Esta es una de las rapsodias (cantos) de la Ilíada de Homero traducida por Luis Segalá y Estalella (1873-1938), edición actualizada de 1927. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.
Las demás deidades y los hombres que en carros combaten durmieron toda la noche; pero Zeus no probó las dulzuras del sueño, porque su mente buscaba el medio de honrar a Aquileo y causar gran matanza junto a las naves aqueas. Al fin creyó que lo mejor sería enviar un pernicioso sueño al Atrida Agamenón y, hablándole, pronunció estas aladas palabras:
8 Zeus.— Anda, ve, pernicioso Sueño, encamínate a las veleras naves aqueas, introdúcete en la tienda de Agamenón Atrida y dile cuidadosamente lo que voy a encargarte. Ordénale que arme a los melenudos aqueos y saque toda la hueste; ahora podría tomar a Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos.
16 Así dijo. Partió el Sueño al oír el mandato, llegó en un instante a las veleras naves aqueas y, hallando dormido en su tienda al Atrida Agamenón —alrededor del héroe habíase difundido el sueño inmortal—, púsose sobre su cabeza y tomó la figura de Néstor, hijo de Neleo, que era el anciano a quien aquel más honraba. Así transfigurado, dijo el divino Sueño:
23 El Sueño.— ¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Ahora atiéndeme enseguida, pues vengo como mensajero de Zeus, el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los melenudos aqueos y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar a Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria, para que no las olvides cuando el dulce sueño te desampare.
35 Así habiendo hablado, se fue y dejó a Agamenón revolviendo en su ánimo lo que no debía cumplirse. Figurábase que iba a tomar la ciudad de Troya aquel mismo día. ¡Insensato! No sabía lo que tramaba Zeus, quien había de causar nuevos males y llanto a los troyanos y a los dánaos por medio de terribles peleas. Cuando despertó, la voz divina resonaba aún en torno suyo. Incorporose y, habiéndose sentado, vistió la túnica fina, hermosa, nueva; se echó el gran manto, calzó sus nítidos pies con bellas sandalias y colgó del hombro la espada guarnecida con clavazón de plata. Tomó el imperecedero cetro de su padre y se encaminó hacia las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.
48 Subía la diosa Aurora al vasto Olimpo para anunciar el día a Zeus y a los demás inmortales, cuando Agamenón ordenó que los heraldos de voz sonora convocaran al ágora a los melenudos aqueos. Convocáronlos aquellos, y estos se reunieron enseguida.
53 Pero celebrose antes un consejo de magnánimos próceros junto a la nave del rey Néstor, natural de Pilos. Agamenón los llamó para hacerles una discreta consulta:
56 Agamenón.— ¡Oíd, amigos! Dormía durante la noche inmortal, cuando se me acercó un Sueño divino muy semejante al ilustre Néstor en la forma, estatura y natural. Púsose sobre mi cabeza y profirió estas palabras: «¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Ahora atiéndeme enseguida, pues vengo como mensajero de Zeus, el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los melenudos aqueos y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar a Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria». Habiendo hablado así, fuese volando, y el dulce sueño me desamparó. Mas, ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas. Para probarlos como es debido, les aconsejaré que huyan en las naves de muchos bancos; y vosotros, hablándoles unos por un lado y otros por el opuesto, procurad detenerlos.
76 Habiéndose expresado en estos términos, se sentó. Seguidamente levantose Néstor, que era rey de la arenosa Pilos, y benévolo les arengó diciendo:
79 Néstor.— ¡Oh, amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Si algún otro aqueo nos refiriese el sueño, lo creeríamos falso y desconfiaríamos aún más; pero lo ha tenido quien se gloría de ser el más poderoso de los aqueos. Ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas.
