A continuación tienes uno de los capítulos de Los vikingos, de Alfonso Nadal.
Los habitantes del Imperio franco habían perdido la costumbre de fortificarse. Los dominios de los grandes propietarios y sobre todo los monasterios estaban esparcidos por el campo y sin defensa. Las ciudades eran pequeñas, muchas veces defendidas por una simple empalizada. Los guerreros habían perdido la costumbre de combatir a pie y ya no quedaban más que los caballeros al servicio del rey y de los grandes personajes, ocupados casi siempre en hacerse la guerra unos a otros.
Los piratas vikingos llegaban, como ya hemos dicho, hasta el interior de Francia sin ser detenidos. Los habitantes del campo, apenas los veían, emprendían precipitada fuga y les abandonaban sus escasos bienes a fin de no perder también la vida. Pero los vikingos se encarnizaban preferentemente con los monasterios y las iglesias, donde encontraban objetos preciosos, vasos sagrados, telas de seda. Paganos como eran, degollaban con preferencia a los monjes y a los sacerdotes.
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El rey Carlos el Calvo intentó en una ocasión detener a una banda que, remontando el Sena, rebasó París y se acercó a Melún. Los esperaba con sus caballeros apostados a las dos orillas del río. Los piratas desembarcaron y atacaron a la tropa, más numerosa, mandada por uno de los condes de más reputación, Roberto el Fuerte. Los jinetes francos huyeron sin combatir, y el rey, para decidir a los piratas a marcharse, les prometió cuatro mil libras de plata.
Aquel mismo año, otra banda subió por el Loira, se apoderó de caballos y fue a saquear la ciudad de Mans. Cuando volvían con su botín para embarcarse de nuevo, encontraron el camino interceptado por varios condes que los esperaban con una tropa numerosa. Los piratas no pasaban de cuatrocientos, pero encontraron una iglesia de piedra y en ella se encerraron y se hicieron fuertes. Los condes, viéndolos resueltos a defenderse, no se atrevieron a dar el asalto y, como anocheciera, mandaron armar sus tiendas. Roberto el Fuerte, que tenía calor, se desató la cota de malla. Entonces los piratas hicieron una salida repentina. Roberto se lanzó al combate sin haber tenido tiempo de sujetarse la armadura y cayó muerto delante de la puerta. Otro conde que contemplaba de lejos la escena fue herido por una flecha que un pirata disparó desde una ventana; otro cayó también herido. Los guerreros francos, que habían perdido a sus jefes, se retiraron dejando a los normandos que volvieran por el Loira con su botín.
Durante treinta años, bandas de vikingos saquearon toda Francia. No pudiendo nada contra sus acometidas, se intentó detenerlos interceptando los ríos. París, en aquella época, estaba confinada en la isla del Sena. Para interceptar el río se levantó en cada uno de los dos brazos un puente de madera, sostenido por pilares que descansaban en pilas de piedra metidas en el río, y la entrada de cada puente estaba defendida por una torre. Se habían introducido en la ciudad guerreros escogidos, mandados por el conde de París, Eudes, hijo de Roberto el Fuerte y el obispo de París, Gozlin, también en calidad de guerrero.
Al llegar los piratas con su flota delante de la isla, pidieron paso franco, prometiendo no atacar París; pero el conde y el obispo replicaron que el rey los había puesto allí para defender la comarca que estaba detrás y que serían traidores si la abandonaban al pillaje y al incendio. El jefe de los piratas, Sigfrido, advirtió entonces que París habría de rendirse por fuerza o por hambre.
Después de varias tentativas de asalto en que los sitiados se defendieron valientemente, los vikingos decidieron poner sitio en regla; pero, al cabo de medio año y después de una serie de infructuosos esfuerzos y una tentativa de asalto general que fue rechazado por todas partes, el jefe Sigfrido se fue con una parte de sus hombres, aceptando un tributo de sesenta libras de plata. Los que quedaban dieron otro asalto y algunos estaban ya dentro del recinto cuando llegaron los sitiados a la defensa y los rechazaron.
Se declaró una enfermedad entre los sitiados, de la que murió el obispo. Audes había salido entretanto de París a pedir socorro al emperador Carlos el Gordo, quien por fin vino a acampar con un ejército al pie de Montmartre; pero los piratas se habían trasladado a la orilla opuesta del Sena, y, en lugar de ir a combatirlos, el emperador trató con ellos, dándoles setecientas libras de plata y permitiéndoles ir a saquear las comarcas más altas de París.
Los normandos quisieron pasar a la fuerza por debajo de los puentes, y los defensores se apostaron en las orillas para detenerlos. Fue el abad de Saint-Germain quien, armado con un arco, lanzó una flecha que hirió al piloto de la primera barca. Fue un golpe certero. Los piratas volvieron a bajar por el Sena, sacaron sus barcas a tierras, las trasladaron más allá de París, volvieron a echarlas al agua, remontaron el Sena y el Yonne y saquearon la Borgoña.
