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El viejo Sterdoker

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A continuación tienes uno de los capítulos de Los vikingos, de Alfonso Nadal.

Nunca un héroe llegó a tan avanzada edad como el viejo Sterdoker. Se contaba de él que vio la luz no en el mundo de los hombres, sino en las misteriosas regiones del oriente, habitadas por los gigantes, y que nació con tres pares de brazos y tres pares de piernas. Tor, el dios de la guerra, celoso de su fuerza, le arrancó dos pares de brazos y de piernas, dándole así la apariencia humana. Pero Sterdoker conservó su alma bravía y su gran estatura, que le permitía abatir a los guerreros reputados de invencibles.

Como los vikingos de corazón indomable, surcó los mares mucho tiempo, recorrió los lejanos continentes y dirigió las más aventuradas empresas. Llegó por fin, con la vejez, el deseo de reposo. Desembarcó en tierra de Dinamarca y se presentó en la corte del rey Frode.

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—Rey —le dijo—, soy Sterdoker; dame un pedazo de tierra de tu país y la gobernaré como un buen vasallo.

—No tengo —contestó el rey Frode— tierra bastante para contener a Sterdoker. Quédate conmigo y educarás a mi hijo Ingiald y mi hija Helga.

Frode murió, por sorpresa y traición, en una fiesta a que lo invitaron los sajones, e Ingiald reinó en Dinamarca. No se parecía a su padre, y a los hombres de guerra y sabios consejeros prefería los coperos, los cocineros, los sastres, los bufones y los flautistas. Sus hombres murmuraban, descontentos, y el viejo Sterdoker, muy preocupado, pensaba:

—¡Esa es la vida que prefiere la juventud! Regalarse el paladar con platos delicados, cubrirse de oro y de seda, celebrar con risas las necedades de los juglares. Y el rey Frode, muerto a traición, aún espera la venganza.

Y dirigiéndose a Ingiald, le habló así:

—¿Qué has hecho desde que la corona ciñe tus sienes? ¿Dónde están tus hazañas; dónde, tus victorias? ¿Qué tierras has conquistado? ¿Qué botín has recogido? ¿Qué satisfacción has obtenido de los matadores de tu padre? Muéstranos tus heridas. Dinos el número de los enemigos caídos bajo tu espada. Nunca, Ingiald, los bardos venerandos, los escaldos que cantaron la virtud de nuestros padres, querrán pronunciar tu nombre; los nietos de nuestros hijos nunca sabrán que Ingiald fue rey.

Habiendo hablado así, abandonó Dinamarca y se retiró a Suecia, a Upsala.

Transcurrieron años, y Helga, la hermana de Ingiald, llegó a la edad de casarse. Entre los pretendientes había un noruego de noble familia, llamado Hroar; era un joven apuesto, honrado y poseía grandes riquezas. El rey Ingiald le acogió con grandes muestras de amistad.

—Hroar, de buena gana te daría por mujer a Helga, hija y hermana de reyes, la flor más bella de mi reino; pero también me la han pedido otros, y no la tendrás si no aceptas el combate que ellos te propongan: así lo exige la costumbre.

—Estoy dispuesto —contestó Hroar— a batirme con cualquiera que me desafíe.

En la corte de Ingiald vivían a la sazón nueve hermanos, reconocidos como superiores a todos por su fuerza y su insolencia; el mayor se llamaba Aslak. En vano había solicitado la mano de Helga. Sus celos eran feroces, y su cólera, implacable. Cuando Hroar se hubo declarado, se levantó exclamando:

—¡Rey Ingiald! Amparado por la costumbre, en mi nombre y en el de mis ocho hermanos, desafío al noruego a combate, y, si quiere, nos podemos batir ahora mismo.

Pero el rey contestó:

—Es de mi incumbencia fijar el día. Y he aquí lo que he decidido: Hroar recibirá por mujer a Helga, mi querida hermana, y, al día siguiente de la boda, será vuestro para el combate que le ofrecéis.

