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Libro primero, parágrafos 41-50

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Esta página es una parte de Sobre la adivinación de Cicerón, traducida por Francisco Navarro y Calvo.

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Ni las naciones bárbaras abandonaron los diferentes géneros de adivinación: así es que la Galia tiene sus druidas, entre los que he conocido a Divicíaco, eduo, tu huésped y panegirista, quien pretendía conocer las causas naturales, ciencia que los griegos llamaban fisiología, y predecir lo futuro, parte por augurios y parte por conjeturas.

En Persia son los magos augures y adivinos; y de la misma manera que hacíais vosotros en otro tiempo en las nonas, se reúnen en un templo para departir y consultar unos con otros. Nadie puede ser rey de Persia si no estudia la ciencia y doctrina de los magos.

Encuéntranse familias y naciones dedicadas enteramente a este estudio. Telmeso, ciudad de Caria, es notable por la ciencia de sus arúspices. Élide, en el Peloponeso, tiene dos familias, una de Yamides y otra de Clitides, en las que se perpetúa la nobleza augural. Los caldeos, en Asiria, célebres por la sagacidad de su ingenio, descuellan en el conocimiento de los astros.

La Etruria ha hecho sabias observaciones acerca de las fulguraciones y sobre el arte de interpretar los monstruos y portentos. Así es que, en la época de nuestros mayores y cuando florecía este imperio, el Senado decretó que se confiase a cada pueblo de la Etruria seis hijos de las mejores familias para que estudiasen cuidadosamente esta doctrina, por temor de que arte tan importante, si lo ejercían gentes de baja estofa, perdiese de su autoridad religiosa y degenerara en profesión mercenaria.

Los frigios, los psidianos, los cilicios, los árabes tienen especial fe en los presagios que suministra el vuelo de las aves: dícese que en la Umbría se hace lo mismo.

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Paréceme que de la diversidad de lugares se deduce el origen de las diferentes adivinaciones practicadas por los habitantes. Así, pues, los egipcios y babilonios, residiendo en extensas llanuras, en las que ninguna eminencia se opone a la observación del cielo, se han dedicado por completo al estudio de las estrellas; los etruscos, por su parte, dominados más profundamente por el espíritu religioso, se dedicaron con especialidad a la inspección de las entrañas de las numerosas víctimas que sacrificaban; además, como la densidad del aire de la Etruria da con frecuencia ocasión a fenómenos inesperados, tanto del cielo como de la tierra, concepciones monstruosas entre los hombres y entre los animales, adquirieron grande experiencia en la interpretación de los prodigios.

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Las palabras tan prudentemente adoptadas por nuestros padres, como tú mismo has observado, expresan con exactitud estas diferentes ideas, y de la significación de ostentar, anunciar, mostrar, predecir, procedieron anuncio, portento, monstruo, prodigio.

Los árabes, los frigios, los cilicios, pueblos pastores que tanto en invierno como en verano vagan con sus rebaños en las llanuras y las montañas, por razón de sus costumbres han observado mejor el vuelo y el canto de las aves. La misma causa influyó en los habitantes de la Pisidia y en los de nuestra Umbría. Todos los carios, y especialmente los telmeses, que antes mencioné, dedicados al cultivo de ricos y fértiles campos, cuya fecundidad frecuentemente da ocasión a productos extraordinarios, desde muy antiguo se mostraror hábiles en la interpretación de los prodigios.

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¿Quién ignora que en toda república bien ordenada se respetan profundamente los auspicios y demás géneros de adivinación? ¿Qué pueblo, qué rey despreció jamás las advertencias de los dioses, y no solamente en tiempo de paz, sino de manera más especial en tiempo de guerra, cuando el peligro es más grande y más incierta la salvación? Omito nuestros jefes, que nada emprendieron en cuanto a la guerra sin consultar las entrañas de las víctimas, y nada durante la paz sin auspicios.

