Este es un capítulo de Las historias de Heródoto para todos los públicos, de John Stuart White.
El gobierno, que antes pertenecía a los Heraclidas, pasó a la familia de Creso, los llamados Mermnadas. Candaules, a quien los griegos llaman Mírsilo, fue tirano de Sardes y descendiente de Alceo, hijo de Heracles. Agrón, hijo de Nino, nieto de Belo y bisnieto de Alceo, fue el primero de los Heraclidas que se hizo rey de Sardes, y Candaules, hijo de Mirso, fue el último. Los que gobernaron este país antes de Agrón eran descendientes de Lido, hijo de Atis, de quien todo este pueblo, los antiguamente llamados meonios, derivó el nombre de lidios. Los Heraclidas, descendientes de una esclava de Jardano y Heracles, a quienes estos príncipes confiaron el gobierno, retuvieron el poder supremo en obediencia a la declaración de un oráculo: reinaron durante veintidós generaciones, un espacio de quinientos cinco años, sucediendo el hijo al padre hasta la época de Candaules, hijo de Mirso.
Candaules fue asesinado por su favorito, Giges, que obtuvo así el reino y fue confirmado en él por el oráculo de Delfos. Cuando los lidios se levantaron en armas por el asesinato de Candaules, los partidarios de Giges y los demás lidios llegaron al siguiente acuerdo: si el oráculo lo declaraba rey de los lidios, reinaría; si no, devolvería el poder a los Heraclidas. El oráculo respondió que Giges sería rey. Pero la pitia añadió que «los Heraclidas habían de ser vengados por el quinto descendiente de Giges». Ni los lidios ni sus reyes tuvieron en cuenta esta predicción hasta que se cumplió.
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De este modo, los Mermnadas privaron a los Heraclidas del poder supremo. Giges envió muchas ofrendas a Delfos; de hecho, la mayoría de las ofrendas de plata en Delfos son suyas; y además de la plata, dio una gran cantidad de oro; entre el resto, seis copas de oro, que ahora se encuentran en el tesoro de los corintios, y tienen un peso de treinta talentos; aunque, a decir verdad, este tesoro no pertenece al pueblo de Corinto, sino a Cípselo, hijo de Eetión. Giges fue el primero de los bárbaros de los que tenemos noticia que hizo ofrendas en Delfos, excepto Midas, hijo de Gordio, el rey de Frigia, que consagró el trono real en el que solía sentarse e impartir justicia, una obra digna de admiración. El trono se encuentra en el mismo lugar que las copas de Giges.
Periandro, hijo de Cípselo, fue rey de Corinto, y los corintios dicen —y los lesbios confirman su relato— que en su vida se produjo un prodigio maravilloso. Arión de Metimna, el mejor de su tiempo tocando la lira y el primero que compuso, nombró y representó el ditirambo en Corinto, fue llevado a Ténaro a lomos de un delfín. Arión, después de haber permanecido mucho tiempo con Periandro, hizo un viaje a Italia y Sicilia, adquirió allí grandes riquezas y decidió regresar a Corinto. Partió de Tarento y alquiló un barco a algunos corintios porque tenía más confianza en ellos que en cualquier otra nación; pero estos hombres, cuando estaban en alta mar, conspiraron juntos para arrojarlo por la borda y apoderarse de su dinero. Al enterarse de esto, les ofreció su dinero y les rogó que le perdonaran la vida. Pero no pudo convencerlos; los marineros le ordenaron que o bien se suicidara para que lo enterraran en el continente, o bien se arrojara inmediatamente al mar. Arión, viéndose en este aprieto, les rogó, ya que tal era su determinación, que le permitieran ponerse en la popa del navío con su atuendo completo y cantar, y prometió que, cuando hubiera cantado, se arrojaría él mismo. Los marineros, complacidos de poder escuchar al mejor cantante del mundo, se retiraron de la popa al centro de la nave. Arión se vistió con todos sus ropajes, tomó el arpa en sus manos, se subió a los bancos de los remeros y cantó; terminada la actuación, saltó al mar tal como estaba, vestido de gala; los marineros continuaron su viaje hacia Corinto. Pero un delfín lo cogió por la espalda y lo llevó a Ténaro, de modo que, una vez desembarcado, se dirigió a Corinto vestido de gala y, al llegar allí, relató todo lo sucedido. Periandro no dio crédito a su relato, encerró a Arión y esperó impaciente la llegada de los marineros. Cuando aparecieron, los llamó y les preguntó si podían dar alguna información sobre Arión. Le respondieron que estaba a salvo en Italia y que lo habían dejado prósperamente en Tarento. En ese instante, Arión se presentó ante ellos tal como estaba cuando saltó al mar, ante lo cual quedaron tan asombrados que, plenamente sorprendidos, ya no pudieron negar el hecho. Esto es relatado por los corintios y los lesbios, y hay una pequeña estatua de bronce de Arión en Ténaro que representa a un hombre sentado sobre un delfín.
