Esta es una de las epístolas de Horacio traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Si un pintor tuviese el capricho de juntar la cerviz de un caballo a una cabeza humana y adornarla con plumas de varios colores y miembros de distintos animales, de modo que el busto de una hermosa mujer viniera a terminar en la cola de disforme pez; invitados, amigos míos, a tal espectáculo, ¿podríais contener la risa? Pues creed, Pisones, que sería muy semejante a esta pintura el libro en que las ideas más heterogéneas apareciesen como los delirios de un enfermo, sin ninguna trabazón entre el principio y el fin. A los pintores y poetas siempre fue permitida una amplia libertad. Es cierto, y la concedemos con gusto, y a nuestra vez la reclamamos; pero no hasta el punto de mezclar lo tierno con lo terrible, hermanar las serpientes con las aves y los tigres con los corderos.
Muchas veces, a principios solemnes y que prometen maravillas, se zurce tal cual pedazo de púrpura brillante, como cuando se describe el bosque y templo de Diana, la corriente del Rin, el arco Iris y el arroyo fugitivo a través de los amenos campos. Mas nada de esto venía al caso. Por ventura sabes imitar un ciprés, y cuán poco te valdrá si el que te pagó quiere que le pintes con la nave hecha pedazos, y nadando sin esperanza de salvación. Te propusiste moldear una ánfora, ¿cómo las vueltas del torno te fabricaron un jarro? En fin, procura cuando escribas la sencillez y la unidad.
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Padre e hijos dignos de tal padre, la mayoría de los poetas nos engañamos con la apariencia del acierto. Intento ser conciso y doy en la oscuridad; el nervio y el vigor abandonan a quien lima demasiado; el que aspira a lo sublime cae en la hinchazón; el que pretende, temeroso de la borrasca, caminar sobre seguro, se arrastra por el suelo; y quien se esfuerza por dar prodigiosa variedad a un asunto sencillo acaba pintando al delfín en las selvas y al jabalí en los mares. Si carece de arte, al huir de un defecto, caerá en otro mayor.
Aquel pésimo artífice que vive junto a la escuela de esgrima de Emilio modela con habilidad en el bronce las uñas y los finos cabellos; pero su estatua resultará una desdicha, porque no sabe realizar el conjunto. Yo, si tratase de escribir un poema, sentiría tanto parecérmele como ver mi rostro hermoseado por negros ojos y negros cabellos, y asustar con la deformidad de mis narices.
Elegid, escritores, el asunto proporcionado a vuestras fuerzas, y reflexionad largo tiempo lo que pueden llevar y lo que rechazan vuestros hombros. Al que sepa escogerlo con acierto nunca le faltarán ni la afluencia ni la claridad del orden.
El mérito y la gracia de este orden, si no me equivoco, consisten en decir desde luego lo que deba decirse inmediatamente y reservar lo demás para la ocasión oportuna. Tenga el autor del prometido poema gran tacto para escoger lo bello y desechar la inútil.
Sé discreto y precavido en el uso de las voces. Hablarás con elegancia, siempre que por una hábil combinación aparezca como nueva la palabra ya conocida. Cuando te veas en la necesidad de expresar ideas abstrusas con signos recientes que nunca oyeron los ceñidos Cetegos, se te acordará esta licencia, tomándola con mesura; y los vocablos nuevos y poco ha formados obtendrán carta de naturaleza, si proceden del griego, con ligeras modificaciones. ¿Qué licencia concedida por los romanos a Cecilio y a Plauto se negaría a Virgilio y a Vario? Yo mismo, ¿por qué he de ser censurado si puedo inventar unas pocas voces cuando los escritos de Ennio y Catón enriquecieron el idioma patrio con términos jamás oídos? Fue y siempre será lícito acuñar nombres marcados con el sello del uso corriente.
Así como los bosques al declinar el año se desnudan de las secas hojas, así vienen a caer en desuso las voces antiguas, y otras recién nacidas florecen y viven con el brío de la juventud. Lo mismo que nosotros, todas las cosas humanas están sujetas a la muerte. Los brazos del muelle que aprisionan las olas del mar y defienden las escuadras del viento aquilón, obra verdadera mente regia; la laguna antes navegable, convertida en fértil campiña que abre su seno a la reja del arado y alimenta a los pueblos vecinos; el río que tuerce su curso, funesto a los sembrados, dirigiéndose por mejor camino; todas estas construcciones grandiosas perecerán. ¿Cómo ha de ser eterna la gracia y belleza de las palabras? Renacerán muchas que ya murieron, y morirán no pocas que ahora son corrientes, si así lo quiere el uso, juez, árbitro y norma del lenguaje.
