Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.
Durante la noche anterior a la siguiente batalla, un fuerte trueno retumbó en el campamento de los griegos, que temieron que fuera una advertencia de la desgracia que se avecinaba. Y así fue. Cuando comenzó la batalla, al principio no se sabía con certeza de qué bando se inclinaba la victoria, pues unas veces cedían los troyanos, y otras, los griegos; pero a medida que avanzaba el día, los griegos se iban acongojando cada vez más, y se alegraron cuando cayó la oscuridad y les permitió retirarse tras su alta muralla.
Los troyanos, por el contrario, lamentaron mucho que su ventaja se viera obstaculizada, y, pensando que los griegos probablemente intentarían huir por la noche en sus naves y escapar así de ellos, decidieron impedirlo acampando por la noche en la llanura a las afueras de la ciudad. Pronto encendieron hogueras alrededor de las cuales se agruparon los hombres y, tras pedir pan, carne y vino a la ciudad, se refrescaron con buen ánimo y se dispusieron a vigilar toda la noche.
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Pero entre los griegos, los caudillos estaban llenos de preocupación y ansiedad por la llegada del día siguiente, y sobre todo Agamenón estaba preocupado, pues no solo recaería sobre él, como líder del ejército, la mayor parte de la gloria o de la vergüenza del resultado de la guerra, sino que además sentía que el retroceso de los griegos se había producido por su culpa. A causa de su conducta prepotente, Aquiles se había apartado de ellos, y ahora estaba deseoso de enmendar lo que había hecho.
Escogió de entre sus tesoros los mejores y más caros y se los envió a Aquiles, con la esperanza de aplacar su cólera. Eran regalos regios, como solo podía enviarlos un gran rey: oro y copas preciosas en abundancia y, además, siete esclavas de gran valor, entre ellas Briseida, por quien habían surgido todas las disputas. Prometió también que, cuando Troya fuera conquistada, Aquiles tendría libertad para llenar su barco con el oro y el bronce del botín, y que, si alguna vez regresaban a Grecia, tendría siete de las ciudades de Agamenón y a la más bella de sus hijas como esposa.
Además, eligió como mensajeros a los mejores amigos de Aquiles: el sabio Odiseo, el poderoso Áyax y el anciano Fénix, que durante años había sido su preceptor y maestro. Los envió ante el héroe, y Aquiles se alegró mucho de ver a sus amigos y los agasajó con hospitalidad. Pero cuando le anunciaron su misión, ni las sabias palabras de Odiseo ni las fervientes súplicas de Fénix sirvieron para conmoverlo. Un odio feroz hacia el rey se había apoderado de su alma, y, antes que aplacarlo, estaba dispuesto a presenciar la destrucción de sus compatriotas y de sus mejores amigos, e incluso declaró que volvería inmediatamente a su hogar y viviría allí en paz y felicidad el resto de sus días.
Los mensajeros se vieron obligados a partir sin haber conseguido nada y tuvieron que anunciar a los caudillos reunidos que no debían esperar nada de Aquiles.
«El retroceso de los griegos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com