El lidio Aliates, padre de Creso, después de librar una larga guerra contra los milesios, murió tras un reinado de cincuenta y siete años. Una vez, tras recuperarse de una enfermedad, dedicó en Delfos un gran recipiente de plata, con un cuenco de hierro incrustado: un objeto que merece atención por encima de todas las ofrendas de Delfos. Fue hecho por Glauco de Quíos, el inventor del arte de incrustar hierro.
A la muerte de Aliates, Creso, que contaba entonces treinta y cinco años de edad, le sucedió en el reino. Atacó a los efesios antes que a ningún otro pueblo griego. Los efesios, asediados por él, consagraron su ciudad a Ártemis, atando una cuerda del templo a la muralla. La distancia entre la ciudad vieja, entonces sitiada, y el templo es de siete estadios. Creso atacó después sucesivamente las distintas ciudades de jonios y eolios, alegando distintos pretextos contra los diversos pueblos. Después de haber reducido a los griegos de Asia al pago de tributos, se propuso construir barcos y atacar a los isleños. Pero cuando todo estaba listo para la construcción de barcos, Bías de Priene —o, según dicen otros, Pítaco de Mitilene— llegó a Sardes, puso fin a la construcción de barcos con la siguiente respuesta cuando Creso le preguntó si tenía noticias de Grecia:
—Oh, rey, los isleños están alistando un gran cuerpo de caballería con la intención de haceros la guerra a ti y a Sardes.
—Que los dioses pongan semejante idea en los isleños —dijo Creso, pensando que había dicho la verdad—: ¡atacar a los hijos de los lidios con caballos!
—Señor, pareces desear por encima de todas las cosas ver a los isleños a caballo sobre el continente, y no sin razón. Pero ¿qué puedes imaginar que deseen más fervientemente los isleños, después de haber oído tu resolución de construir una flota para atacarlos, que atrapar a los lidios en el mar, para que puedan desquitarse contigo de la causa de los griegos que habitan en el continente, a los que tienes sometidos?
Creso, muy satisfecho con la conclusión y convencido —pues parecía hablar con ese propósito—, puso fin a la construcción de barcos e hizo una alianza con los jonios que habitaban las islas.
Con el transcurso del tiempo, cuando casi todas las naciones que habitan en el interior del río Halis, excepto los cilicios y los licios, fueron sometidas, y Creso las había sumado a los lidios, todos los sabios de la época, a medida que cada uno tenía oportunidad, acudieron desde Grecia a Sardes, que entonces había alcanzado el más alto grado de prosperidad; y entre ellos Solón de Atenas, que promulgó leyes para los atenienses a petición de estos y se ausentó durante diez años, navegando con el pretexto de ver mundo, para no verse obligado a derogar ninguna de las leyes que había establecido, pues los atenienses no podían hacerlo por sí mismos, ya que estaban obligados por juramento solemne a observar durante diez años cualesquiera leyes que Solón hubiera promulgado para ellos.
A su llegada, Solón fue agasajado hospitalariamente por Creso, y al tercer o cuarto día, por orden del rey, los asistentes lo condujeron por el tesoro y le mostraron todo su grandioso y suntuoso contenido. Después de haber visto y examinado todo lo suficiente, Creso le hizo la siguiente pregunta:
—Estimado huésped ateniense, la gran fama tanto de tu sabiduría como de tus viajes ha llegado hasta nosotros; por lo tanto, deseo preguntarte quién es el hombre más dichoso que has visto.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Hizo esta pregunta porque consideraba que él mismo era el más dichoso de los hombres. Sin embargo, Solón, diciendo la verdad libremente, sin ningún halago, respondió:
—Telo de Atenas.