Homero nos enseñó en qué metro debían escribirse las hazañas de reyes y capitanes y las guerras asoladoras. Los dísticos de versos desiguales expresaron al principio el dolor y más tarde las alegrías del ánimo satisfecho. Los gramáticos disputan sobre el autor de los humildes versos elegíacos, y el pleito aún no se ha sentenciado. La rabia armó a Arquíloco del yambo, invención suya; la comedia y la elevada tragedia adoptaron este metro como el más adecuado para el diálogo y para acallar el estrépito del público en las representaciones dramáticas.
La musa encomendó a las cuerdas de la lira el elogio de los dioses y los héroes; los atletas triunfantes, el caballo que vence en la carrera, las pasiones de los jóvenes y la libertad de los banquetes.
¿Por qué soy saludado como poeta si no puedo ni sé dar a cada asunto la forma y el colorido convenientes? ¿Por qué una ridícula vergüenza me hace preferible la ignorancia al estudio? La comedia repugna los versos trágicos, y la cena de Tiestes se indigna de verse representada en versos familiares y casi propios de la comedia. Cada género guarde el decoro y el estilo que le corresponda. A veces, sin embargo, la comedia eleva su tono, y Cremes airado declama con la mayor vehemencia, o, viceversa, un personaje trágico se lamenta con el más sencillo estilo. Télefo y Peleo, pobres y desterrados, no se valen de voces ampulosas y frases campanudas cuando quieren conmover con sus lamentos el corazón de los espectadores.
No basta que los poemas sean primorosos; es preciso que sean patéticos y arrebaten a su arbitrio el ánimo de los oyentes. El rostro del hombre así como ríe con los que ríen, así llora con los que lloran. Si quieres que salten las lágrimas de mis ojos, llora tú primero, y entonces me conmoverán tus infortunios. ¡Oh, Télefo y Peleo!, si representáis mal vuestras desdichas, o me dormiré o me reiré. Convienen palabras tristes al semblante afligido, amenazadoras al iracundo, al alegre festivas, y llenas de gravedad al severo. La naturaleza nos ha hecho capaces de sentir todas las mudanzas de la fortuna: ya nos alegra, ya nos incita a la cólera, ya nos angustia y obliga a humillar la cabeza bajo el peso de la desgracia, sirviéndonos de la lengua como intérprete de los afectos del alma. Cuando las palabras no convienen a la situación del personaje, los romanos, así nobles como plebeyos, acaban por soltar la carcajada.
Téngase muy en cuenta si el que habla es un dios o un héroe, un viejo caduco o un joven de edad lozana, una orgullosa matrona o una solícita nodriza, un mercader ambulante o un labriego cultivador de reducido campo, un natural de Colcos o de Asiria, un habitante de Tebas o de la ciudad de Argos. Que el escritor respete la tradición y concuerde con ella sus ficciones. Si sacares de nuevo a la escena al heroico Aquiles, preséntale impetuoso, iracundo, inexorable, valiente y como si las leyes no hablasen con él, fiando su derecho a la punta de la espada. Aparezca Medea invencible y feroz, Ino llorosa, fementido Ixión, Ío vagabunda, y Orestes perseguido por el remordimiento.
Siempre que lleves a la escena un asunto desconocido y te atrevas a crear un nuevo personaje, haz que guarde hasta el fin el carácter que reveló al principio, y que no se desmienta jamás.
Es muy difícil la originalidad en aquello que muchos han tratado, y obrarás con acierto tomando de la Ilíada el argumento de tu tragedia antes que aventurarte a componerla sobre hechos del todo ignorados y nuevos. Harás tuyo propio un asunto del público dominio, si no te encierras en un círculo vulgar y mezquino, empeñándote, como fiel intérprete, en traducir palabra por palabra, ni como servil imitador te metes en un atolladero de donde la vergüenza o las leyes del poema te impidan volver atrás.