84 Habiendo hablado así, fue el primero en salir del consejo. Los reyes portadores de cetro se levantaron, obedeciendo al pastor de hombres, y la gente del pueblo acudió presurosa. Como de la hendedura de un peñasco salen sin cesar enjambres copiosos de abejas que vuelan arracimadas sobre las flores primaverales y unas revolotean a este lado y otras a aquel, así las numerosas familias de guerreros marchaban en grupos, por la baja ribera, desde las naves y tiendas al ágora. En medio, la Fama, mensajera de Zeus, enardecida, les instigaba a que acudieran, y ellos se iban reuniendo. Agitose el ágora, gimió la tierra y se produjo tumulto, mientras los hombres tomaron sitio. Nueve heraldos daban voces para que callaran y oyeran a los reyes, alumnos de Zeus. Sentáronse al fin, aunque con dificultad, y enmudecieron tan pronto como ocuparon los asientos. Entonces se levantó el rey Agamenón, empuñando el cetro que Hefesto hizo para el soberano Zeus Cronión —este lo dio al mensajero Argifontes; Hermes lo regaló al excelente jinete Pélope, quien, a su vez, lo entregó a Atreo, pastor de hombres; Atreo al morir lo legó a Tiestes, rico en ganado, y Tiestes lo dejó a Agamenón para que reinara en muchas islas y en todo el país de Argos—, y, descansando el rey sobre el arrimo del cetro, habló así a los argivos:
110 Agamenón.— ¡Oh, amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! En grave infortunio envolviome Zeus Cronida. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilión, y todo ha sido funesto engaño, pues ahora me ordena regresar a Argos, sin gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha destruido las fortalezas de muchas ciudades y aun destruirá otras porque su poder es inmenso. Vergonzoso será para nosotros que lleguen a saberlo los hombres de mañana. ¡Un ejército aqueo tal y tan grande hacer una guerra vana e ineficaz! ¡Combatir contra un número menor de hombres y no saberse aún cuándo la contienda tendrá fin! Pues si aqueos y troyanos, jurando la paz, quisiéramos contarnos, y, reunidos cuantos troyanos hay en sus hogares y agrupados nosotros los aqueos en décadas, cada una de estas eligiera un troyano para que escanciara el vino, muchas décadas se quedarían sin escanciador. ¡En tanto digo que superan los aqueos a los troyanos que en la ciudad moran! Pero han venido en su ayuda hombres de muchas ciudades, que saben blandir la lanza, me apartan de mi intento y no me permiten, como quisiera, tomar la populosa ciudad de Ilión. Nueve años del gran Zeus transcurrieron ya; los maderos de las naves se han podrido y las cuerdas están deshechas; nuestras esposas e hijitos nos aguardan en los palacios; y aún no hemos dado cima a la empresa para la cual vinimos. Ea, procedamos todos como voy a decir: huyamos en las naves a nuestra patria tierra, pues ya no tomaremos a Troya, la de anchas calles.
142 Así dijo; y a todos los que no habían asistido al consejo se les conmovió el corazón en el pecho. Agitose el ágora como las grandes olas que en el mar Icario levantan el euro y el noto cayendo impetuosos de las nubes amontonadas por el padre Zeus. Como el céfiro mueve con violento soplo un crecido trigal y se cierne sobre las espigas, de igual manera se movió toda el ágora. Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren hacia los bajeles; exhórtanse a tirar de ellos para echarlos al mar divino; limpian los canales; quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen a volver a la patria llega hasta el cielo.
155 Y efectuárase entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el regreso de los argivos, si Hera no hubiese dicho a Atenea:
157 Hera.— ¡Oh, dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! ¿Huirán los argivos a sus casas, a su patria tierra por el ancho dorso del mar, y dejarán como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve enseguida al ejército de los aqueos de broncíneas corazas, detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que echen al mar los corvos bajeles.
166 Así habló. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó presto a las veloces naves aqueas y halló a Odiseo, igual a Zeus en prudencia, que permanecía inmóvil y sin tocar la negra nave de muchos bancos porque el pesar le llegaba al corazón y al alma. Y, poniéndose a su lado, díjole Atenea, la de ojos de lechuza:
173 Atenea.— ¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! ¿Así, pues, huiréis a vuestras casas, a la patria tierra, embarcados en las naves de muchos bancos, y dejaréis como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve enseguida al ejército de los aqueos y no cejes: detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que echen al mar los corvos bajeles.
