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Rapsodia quinta.— Principalía de Diomedes

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Esta es una de las rapsodias (cantos) de la Ilíada de Homero traducida por Luis Segalá y Estalella (1873-1938), edición actualizada de 1927. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y audacia, para que brillara entre todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, e hizo salir de su casco y de su escudo una incesante llama parecida al astro que en otoño luce y centellea después de bañarse en el Océano. Tal resplandor despedían la cabeza y los hombros del héroe, cuando Atenea lo llevó al centro de la batalla, allí donde era mayor el número de guerreros que tumultuosamente se agitaban.

9 Hubo en Troya un varón rico e irreprensible, sacerdote de Hefesto, llamado Dares; y de él eran hijos Fegeo e Ideo, ejercitados en toda especie de combates. Estos iban en un mismo carro y, separándose de los suyos, cerraron con Diomedes, que desde tierra y en pie los aguardó. Cuando se hallaron frente a frente, Fegeo tiró el primero la luenga lanza, que pasó por cima del hombro izquierdo del Tidida sin herirle; arrojó este la suya y no fue en vano, pues se la clavó a aquel en el pecho, entre las tetillas, y le derribó por tierra. Ideo saltó al suelo, desamparando el magnífico carro, sin que se atreviera a defender el cadáver de su hermano —no se hubiese librado de la negra muerte—, y Hefesto le sacó salvo, envolviéndole en densa nube, a fin de que el anciano padre no se afligiera en demasía. El hijo del magnánimo Tideo se apoderó de los corceles y los entregó a sus compañeros para que los llevaran a las cóncavas naves. Cuando los altivos teucros vieron que uno de los hijos de Dares huía y el otro quedaba muerto entre los carros, a todos se les conmovió el corazón. Y Atenea, la de ojos de lechuza, tomó por la mano al furibundo Ares y le habló diciendo:

31 Atenea.— ¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿No dejaremos que teucros y aqueos peleen solos —sean estos o aquellos a quienes el padre Zeus quiera dar gloria— y nos retiraremos, para librarnos de la cólera de Zeus?

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35 Dicho esto, sacó de la liza al furibundo Ares y le hizo sentar en la herbosa ribera del Escamandro. Los dánaos pusieron en fuga a los teucros, y cada uno de sus caudillos mató a un hombre. Empezó el rey de hombres Agamenón con derribar del carro al corpulento Odio, caudillo de los halizones: al volverse para huir, envasole la pica en la espalda, entre los hombros, y la punta salió por el pecho. Cayó el guerrero con estrépito y sus armas resonaron.

43 Idomeneo quitó la vida a Festo, hijo de Boro el meonio, que había llegado de la fértil Tarne, hiriéndole con la formidable lanza en el hombro derecho, cuando subía al carro; desplomose Festo, tinieblas horribles le envolvieron y los servidores de Idomeneo le despojaron de la armadura.

49 El Atrida Menelao mató con la aguda pica a Escamandrio, hijo de Estrofio, ejercitado en la caza. A tan excelente cazador la misma Ártemis le había enseñado a tirar a cuantas fieras crían las selvas de los montes. Mas no le valió ni Ártemis, que se complace en tirar flechas, ni el arte de arrojarlas en que tanto descollaba: tuvo que huir, y el Atrida Menelao, famoso por su lanza, le hirió con un dardo en la espalda, entre los hombros, y le atravesó el pecho. Cayó de cara y sus armas resonaron.

59 Meriones dejó sin vida a Fereclo, hijo del artífice Harmónida, que con las manos fabricaba toda clase de obras de ingenio porque era muy caro a Palas Atenea. Este, no conociendo los oráculos de los dioses, construyó las naves bien proporcionadas de Alejandro, las cuales fueron la causa primera de todas las desgracias y un mal para los teucros y para él mismo. Meriones, cuando alcanzó a aquel, le alanceó en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo, y la muerte le envolvió.

69 Meges hizo perecer a Pedeo, hijo bastardo de Antenor, a quien Teano, la divina, había criado con igual solicitud que a los hijos propios, para complacer a su esposo. El hijo de Fileo, famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía el frío bronce.

76 Eurípilo Evemónida dio muerte al divino Hipsenor, hijo del animoso Dolopión, que era sacerdote de Escamandro y el pueblo lo veneraba como a un dios. Perseguíale Eurípilo, hijo preclaro de Evemón, el cual, poniendo mano a la espada, de un tajo en el hombro le cercenó el robusto brazo, que ensangrentado cayó al suelo. La purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos del troyano.

84 Así se portaban estos en el reñido combate. En cuanto al Tidida, no hubieras conocido con quiénes estaba, ni si pertenecía a los teucros o a los aqueos. Andaba furioso por la llanura cual hinchado torrente que en su rápido curso derriba los diques —pues ni los diques más trabados, ni los setos de los floridos campos lo detienen—, y, presentándose repentinamente, cuando cae espesa la lluvia de Zeus, destruye muchas hermosas labores de los jóvenes, tal tumulto promovía el Tidida en las densas falanges teucras que, con ser tan numerosas, no se atrevían a resistirle.

95 Tan luego como el preclaro hijo de Licaón vio que Diomedes corría furioso por la llanura y desordenaba las falanges, tendió el corvo arco y le hirió en el hombro derecho, por el hueco de la coraza, mientras aquel acometía. La cruel saeta atravesó el hombro y la coraza se manchó de sangre. Y el preclaro hijo de Licaón, al notarlo, gritó con voz recia:

102 Pándaro.— ¡Arremeted, teucros de ánimo altivo, aguijadores de caballos! Herido está el más fuerte de los aqueos; y no creo que pueda resistir mucho tiempo la fornida saeta, si fue realmente Apolo, hijo de Zeus, quien me movió a venir aquí desde la Licia.

106 Así dijo gloriándose. Pero la veloz flecha no postró a Diomedes, el cual, retrocediendo hasta el carro y los caballos, se detuvo y dijo a Esténelo, hijo de Capaneo:

109 Diomedes.— Corre, buen hijo de Capaneo, baja del carro y arráncame del hombro la amarga flecha.

111 Así dijo. Esténelo saltó del carro al suelo, se le acercó y sacole del hombro la aguda flecha; la sangre chocaba, al salir a borbotones, contra las mallas de la túnica. Y entonces Diomedes, valiente en el combate, hizo esta plegaria:

115 Diomedes.— ¡Óyeme, hija de Zeus, que lleva la ágida! ¡Indómita! Si alguna vez amparaste benévola a mi padre en la cruel guerra, seme ahora propicia, ¡oh, Atenea!, y haz que se ponga a tiro de lanza y reciba la muerte de mi mano quien se me anticipó hiriéndome y ahora se jacta de que pronto dejaré de contemplar la fúlgida luz del sol.