No empieces nunca como aquel escritor cíclico: «Voy a cantar el destino de Príamo y la famosa guerra troyana». ¿Qué frutos puede ofrecer la jactancia de tales promesas? Los montes estarán de parto, y nacerá un ridículo ratoncillo. ¡Cuánto más discreto Homero, que todo lo hace con singular discernimiento! «Canta, ¡oh, musa!, al mortal que después de la guerra de Troya visitó muchas ciudades y trató gentes de muy diversas costumbres». No pretende sacar el humo de la luz, sino la luz del humo, para ofrecernos luego estupendas maravillas: Antífates, Escila y Caribdis con el cíclope. Ni cuenta la vuelta de Diomedes desde la muerte de Meleagro, ni la guerra troyana desde los huevos de Leda. Va derecho siempre al desenlace, y pone al oyente en medio de los sucesos como si le fuesen conocidos; desprecia los hechos que no puede abrillantar, e inventa con tal acierto y de tal modo mezcla lo fingido con lo verdadero que el principio armonice con el medio, y el medio con el fin.
Te diré lo que deseamos yo y el pueblo: si quieres que el espectador te aplauda y permanezca en su asiento hasta que suba el telón, y el actor exclame «Aplaudid», retrata bien las costumbres de cada edad y pinta con su propio colorido a los jóvenes inconstantes y a los ancianos. El niño que ya balbucea las palabras y pone el pie seguro en tierra se desvive por jugar con sus iguales, se enoja y templa con facilidad, y por momentos cambia de gustos. El joven imberbe pero emancipado del ayo se regocija con los perros, los caballos y los ejercicios del campo de Marte; se ablanda ante el vicio como la cera, desoye los buenos consejos, desprecia lo que le conviene y derrocha el dinero. Es altivo, voluntarioso y pronto a abandonar lo que antes amaba. La edad viril tiene inclinaciones muy diferentes de la juventud: ansía las riquezas, desea ganar amigos, solicita los honores y se guarda de hacer aquello de que pueda arrepentirse. Muchas son las molestias que acosan al viejo, ya por su afán de acumular riquezas que, una vez adquiridas, no se atreve a gastar como un miserable, ya porque en todos los negocios se muestra tímido e irresoluto. Es apático, remiso, de largas esperanzas, ávido del porvenir, impertinente, regañón, muy apasionado de los tiempos en que era mozo y censor duro de los jóvenes.
Histori(et)as de griegos y romanos

Lo más probable es que ames el latín, el griego, el mundo clásico en general...
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Cada día recibirás un correo con una histori(et)a de griegos al principio y más tarde de romanos. Las lees en menos de cinco minutos.
Los años que vienen nos traen consigo muchas ventajas, y los que se van nos las quitan. Para no dar a un joven cualidades propias de un viejo, ni a un niño las de un hombre hecho y derecho, estudiemos los rasgos característicos de cada edad.
La acción se representa en la escena o se refiere así que ha sucedido. Lo que se aprende de oídas deja en el ánimo impresión menos enérgica que lo visto con los ojos y que el espectador toca por sí mismo. Sin embargo, no representes en las tablas lo que deba pasar dentro, y aparta de la vista del público muchas cosas que luego deben ser relatadas por un actor elocuente. No despedace Medea sus hijos delante del concurso, ni el execrable Atreo haga cocer en su presencia entrañas humanas, ni Progne se convierta en golondrina, ni Cadmo en serpiente; tales hechos parecerán siempre inverosímiles y horrorosos.
Un drama que se haya de representar muchas veces no tenga más ni menos que cinco actos. Tampoco debe intervenir la divinidad, a no ser que el nudo no pueda desenlazarse de otro modo, y procúrese evitar que un cuarto personaje tome parte en el diálogo.
El coro ha de defender al protagonista y animarle en sus varoniles esfuerzos; no cantará en los intermedios nada que no conduzca al fin y se adapte perfectamente a la acción. Muéstrese amigo de los buenos y ayúdelos con sus consejos; temple el furor de los coléricos y ame a los aborrecedores del crimen; ensalce los manjares de una mesa frugal, la bienhechora justicia, la santidad de las leyes y la paz que permite abrir las puertas de las ciudades; sepa guardar los secretos, y pida y ruegue a los dioses que la suerte favorezca a los desgraciados y castigue con rigor a los soberbios.