182 Así dijo. Odiseo conoció la voz de la diosa en cuanto le habló; tiró el manto, que recogió el heraldo Euríbates de Ítaca, que le acompañaba; corrió hacia el Atrida Agamenón, para que le diera el imperecedero cetro paterno, y, con este en la mano, enderezó a las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.
188 Cuando encontraba a un rey o a un capitán eximio, parábase y le detenía con suaves palabras:
190 Odiseo.— ¡Ilustre! No es digno de ti temblar como un cobarde. Detente y haz que los demás se detengan también. Aún no conoces claramente la intención del Atrida: ahora nos prueba, y pronto castigará a los aqueos. En el consejo no todos comprendimos lo que dijo. No sea que, irritándose, maltrate a los aqueos; la cólera de los reyes, alumnos de Zeus, es terrible, porque su dignidad procede del próvido Zeus, y este los ama.
198 Cuando encontraba a un hombre del pueblo gritando, dábale con el cetro y le increpaba de esta manera:
200 Odiseo.— ¡Desdichado! Estate quieto y escucha a los que te aventajan en bravura; tú, débil e inepto para la guerra, no eres estimado ni en el combate ni en el consejo. Aquí no todos los aqueos podemos ser reyes; no es un bien la soberanía de muchos; uno solo sea príncipe, uno solo rey: aquel a quien el hijo del artero Cronos ha dado cetro y leyes para que reine sobre nosotros.
207 Así Odiseo, actuando como supremo jefe, imponía su voluntad al ejército; y ellos se apresuraban a volver de las tiendas y naves al ágora, con gran vocerío, como cuando el olaje del estruendoso mar brama en la playa anchurosa y el ponto resuena.
211 Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, a excepción de Tersites, que, sin poner freno a la lengua, alborotaba. Ese sabía muchas palabras groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes; y lo que a él le pareciera, hacerlo ridículo para los argivos. Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíanle de un modo especial Aquileo y Odiseo, a quienes zahería; y entonces, dando estridentes voces, decía oprobios al divino Agamenón. Y por más que los aqueos se indignaban e irritaban mucho contra él, seguía increpándole a voz en grito:
225 Tersites.— ¡Atrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y en ellas tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que a nadie cuando tomamos alguna ciudad. ¿Necesitas, acaso, el oro que alguno de los teucros, domadores de caballos, te traiga de Ilión para redimir al hijo que yo u otro aqueo haya hecho prisionero? ¿O, por ventura, una joven con quien te junte el amor y que tú solo poseas? No es justo que, siendo el caudillo, ocasiones tantos males a los aqueos. ¡Oh, cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la patria y dejémosle aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra ayuda, ya que ha ofendido a Aquileo, varón muy superior, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Poca cólera siente Aquileo en su pecho y es grande su indolencia; si no fuera así, Atrida, este sería tu último ultraje.
243 Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo a Agamenón, pastor de hombres. Enseguida el divino Odiseo se detuvo a su lado y, mirándole con torva faz, le increpó duramente:
246 Odiseo.— ¡Tersites parlero! Aunque seas orador facundo, calla y no quieras tú solo disputar con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a Ilión con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso. No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamenón porque los héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto le zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: si vuelvo a encontrarte delirando como ahora, no conserve Odiseo la cabeza sobre los hombros, ni sea llamado padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves después de castigarte con afrentosos azotes.
265 Así, pues, dijo, y con el cetro diole un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda debajo del áureo cetro. Sentose, turbado y dolorido; miró a todos con aire de simple, y se enjugó las lágrimas. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no faltó quien dijera a su vecino:
272 Una voz.— ¡Oh, dioses! Muchas cosas buenas hizo Odiseo, ya dando consejos saludables, ya preparando la guerra; pero esto es lo mejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no le impulsará en lo sucesivo a zaherir con injuriosas palabras a los reyes.