Entonces se preparó la boda, que habría de celebrarse fastuosamente, con gran concurrencira de bufones, danzarines y tocadores de instrumentos, porque al rey Ingiald le gustaban sobre todo los largos banquetes y las fiestas brillantes. Por todas partes reinaba el gozo y la alegría. Solo los novios, a pesar de ellos, se mostraban un poco tristes a causa de la inquietud que los dominaba.

—Ay, amada mía! —gemía Hroar—. ¿Serás viuda después de la boda? Ciertamente no temo a ningún guerrero, aunque me llevase doble estatura; ¿pero cómo podré resistir nueve adversarios poderosos y hábiles? ¿Cómo puedo salir con vida de tan desigual pelea?

—Perderás la vida —contesté Helga— si no me obedeces y no obras según mi designio. No hay más que un hombre que puede ayudarte felizmente en este trance, y lo hará, porque me quiere a su manera, que no es tierna, pero sí noble. Es el leal del rey Frode, es el viejo Sterdoker, que vive en Suecia, en Upsala. Ve a verlo sin tardanza: tengo confianza en lo que te aconsejará.

Hroar aparejó la vela de la nave más rápida, arribó a Suecia y cabalgó a toda prisa por el camino de Upsala, hasta llegar a la morada de Sterdoker. El anciano estaba sentado al sol, su espada Skun lucía a su lado, la barba blanca le cubría el pecho; respiraba con fuerza; con las manos nudosas se cogía las rodillas, pesadas y doloridas.

Hroar corrió hacia el viejo guerrero, lo saludó cortésmente y le dijo:

—Ilustre vikingo, soy el futuro esposo de la hija del rey Frode. Has de saber que he realizado este viaje no para invitarte a unas fiestas indignas de tu presencia, sino para rogarte que me ayudes, en campo cerrado, con la espada en la mano, el casco en la cabeza y el escudo al brazo.

Le explicó el desafío de Aslak, y Sterdoker le escuchó hasta el final sin interrumpirlo, diciendo secamente cuando acabó:

—¿Qué día? ¿Dónde?

Y cuando Hroar le hubo contestado:

—Bueno. Vuelve allá y espera.

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Hroar volvió a Leire. Llegó la mañana de bodas sin que Sterdoker se dejara ver. A la hora del festín, a lo largo de las mesas, llenas de carne, de pan y de frutas, los convidados se empujaban, y entre ellos, Aslak y sus hermanos, que bromeaban en voz alta sobre el combate del día siguiente, teniendo por segura la victoria, e interpelando a Hroar con mofas y desprecio:

—Come y bebe cuanto puedas, noruego, que no te sobrarán fuerzas para hacernos frente. Mañana, a la del alba, te esperaremos en el llano de Roliung; el paraje es tranquilo y seguro.

Hroar, al oírlos, afectaba alegría.

—Reíd, daneses, comed y bebed a gusto. Mañana a la del alba, en el llano de Roliung, os espera una gran sorpresa y un gran disgusto, porque, para vergüenza vuestra, no iré solo.

Lo trataron de bravucón, y Hroar, mirando a su gentil esposa, sentía disminuir su esperanza, y en su corazón aumentaba la tristeza.

Pero a mitad de la fiesta, Sterdoker entró en la sala; con pasos tardos se abrió camino entre las mesas, separando brutalmente a los que le estorbaban el paso y respondiendo a las quejas con golpes e insultos. De esta manera llegó hasta la mesa de honor y se sentó junto a Helga sin decir palabra ni saludar a nadie.

Muchos reprimieron su cólera al reconocerlo, pero los nueve hermanos se levantaron a un tiempo y empezaron a atacarlo con palabras groseras y ademanes feroces.

Sterdoker se volvió a ellos:

—Me parece que oigo ladrar los perros. ¡Eh! Tratad de sujetar mejor esa lengua.

Aslak gritó:

—¿Quién es este viejo loco, este vagabundo grosero, este mendigo? ¿Qué hace entre gente de bien, en medio de la noble compañía? ¿No merece un castigo el miserable por tamaña imprudencia?

Stordoker escupió al suelo.

