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La promesa del vikingo

A continuación tienes uno de los capítulos de Los vikingos, de Alfonso Nadal.

En la isla que hoy se llama de Wolin, por donde desemboca el Óder en el Báltico, se estableció una colonia de vikingos que llegó a reunir una poderosa flota y se hizo temer del propio rey danés Svend Barbadoble, cuyos dominios no respetaban en sus expediciones. No osando atacarlos abiertamente, meditaba el rey la manera de destruirlos por la astucia y, tras muchas reflexiones, decidió invitarlos a una gran fiesta funeraria que preparaba a la memoria del rey Harald, su padre. Mandó mensajeros al duque Sigwald, que gobernaba a los vikingos, rogándole que asistiese con sus guerreros al banquete que había de celebrarse en la isla de Seeland.

Llegaron los vikingos el día señalado en sesenta naves y fueron recibidos con la mayor pompa por el rey y toda la nobleza de Dinamarca, ante las grandes mesas que habían puesto, según costumbre, para el festín.

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Desde la primera noche, los vikingos bebieron desmesuradamente los licores fermentados, la cerveza y el hidromel, y empezaron a reír ruidosamente, a cantar y a decir despropósitos. Cuando vio el rey que los vapores de la bebida comenzaban a turbarles la razón, levantó la voz y dijo:

—No olvidemos que este día está consagrado al recuerdo de mi padre. Os ruego, pues, que bebáis conmigo por Harald, rey de Dinamarca.

Se llenaron los cuernos, dando los más grandes a los vikingos, y toda la asamblea bebió por el rey Harald.

Otras dos veces invitó el rey a beber a sus convidados en cuernos de enorme capacidad y, cuando vio que ya no eran dueños de sus palabras, extendió los brazos para calmar el alboroto que reinaba en la sala y dijo en tono de alegría:

—Es costumbre en fiestas como esta, en que se reúnen grandes personajes, hacer promesas solemnes que dejen recuerdo del día para todos los reunidos. Obedeceré tan respetable costumbre, convencido de que luego lo haréis vosotros superándome, porque, siendo los vikingos de Joms superiores a todos los otros hombres del Norte, también sus promesas y hazañas han de superar a todas las hazañas y promesas. Y ya que me toca hablar el primero, he aquí la mía: me comprometo a expulsar de sus Estados, antes del tercer invierno, a Edelrico, rey de Inglaterra, y digo que, si no logro expulsarlo, morirá a mis manos en el suelo de su país y añadiré su reino al mío en el plazo que he fijado. Ahora te toca a ti, Sigwald, duque y jefe de Jomsborg. Te desafío a hacer una promesa que valga tanto como la mía.

Sigwald replicó, después de vaciar otro cuerno a la memoria del homenajeado:

—Yo haré la guerra a Noruega con mis propias fuerzas, ayudado por mis compañeros y guerreros. Antes de dos años, Haakon será expulsado de sus dominios y recibirá la muerte de mis manos. De lo contrario, señores, dormiré mi último sueño bajo el túmulo de piedras, en tierra noruega.

—He aquí —exclamó el rey— la promesa que podía esperarse de un guerrero como este. Pero ahí está tu hermano Dorkel, el grande, cuya talla no cede a la de una encina adulta, impaciente por hacer una promesa. Me parece que si abre la boca oiremos algo extraordinario.

Dorkel se volvió al rey y dijo:

—No me apartaré de mi hermano Sigwald, como la sombra no se aparta de la lanza ante el sol, ni huiré mientras vea la popa de su nave dirigida hacia el enemigo.

—Nunca he conocido a un hombre más capaz de cumplir lo que promete. ¿Y tú, Bue el Gordo? Si tu promesa está en proporción con tu corpulencia, palabras formidables sorprenderán nuestros oídos.

Bue era enorme, como esas rocas que vencen el esfuerzo de las olas. Tres hombres hubieran cabido holgadamente en la cota que ceñía su torso.

—Ahí va mi promesa, rey Svend —dijo con voz de trueno—: acompañaré al duque Sigwald a esa expedición y no huiré mientras no haya más guerreros caídos que derechos, y aun entonces me quedaré, si tal es la voluntad del duque Sigwald.

—No esperaba menos de ti —exclamó el rey—. Escuchemos ahora a Sigurd, cuya intrepidez, si la fama no miente, no tiene pareja. ¿Has oído a Bue, tu hermano? ¿Qué harás tú?

—Mi promesa es corta, señor: seguiré a mi hermano; huiré si él huye; moriré si él muere.

—Lo sabía —dijo el rey—. Estáis unidos no solo por la sangre, sino por vuestro valor. ¡Y ahora tú, Vagn! Tus tíos Bue y Sigurd te muestran el camino, y, si solo existe un hombre capaz de cumplir su palabra, sabemos que eres tú.