278 Así hablaba la multitud. Levantose Odiseo, asolador de ciudades, con el cetro en la mano (Atenea, la de ojos de lechuza, que, transfigurada en heraldo, junto a él estaba, impuso silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran su discurso y meditaran sus consejos), y benévolo les arengó diciendo:
284 Odiseo.— ¡Atrida! Los aqueos, oh, rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales de voz articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de Argos, criador de caballos: que no te irías sin destruir la bien murada Ilión. Cual si fuesen niños o viudas, se lamentan unos con otros y desean regresar a su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de volver afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su mujer, cuando ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar alborotado; y nosotros hace ya nueve años, con el presente, que aquí permanecemos. No me enojo, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las cóncavas naves; pero sería bochornoso haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito. Tened paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fue verídica la predicción de Calcante. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que no habéis sido arrebatados día tras día por las parcas de la muerte, sois testigos de lo que ocurrió en Áulide cuando se reunieron las naves aqueas que tantos males habían de traer a Príamo y a los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a los inmortales, junto a una fuente y a la sombra de un hermoso plátano a cuyo pie manaba agua cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda, que el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la rama cimera de este hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se acurrucaban debajo de las hojas; eran ocho, y con la madre que los parió, nueve. El dragón devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoleaba en torno de sus hijos quejándose, y aquel volviose y la cogió por el ala, mientras ella chillaba. Después que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos, el dios que lo había mostrado obró en él un prodigio: el hijo del artero Cronos transformolo en piedra, y nosotros, inmóviles, admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y portentosas acciones de los dioses interrumpieron las hecatombes. Y enseguida Calcante, vaticinando, exclamó: «¿Por qué enmudecéis, melenudos aqueos? El próvido Zeus es quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el dragón devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los cuales eran ocho, y con la madre que los dio a luz, nueve, así nosotros combatiremos allí igual número de años, y al décimo tomaremos la ciudad de anchas calles». Tal fue lo que dijo, y todo se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas, quedaos todos hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo!
333 Así habló. Los argivos, con agudos gritos que hacían retumbar horriblemente las naves, aplaudieron el discurso del divino Odiseo. Y Néstor, caballero gerenio, les arengó diciendo:
337 Néstor.— ¡Oh, dioses! Habláis como niños chiquitos que no están ejercitados en los bélicos trabajos. ¿Qué es de nuestros convenios y juramentos? ¿Se fueron, pues, en humo los consejos, los afanes de los guerreros, los pactos consagrados con libaciones de vino puro y los apretones de manos en que confiábamos? Nos entretenemos en contender con palabras y sin motivo, y en tan largo espacio no hemos podido encontrar un medio eficaz para conseguir nuestro intento. ¡Atrida! Tú, como siempre, manda con firme decisión a los argivos en el duro combate y deja que se consuman uno o dos que en discordancia con los demás aqueos desean, aunque no lograrán su propósito, regresar a Argos antes de saber si fue o no falsa la promesa de Zeus, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que el prepotente Cronida nos prestó su asentimiento, relampagueando por el diestro lado y haciéndonos favorables señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de ligero andar para traer a los troyanos la muerte y el destino. Nadie, pues, se dé prisa por volver a su casa, hasta haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huida y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso, toque la negra nave de muchos bancos para que delante de todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh, rey! No dejes de pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros te damos. No es despreciable lo que voy a decirte: agrupa a los hombres, oh, Agamenón, por tribus y familias, para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así lo hicieres y te obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra.
369 Y, respondiéndole, el rey Agamenón le dijo:
370 Agamenón.— De nuevo, oh, anciano, superas en el ágora a los aqueos todos. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, tuviera yo entre los aqueos diez consejeros semejantes; entonces la ciudad del rey Príamo sería pronto tomada y destruida por nuestras manos. Pero Zeus Cronida, que lleva la égida, me envía penas, enredándome en inútiles disputas y riñas. Aquileo y yo peleamos con encontradas razones por una joven, y fui el primero en irritarme; si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría ni un solo momento la ruina de los troyanos. Ahora, id a comer para que luego trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto a los corceles de pies ligeros e inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha, pues durante todo el día nos pondrá a prueba el horrendo Ares. Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue a los valientes guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre sudará en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y también sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquel que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo le vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña.