Los normandos que saqueaban Francia a fines del siglo IX ya no volvían a sus países del Norte como los primitivos. Se establecían en campamentos fortificados junto a los estuarios y allí vivían con sus familias. Hacían menos botín en sus incursiones porque encontraban las ciudades, las abadías y las casas de los grandes propietarios rodeadas de fortificaciones.
Una de las bandas más numerosas permanecía en la desembocadura del Sena, extendiéndose por los alrededores de Ruán. El jefe Rolf o Rolón era un rey de mar desterrado de su país. Se decía que era tan alto que no podía encontrarse caballo proporcionado a su estatura, por lo que iba siempre a pie, y le llamaban Rolón el Andarín.
Ocupó posiciones en la comarca de Ruán y decidió establecerse allí definitivamente. Los francos no podían expulsar a sus hombres y, viendo que dicha ocupación se transformaba en colonización por la rápida afluencia de compatriotas de los invasores, el arzobispo de Ruán entabló negociaciones con el jefe, en virtud de las cuales los normandos se establecieron en la ciudad, levantando las murallas y prometiendo no hacer daño a sus habitantes. Pero desde Ruán salían a hacer expediciones en gran escala, saqueando cuantas ciudades y aldeas hallaban a orillas del Sena, del Marne, del Loira.
Producían aquellas correrías tantos estragos y una situación tan humillante que el rey de Francia, Carlos el Simple, hubo de rogar al arzobispo de Ruán que le ayudase a hacer las paces con Rolón, prometiendo dejar al vikingo todo el territorio desde el Sena hasta Bretaña y darle su hija en matrimonio si accedía a hacerse cristiano y a reconocerse súbdito suyo. Rolón aceptó.
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Se citaron a orillas del río Epte, en la frontera del territorio cedido, y allí Rolón fue bautizado, juró fidelidad al rey y recibió el título de duque.
Se cuenta que, en el acto de prestar juramento, los obispos dijeron a Rolón que había de besar el pie al rey, porque así era costumbre. Rolón se negó al principio. «Jamás —dijo— me arrodillaré delante de nadie ni le besaré el pie». Y como los compañeros del rey insistieran, ordenó a uno de sus guerreros que besase el pie a Carlos. Inmediatamente, el guerrero cogió el pie al rey, se lo llevó a la boca permaneciendo incorporado, y el rey cayó de espaldas entre las risas de la muchedumbre.
Ya duque, Rolón estableció a sus compañeros en el territorio que se le había cedido, desde Flandes a Bretaña, llamado en adelante Normandía, que era un desierto cubierto de árboles. Repartió las tierras entre ellos, midiéndolas con un cordel, según costumbre de los normandos, mientras que los francos lo hacían con un palo largo. Prohibió severamente los actos de bandidaje, mandó ahorcar a los ladrones y estableció en Normandía un orden como no lo había en ninguna otra comarca de Francia. Se contaba que, para poner a prueba a sus súbditos, suspendió un día un brazalete de oro de una encina, a orillas de un camino público, y por espacio de tres años estuvo allí el brazalete sin que nadie osara tocarlo.
Convertidos al cristianismo todos los normandos del ducado, reedificaron las iglesias y pronto fueron famosos por su devoción. Aprendieron a hablar francés y adoptaron los usos de Francia, aunque permanecieron distintos a los demás franceses.
Pronto fue el ducado de Normandía el más poderoso de todos. El duque era obedecido por sus súbditos mejor que ningún otro príncipe de Francia. Además, les prohibía hacerse la guerra entre sí. El ducado tuvo carácter distinto de los otros estados feudales. En Normandía no existía una jerarquía feudal. Todos los barones eran directos vasallos del duque, que los había creado a su capricho y que supo mantener los dominios respectivos en un estado de fraccionamiento que aseguraba su sujeción. Así, la autoridad del duque era la de un verdadero monarca, y la supo aprovechar para establecer una serie de progresos administrativos que muestran un avance considerable respecto a la evolución general.
Los normandos de Normandía conquistaron más tarde Inglaterra y la Italia meridional, y su nombre fue célebre en toda Europa; pero ya habían perdido su carácter de vikingos, y sus hazañas ofrecen un aspecto muy distinto del que aquí nos interesa.
Con lo dicho podrá formarse el lector una idea más o menos aproximada del papel que desempeñaron los vikingos en la historia de la Edad Media; pero nada le descubrirá mejor el verdadero espíritu de estos héroes del mar que las tradiciones de sus hazañas, conservadas devotamente en los cantos llamados sagas, de los que entresacamos algunos ejemplos, adaptándolos al estilo narrativo y completándolos con las leyendas recogidas por viejos cronistas del Norte.
«El ducado de Normandía» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com