Vagn avanzó al centro de la sala. Era alto y hermoso, toda su persona respiraba juventud y fuerza; llevaba una armadura deslumbrante, un collar de oro y un casco que brillaba como el creciente de la Luna.

—Rey Svend —dijo—, oye mi promesa. También yo acompañaré a Noruega al duque Sigwald, combatiré al lado de mi tío Bue, a quien aprecio más que a nadie de este mundo, y mientras Bue viva verá resplandecer mi espada. Pero aún me faltan otras dos promesas: la primera es no volver a Dinamarca sin haber antes tomado por esposa a Ingeborg, la hija del noruego Dorkel Lera, la doncella más hermosa del Norte, y eso sin el consentimiento y hasta contra la voluntad de su padre y de toda su familia; la segunda es no volver a Dinamarca antes de haber matado a Dorkel Lera, el primero entre los hombres de Noruega.

Calló y el rey exclamó entonces:

—No me sorprende que sea la tuya la promesa más grata y temeraria, Vagn, porque tu arrojo y tu tenacidad te ponen por encima de los héroes de este país y de los que viven en otras tierras.

Bebió en nombre de Vagn y la asamblea prorrumpió en grandes aclamaciones.

Un viejo poeta cantó la batalla librada por los vikingos contra el duque Haakon, en las costas de Noruega, en la ensenada de Hiorungeveag.

El horizonte se cubre de naves impacientes. El viento impele a los vikingos hacia el Norte. La rapidez es su alegría; el azote del aire, su placer. Sobre las montañas espumosas galopan los corceles marinos, hendiendo con sus petrales las azules ondas.

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Hasta la tierra de Noruega han conducido a sus dueños los corceles del mar, y pronto el estrépito de las batallas llena los aires. Se encuentran y se acometen innumerables navíos, los escudos resuenan al choque de las espadas; un inmenso botín se prepara para los cuervos.

El duque Haakon ha escogido sus hombres más valientes, sus guerreros más atrevidos, para hacer frente a las acometidas de Sigwald; ha puesto en orden de batalla sus mejores naves…

Delante de los vikingos van tres jefes de nombradía: Sigwald el duque, que es fuerte y buen capitán, Bue el Gordo, el del brazo terrible, y Vagn, el más bizarro de los jóvenes. Una flota manda cada uno de ellos, y una flota recibe de ellos la orden de vencer.

Las naves danesas, blancas y puras como las vírgenes del océano, se deslizan a lo largo de las riberas; algunas ya están vacías de marineros; muchos corceles van por el agua errantes, y ya no llevan más que cadáveres. En lo más alto de los palos se agitan las banderas. El viento de las espadas afiladas rasga las camisas de hierro. Sobre los escudos cantan las espadas desnudas.

Manos y cabezas saltan por la borda. El vikingo parte los cascos de bronce, hunde en las espaldas las cotas más sólidas. Quien al vikingo hace frente va a una muerte segura.

Ningún arma está inactiva: las espadas giran airadas, las hachas buscan los cráneos con avidez; las flechas vuelan en espesa nube; ya los cascos rotos no guardan de la muerte.

Crece el ruido del combate: en mar y en tierra se oye de lejos; caen los héroes intrépidos, y he aquí que ante el furor de los vikingos, bajo una tempestad de proyectiles, de quejas y de gritos, los hombres de Noruega retroceden.

Con el corazón lleno de cólera y desesperación, el duque Haakon ha de retirarse; gana la orilla y desembarca en la playa. Se arma de un cuchillo afilado, manda que le traigan a su hijo menor, Erling, un hermoso niño, y lo degüella, sacrificándolo a los dioses e invocando la victoria.

Entretanto, Bue ha deshecho la línea enemiga: su nave vuela a través de las filas y siembra la muerte a su paso; el canto de las espadas ahoga el bramido del mar.

Y de pronto viene del Norte la tempestad contra los vikingos, un huracán espantoso se abate sobre los guerreros de Dinamarca; el pedrisco resuena contra los cascos: las nubes arrojan piedras de hielo, el viento ciega a los héroes; las heridas se abren; la sangre se vierte.

Las saetas y los dardos se confunden con la lluvia, y de pronto las nubes se animan; entre la niebla galopa y carga el ejército de las valquirias.

Un ardor nuevo posee al duque de Noruega, que impele al agua su nave. Y en la proa de esta nave se yergue una mujer: los vikingos ven con espanto cómo extiende sus brazos, cómo arroja llamas de fuego por sus ojos, cómo salen de sus dedos las flechas, tan numerosas como las gotas de la lluvia. Ante la horrible hechicera caen los más nobles guerreros; nada puede salvarlos de la muerte.