La flauta antigua no era, como la de nuestros días, rival del clarín, ni estaba guarnecida de preciosos metales, sino humilde, sencilla y de contados agujeros; acompañaba los cantos del coro, y llenaba con sus sonidos los asientos poco numerosos del teatro, donde se reunía un público sobrio, honesto y de puras costumbres, cuyos individuos podían fácilmente contarse. Mas, luego que las victorias romanas comenzaron a dilatar el territorio y ensanchar los muros de Roma, y el pueblo se entregó a beber impunemente todo el día en las festividades del Genio, fue concedida mayor libertad a la música y poesía. ¿Qué criterio había de tener el patán ignorante y grosero que, libre de su trabajo, se confundía con el ciudadano culto y distinguido? Así, el flautista añadió a su arte primitivo movimiento y desenvoltura, y arrastró por la escena vestidos rozagantes. Así también se aumentaron las cuerdas de la lira, la elocución remontó su vuelo, y las sentencias, que enseñaban cosas útiles y pronosticaban lo futuro, llegaron a confundirse con las respuestas del oráculo de Delfos.
El poeta trágico que disputó el premio despreciable de un macho cabrío más tarde presentó desnudos en la escena a los agrestes sátiros y quiso provocar la risa con sus gracias, salva la dignidad del género, porque era preciso divertir con atractivos y gratas novedades al espectador que volvía de las fiestas de Baco completamente beodo y sin freno que le contuviera. Pero conviene que, al presentar a los burlones y procaces sátiros, se pase con tal habilidad de lo serio a lo jocoso, que a cualquier dios, cualquier héroe que hubiéramos visto poco antes cubierto de púrpura y oro, no le oigamos expresarse enseguida con un lenguaje chocarrero y bufón, o que, al contrario, por evitar el estilo pedestre, se remonte hasta perderse en las nubes.
La tragedia rechaza, como indignos de su alcurnia, los versos poco graves, y debe aparecer entre los sátiros como la matrona pudibunda a quien se obliga a danzar en los días festivos.
Si yo me metiera a componer dramas satíricos, ¡oh, Pisones!, no usaría un lenguaje desaliñado y procaz en el diálogo, ni tampoco me esforzaría en apartarme de la grandeza trágica tanto que no se notase diferencia entre el estilo de Davo y la osada Pitias, que sonsacó un talento al beodo Simón, o el del viejo Sileno, ayo y pedagogo de Baco.
A mi entender, los sátiros criados en los bosques no deben solazarse con versos demasiado tiernos, como si hubiesen nacido en Roma y se dedicasen al foro, ni manchar sus labios con expresiones soeces y escandalosas que lastiman los oídos de los ricos, patricios y caballeros, poco dispuestos a conceder su aprobación y decretar coronas, aunque aplauda la plebe que va al teatro a comer nueces y garbanzos tostados.
De un asunto trillado sacaría yo un argumento nuevo, de tal manera que cualquier otro que intentase el empeño sudase mucho y se fatigase vanamente en castigo de su presunción: ¡tanto valen el orden y el concierto; tanto realce puede adquirir el tema más vulgar!
Una sílaba larga tras una breve forma el yambo, pie tan rápido que hizo se diese el nombre de trímetros a los yambos, porque dejan percibir seis tiempos iguales desde el primero al último; y, para que sonase en los oídos con más cadencia y rotundidad, recibió después en su seno, gustoso y complaciente, los graves espondeos, pero sin ceder nunca el segundo ni el cuarto lugar. En los antiguos trímetros de Accio y Ennio es muy rara esta combinación.
Los versos del diálogo dramático, recargados de espondeos, acusan en el autor ignorancia supina del arte o excesiva precipitación y punible abandono.
No todos saben juzgar con tino las faltas de armonía, y en este punto hemos sido harto indulgentes con los poetas romanos. ¿Será esto motivo bastante para que yo escriba a mi antojo, sin someterme a las reglas, o bien, seguro de que todos han de notar mis errores, viviré tranquilo y alentado con la esperanza del perdón? Así logro evitar la censura ya que no conquiste el aplauso. Vosotros, ¡oh, Pisones!, estudiad noche y día los modelos griegos. Ciertamente que nuestros antepasados loaron los versos y chistes de Plauto con sobrada indulgencia, por no decir necedad; pero vosotros y yo sabemos distinguir lo gracioso de lo chocarrero, y apreciar con los dedos y los oídos la exacta medida del verso.