394 Así dijo. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas por el noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no lo dejan mientras soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios, quiénes a uno, quiénes a otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de la muerte y del fatigoso trabajo de Ares. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años al prepotente Cronión, habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos de los aqueos todos: primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos Ayantes y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Odiseo, igual a Zeus en prudencia. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Colocáronse todos alrededor del buey y tomaron la mola. Y puesto en medio, el poderoso Agamenón oró diciendo:
412 Agamenón.— ¡Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter! ¡No se ponga el sol ni sobrevenga la oscuridad antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo a las llamas; pegue voraz fuego a las puertas; rompa con mi lanza la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea a muchos de sus compañeros caídos de cara en el polvo y mordiendo la tierra!
419 Dijo; pero el Cronión no accedió y, aceptando los sacrificios, preparoles no envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, y después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y, dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Y, cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles:
434 Néstor.— ¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres Agamenón! No nos entretengamos en hablar, ni difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. Mas, ea, los heraldos de los aqueos, de broncíneas corazas, pregonen que el ejército se reúna cerca de los bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover cuanto antes un vivo combate.
441 Así dijo; y Agamenón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que los heraldos de voz sonora llamaran al combate a los melenudos aqueos; hízose el pregón, y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Zeus, hacían formar a los guerreros, y los acompañaba Atenea, la de ojos de lechuza, llevando la preciosa inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien labrados y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano, movíase la diosa entre los aqueos, instigábales a salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para que pelearan y combatieran sin descanso. Pronto les fue más agradable el combate que volver a la patria tierra en las cóncavas naves.
455 Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego se propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del éter.
459 De la suerte que las alígeras aves —gansos, grullas o cisnes cuellilargos — se posan en numerosas bandadas y chillando en la pradera Asio, cerca de la corriente del Caístro, vuelan acá y allá ufanas de sus alas y el campo resuena, de esta manera las numerosas huestes afluían de las naves y tiendas a la llanura escamandria y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido prado del Escamandro llegaron a juntarse fueron innumerables: tantos, cuantas son las hojas y flores que en la primavera nacen.
469 Como enjambres copiosos de moscas que en la primaveral estación vuelan agrupadas por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros, en tan gran número reuniéronse en la llanura los melenudos aqueos, deseosos de acabar con los teucros.
474 Poníanlos los caudillos en orden de batalla fácilmente, como los pastores separan las cabras de grandes rebaños cuando se mezclan en el pasto; y en medio aparecía el poderoso Agamenón, semejante en la cabeza y en los ojos a Zeus, que se goza en lanzar rayos; en el cinturón, a Ares; y en el pecho, a Posidón. Como en el hato el macho vacuno más excelente es el toro, que sobresale entre las vacas reunidas, de igual manera hizo Zeus que Agamenón fuera aquel día insigne y eximio entre muchos héroes.
484 Decidme ahora, musas que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan solo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: solo las musas olímpicas, hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilión fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.
494 Mandaban a los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que cultivaban los campos de Hiria, Áulide pétrea, Esqueno, Escolo, Eteono fragosa, Tespía, Grea y la vasta Micaleso; los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que residían en Eleón, Hila, Peteón, Ocalea, Medeón, ciudad bien construida, Copas, Eutresis y Tisbe, abundante en palomas; los que habitaban en Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante; los que poseían la bien edificada ciudad de Hipotebas, la sacra Onquesto, delicioso bosque de Posidón, y las ciudades de Arne abundante en uvas, Midea, Nisa divina y Antedón fronteriza: todos estos llegaron en cincuenta naves. En cada una se habían embarcado ciento veinte beocios.
511 De los que habitaban en Aspledón y Orcómeno Minieo eran caudillos Ascálafo y Yálmeno, hijos de Ares y de Astíoque, que los había dado a luz en el palacio de Áctor Azida. Astíoque, que era virgen ruborosa, subió al piso superior, y el terrible dios se unió con ella clandestinamente. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.
517 Mandaban a los focenses Esquedio y Epístrofo, hijos del magnánimo Ífito Naubólida. Los de Cipariso, Pitón pedregosa, Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitaban en Anemoría, Hiámpolis y la ribera del divinal río Cefiso; los que poseían la ciudad de Lilea en las fuentes del mismo río: todos estos habían llegado en cuarenta negras naves. Los caudillos ordenaban entonces las filas de los focenses, que en las batallas combatían a la izquierda de los beocios.