121 Así dijo rogando. Palas Atenea le oyó, agilitole los miembros todos y especialmente los pies y las manos, y poniéndose a su lado pronunció estas aladas palabras:

124 Atenea.— Cobra ánimo, Diomedes, y pelea con los teucros, pues ya infundí en tu pecho el paterno intrépido valor que acostumbraba tener el jinete Tideo, agitador del escudo, y aparté la niebla que cubría tus ojos para que en la batalla conozcas bien a los dioses y a los hombres. Si alguno de aquellos viene a tentarte, no quieras combatir con los inmortales; pero, si se presentara en la lid Afrodita, hija de Zeus, hiérela con el agudo bronce.

133 Dicho esto, fuese Atenea, la de ojos de lechuza. El Tidida volvió a mezclarse con los combatientes delanteros; y si antes ardía en deseos de pelear contra los troyanos, entonces sintió que se le triplicaba el brío, como un león a quien el pastor hiere levemente en el campo, al asaltar un redil de lanudas ovejas, y no lo mata, sino que le excita la fuerza; el pastor desiste de rechazarlo y entra en el establo; las ovejas, al verse sin defensa, huyen para caer pronto hacinadas unas sobre otras, y la fiera salta afuera de la elevada cerca. Con tal furia penetró en las filas troyanas el fuerte Diomedes.

144 Entonces hizo morir a Astínoo y a Hipirón, pastor de hombres. Al primero le hirió con la broncínea lanza encima del pecho; contra Hipirón desnudó la gran espada, y de un tajo en la clavícula separole el hombro del cuello y la espalda. Dejolos y fue al encuentro de Abante y Poliido, hijos de Euridamante, que era de provecta edad e intérprete de sueños: cuando fueron a la guerra, el anciano no les interpretaría los sueños, pues sucumbieron a manos del fuerte Diomedes, que les despojó de las armas. Enderezó luego sus pasos hacia Janto y Toón, hijos de Fénope —este los había tenido en la triste vejez que le abrumaba y no engendró otro hijo que heredara sus riquezas—, y a entrambos les quitó la dulce vida, causando llanto y triste pesar al anciano, que no pudo recibirlos de vuelta de la guerra; y más tarde los parientes se repartieron la herencia.

159 Enseguida alcanzó a Equemón y a Cromio, hijos de Príamo Dardánida, que iban en el mismo carro. Cual león que, penetrando en la vacada, despedaza la cerviz de una vaca o de una becerra que pace en el soto, así el hijo de Tideo los derribó violentamente del carro, les quitó la armadura y entregó los corceles a sus camaradas para que los llevaran a las naves.

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166 Eneas advirtió que Diomedes destruía las hileras de los teucros, y fue en busca del divino Pándaro por la liza y entre el estruendo de las lanzas. Halló por fin al fuerte y eximio hijo de Licaón y, deteniéndose a su lado, le dijo:

171 Eneas.— ¡Pándaro! ¿Dónde guardas el arco y las voladoras flechas? ¿Qué es de tu fama? Aquí no tienes rival y en la Licia nadie se gloria de aventajarte. Ea, levanta las manos a Zeus y dispara una flecha contra ese hombre que triunfa y causa males sin cuento a los troyanos —de muchos valientes ha quebrado ya las rodillas— si por ventura no es un dios airado con los teucros a causa de los sacrificios, pues la cólera de una deidad es terrible.

179 Respondiole el preclaro hijo de Licaón:

180 Pándaro.— ¡Eneas, consejero de los teucros, de broncíneas túnicas! Parécese por entero al aguerrido Tidida: reconozco su escudo, su casco de alta cimera y agujeros a guisa de ojos y sus corceles, pero no puedo asegurar si es un dios. Si ese guerrero es en realidad el belicoso hijo de Tideo, no se mueve con tal furia sin que alguno de los inmortales le acompañe, cubierta la espalda con una nube, y desvíe las veloces flechas que hacia él vuelan. Arrojele una saeta que le hirió en el hombro derecho, penetrando por el hueco de la coraza; creí enviarle a Aidoneo, y sin embargo de esto no le maté; sin duda es un dios irritado. No tengo aquí corceles ni carros que me lleven, aunque en el palacio de Licaón quedaron once carros hermosos, sólidos, de reciente construcción, cubiertos con fundas y con sus respectivos pares de caballos que comen blanca cebada y avena. Licaón, el guerrero anciano, entre los muchos consejos que me dio cuando partí del magnífico palacio, me recomendó que en el duro combate mandara a los teucros subido en un carro; mas yo no me dejé convencer —mucho mejor hubiera sido seguir su consejo— y rehusé llevarme los corceles por el temor de que, acostumbrados a comer bien, se encontraran sin pastos en una ciudad sitiada. Dejelos, pues, y vine como infante a Ilión, confiando en el arco que para nada me había de servir. Contra dos próceres lo he disparado, el Tidida y el Atrida; a entrambos les causé heridas, de las que manaba verdadera sangre, y solo conseguí excitarlos más. Con mala suerte descolgué del clavo el corvo arco el día en que vine con mis teucros a la amena Ilión para complacer al divino Héctor. Si logro regresar y ver con estos ojos mi patria, mi mujer y mi casa espaciosa y de elevado techo, córteme la cabeza un enemigo si no rompo y tiro al relumbrante fuego este arco, ya que su compañía me resulta inútil.

217 Replicole Eneas, caudillo de los teucros:

218 Eneas.— No hables así. Las cosas no cambiarán hasta que, montados nosotros en el carro, acometamos a ese hombre y probemos la suerte de las armas. Sube a mi carro, para que veas cuáles son los corceles de Tros y cómo saben así perseguir acá y acullá de la llanura como huir ligeros; ellos nos llevarán salvos a la ciudad, si Zeus concede de nuevo la victoria a Diomedes Tidida. Ea, toma el látigo y las lustrosas riendas, y bajaré del carro para combatir; o encárgate tú de pelear, y yo me cuidaré de los caballos.