—¿Cuántos sois vosotros? Nueve hermanos, me dicen, todos muchachos poderosos e intrépidos. Francamente, es una lástima que vuestra madre no haya tenido más hijos, porque hubiera combatido con los otros tan a gusto como con los que están aquí.

Aslak y sus hermanos comprendieron entonces que tenían delante el guerrero con que Hroar les amenazaba, y volvieron a sentarse en silencio, inquietos y pensativos por lo que acababan de oír.

Por la noche, los recién casados fueron conducidos a su cámara nupcial. Sterdoker los acompañó entre el séquito hasta el umbral y allí le preguntaron dónde quería pasar la noche. Sin contestar, cerró la puerta detrás de Hroar y Helga; luego sacó la espada, la clavó en la pared fijándola como una tranca ante la puerta y, hecho esto, tendió el manto en el suelo, se acostó encima y se durmió al momento.

Al día siguiente se despertó Hroar, abrió la ventana y, al ver que aún era de noche, volvió a acostarse y se durmió profundamente.

A las primeras luces del alba ya estaba Sterdoker de pie, esperando que lo llamase Hroar; pero como transcurriera el tiempo y no se percibía el menor ruido en la cámara nupcial, entreabrió la puerta y vio a los esposos dormidos. Movió la cabeza con indignación y disgusto y por fin se dijo:

—¿Para qué turbar su reposo? Sterdoker no despertará a quien no se despierta a la hora de actuar ni sufrirá que se crea que tiene miedo de acudir solo a la cita.

Salió del palacio. El aire helado de la mañana azotó su rostro y agitó su larga barba. Una nevada copiosa cubría la tierra y borraba las cosas. El llano de Roliung se extendía a poca distancia de la ciudad, a los pies de una colina. Hasta el horizonte no se veía sino el espacio blanco y desierto. Y pensando en las mofas que en la víspera habían sugerido su edad y el aspecto que le daban sus achaques, se echó a reír.

—¡Qué necios son los jóvenes de hoy día! Uno se muere de sueño después de una noche de bodas, y los otros, espantados sin duda por el frío de la madrugada, no se atreven a salir de casa. Merecen una dura lección.

Entonces se desnudó por completo, como lo habría hecho en pleno verano con un calor sofocante, y se sentó en la nieve de cara al norte, después de tender su manto escarlata sobre unas matas para que se viera de lejos.

Aslak y sus hermanos llegaron por la parte opuesta, escoltados por algunos servidores, y, en espera de sus enemigos, buscaron un lugar resguardado del viento en la otra vertiente de la colina y encendieron fuego para calentar sus miembros entumecidos. Pero como el tiempo pasaba, Aslak llamó a uno de sus compañeros y le dijo:

—Sube a lo alto de la colina y, si ves a alguien, corre a advertirnos.

El enviado subió a la cima y bajó enseguida diciendo:

—He visto un extraño espectáculo: un viejo sentado en la nieve bajo el cierzo; está desnudo y lleva la cabeza descubierta; a su lado hay un manto tendido. Es un loco o un enfermo abandonado. ¿Qué interés puede ofreceros? Dejemos que muera a su gusto.

Pero los hermanos no le escucharon. Acercándose, reconocieron a Sterdoker y se quedaron estupefactos.

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Lo rodearon y le dijeron:

—Viejo, has venido solo por jactancia y vanagloria. Nos repugna abusar de nuestra superioridad en número. Queremos pelear de uno en uno y no todos juntos.

Sterdoker se levantó y, vistiéndose, replicó:

—Como perros habéis ladrado contra mí. Yo pego a la jauría cuando ladra.

Al oír este insulto, desenvainaron y, formando alrededor del viejo vikingo una muralla de escudos erizados de espadas, lo acometieron profiriendo gritos terribles.

Jamás se vio un combate más cruel. Sterdoker hacía girar la espada y repartía mandobles por todos lados. ¡Qué admirable faena! Escudos rotos, cascos hendidos, cotas arrancadas; se abren en los pechos rojas heridas; saltan ojos y dientes; la sangre salpica la nieve de encarnado rocío. Pronto quedan tendidos seis cadáveres uno al lado de otro.