Es fama que Tespis inventó la tragedia, antes desconocida, y llevó en carros a los farsantes que la cantaban y representaban, tiznados los rostros con heces de vino. Esquilo introdujo posteriormente la máscara y la ropa talar, levantó la escena sobre las tablas, calzó a los actores el coturno y les hizo hablar en tono grandilocuente. A la tragedia siguió la antigua comedia, representada con el mayor aplauso; pero su libertad rayó en la licencia, que hubo de refrenar una ley por todos acatada, y el coro, privado del derecho de injuriar, calló ignominiosamente.
Nuestros vates no descuidaron el cultivo de ningún género, y no merecen pocos plácemes por haber abandonado la imitación griega y tratado con preferencia asuntos nacionales, así en las comedias pretextas como en las togadas. Ni el Lacio sería menos ilustre que por su valor y sus gloriosas armas por sus creaciones literarias si nuestros poetas se hubiesen mostrado más solícitos en limarlas y corregirlas. Vosotros, descendientes de Numa Pompilio, condenad el poema que no esté corregido con escrupuloso detenimiento hasta lograr la perfección apetecida.
Porque Demócrito afirma que el ingenio vale más que las reglas del arte, y excluye del Helicón a los poetas que tienen sana la cabeza, muchos de ellos descuidan cortarse las uñas y la barba, se retiran a la soledad y huyen de los baños, creyendo alcanzar el nombre y la fama del poeta con negarse a poner en manos del barbero Licinio sus cabezas imposibles de curar con el eléboro que producen las tres Anticiras. ¡Necio de mí que me purgo la bilis a la llegada de la primavera! Nadie compondría mejores poemas, mas no quiero ser famoso a tanta costa. Haré como la piedra del amolador, que, aunque por sí no corta, sirve para afilar el hierro. Sin escribir nada enseñaré los deberes que impone el arte, dónde ha de hallar sus argumentos el ingenio, cómo se ha de formar e instruir, qué es lo conveniente o perjudicial, cuáles son los caminos del acierto y las consecuencias del error.
El saber es el principio y la fuente de escribir bien. Las páginas de Sócrates te proporcionarán muy sólidos conocimientos, y, una vez adquiridos, las palabras se te ofrecerán por sí mismas. El que sabe sus deberes con la patria y los amigos, cómo se ha de reverenciar a un padre, amar a un hermano y acoger al huésped, cuál es la obligación de un senador y cuál la de un juez, y las dotes que necesita un caudillo al frente de su ejército, ese dará a cada personaje el conveniente colorido. Es indispensable que el escritor estudie la vida y las costumbres, las imite con felicidad y las pinte con rasgos expresivos.
A veces una comedia con situaciones felices y caracteres bien sostenidos, aunque falta de gracejo, novedad y artificio, solaza y entretiene más al espectador que los versos y chistes armoniosos, pero sin fondo alguno.
La musa concedió un ingenio penetrante y una lengua hermosísima a los griegos, de nada tan codiciosos como de la alabanza. Los niños romanos aprenden a dividir un as en cien partes con prolijas operaciones. «Diga el hijo de Albino: si de cinco onzas quitamos una, ¿qué quedará?». Ya podías haber contestado: «La tercera parte del as». «¡Bravo! Puedes manejar tu hacienda». «Y si añades una onza, ¿cuánto suma?». «Medio as». ¿Y esperamos que introducida en los ánimos esta carcoma, esta sed de riquezas, acierten a componer nunca versos dignos de ser ungidos con aceite de cedro y guardados en armarios de ciprés?
Los poetas o se proponen instruir o deleitar, o exponer doctrinas útiles y cosas agradables a la vez. En los preceptos sé breve, porque, expresados así, el alma los aprende y la memoria los retiene mejor. Todo lo superfluo se derrama como cosa inútil. Las ficciones poéticas han de ser verosímiles, no porque se imagine el autor que ha de ser creído en sus invenciones vaya a sacar del vientre de una bruja todavía vivo el niño que ha devorado. Los viejos desprecian las obras de poca sustancia, los jóvenes rechazan los poemas serios, y solo conquista los sufragios de todos el que mezcla lo útil con lo agradable, instruyendo al par que deleitando a los lectores. Estas obras son las que dan ganancia a los Sosias, atraviesan los mares y llegan a inmortalizar el nombre del autor.