Veamos qué hicieron los extraños. Los atenienses unieron en todo tiempo a sus consejos públicos algunos adivinos revestidos de carácter sacerdotal, a los que llamaban μάντεις; y los lacedemonios dieron un augur por asesor a sus reyes. En su Senado, formado por ancianos, tiene asiento también un augur; y en las circunstancias importantes jamás dejaron de consultar al oráculo de Delfos, al de Júpiter Amón o al de Dodona. Licurgo, fundador de la república de los lacedemonios, pidió a Apolo de Delfos la sanción de sus leyes, y, cuando quiso innovarlas Lisandro, se vio obligado a respetarlas por su autoridad religiosa. Más aún; los jefes de la república lacedemonia, no contentos con velar atentamente por los intereses públicos, dormían en el templo de Pasífae, cerca de la ciudad, esperando conseguir durante el sueño oráculos verdaderos.

Pero volvamos a nuestras costumbres. ¿Cuántas veces mandó el Senado a los decenviros consultar los libros sibilinos? ¿Cuántas veces y en cuántas circunstancias importantes obedeció este cuerpo las decisiones de los arúspices? Así, pues, cuando se vieron dos soles y después tres lunas, cuando se observaron fuegos en el cielo, cuando se oyeron estremecimientos celestes, y cuando se entreabrió el cielo apareciendo globos de fuego; en fin, cuando anunciaron al Senado que habían desaparecido en insondable abismo los campos privernatos y que tremendos terremotos habían quebrantado la Apulia, presagios que anunciaban al pueblo romano grandes guerras y desastrosas sediciones, en todas estas circunstancias las respuestas de los arúspices concordaron con los versos de la sibila.

¡Cómo! ¿El sudor de la estatua de Apolo de Cumas y el de la Victoria de Capua, el nacimiento de un hermafrodita, no ofrecerán nada monstruoso y fatal? ¡Cómo! ¿Cuando un río arrastra aguas ensangrentadas, cuando llueven piedras y hasta sangre, y algunas veces tierra y hasta leche; cuando hirió el rayo al centauro del Capitolio, las puertas del Aventino, y mató hombres, no respetando tampoco el templo de Cástor y Pólux, en Túsculo, ni el de la Piedad, en Roma, habiéndose consultado a los arúspices, no anunciaron lo que había de suceder, y sus predicciones no se encontraron también en los libros de la sibila?

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Durante la guerra mársica, a consecuencia de un sueño de Cecilia, hija de Quinto Metelo, el Senado mandó reconstruir el templo de Juno Conservadora. Después de consignar la maravillosa conformidad de este sueño con el hecho mismo, Sisena, instigado sin duda por algún epicúreo, trata audazmente de probar que no debe prestarse fe a los sueños. Sin embargo, este mismo historiador nada dice en contra de los prodigios, y refiere que en los comienzos de la guerra mársica sudaron las estatuas de los dioses, cayó sangre del cielo y corrió en arroyos, voces secretas anunciaron peligros públicos, y las ratas royeron los escudos de Lanuvio, presagio que los arúspices consideraron muy funesto.

¿Y qué? En nuestros anales vemos que durante la guerra de Veyas, habiendo aumentado considerablemente las aguas del lago de Albano, uno de los principales habitantes de la ciudad vino a nosotros y nos dijo que estaba escrito en el libro de los destinos de Veyas que no podría tomarse la ciudad mientras estuviesen desbordadas las aguas del lago; que, si aquellas aguas corrían hacia el mar, el pueblo romano experimentaría desastrosos efectos, y que si, por el contrario, se les daba otra salida, obtendríamos grandes ventajas. Tal es la causa de los admirables trabajos que realizaron nuestros antepasados para desviar las aguas del lago. Mas cuando los veyanos, extenuados por la guerra, enviaron legados al Senado, según se refiere, uno de ellos declaró que el desertor no se atrevió a decirlo todo, y que también estaba escrito en el libro de los destinos de Veyas «que los galos tomarían muy pronto a Roma», como efectivamente aconteció seis años después de la captura de Veyas.