229 Contestó el preclaro hijo de Licaón:

230 Pándaro.— ¡Eneas! Recoge tú las riendas y guía los corceles, porque tirarán mejor del corvo carro obedeciendo al auriga a que están acostumbrados, si nos pone en fuga el hijo de Tideo. No sea que, echando de menos tu voz, se espanten y desboquen y no quieran sacarnos de la liza, y el hijo del magnánimo Tideo nos embista y mate y se lleve los solípedos caballos. Guía, pues, el carro y los corceles, y yo con la aguda lanza esperaré su acometida.

239 Así hablaron, y, subidos en el labrado carro, guiaron animosamente los briosos corceles en derechura al Tidida. Advirtiolo Esténelo, preclaro hijo de Capaneo, y al punto dijo al Tidida estas aladas palabras:

243 Esténelo.— ¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! Veo que dos robustos varones, cuya fuerza es grandísima, desean combatir contigo; el uno, Pándaro, es hábil arquero y se jacta de ser hijo de Licaón; el otro, Eneas, se gloria de haber sido engendrado por el magnánimo Anquises, y su madre es Afrodita. Ea, subamos al carro, retirémonos, y cesa de revolverte furioso entre los combatientes delanteros para que no pierdas la dulce vida.

251 Mirándole con torva faz, le respondió el fuerte Diomedes:

252 Diomedes.— No me hables de huir, pues no creo que me persuadas. Sería impropio de mí batirme en retirada o amedrentarme. Mis fuerzas aún siguen sin menoscabo. Desdeño subir al carro, y tal como estoy iré a encontrarlos, pues Palas Atenea no me deja temblar. Sus ágiles corceles no los llevarán lejos de aquí, si por ventura alguno de aquellos puede escapar. Otra cosa voy a decir que tendrás muy presente: si la sabia Atenea me concede la gloria de matar a entrambos, sujeta estos veloces caballos, amarrando las bridas al barandal, y no se te olvide apoderarte de los corceles de Eneas para sacarlos de los teucros y traerlos a los aqueos de hermosas grebas, pues pertenecen a la raza de aquellos que el largovidente Zeus dio a Tros en pago de su hijo Ganimedes, y son, por tanto, los mejores de cuantos viven debajo del sol y la aurora. Anquises, rey de hombres, logró adquirir, a hurto, caballos de esta raza ayuntando yeguas con aquellos sin que Laomedonte lo advirtiera; naciéronle seis en el palacio, crio cuatro en su pesebre y dio esos dos a Eneas, que pone en fuga a sus enemigos. Si los cogiéramos, alcanzaríamos gloria no pequeña.

274 Así estos conversaban. Pronto Eneas y Pándaro, picando a los ágiles corceles, se les acercaron. Y el preclaro hijo de Licaón exclamó el primero:

277 Pándaro.— ¡Corazón fuerte, hombre belicoso, hijo del ilustre Tideo! Ya que la veloz y dañosa flecha no te derribó, voy a probar si te hiero con la lanza.

280 Dijo y, blandiendo la ingente arma, dio un bote en el escudo del Tidida: la broncínea punta atravesó la rodela y llegó muy cerca de la coraza. El preclaro hijo de Licaón gritó enseguida:

284 Pándaro.— Tienes el ijar atravesado de parte a parte, y no creo que resistas largo tiempo. Inmensa es la gloria que acabas de darme.

286 Sin turbarse, le replicó el fuerte Diomedes:

287 Diomedes.— Erraste el golpe, no has acertado; y creo que no dejaréis de combatir, hasta que uno de vosotros caiga y harte de sangre a Ares, el infatigable luchador.

290 Dijo, y le arrojó la lanza que, dirigida por Atenea a la nariz junto al ojo, le atravesó los blancos dientes. El duro bronce cortó la punta de la lengua y apareció por debajo de la barba. Pándaro cayó del carro, sus lucientes y labradas armas resonaron, espantáronse los corceles de ágiles pies, y allí acabaron la vida y el valor del guerrero.

297 Saltó Eneas del carro con el escudo y la larga pica; y temiendo que los aqueos le quitaran el cadáver, defendíalo como un león que confía en su bravura: púsose delante del muerto, enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo, y profiriendo horribles gritos se disponía a matar a quien se le opusiera. Mas el Tidida, cogiendo una gran piedra que dos de los hombres actuales no podrían llevar y que él manejaba fácilmente, hirió a Eneas en la articulación del isquion con el fémur que se llama cótyla; la áspera piedra rompió la cótila, desgarró ambos tendones y arrancó la piel. El héroe cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y la noche oscura cubrió sus ojos.

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311 Y allí pereciera el rey de hombres Eneas, si al punto no lo hubiese advertido su madre Afrodita, hija de Zeus, que lo había concebido de Anquises, pastor de bueyes. La diosa tendió sus níveos brazos al hijo amado y le cubrió con un doblez del refulgente manto para defenderle de los tiros, no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida.

318 Mientras Afrodita sacaba a Eneas de la liza, el hijo de Capaneo no echó en olvido las órdenes que le diera Diomedes, valiente en el combate: sujetó allí, separadamente de la refriega, sus solípedos caballos, amarrando las bridas al barandal, y, apoderándose de los corceles, de lindas crines, de Eneas, hízolos pasar de los teucros a los aqueos de hermosas grebas y entregolos a Deípilo, el compañero a quien más honraba entre los de la misma edad a causa de su prudencia, para que los llevara a las cóncavas naves. Acto continuo el héroe subió al carro, asió las lustrosas riendas y guio solícito hacia el Tidida los caballos de duros cascos. El héroe perseguía con el cruel bronce a Cipris, conociendo que era una deidad débil, no de aquellas que imperan en el combate de los hombres, como Atenea o Enío, asoladora de ciudades. Tan pronto como llegó a alcanzarla por entre la multitud, el hijo del magnánimo Tideo, calando la afilada pica, rasguñó la tierna mano de la diosa: la punta atravesó el peplo divino, obra de las mismas gracias, y rompió la piel de la palma. Brotó la sangre divina, o, por mejor decir, el icor, que tal es lo que tienen los bienaventurados dioses, pues no comen pan ni beben el negro vino, y por esto carecen de sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando una gran voz, apartó a su hijo, que Febo Apolo recibió en sus brazos y envolvió en espesa nube, no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida. Y Diomedes, valiente en el combate, dijo a voz en cuello:

348 Diomedes.— ¡Hija de Zeus, retírate del combate y la pelea! ¿No te basta engañar a las débiles mujeres? Creo que, si intervienes en la batalla, te dará horror la guerra, aunque te encuentres a gran distancia de donde la haya.