527 Acaudillaba a los locrenses, que vivían en Cino, Opunte, Calíaro, Besa, Escarfe, Augías amena, Tarfe y Tronio, a orillas del Boagrio, el ligero Ayante de Oileo, menor, mucho menor que Ayante Telamonio: era bajo de cuerpo, llevaba coraza de lino y en el manejo de la lanza superaba a todos los helenos y aqueos. Seguíanle cuarenta negras naves, en las cuales habían venido los locrenses que viven más allá de la sagrada Eubea.
536 Los abantes de Eubea, que respiraban valor y residían en Calcis, Eretria, Histiea abundante en uvas, Cerinto marítima, Dio, ciudad excelsa, Caristo y Estira, eran capitaneados por el magnánimo Elefenor Calcodontíada, vástago de Ares. Con tal caudillo llegaron los ligeros abantes, que dejaban crecer la cabellera en la parte posterior de la cabeza; eran belicosos y deseaban siempre romper con sus lanzas de fresno las corazas en los pechos de los enemigos. Seguíanle cuarenta negras naves.
546 Los que habitaban en la bien edificada ciudad de Atenas y constituían el pueblo del magnánimo Erecteo, a quien Atenea, hija de Zeus, crio —habíale dado a luz la fértil tierra— y puso en su rico templo de Atenas, donde los jóvenes atenienses ofrecen todos los años sacrificios propiciatorios de toros y corderos a la diosa, tenían por jefe a Menesteo, hijo de Peteo. Ningún hombre de la tierra sabía como ese poner en orden de batalla, así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos; solo Néstor competía con él, porque era más anciano. Cincuenta negras naves le seguían.
557 Ayante había partido de Salamina con doce naves, que colocó cerca de las falanges atenienses.
559 Los habitantes de Argos, Tirinto amurallada, Hermíone y Ásine, en profundo golfo situadas, Trecena, Eyonas y Epidauro abundante en vides, y los jóvenes aqueos de Egina y Masete, eran acaudillados por Diomedes, valiente en la pelea, Esténelo, hijo del famoso Capaneo, y Euríalo, igual a un dios, que tenía por padre al rey Mecisteo Talayónida. Era jefe supremo Diomedes, valiente en la pelea. Ochenta negras naves les seguían.
569 Los que poseían la bien construida ciudad de Micenas, la opulenta Corinto y la bien edificada Cleonas; los que cultivaban la tierra en Ornías, Aretirea deleitosa y Sición, donde antiguamente reinó Adrasto; los que residían en Hiperesia y Gonoesa excelsa, y los que habitaban en Pelene, Egio, el Egíalo todo y la espaciosa Hélice: todos estos habían llegado en cien naves a las órdenes del rey Agamenón Atrida. Muchos y valientes varones condujo este príncipe, que entonces vestía el luciente bronce, ufano de sobresalir entre todos los héroes por su valor y por mandar a mayor número de hombres.
581 Los de la honda y cavernosa Lacedemonia que residían en Paris, Esparta y Mesa, abundante en palomas; moraban en Brisías o Augías amena; poseían las ciudades de Amiclas y Helos marítima, y habitaban en Laa y Etilo: todos estos llegaron en sesenta naves al mando del hermano de Agamenón, de Menelao, valiente en el combate, y se armaban formando unidad aparte. Menelao, impulsado por su propio ardor, los animaba a combatir y anhelaba en su corazón vengar la huida y los gemidos de Helena.
591 Los que cultivaban el campo en Pilos, Arene deliciosa, Trío, vado del Alfeo, y la bien edificada Epi, y los que habitaban en Ciparisente, Anfigenia, Pteleo, Helos y Dorio (donde las musas, saliéndole al camino a Tamiris el tracio, le privaron de cantar cuando volvía de la casa de Éurito el ecaleo, pues jactose de que saldría vencedor, aunque cantaran las propias musas, hijas de Zeus, que lleva la égida, y ellas irritadas le cegaron, le privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara), eran mandados por Néstor, caballero gerenio, y habían llegado en noventa cóncavas naves.
continuará…
«Rapsodia segunda.— Sueño — Beocia o catálogo de las naves» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com