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Con frecuencia también se han oído voces de faunos en medio de las batallas; y en circunstancias apuradas hase creído escuchar voces ocultas y proféticas. Entre multitud de ejemplos semejantes, son muy importantes los dos siguientes.

Poco tiempo antes de la captura de Roma, una voz que salía del bosque de Vesta, que se extiende desde el pie de Palatino hacia la calle Nueva, dijo que se reparasen las murallas y las puertas; y que, si no se cuidaba de ello, Roma sería tomada. Despreciado este aviso cuando era tiempo aún, apareció muy claro después del desastre que anunciaba. Entonces se levantó enfrente de aquel paraje a Ayo Locuente el altar que todavía vemos rodeado por un vallado. Muchos historiadores refieren también que, a consecuencia de un terremoto, una voz que salió del templo de Juno, en la fortaleza, pidió el sacrificio «de una cerda preñada». De aquí el nombre de Consejera que se dio a aquella Juno. ¿Despreciaremos estas advertencias de los dioses y estos juicios de nuestros antepasados?

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No solamente observaron los pitagóricos las palabras de los dioses, sino que también las de los hombres, a lo que llamaban omina [agüeros, presagios]. Por efecto de la virtud que nuestros padres les atribuían, hacían preceder a todos sus actos de esta fórmula: «Que todo sea aquí bueno, favorable y afortunado»; a los sacrificios divinos, de esta otra: «Guardad silencio»; y en las fiestas públicas mandaban: «Absteneos de pleitos y disputas». Así también, cuando los jefes revistaban una colonia, el general de su ejército, en la enumeración del pueblo por el censor, se elegía para llevar las víctimas hombres que tuviesen buenos nombres. En los alistamientos cuidan los cónsules de inscribir a la cabeza algún soldado que tenga nombre de buen agüero, regla que has observado religiosamente como cónsul y jefe del ejército. La tribu prerrogativa la consideraban nuestros antepasados como presagio de comicios tranquilos.

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Citaré ejemplos muy conocidos de estos presagios. Lucio Paulo, cónsul por segunda vez, acababa de ser encargado de la guerra contra el rey Persio, cuando, entrando en su casa aquella misma noche, observó al abrazar a su hija Tercia, muy pequeña entonces, que estaba profundamente triste: «¿Qué tienes, Tercia mía?», le dijo. «Padre —ontestó—, Persio ha muerto». Abrazando entonces estrechamente a la niña: «Acepto el augurio, hija mía», repuso. El muerto era un perrillo que llevaba este nombre.

He oído referir a Lucio Flaco, flamín de Marte, que Cecilia, hija de Metelo, queriendo casar a la hija de su hermana, la llevó, según la costumbre antigua, a la capilla para recibir el augurio. Hacía largo rato que la joven estaba de pie y Cecilia sentada sin que se escuchase ninguna voz, cuando, cansada aquella, preguntó a su tía si le permitía sentarse un momento en su silla, contestando Cecilia: «Te cedo mi puesto con mucho gusto, hija mía». Muy pronto confirmaron los acontecimientos el augurio: la tía murió a poco, y la doncella casó con el viudo. Comprendo desde luego que puedan despreciarse estas cosas, hasta ser objeto de burlas; pero igual es dudar de la existencia de los dioses que despreciar sus advertencias.