352 Así dijo. La diosa retrocedió turbada y muy afligida; Iris, de pies veloces como el viento, asiéndola por la mano, la sacó del tumulto cuando ya el dolor la abrumaba y el hermoso cutis se ennegrecía; y como aquella encontrara al furibundo Ares sentado a la izquierda de la batalla, con la lanza y los veloces caballos envueltos en una nube, se hincó de rodillas y pidiole con instancia los corceles de áureas bridas:

359 Afrodita.— ¡Querido hermano! Compadécete de mí y dame los caballos para que pueda volver al Olimpo, a la mansión de los inmortales. Me duele mucho la herida que me infirió un hombre, el Tidida, quien sería capaz de pelear con el padre Zeus.

363 Dijo, y Ares le cedió los corceles de áureas bridas. Afrodita subió al carro, con el corazón afligido; Iris se puso a su lado y, tomando las riendas, avispó con el látigo a aquellos, que gozosos alzaron el vuelo. Pronto llegaron a la morada de los dioses, al alto Olimpo; y la diligente Iris, la de pies ligeros como el viento, detuvo los caballos, los desunció del carro y les echó un pasto divino. La diosa Afrodita se refugió en el regazo de su madre Dione, la cual, recibiéndola en los brazos y halagándola con la mano, le dijo:

373 Dione.— ¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te maltrató, como si a su presencia hubieses cometido alguna falta?

375 Respondiole al punto Afrodita, amante de la risa:

376 Afrodita.— Hiriome el hijo de Tideo, Diomedes soberbio, porque sacaba de la liza a mi hijo Eneas, carísimo para mí más que otro alguno. La enconada lucha ya no es solo de teucros y aqueos, pues los dánaos ya se atreven a combatir con los inmortales.

381 Contestó Dione, divina entre las diosas:

382 Dione.— Sufre el dolor, hija mía, y sopórtalo aunque estés afligida; que muchos de los que habitamos olímpicos palacios hemos tenido que tolerar ofensas de los hombres, a quienes excitamos para causarnos, unos dioses a otros, horribles males. Las toleró Ares cuando Oto y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, le tuvieron trece meses atado con fuertes cadenas en una cárcel de bronce: allí pereciera el dios insaciable de combate, si su madrastra, la bellísima Eribea, no lo hubiese participado a Hermes, quien sacó furtivamente de la cárcel a Ares casi exánime, pues las crueles ataduras le agobiaban. Las toleró Hera cuando el vigoroso hijo de Anfitrión hiriola en el pecho diestro con trifurcada flecha; vehementísimo dolor atormentó entonces a la diosa. Y las toleró también el ingente Hades cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole en Pilos veloz saeta, lo entregó al dolor entre los muertos: con el corazón afligido, traspasado de dolor —pues la flecha se le había clavado en la robusta espalda y abatía su ánimo— fue el dios al palacio de Zeus, al vasto Olimpo, y, como no había nacido mortal, curole Peón, esparciendo sobre la herida drogas calmantes. ¡Osado! ¡Temerario! No se abstenía de cometer acciones nefandas y contristaba con el arco a los dioses que habitan el Olimpo. A ese le ha excitado contra ti Atenea, la diosa de ojos de lechuza. ¡Insensato! Ignora el hijo de Tideo que quien lucha con los inmortales ni llega a viejo ni los hijos le reciben, llamándole padre y abrazando sus rodillas, de vuelta del combate y de la terrible pelea. Aunque es valiente, tema el Tidida que le salga al encuentro alguien más fuerte que tú: no sea que luego la prudente Egialea, hija de Adrasto y cónyuge ilustre de Diomedes, domador de caballos, despierte con su llanto a los domésticos por sentir soledad de su legítimo esposo, el mejor de los aqueos todos.

416 Dijo, y con ambas manos restañó el icor; la mano se curó y los acerbos dolores se calmaron. Atenea y Hera, que lo presenciaban, intentaron zaherir a Zeus Cronida con mordaces palabras; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, empezó a hablar de esta manera:

421 Atenea.— ¡Padre Zeus! ¿Te irritarás conmigo por lo que diré? Sin duda Cipris quiso persuadir a alguna aquea de hermoso peplo a que se fuera con los troyanos, que tan queridos le son; y, acariciándola, áureo broche le rasguñó la delicada mano.

426 Así dijo. Sonriose el padre de los hombres y de los dioses y, llamando a la áurea Afrodita, le dijo:

428 Zeus.— A ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate a los dulces trabajos del himeneo, y el impetuoso Ares y Atenea cuidarán de aquellas.

431 Así los dioses conversaban. Diomedes, valiente en el combate, cerró con Eneas, no obstante comprender que el mismo Apolo extendía la mano sobre él, pues, impulsado por el deseo de acabar con el héroe y despojarle de las magníficas armas, ya ni al gran dios respetaba. Tres veces asaltó a Eneas con intención de matarle; tres veces agitó Apolo el refulgente escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, Apolo, el que hiere de lejos, le increpó con aterradoras voces:

440 Apolo.— ¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan por la tierra.

443 Así dijo. El Tidida retrocedió un poco para no atraerse la cólera de Apolo, el que hiere de lejos; y el dios, sacando a Eneas del combate, le llevó al templo que tenía en la sacra Pérgamo: dentro de este, Leto y Ártemis, que se complace en tirar flechas, curaron al héroe y le aumentaron el vigor y la belleza del cuerpo. En tanto, Apolo, que lleva arco de plata, formó un simulacro de Eneas y su armadura; y alrededor del mismo, teucros y divinos aqueos chocaban las rodelas de cuero de buey y los alados broqueles que protegían sus cuerpos. Y Febo Apolo dijo entonces al furibundo Ares:

455 Apolo.— ¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿Quieres entrar en la liza y sacar a ese hombre, al Tidida, que sería capaz de combatir hasta con el padre Zeus? Primero hirió a Cipris en el puño, y luego, semejante a un dios, cerró conmigo.