El miedo se apodera del duque Sigwald. Aparta sus naves del combate, se izan las velas, el viento hincha las blancas alas y hacia el horizonte huye Sigwald el cobarde.

Pero Bue y Vagn no han huido, y sus hombres permanecen animosos en sus naves. Quien se les acerca es rechazado, quien los ataca va de cabeza al agua.

Bue, el héroe poderoso, recibe una grave herida; su casco cae a trozos; tiene partidos los labios, las mejillas hundidas, cortada la barba; pero no se dejará coger. En el fondo de la nave hay dos arcas llenas de tesoros. Bue las toma en sus brazos y se arroja al agua; el mar se traga al héroe.

Vagn ha combatido como un águila contra los más fuertes, los más arrojados, abatiéndolos bajo su espada, dando a los pájaros de presa pasto en abundancia. Pero el número lo aplasta; la fatiga lo vence; las heridas lo molestan; su sangre abrasa como el fuego. Y los noruegos lo apresan con treinta de los suyos.

Los vencedores vuelven a la costa con sus prisioneros, a quienes entregan atados a la vigilancia de los esclavos. Luego los noruegos encienden hogueras, matan ganado y preparan un festín que dura hasta la caída de la tarde. Cuando estuvieron hartos, fueron a ver a los cautivos, y el duque Haakon dijo alegremente:

—Señores, para alegraros después de beber, he resuelto que todos estos vikingos sean decapitados antes de la noche, y he decidido también que el más digno y glorioso de nosotros, Dorkel Lera, el primer guerrero de este y demás países, cumpla la nueva proeza.

—No es cosa para espantar a nadie —dijo Dorkel Lera—, y que pierda vuestro aprecio, señores, si me muestro débil o torpe. Poneos en fila y ved si trabaja la espada de Dorkel Lera.

Fueron desatados algunos vikingos de entre los más heridos, y tres de ellos, arrastrados ante el guerrero noruego. Dorkel levantó la espada y cercenó las cabezas una tras otra. Luego, volviéndose al duque, dijo con orgullo:

—Pretende una vieja leyenda que no puede uno cortar tres cabezas seguidas sin cambiar de color. ¿Es cierto, duque Haakon?

A lo que replicó el duque:

—Tú no has cambiado de color, Dorkel, durante la tarea; pero me parece que has palidecido antes de empezar.

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Hicieron avanzar otro vikingo que apenas podía moverse de tan herido. Dorkel le preguntó:

—Estás muy cerca de la muerte, amigo. ¿Qué piensas?

—Pienso —contestó tranquilamente el vikingo— que esto mismo le ocurrió a mi padre, a mi abuelo y a todos mis antepasados, y es lo más natural que ahora me ocurra a mí.

Los esclavos le obligaron a arrodillarse, tirándole de la cabellera, y Dorkel lo mató.

Al quinto vikingo le preguntó Dorkel Lera:

—¿No te parece desagradable morir?

—Has de saber —le contestó el hombre— que las leyes de Jomsborg no enseñan el miedo ni la queja.

Y él mismo se inclinó y presentó el cuello a la espada.

A la sexta víctima Dorkel le repitió la pregunta y obtuvo esta respuesta:

—Es preferible morir honrosamente como yo que vivir vergonzosamente como quien hace el oficio de verdugo.

El séptimo vikingo se acercó, empuñando un cuchillo que no habían podido arrancarle, y, cuando Dorkel le preguntó, dijo:

—Estoy contento de morir de este modo y solo deseo que tu golpe sea seguro y rápido. En Jomsborg se discute con frecuencia si un hombre decapitado conserva algún conocimiento en el momento que sigue a la caída de su cabeza. Quisiera hacer la experiencia con este cuchillo. Te ruego que me observes bien en el momento en que me hayas decapitado: si conservo el conocimiento blandiré el cuchillo; de lo contrario, lo dejarán caer mis dedos.

Dorkel le cortó la cabeza de un golpe más rápido que el rayo: el vikingo rodó por tierra y el cuchillo le cayó de la mano.

Luego, los esclavos empujaron adelante un mancebo que tenía una magnífica cabellera rubia y suave.

—¿No estás triste —le preguntó Dorkel Lera— de dejarnos tan pronto?

—¿Por qué habría de estarlo? —contestó—. Lo mejor de mi vida ya ha pasado, y acabo de ver morir tan grandes guerreros que me avergonzaría querer sobrevivirles. Pero me repugna ser llevado a la muerte por esclavos. Ruego que un hombre libre me aguante los cabellos y tenga cuidado de que la sangre no los moje.