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¿Qué diré de los augurios? Este asunto te pertenece, y a ti incumbe defender los auspicios. Durante tu consulado, el augur Apio Claudio te dijo que, habiendo sido dudoso el augurio de salud, no tardaría en encenderse una guerra civil tan deplorable como funesta. Algunos meses después estalló aquella guerra que terminaste en pocos días. Nunca alabaría demasiado a aquel augur, el único que después de muchos años, no contento con las fórmulas augurales, practicó el arte de la adivinación; aquel de quien se burlaban tus colegas llamándole, en tanto augur pisidiano, en tanto sorano, porque pertenecían al número de los que no reconocían en los augurios ni en los auspicios ningún presentimiento, ninguna ciencia de la verdad futura, considerándolos solamente como supersticiones inventadas para agradar a la ignorancia del vulgo. Nada, sin embargo, más lejano de la verdad, porque no puede suponerse en los pastores que rodeaban a Rómulo, ni en el mismo Rómulo, astucia bastante para inventar un simulacro de religión a propósito para engañar a la multitud.

Pero la dificultad de aprender un arte complicado ha hecho perspicaz a la negligencia, y se prefiere sostener que los auspicios no son nada a estudiar para saber lo que son. ¿Qué hay más divino que el auspicio de Mario que tú refieres? Helo aquí, porque me agrada citarte:

«El alado satélite de Júpiter tonante, herido de improviso por la mordedura de una serpiente que se lanzó del tronco de un árbol, rasga con sus fuertes uñas al reptil medio muerto, cuya pintada cabeza amenaza todavía. La serpiente se retuerce bajo los golpes del ensangrentado pico. El águila, vengada de sus agudos dolores, lanza al agua los restos palpitantes de su enemigo y dirige su vuelo hacia la resplandeciente morada del Sol. Ve Mario al ave divina, de rápidas alas, y en ella el augurio que mandan los dioses, el dichoso anuncio de su gloria y su regreso a la patria. El señor del cielo truena a la izquierda, confirmando así el mismo Júpiter el augurio del águila».

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En cuanto al augurado de Rómulo, pertenece a su vida pastoril y no a la urbana: no era una ficción destinada a engañar a la multitud ignorante, sino arte enseñado por sabios y transmitido a la posteridad. Como dice Ennio, Rómulo y su hermano, ambos augures, «deseando vivamente reinar, observan con igual atención los auspicios y augurios. Remo atiende por su parte a los auspicios felices y contempla el vuelo favorable de un ave. Pero el hermoso Rómulo se coloca en lo alto del Aventino para observar las que se ciernen en los cielos. ¿Cómo se llamará la ciudad: Roma o Rémora? ¿Cuál de los dos hermanos conseguirá el mando supremo? Este es el objeto de la lucha. El pueblo espera impaciente la decisión, y se parece a la multitud curiosa que se agrupa a la entrada de la arena, alrededor del cónsul dispuesto a dar la señal que permitirá a los caballos franquear la pintada barrera. De la misma manera se agita el pueblo, preguntándose con ansiedad a cuál de los dos hermanos coronará la victoria. Entretanto el sol palidece y huye ante las sombras de la noche; pero muy pronto brilla pura luz en el horizonte, y en el mismo momento se lanza a la izquierda un ave tan hermosa como rápida. El sol aparece entonces radiante, y enseguida tres veces cuatro aves divinas descienden rápidamente del cielo y se posan en los parajes elegidos. Rómulo comprende al fin que este auspicio le da el poder y que en adelante descansará su trono en sólidos fundamentos».

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Pero volvamos al punto de donde nos separamos. Si, no pudiendo demostrar por qué suceden estas cosas, pruebo que es cierta su existencia, ¿no habré contestado victoriosamente a Epicuro y Carnéades? Hasta me atrevo a decir, confesando desde luego que la causa de la adivinación natural es más oscura, que se explica fácilmente la artificial. Por medio de observaciones continuas se ha consignado lo que presagian las entrañas, los fulgores, los prodigios y los astros. Toda observación continuada durante siglos consigue resultados maravillosos, que pueden alcanzarse sin el auxilio e inspiración de los dioses, si se examina cuidadosamente lo que significa cada cosa, consignando el acontecimiento que la sigue.