460 Cuando esto hubo dicho, sentose en la excelsa Pérgamo. El funesto Ares, tomando la figura del ágil Acamante, caudillo de los tracios, enardeció a los que militaban en las filas troyanas y exhortó a los ilustres hijos de Príamo, alumnos de Zeus:

464 Ares.— ¡Hijos del rey Príamo, alumno de Zeus! ¿Hasta cuándo dejaréis que el pueblo perezca a manos de los aqueos? ¿Acaso hasta que el enemigo llegue a las sólidas puertas de los muros? Yace en tierra un varón a quien honrábamos como al divino Héctor: Eneas, hijo del magnánimo Anquises. Ea, saquemos del tumulto al valiente amigo.

470 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. A su vez, Sarpedón reprendía así al divino Héctor:

472 Sarpedón.— ¡Héctor! ¿Qué se hizo el valor que antes mostrabas? Dijiste que defenderías la ciudad sin tropas ni aliados, solo, con tus hermanos y tus deudos. De estos a ninguno veo ni descubrir puedo: temblando están como perros en torno de un león, mientras combatimos los que únicamente somos auxiliares. Yo, que figuro como tal, he venido de muy lejos, de Licia, situada a orillas del voraginoso Janto; allí dejé a mi esposa amada, al tierno infante y riquezas muchas que el menesteroso apetece. Mas, sin embargo de esto y de no tener aquí nada que los aqueos puedan llevarse o apresar, animo a los licios y deseo luchar con ese guerrero; y tú estás parado y ni siquiera exhortas a los demás hombres a que resistan al enemigo y defiendan a sus esposas. No sea que, como si hubierais caído en una red de lino que todo lo envuelve, lleguéis a ser presa y botín de los enemigos, y estos destruyan vuestra populosa ciudad. Preciso es que te ocupes en ello día y noche y supliques a los caudillos de los auxiliares venidos de lejas tierras que resistan firmemente y no se hagan acreedores a graves censuras.

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493 Así habló Sarpedón. Sus palabras royéronle el ánimo a Héctor, que enseguida saltó del carro al suelo, sin dejar las armas, y, blandiendo un par de afiladas picas, recorrió el ejército, animole a combatir y promovió una terrible pelea. Los teucros volvieron la cara a los aqueos para embestirlos, y los argivos sostuvieron apiñados la acometida y no se arredraron. Como en el abaleo, cuando la rubia Deméter separa el grano de la paja al soplo del viento, el aire lleva el tamo por las sagradas eras y los montones de paja blanquean, del mismo modo los aqueos se tornaban blanquecinos por el polvo que levantaban hasta el cielo de bronce los pies de los corceles de cuantos volvían a encontrarse en la refriega. Los aurigas guiaban los caballos al combate y los guerreros acometían de frente con toda la fuerza de sus brazos. El furibundo Ares cubrió el campo de espesa niebla para socorrer a los teucros y a todas partes iba, cumpliendo así el encargo que le hizo Febo Apolo, el de la áurea espada, de que excitara el ánimo de aquellos, cuando vio que Palas Atenea, la protectora de los dánaos, se ausentaba.

512 El dios sacó a Eneas del suntuoso templo e, infundiendo valor al pastor de hombres, le dejó entre sus compañeros, que se alegraron de verle vivo, sano y revestido de valor; pero no le preguntaron nada, porque no se lo permitía el combate suscitado por el dios del arco de plata, por Ares, funesto a los mortales, y por la Discordia, cuyo furor es insaciable.

519 Ambos Ayantes, Odiseo y Diomedes enardecían a los dánaos en la pelea; y estos, en vez de atemorizarse ante la fuerza y las voces de los teucros, aguardábanlos tan firmes como las nubes que el Cronida deja inmóviles en las cimas de los montes durante la calma, cuando duermen el Bóreas y demás vientos fuertes que con sonoro soplo disipan los pardos nubarrones: tan firmemente esperaban los dánaos a los teucros, sin pensar en la fuga. El Atrida bullía entre la muchedumbre y a todos exhortaba:

529 Agamenón.— ¡Oh, amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón esforzado y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen ni alcanzan gloria ni entre sí se ayudan.

533 Dijo y, despidiendo con ligereza el dardo, hirió al caudillo Deicoonte Pergásida, compañero del magnánimo Eneas, a quien veneraban los troyanos como a la prole de Príamo por su arrojo en pelear en las primeras filas. El rey Agamenón acertó a darle un bote en el escudo, que no logró detener al dardo: este lo atravesó y, rasgando el cinturón, clavose el bronce en el empeine del guerrero. Deicoonte cayó con estrépito y sus armas resonaron.

541 Eneas mató a dos hijos de Diocles, Cretón y Orsíloco, varones valentísimos cuyo padre vivía en la bien construida Feras, abastado de bienes, y era descendiente del anchuroso Alfeo que riega el país de los pilios. El Alfeo engendró a Ortíloco, que reinó sobre muchos hombres; Ortíloco fue padre del magnánimo Diocles, y de este nacieron los dos mellizos Cretón y Orsíloco, diestros en toda especie de combates; quienes, apenas llegados a la juventud, fueron en negras naves y junto con los argivos a Ilión, la de hermosos corceles, para vengar a los Atridas Agamenón y Menelao, y allí hallaron su fin, pues los envolvió la muerte. Como dos leones, criados por su madre en la espesa selva de la cumbre de un monte, devastan los establos, robando bueyes y pingües ovejas, hasta que los hombres los matan con afilado bronce, del mismo modo, aquellos, que parecían altos abetos, cayeron vencidos por las manos de Eneas.

561 Al verlos derribados en el suelo, condoliose Menelao, caro a Ares, y enseguida, revestido de luciente bronce y blandiendo la lanza, se abrió camino por las primeras filas: Ares le excitaba el valor para que sucumbiera a manos de Eneas. Pero Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, que lo advirtió, se fue en pos del pastor de hombres temiendo que le ocurriera algo y les frustrara la empresa. Cuando los dos guerreros, deseosos de pelear, calaban las agudas lanzas para acometerse, colocose Antíloco muy cerca del pastor de hombres; Eneas, al ver los dos varones que estaban juntos, aunque era luchador brioso, no se atrevió a esperarlos; y ellos pudieron llevarse hacia los aqueos los cadáveres de aquellos infelices, ponerlos en las manos de sus amigos y volver a combatir en el punto más avanzado.