El viejo Sterdoker no está herido. Retrocede para tomar aliento; pero los tres supervivientes lo acometen como fieras; la espada Skun corta los hombros, parte los cráneos, rompe las sólidas corazas. Solo queda Aslak en pie ante el anciano y siguen luchando animados de un furor renovado a cada golpe. Aslak recibe por fin un mandoble descargado con toda la fuerza, que lo parte en dos hasta la cintura; pero casi al mismo tiempo Sterdoker vacila y cae; le mana la sangre por diecisiete heridas, y, apelando a sus últimas fuerzas, puede llegar a una roca sobre la que se acuesta, rendido, ciego, sin aliento.

Pasó por allí un hombre con un carro. Era un joven campesino de noble aspecto que, al ver a Sterdoker, saltó a tierra, le enjugó la sangre y con la nieve le limpió las heridas. Luego lo reanimó con un fuerte licor, lo subió al carro y lentamente lo volvió al castillo del rey Ingiald.

Cuando Hroar y Helga se despertaron, ya estaba avanzado el día y en vano preguntaron por Sterdoker.

—¡Desgraciado de mí —exclamó Hroar—, que he dormido en vez de combatir! ¿Cómo me presentaré a Sterdoker cuando vuelva, si sale victorioso? Y si muere, ¿cómo seré juzgado?

—Esposo mío —le contestó Helga—, contigo o sin ti triunfará; puede derrotar a un ejército entero. Pero vendrá enfurecido, llenándote de baldones e impaciente por castigar al que olvidó en el sueño un deber sagrado. Créeme, no llores y guárdate de mostrar un corazón pusilánime. Recíbelo con valentía, arrostrando su mirada sin turbarte y empuñando la espada; porque el viejo Sterdoker aprecia los valientes tanto como odia a los cobardes.

Grande era, en efecto, el furor de Sterdoker. En el patio del castillo saltó del carro como si nunca lo hubiesen herido, y corrió a la cámara de Helga, cuya puerta derribó de un puntapié. Hroar cogió su espada y, cuando el viejo se arrojó contra él, le dio un golpe que resbaló en el casco y le rasgó la oreja. Pero mientras ganaba terreno, Helga se apoderó del escudo y protegió a Sterdoker; tan violento fue el segundo golpe de Hroar que la espada rompió el escudo en dos pedazos y se clavó medio palmo en tierra.

—¡Albricias! —exclamó Sterdoker—. Veo que no eres cobarde y que tu brazo es fuerte. Estoy seguro de que allí hubieran trabajado bien. Helga es tuya; la has conquistado.

Cuando Sterdoker llegó a la extrema vejez, empezó a lamentarse con vehemencia:

—¡Ay de mí! ¿Habré de morir como un hombre de humilde linaje? ¿No habrá una espada bastante afilada para mandarme a la mesa del banquete de Odín? ¡Me espera una muerte sin gloria, el guerrero quedará confundido para siempre con los mercaderes y los porquerizos!

Había perdido parte de su fuerza, pero gozaba tal fama de gloria y de poderío que nadie se hubiese atrevido a atacarlo o a provocar su cólera.

Entonces decidió alejarse de las tierras donde podía sorprenderle una muerte tan injusta. Un día colgó a su cuello todo el oro que poseía, se puso bajo el brazo dos espadas y, encorvado sobre sus muletas, partió al azar. De país en país, de ciudad en ciudad, fue al encuentro de algún camorrista que le diese la muerte tan deseada; desafiando a los extraños, maltratando a los amigos, infundiendo miedo y piedad a un tiempo, y sin hallar otra cosa que atenciones y veneración.

Atravesando un día el llano de Roliung vio venir
un mancebo que volvía de cazar con gran séquito de
criados, de caballos y de perros, ocupando todo lo
ancho del camino y levantando polvo. Sterdoker, que
caminaba penosamente con sus muletas, no dio señales de querer ceder el paso, de modo que el señor, llamando a dos de sus criados, les dijo:

—¡Qué atrevido es ese mendigo! No se apartaría por su gusto. Echadle encima los caballos para asustarlo y que nos deje libre el camino.

