplir —dijo Pílades—. Orestes, toma esta tablilla de tu hermana.

Entonces Orestes abrazó a su hermana, llorando (pues ella se apartaba de él, sin saber lo que había de pensar), y le dijo:

—Oh, hermana mía, no te apartes de mí, pues soy tu hermano, a quien no pensabas ver.

Como ella aún dudaba, él le contó ciertas cosas por las que podría saber que era Orestes: que había tejido un tapiz en el que se relataba la lucha entre Atreo y Tiestes por el cordero de oro; y que había dado un mechón de su cabello en Áulide para que le sirviera de recuerdo; y que en su cámara de Argos estaba depositada la antigua lanza de Pélope, el nieto de su padre, con la que este mató a Enómao y obtuvo a Hipodamía por esposa.

Cuando ella oyó esto, supo que de verdad era Orestes, a quien, siendo un bebé y el último nacido de su madre, había tenido en sus brazos en tiempos pasados. Pero cuando los dos hubieron hablado durante un rato, alegrándose el uno del otro y contándose las cosas que les habían sucedido, Pílades dijo:

—Los saludos de amistad después de una larga ruptura están bien, pero debemos considerar cuál es la mejor manera de escapar de esta tierra de bárbaros.

—Nada me impedirá saber cómo le va a mi hermana Electra —respondió Ifigenia.

—Está casada —dijo Orestes— con Pílades, al que ves aquí.

—¿De qué tierra es y quién es su padre?

—Su padre es Estrofio de Fócide, un pariente, pues su madre era hija de Atreo, y también un amigo como ningún otro lo es para mí.

continuará…

«La «Ifigenia entre los tauros» de Eurípides para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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