Se adelantó un noruego y cogió la cabellera del joven, y era tan larga y abundante que hubo de arrollársela al puño. Luego tiró con fuerza. Pero en el preciso momento en que Dorkel dejaba caer la espada, el vikingo dio un tirón hacia atrás, de manera que el golpe cogió de lleno al que aguantaba los cabellos y le cortó el brazo a la altura del hombro. El joven dio un salto y gritó riendo:

—¿Quién de vosotros, señores, ha olvidado su mano entre mis cabellos?

El duque Haakon advirtió a los que le rodeaban:

—Realmente son unos terribles adversarios. No he conocido jamás otros hombres que puedan comparárseles en valor y en astucia.

Y dirigiéndose a Dorkel Lera, le dijo:

—Date prisa en matar a los que aún viven, porque este negocio podría acabar mal.

Entonces su hijo, el duque Erik, que estaba a su lado, hizo a Dorkel señal de esperar y dijo:

—¿Para qué ha de continuar esta matanza? La audacia y el genio de estos hombres no me llenan de espanto, sino de admiración; sería más conveniente atraerse a estos valientes que exterminarlos como a unos malhechores. Informémonos al menos de su linaje; la mayor parte no pueden ser de raza vil.

Y preguntó al joven vikingo cómo se llamaba.

—Me llamo Svend, soy hijo de Bue el Gordo y de nobleza danesa.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciocho años hubiera cumplido el próximo invierno, de haber vivido hasta entonces.

—Vivirás —dijo Erik—; te doy mi palabra.

Y lo admitió en su séquito. El duque Haakon frunció las cejas: una cólera sorda agitaba su pecho; pero se contenía, por miedo a Erik, que era muy estimado en Noruega y no sufría la autoridad paterna.

—Bueno —dijo—. Este te pertenece. ¡Y ahora, que Dorkel Lera acabe!

Erik intervino de nuevo.

—Aún no. Quiero hablar con esta gente y decidir la suerte de cada uno.

El duque Haakon calló. Trajeron otro prisionero, que era alto y de agradable aspecto y constitución vigorosa. Dorkel le dijo:

—¿Y tú, vikingo, no sientes nada ahora que se trata de morir?

—Nada, salvo no haber podido cumplir una promesa que hice.

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El duque Erik preguntó:

—¿Cómo te llamas y qué promesa hiciste?

El vikingo contestó:

—Soy Vagn, hijo de Aage.

—¿Y la promesa?

—Prometí que, si desembarcaba en tierra de Noruega, mataría a Dorkel Lera después de haberme casado, contra su voluntad y la de los suyos, con su hija Ingeborg, que es la doncella más seductora del Norte. Y afirmo, señor, que moriré de pena y consideraré frustrada mi vida si no puedo cumplir mi promesa.

—¡Yo te lo impediré! —rugió Dorkel Lera, enfurecido al oír aquellas palabras.

Y se arrojó contra Vagn, descargando su espada.

Pero su enemigo, rápido como el rayo, evitó el golpe. Dorkel dio en el vacío y, arrastrado por el peso del arma, cayó pesadamente, soltando la espada. Vagn se apoderó de ella y, antes que nadie pudiera impedirlo, dio un golpe formidable en la nuca de Dorkel, diciendo:

—Al menos habré cumplido la mitad de mi promesa y moriré contento a medias.

El duque Haakon se levantó muy agitado y azuzaba a sus hombres para que matasen a Vagn. Pero el duque Erik se adelantó a los noruegos y les dijo:

—Si no se me permite hablar, os juro que pasaréis por encima de mi cuerpo antes de herir a este vikingo.

El duque Haakon palideció y oprimió los labios, pero, viendo a su hijo decidido y que sus hombres, vacilantes, retrocedían bajando las lanzas, tendió su mano en señal de paz.

—No reñiremos por tan poca cosa, hijo mío, y que se cumpla tu deseo, ya que ahora hablas como amo.

—Señor —contestó Erik—, algún día me haréis justicia por haberos conservado la vida de este hombre. En cuanto a Dorkel Lera, no os sorprenda su muerte imprevista. Vos mismo, padre mío, la anunciasteis hace poco al decir: «Has palidecido al empezar la tarea». Y nadie ignora que la palidez en el rostro de quien va a dar muerte a otros es presagio seguro de un próximo fin.

Poco después, el ejército noruego levantó el campo para volver a las ciudades. Vagn se colocó al lado del duque Erik y cabalgó hasta que, a entrada de noche, llegaron a la ciudad de Vigen. Y aquella misma noche se casó con Ingeborg, la más hermosa doncella del Norte.

«La promesa del vikingo» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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