Obedecieron los criados, pero Sterdoker manejó las muletas con tal fuerza que los dos jinetes fueron derribados y cayeron al suelo sin sentido.

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Maravillado, el cazador se adelantó diciendo:

—¿Cómo te llamas, tú que luchas con tal ardor y haces más con la madera que otros con el hierro?

—Soy demasiado viejo —contestó Sterdoker— y tú eres demasiado joven para que tengamos la suerte de conocernos. Entre tus abuelos, alguno habrá oído pronunciar el nombre de Sterdoker.

—Ilustre Sterdoker, no hay hombre de corazón a quien no sea familiar tu nombre desde la infancia. Hader, hijo de Hlennes, te ofrece salud y homenaje.

—¿Qué estás diciendo, joven? ¿No has dicho que Hlennes era tu padre? Entonces, hace un momento estaba equivocado, porque, si es cierto que veo tu rostro por vez primera, el de Hlennes lo llevo grabado en la memoria. En otro tiempo tu padre fue mi amigo; te le pareces en todos los rasgos, y muy apagados han de estar mis ojos para no haberte reconocido al momento.

Y añadió:

—En nuestra última entrevista, tu padre tenía el cráneo hendido hasta las cejas, y mi espada Skun se había hundido tan profundamente que para desprenderla tuve que poner el pie sobre su frente.

Hader palideció.

—Calla, viejo, no me hagas olvidar que tus cabellos son blancos y que tus piernas ya no te sostienen.

—Tu sangre habla —dijo Sterdoker—, la dignidad no está en ti muerta del todo. Eso me gusta, y también me gusta que un joven trate cortésmente a un guerrero venerable y enfermo. Por eso, yo, Sterdoker, que nunca solicitaba nada de nadie, te pido una gracia: hace tiempo deseo el fin de mi enojosa vejez, y nadie quiere ayudarme; tú eres mi única esperanza. Si sientes alguna admiración por el viejo Sterdoker, dame la muerte que deseo; piensa que vengarás a tu padre, piensa que cumplirás con tu deber de hijo.

Descolgó el saquito que llevaba al cuello y que contenía el oro y se lo dio, diciendo:

—Esta es mi herencia. Es para ti, en pago y recompensa de tu buena obra.

Hader contestó gravemente:

—Cúmplase tu deseo.

Se apeó del caballo y sacó la espada de la vaina, pero Sterdoker lo detuvo:

—Si hay algún hierro capaz de matar a Sterdoker, es Skun, mi buena hoja. Cógela con mano firme y, cuando incline la cabeza, descárgala sobre la nuca. No tiembles ni des el golpe demasiado flojo, porque se trata de separar la cabeza del tronco. Quiero enseñarte un secreto mágico cuyo valor he probado: si, cuando me hayas decapitado, puedes saltar entre el tronco y la cabeza antes de su caída, tus huesos y tu carne adquirirán tal dureza y resistencia que nunca penetrará en ellos el hierro; serás invulnerable, insensible, preparado para un gran destino. ¡Ahora, date prisa, Hader, hijo de Hlennes!

Y como había prometido, inclinó la cabeza y presentó la nuca descubierta. Hader levantó la pesada arma y la dejó caer con todas sus fuerzas.

La cabeza rodó por la hierba, pero Hader no saltó entre la cabeza y el tronco; no saltó porque sospechaba que el héroe, meditando su propia venganza, había ideado aplastarlo bajo el peso de su enorme cuerpo al morir.

Muy cerca de allí, en el mismo llano de Roliung, bajo un túmulo elevado, se dio sepultura al viejo Sterdoker. Hader cogió el oro, tomó Skun, la noble espada, y, reuniendo a sus compañeros, prosiguió el camino.

Dicen que al pasar por el puente de Roliung, la espada de Sterdoker se escapó de la vaina y cayó al río, al agua profunda y tranquila. También se dice que en las noches de luna luce de un modo extraño en el fondo del agua. Pero los que han intentado cogerla no han sacado más que arena y algas.

«El viejo Sterdoker» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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