576 Entonces mataron a Pilémenes, igual a Ares, caudillo de los valientes y escudados paflagones: el Atrida Menelao, famoso por su pica, envasole la lanza junto a la clavícula. Antíloco hirió de una pedrada en el codo al buen escudero Midón Atimníada, cuando este revolvía los solípedos caballos —las ebúrneas riendas cayeron de sus manos al polvo—, y, acometiéndole con la espada, le dio un tajo en las sienes. Midón, anhelante, cayó del bien construido carro: hundiose su cabeza con el cuello y parte de los hombros en la arena que allí abundaba, y así permaneció un buen espacio hasta que los corceles, pataleando, lo tiraron al suelo; Antíloco se apoderó del carro, picó a los corceles y se los llevó al campamento aqueo.

590 Héctor atisbó a los dos guerreros en las filas, arremetió a ellos, gritando, y le siguieron las fuertes falanges troyanas que capitaneaban Ares y la venerable Enío; esta promovía el horrible tumulto de la pelea; Ares manejaba una lanza enorme, y ya precedía a Héctor, ya marchaba detrás del mismo.

596 Al verle, estremeciose Diomedes, valiente en el combate. Como el inexperto viajero, después que ha atravesado una gran llanura, se detiene al llegar a un río de rápida corriente que desemboca en el mar, percibe el murmurio de las espumosas aguas y vuelve con presteza atrás; de semejante modo retrocedió el Tidida, gritando a los suyos:

601 Diomedes.— ¡Oh, amigos! ¿Cómo nos admiramos de que el divino Héctor sea hábil lancero y audaz luchador? A su lado hay siempre alguna deidad para librarle de la muerte, y ahora es Ares, transfigurado en mortal, quien le acompaña. Emprended la retirada, con la cara vuelta hacia los teucros, y no queráis combatir denodadamente con los dioses.

607 Así dijo. Los teucros llegaron muy cerca de ellos, y Héctor mató a dos varones diestros en la pelea que iban en un mismo carro: Menestes y Anquíalo. Al verlos derribados por el suelo, compadeciose el gran Ayante Telamonio y, deteniéndose muy cerca del enemigo, arrojó la pica reluciente a Anfío, hijo de Selago, que moraba en Peso, era riquísimo en bienes y sembrados, y había ido —impulsábale el hado— a ayudar a Príamo y sus hijos. Ayante Telamonio acertó a darle en el cinturón, la larga pica se clavó en el empeine, y el guerrero cayó con estrépito. Corrió el esclarecido Ayante a despojarle de las armas —los teucros hicieron llover sobre el héroe agudos relucientes dardos, de los cuales recibió muchos el escudo— y, poniendo el pie encima del cadáver, arrancó la broncínea lanza; pero no pudo quitarle de los hombros la magnífica armadura, porque estaba abrumado por los tiros. Temió verse encerrado dentro de un fuerte círculo por los arrogantes teucros, que en gran número y con valentía le enderezaban sus lanzas; y, aunque era corpulento, vigoroso e ilustre, fue rechazado y hubo de retroceder.

627 Así se portaban estos en el duro combate. El hado poderoso llevó contra Sarpedón, igual a un dios, a Tlepólemo Heraclida, valiente y de gran estatura. Cuando ambos héroes, hijo y nieto de Zeus, que amontona las nubes, se hallaron frente a frente, Tlepólemo fue el primero en hablar y dijo:

633 Tlepólemo.— ¡Sarpedón, príncipe de los licios! ¿Qué necesidad tienes, no estando ejercitado en la guerra, de venir a temblar? Mienten cuantos afirman que eres hijo de Zeus, que lleva la égida, pues desmereces mucho de los varones engendrados en tiempos anteriores por este dios, como dicen que fue mi intrépido padre, el fornido Heracles, que resistía audazmente y tenía el ánimo de un león, el cual, habiendo venido por los caballos de Laomedonte, con seis solas naves y pocos hombres, consiguió saquear la ciudad y despoblar sus calles. Pero tú eres de ánimo apocado, dejas que las tropas perezcan, y no creo que tu venida de la Licia sirva para la defensa de los troyanos por muy vigoroso que seas, pues, vencido por mí, entrarás por las puertas del Hades.

647 Respondiole Sarpedón, caudillo de los licios:

648 Sarpedón.— ¡Tlepólemo! Aquel destruyó, con efecto, la sacra Ilión a causa de la perfidia del ilustre Laomedonte, que pagó con injuriosas palabras sus beneficios y no quiso entregarle los caballos por los que había venido de tan lejos. Pero yo te digo que la perdición y la negra muerte de mi mano te vendrán; y, muriendo, herido por mi lanza, me darás gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.

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655 Así dijo Sarpedón, y Tlepólemo alzó la lanza de fresno. Las luengas lanzas partieron a un mismo tiempo de las manos. Sarpedón hirió a Tlepólemo: la dañosa punta atravesó el cuello, y las tinieblas de la noche velaron los ojos del guerrero. Tlepólemo dio con su gran lanza en el muslo izquierdo de Sarpedón y el bronce penetró con ímpetu hasta el hueso; pero todavía su padre lo libró de la muerte.

663 Los ilustres compañeros de Sarpedón, igual a un dios, sacáronle del combate, con la gran lanza que, al arrastrarse, le pesaba, pues con la prisa nadie advirtió la lanza de fresno, ni pensó en arrancársela del muslo, para que aquel pudiera subir al carro. Tanta era la fatiga con que le cuidaban.