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Viene después la adivinación natural, como ya he dicho, que puede, por razones físicas, referirse a la naturaleza de los dioses; y como, según la opinión de los hombres más prudentes y doctos, nuestras almas no son otra cosa que emanaciones de esta naturaleza divina, y, por otra parte, todo está lleno de este espíritu divino y eterno, necesariamente hemos de experimentar el efecto de este parentesco con los dioses. Pero durante la vigilia, subyugadas nuestras almas por las necesidades de la vida, se separan de esta sociedad divina, encontrándose sujetas por los lazos del cuerpo. Pocos son los que se separan, por decirlo así, de sus cuerpos y dedican todos sus cuidados al conocimiento de las cosas divinas. La ciencia augural de estos no es resultado de inspiración superior, sino esfuerzo de la razón humana: la naturaleza es la que les descubre el porvenir y les hace prever las inundaciones y futuros incendios del cielo y de la tierra. Dedicados otros al gobierno de repúblicas, presienten muy de antemano, como el ateniense Solón, el nacimiento de la tiranía.

Coloquemos estos últimos en el número de los hombres prudentes, es decir, previsores, pero no les demos el título de adivinos, ni más ni menos que a Tales de Mileto, quien para hacer callar a sus detractores y demostrarles que, aunque filósofo, podría enriquecerse si quería, compró toda la cosecha de los olivos del campo milesio antes de que estuviesen en flor. Gracias a sus conocimientos, había previsto, sin duda, la abundancia de la recolección. También se dice que fue el primero que anunció el eclipse de sol que tuvo lugar bajo el reinado de Astiages.

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Los médicos, los pilotos, los labradores prevén también muchas cosas; pero a nada de esto llamo adivinación, como tampoco a la predicción del físico Anaximandro, que advirtió a los lacedemonios para que abandonasen sus casas y la ciudad, y acostarse armados en el campo, porque era inminente un terremoto, como así sucedió, derrumbándose toda la ciudad y desprendiéndose, como la popa de un barco, la cumbre del Taigeto. Ferecides, el maestro de Pitágoras, merece menos aún el título de adivino que el de físico, cuando, al observar el agua viva sacada de un pozo, anunció la proximidad de un terremoto.

El espíritu humano solo es apto para la adivinación natural cuando se encuentra completamente libre y desligado del cuerpo. Esto es lo que ocurre en los vaticinios y los sueños, dos géneros de adivinación que, como digo, admiten Disearco y nuestro amigo Cratipo; y pase que los coloquen en primer lugar porque son naturales, con tal de que no sean únicos. Si desprecian y niegan la observación, suprimen muchas cosas en que descansa la razón de la vida. Pero mucho nos otorgan concediéndonos los vaticinios y los sueños, por lo cual no debemos esforzarnos en combatir con ellos, especialmente cuando existen otros que rechazan toda especie de adivinación. Así, pues, los espíritus que, despreciando su envoltura material, se lanzan fuera de ella como inflamados y excitados por una manera de ardor, ven entonces con más claridad lo que predicen. Por muchas causas se inflaman estos espíritus aislados del cuerpo: una armonía, los cantos frigios, el silencio de los bosques y de selvas, la vista de un río, la inmensidad de los mares les conmueven, y entonces, delirantes, penetran muy lejos en lo venidero.

A esta adivinación pertenece aquella: «¡Mirad, mirad! Entre tres diosas pronuncia memorable juicio, y este juicio trae en medio de nosotros una mujer lacedemonia, una de las furias».

Muchos acontecimientos se han predicho de esta manera, no solamente en el lenguaje común, sino que también «en los versos que cantaban en otro tiempo los vates y los faunos». A este número pertenecen los cantados por Marcio y Publicio, y también podemos unirles las misteriosas respuestas del oráculo de Apolo. Creo además que existían ciertas emanaciones terrestres a propósito para enardecer la mente y que pronunciase oráculos.

«Libro primero, parágrafos 41-50» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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