Hay, no obstante, faltas que merecen indulgencia, pues ni la cuerda produce siempre el sonido que desea la mano, y a veces al que le pide una nota grave responde con la aguda, ni la flecha que el arco dispara da siempre en el blanco; pero, cuando las bellezas abundan en el poema, no me ofenderá que lo desluzcan pocos lunares, hijos del descuido, o de esos que no alcanza a evitar la limitación humana. ¿Qué hacer? Como no merece perdón el escribiente que incurre con frecuencia en una falta mil veces advertida, y es objeto de burla el citarista que tropieza siempre en la misma cuerda, así el escritor que yerra a cada paso me parece aquel Querilo que me llena de admiración y hace sonreír si por casualidad acierta en algún pasaje, y, al contrario, me causa enfado cuando veo que dormita el gran Homero; y eso que en un largo poema es disculpable dejarse vencer a ratos del sueño.
La poesía es como la pintura: una te impresiona más si la contemplas de cerca; otra, si la miras de lejos; esta se expone a media sombra, aquella se complace en ser vista a la luz del día, porque no teme el rigor de la crítica; una agrada la vez primera, la otra agrada repetida cien veces.
¡Oh, tú, el mayor de los Pisones, aunque tienes elevado criterio y los consejos de tu padre te llevan por buen camino, graba en la memoria lo que voy a decirte. Con razón es tolerable la medianía en determinadas profesiones. Un jurisconsulto y abogado regular dista mucho de la elocuencia de Mesala y el saber de Caselio Aulo; sin embargo, es tenido en estima; mas ni los hombres, ni los dioses, ni las columnas toleran la medianía de los poetas.
Como fastidia en alegre festín una sinfonía discordante, los perfumes rancios y la adormidera mezclada con miel de Cerdeña, porque el convite pudo muy bien celebrarse sin estos aditamentos, así el poema nacido e inventado para recreo del ánimo, a poco que se aparte de la perfección, cae en lo despreciable.
El que no es práctico se abstiene de ejercitarse en las armas del campo de Marte; el que no sabe jugar a la pelota, al disco o al troco, permanece sentado, para que no se le ría impunemente el corro de los curiosos; pero el más ignorante se atreve a componer versos. ¿Y por qué no, siendo libre, bien nacido, de conducta intachable, y poseyendo la renta que el censo exige al caballero?
Tú, Pisón, que tienes cordura y sano juicio, no digas ni escribas nada a despecho de Minerva, y, si algo escribieres, somételo al juicio de Mecio, de tu padre y al mío, y guarda nueve años los manuscritos en tu cartera.
Podrás corregir lo que no hayas dado a luz; pero la palabra pronunciada ya no puede recogerse.
Orfeo, sagrado intérprete de los dioses, infundió en los hombres que habitaban las selvas horror a la matanza y a las costumbres feroces; por eso se dijo que amansaba los tigres y los rabiosos leones; como se dijo de Anfión, fundador de los muros de Tebas, que al compás de la cítara arrancaba las piedras de su asiento y las llevaba adonde quería con la dulzura de su canto. Esta sabiduría de la antigüedad consistió en distinguir lo público de lo particular, lo sagrado de lo profano, en prohibir las uniones ilícitas, fijar los deberes de los maridos, edificar ciudades y grabar en tablas las leyes. Así conquistaron honor y gloria los cantos divinos de los poetas. Después apareció el insigne Homero, y Tirteo, que supo encender los pechos varoniles en el fuego del amor a las batallas. En verso daban los oráculos sus respuestas, en verso se escribieron las sentencias morales, con los encantos de la poesía se ganó el favor de los reyes, y en la poesía buscó el ánimo grato solaz que le divertiera de sus penosas fatigas. No te sonroje, pues, entregarte a la lira de las musas y los cantos de Apolo.
Mucho se ha disputado si los poemas célebres son fruto de la naturaleza o el arte; yo no comprendo de qué aprovecha el estudio sin la inspiración, ni tampoco para qué sirve un ingenio completamente inculto; este necesita de aquel, y ambos conspiran juntos al mismo fin.