668 A su vez, los aqueos, de hermosas grebas, se llevaron del campo a Tlepólemo. El divino Odiseo, de ánimo paciente, violo, sintió que se le enardecía el corazón, y revolvió en su mente y en su espíritu si debía perseguir al hijo de Zeus tonante o privar de la vida a muchos licios. No le había concedido el hado al magnánimo Odiseo matar con el agudo bronce al esforzado hijo de Zeus, y por esto Atenea le inspiró que acometiera a la multitud de los licios. Mató entonces a Cérano, Alástor, Cromio, Alcandro, Halio, Noemón y Prítanis, y aun a más licios hiciera morir el divino Odiseo, si no lo hubiese notado muy presto el gran Héctor, el de tremolante casco, el cual, cubierto de luciente bronce, se abrió calle por los combatientes delanteros e infundió terror a los dánaos. Holgose de su llegada Sarpedón, hijo de Zeus, y profirió estas lastimeras palabras:

684 Sarpedón.— ¡Priámida! No permitas que yo, tendido en el suelo, llegue a ser presa de los dánaos; socórreme y pierda la vida luego en vuestra ciudad, ya que no he de alegrar, volviendo a mi casa y a la patria tierra, ni a mi esposa querida ni al tierno infante.

689 Así dijo. Héctor, el de tremolante casco, pasó corriendo, sin responderle, porque ardía en deseos de rechazar cuanto antes a los argivos y quitar la vida a muchos guerreros. Los ilustres camaradas de Sarpedón, igual a un dios, lleváronle al pie de una hermosa encina consagrada a Zeus, que lleva la égida; y el valeroso Pelagonte, su compañero amado, le arrancó del muslo la lanza de fresno. Amortecido quedó el héroe y oscura niebla cubrió sus ojos; pero pronto volvió en su acuerdo, porque el soplo del Bóreas le reanimó cuando ya apenas respirar podía.

699 Los argivos, al acometerlos Ares y Héctor armado de bronce, ni se volvían hacia las negras naves, ni rechazaban el ataque, sino que se batían en retirada desde que supieron que aquel dios se hallaba con los teucros.

703 ¿Cuál fue el primero, cuál el último de los que entonces mataron Héctor, hijo de Príamo, y el broncíneo Ares? Teutrante, igual a un dios; Orestes, aguijador de caballos; Treco, lancero etolo; Enomao; Héleno Enópida y Oresbio, el de tremolante mitra, quien, muy ocupado en cuidar de sus bienes, moraba en Hila, a orillas del lago Cefisis, con otros beocios que constituían un opulento pueblo.

711 Cuando Hera, la diosa de níveos brazos, vio que ambos mataban a muchos argivos en el duro combate, dijo a Atenea estas aladas palabras:

714 Hera.— ¡Oh, dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Vana será la promesa que hicimos a Menelao de que no se iría sin destruir la bien murada Ilión, si dejamos que el pernicioso Ares ejerza sus furores. Ea, pensemos en prestar al héroe poderoso auxilio.

719 Dijo; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no desobedeció. Hera, deidad veneranda hija del gran Cronos, aparejó los corceles con sus áureas bridas, y Hebe puso diligentemente en el férreo eje, a ambos lados del carro, las corvas ruedas de bronce que tenían ocho rayos. Era de oro la indestructible pina, de bronce las ajustadas admirables llantas, y de plata los torneados cubos. El asiento descansaba sobre tiras de oro y de plata, y un doble barandal circundaba el carro. Por delante salía argéntea lanza, en cuya punta ató la diosa un hermoso yugo de oro con bridas de oro también; y Hera, que anhelaba el combate y la pelea, unció los corceles de pies ligeros.

733 Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, dejó caer al suelo, en el palacio de su padre, el hermoso peplo bordado que ella misma había tejido y labrado con sus manos; vistió la túnica de Zeus, que amontona las nubes, y se armó para la luctuosa guerra. Suspendió de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la Persecución horrenda; allí, la cabeza de la gorgona, monstruo cruel y horripilante, portento de Zeus, que lleva la égida. Cubrió su cabeza con áureo casco de doble cimera y cuatro abolladuras, apto para resistir a la infantería de cien ciudades, y, subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga, fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes cuando contra ellos monta en cólera. Hera picó con el látigo a los corceles, y de propio impulso abriéronse rechinando las puertas del cielo de que cuidan las horas —a ellas está confiado el espacioso cielo y el Olimpo— para remover o colocar delante la densa nube. Por allí, por entre las puertas, dirigieron los corceles dóciles al látigo y hallaron al Cronión, sentado aparte de los otros dioses, en la más alta de las muchas cumbres del Olimpo. Hera, la diosa de los níveos brazos, detuvo entonces los corceles, para hacer esta pregunta al excelso Zeus Cronida:

757 Hera.— ¡Padre Zeus! ¿No te indignas contra Ares al presenciar sus atroces hechos? ¡Cuántos y cuáles varones aqueos ha hecho perecer temeraria e injustamente! Yo me aflijo, y Cipris y Apolo, que lleva arco de plata, se alegran de haber excitado a ese loco que no conoce ley alguna. Padre Zeus, ¿te irritarás conmigo si a Ares le ahuyento del combate causándole funestas heridas?

764 Respondiole Zeus, que amontona las nubes:

765 Zeus.— Ea, aguija contra él a Atenea, que impera en las batallas, pues es quien suele causarle más vivos dolores.

767 Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, le obedeció y picó a los corceles, que volaron gozosos entre la tierra y el estrellado cielo. Cuanto espacio alcanza a ver el que, sentado en alta cumbre, fija sus ojos en el vinoso ponto, otro tanto salvan de un brinco los caballos, de sonoros relinchos, de los dioses. Tan luego como ambas deidades llegaron a Troya, Hera, la diosa de los níveos brazos, paró el carro en el lugar donde los dos ríos Simois y Escamandro juntan sus aguas; desunció los corceles, cubriolos de espesa niebla, y el Simois hizo nacer la ambrosía para que pacieran.

778 Las diosas empezaron a andar, semejantes en el paso a tímidas palomas, impacientes por socorrer a los argivos. Cuando llegaron al sitio donde estaba el fuerte Diomedes, domador de caballos, con los más y mejores de los adalides que parecían carniceros leones o puercos monteses, cuya fuerza es grande, se detuvieron; y Hera, la diosa de los níveos brazos, tomando el aspecto del magnánimo Esténtor, que tenía vozarrón de bronce y gritaba tanto como otros cincuenta, exclamó:

787 Hera.— ¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables solo por la figura! Mientras el divino Aquileo asistía a las batallas, los teucros, amedrentados por su formidable pica, no pasaban de las puertas dardanias; y ahora combaten lejos de la ciudad, junto a las cóncavas naves.

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792 Con tales palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, fue en busca del Tidida y halló a este príncipe junto a su carro y sus corceles, refrescando la herida que Pándaro con una flecha le había causado. El sudor le molestaba debajo de la ancha abrazadera del redondo escudo, cuyo peso sentía el héroe; y, alzando este con su cansada mano la correa, se enjugaba la denegrida sangre. La diosa apoyó la diestra en el yugo de los caballos y dijo:

800 Atenea.— ¡Cuán poco se parece a su padre el hijo de Tideo! Era este de pequeña estatura, pero belicoso. Y aunque no le dejase combatir ni señalarse —como en la ocasión en que, habiendo ido por embajador a Tebas, se encontró lejos de los suyos entre multitud de cadmeos y le di orden de que comiera tranquilo en el palacio—, conservaba siempre su espíritu valeroso; y desafiando a los jóvenes cadmeos, los vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal modo le protegía! Ahora es a ti a quien asisto y defiendo, exhortándote a pelear animosamente con los teucros. Mas, o el excesivo trabajo de la guerra ha fatigado tus miembros, o te domina el exánime terror. No, tú no eres el hijo del aguerrido Tideo Enida.

814 Y, respondiéndole, el fuerte Diomedes le dijo:

815 Diomedes.— Te conozco, oh, diosa, hija de Zeus, que lleva la égida. Por esto te hablaré gustoso, sin ocultarte nada. No me domina el exánime terror ni flojedad alguna; pero recuerdo todavía las órdenes que me diste. No me dejabas combatir con los bienaventurados dioses; pero, si Afrodita, hija de Zeus, se presentara en la pelea, debía herirla con el agudo bronce. Pues bien: ahora retrocedo y he mandado que todos los argivos se replieguen aquí, porque comprendo que Ares impera en la batalla.

825 Contestole Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

826 Atenea.— ¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! No temas a Ares ni a ninguno de los inmortales: tanto te voy a ayudar. Ea, endereza los solípedos caballos a Ares el primero, hiérele de cerca y no respetes al furibundo dios, a ese loco voluble y nacido para dañar, que a Hera y a mí nos prometió combatir contra los teucros en favor de los argivos y ahora está con aquellos y se ha olvidado de sus palabras.

835 Apenas hubo dicho estas palabras, asió de la mano a Esténelo, que saltó diligente del carro a tierra. Montó la enardecida diosa, colocándose al lado del ilustre Diomedes, y el eje de encina recrujió a causa del peso porque llevaba a una diosa terrible y a un varón fortísimo. Palas Atenea, habiendo recogido el látigo y las riendas, guio los solípedos caballos hacia Ares el primero, el cual quitaba la vida al gigantesco Perifante, preclaro hijo de Oquesio y el más valiente de los etolos. A tal varón mataba Ares, manchado de homicidios; y Atenea se puso el casco de Hades para que el furibundo dios no la conociera.

846 Cuando Ares, funesto a los mortales, vio al ilustre Diomedes, dejó al gigantesco Perifante tendido donde le había muerto y se encaminó hacia Diomedes, domador de caballos. Al hallarse a corta distancia, Ares, que deseaba quitar la vida a Diomedes, le dirigió la broncínea lanza por cima del yugo y las riendas; pero Atenea, la diosa de ojos de lechuza, cogiéndola y alejándola del carro, hizo que aquel diera el golpe en vano. A su vez Diomedes, valiente en el combate, atacó a Ares con la broncínea lanza, y Palas Atenea, apuntándola a la ijada del dios, donde el cinturón le ceñía, hiriole, desgarró el hermoso cutis y retiró el arma. El broncíneo Ares clamó como gritarían nueve o diez mil hombres que en la guerra llegaran a las manos; y temblaron, amedrentados, aqueos y teucros. ¡Tan fuerte bramó Ares, insaciable de combate!

864 Cual vapor sombrío que se desprende de las nubes por la acción de un impetuoso viento abrasador, tal le parecía a Diomedes Tidida el broncíneo Ares cuando, cubierto de niebla, se dirigía al anchuroso cielo. El dios llegó enseguida al alto Olimpo, mansión de las deidades; se sentó, con el corazón afligido, al lado de Zeus Cronión, mostró la sangre inmortal que manaba de la herida y, suspirando, dijo estas aladas palabras:

872 Ares.— ¡Padre Zeus! ¿No te indignas al presenciar tan atroces hechos? Siempre los dioses hemos padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los hombres; pero todos estamos airados contigo, porque engendraste una hija loca, funesta, que solo se ocupa en acciones inicuas. Cuantos dioses hay en el Olimpo, todos te obedecen y acatan; pero a ella no la sujetas con palabras ni con obras, sino que la instigas, por ser tú el padre de esa hija perniciosa que ha movido al insolente Diomedes, hijo de Tideo, a combatir, en su furia, con los inmortales dioses. Primero hirió de cerca a Cipris en el puño, y después, cual si fuese un dios, arremetió contra mí. Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que sufrir padecimientos durante largo tiempo entre espantosos montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a causa de las heridas que me hiciera el bronce.

888 Mirándole con torva faz, respondió Zeus, que amontona las nubes:

889 Zeus.— ¡Inconstante! No te lamentes, sentado junto a mí, pues me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olimpo. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera, a quien apenas puedo dominar con mis palabras. Creo que cuanto te ha ocurrido, lo debes a sus consejos. Pero no permitiré que los dolores te atormenten, porque eres de mi linaje y para mí te parió tu madre. Si, siendo tan perverso, hubieses nacido de algún otro dios, tiempo ha que estarías en un abismo más profundo que el de los hijos de Urano.

899 Dijo, y mandó a Peón que lo curara. Este le sanó, aplicándole drogas calmantes, que nada mortal en él había. Como el jugo cuaja la blanca y líquida leche cuando se le mueve rápidamente con ella, con igual presteza curó aquel al furibundo Ares, a quien Hebe lavó y puso lindas vestiduras. Y el dios se sentó al lado de Zeus Cronión, ufano de su gloria.

907 Hera argiva y Atenea alalcomenia regresaron también al palacio del gran Zeus, cuando hubieron conseguido que Ares, funesto a los mortales, de matar hombres se abstuviera.

«Rapsodia quinta.— Principalía de Diomedes» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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