El que desea ganar el premio de la carrera tocando la anhelada meta tiene que sufrir desde niño grandes trabajos, acostumbrar su cuerpo al calor y al frío, y abstenerse del vino y las mujeres. El flautista que tañe en los juegos píticos debe hacer penoso aprendizaje con un severo maestro; mas hoy basta exclamar: «Yo compongo admirables poemas. Mala sarna en el último; me avergüenza declararme vencido, y confesar que ignoro lo que nunca aprendí».
El poeta rico en hacienda y capital puesto a interés reúne a los aduladores en su casa con el aliciente de las dádivas, como el pregonero concita a las turbas para pujar en la almoneda. Si además está en situación de ofrecer un suntuoso banquete, salir fiador de un amigo pobre y sacarlo del atolladero de un pleito ruinoso, ¿será maravilla que no sepa distinguir entre el falso y el verdadero amigo? No constituyas en juez de tus escritos al que rebosa de alegría por las mercedes que le has hecho, o las que piensas hacerle en adelante, pues gritará: «¡Magnífico, bravo, soberbio!». Hasta palidecerá y dejará correr las lágrimas de sus ojos, saltando y haciendo temblar el suelo bajo sus pies. Como los alquilones que lloran en los cortejos fúnebres dicen y hacen mayores extremos que los de veras afligidos, así el adulador aplaude mucho más que quien elogia sinceramente.
Los reyes, según fama, obligan a beber sendas copas y atormentan con la embriaguez a los que tratan de sondear si son dignos de su favor. Si compones versos, no te engañen nunca los que disfrazan su parecer con la astucia de la zorra. Al recitar algunos de tus ensayos a Quintilio, «corrige —decía— esto y lo de más allá», y, como le contestases que te era imposible, tras haberlo intentado en balde cien veces, te mandaba borrar y volver al yunque los versos mal forjados. Mas, como te obstinaras en defender tus yerros antes que corregirlos, no despegaba los labios ni perdía el tiemgo en convencerte, dejando que sin rival vivieses enamorado de ti mismo y de tus obras.
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Prácticamente toda la mitología grecorromana que puedas necesitar saber para apreciar la literatura y arte clásicos y actuales.
Un crítico docto y entendido corrige los versos débiles, castiga los forzados, tacha, volviendo la pluma, aquellos que afea el desaliño; cercena los adornos superfluos, da claridad a lo oscuro y hace desaparecer las frases ambiguas; se convierte en otro Aristarco, y no dice: «Por qué ofenderá un amigo por estas bagatelas?». Estas bagatelas acarrean gravísimos disgustos y exponen su nombre a la mofa e irrisión de las gentes. Los ciudadanos sensatos huyen medrosos del poeta delirante, como si estuviese atacado de la lepra, la ictericia, la locura o la cólera de Diana. Los muchachos y los incautos le persiguen y acosan. Que, por desgracia, al recitar de paseo sus versos altisonantes caiga en un pozo o en un hoyo, como cazador que anda tras los mirlos; aunque grite horas y horas pidiendo socorro, no hallará quien le tienda la mano y le salve. Y, si alguno se empeña en sacarlo arrojándole una cuerda, ¿qué sabe si se ha tirado de intento y rehúsa toda salvación?
Os contaré la muerte del poeta siciliano: deseando Empédocles alcanzar la gloria de los dioses inmortales, a sangre fría se arrojó en el ardiente cráter del Etna. Que nadie niegue a los poetas el derecho del suicidio. El que salva al deseoso de la muerte perpetra igual crimen que si le matara contra su voluntad. Ni es la única vez que ha intentado poner fin a sus días; y, aunque le libréis del peligro, no por eso recobrará el juicio, renunciando a la ambición de una muerte gloriosa. Por otra parte, tampoco sabemos en pena de qué delito vive condenado a escribir versos: si por haberse orinado en la tumba de sus padres, o por arrancar, impío, la señal del sitio herido por el rayo. Lo cierto es que está loco, y, como el oso que logra romper los hierros de su jaula, ahuyenta a sabios e indoctos recitándoles sus poemas; y, si coge a algún desdichado, se le pega y le asesina con su lectura, como la sanguijuela, que no deja la piel sino harta de sangre.
«Epístola a los Pisones («Arte poética»)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com