Creso, asombrado por su respuesta, le preguntó con curiosidad:
—¿Por qué consideras a Telo el más dichoso?
—Telo, en primer lugar, vivía en lugar bien gobernado; tenía hijos que eran virtuosos y buenos; y vio nacer hijos de todos ellos, y todos sobrevivieron. En segundo lugar, cuando hubo vivido tan dichosamente como la condición de los asuntos humanos permitía, terminó su vida de la manera más gloriosa. Al acudir en ayuda de los atenienses en una batalla contra sus vecinos de Eleusis, puso en fuga al enemigo y murió noblemente. Los atenienses lo enterraron a cargo público en el lugar donde cayó, y le rindieron grandes honores.
Cuando Solón hubo despertado la atención de Creso relatando muchas circunstancias felices relativas a Telo, Creso, esperando al menos obtener el segundo puesto, le preguntó quién era a su parecer el segundo más dichoso.
—Cleobis y Bitón —dijo—, nativos de Argos, ya que poseían una fortuna suficiente y tenían además tal fuerza física que ambos fueron igualmente victoriosos en los juegos públicos; y además se cuenta de ellos la siguiente historia…
»Cuando los argivos estaban celebrando un festival en honor a Hera, se hizo necesario que su madre fuera llevada al templo en un carro; pero los bueyes no llegaron a tiempo desde el campo, por lo que los jóvenes se uncieron ellos mismos al yugo y tiraron del carro en el que iba sentada su madre; y tras haber tirado de él cuarenta y cinco estadios, llegaron al templo. Después de haber hecho esto a la vista del pueblo reunido, tuvieron un final muy feliz, y en ellos la divinidad mostró claramente que es mejor para un hombre morir que vivir. Los hombres de Argos, que estaban de pie alrededor, elogiaron la fuerza de los jóvenes, y las mujeres la bendijeron a ella por ser la madre de tales hijos; pero la propia madre, rebosante de alegría tanto por la acción como por su renombre, se puso delante de la imagen y rogó a la diosa que concediera a Cleobis y Bitón, sus hijos, que tanto la habían honrado, la mayor bendición que un hombre pudiera recibir. Después de esta oración, cuando hubieron ofrecido sacrificios y participado en el banquete, los jóvenes se durmieron en el propio templo y nunca más despertaron, sino que tal fue el final de su vida. A raíz de esto, los argivos, en conmemoración de su afecto filial, mandaron hacer y dedicar sus estatuas en Delfos.
Así, Solón concedió el segundo lugar de la felicidad a estos jóvenes. Entonces Creso se enfureció y dijo:
—Amigo ateniense, ¿es mi dicha tan despreciada por ti como si no valiera nada, que no me consideras de tanto valor como a los hombres particulares?
—Creso, ¿me preguntas por asuntos humanos? A mí, que sé que la divinidad es siempre celosa y se deleita en la confusión… Porque con el paso del tiempo los hombres se ven obligados a ver muchas cosas que no querrían ver, y a sufrir muchas cosas que no querrían sufrir. Estimo el periodo de la vida del hombre en unos setenta años; estos setenta años dan, pues, veinticinco mil doscientos días, sin incluir los meses intercalares de los años bisiestos, y, si añadimos ese mes a cada dos años, para que las estaciones lleguen a su debido tiempo, los meses intercalares serán treinta y cinco más en los setenta años, y los días de estos meses serán mil cincuenta. Sin embargo, en todo este número de veintiséis mil doscientos cincuenta días, que componen estos setenta años, un día no produce nada exactamente igual a otro. Así, pues, Creso, el hombre es un mero juguete de la fortuna.
»Me pareces dueño de inmensos tesoros y rey de muchos pueblos; pero en cuanto a lo que me preguntas, no puedo decirlo hasta saber que has terminado tu vida con dicha. Y es que el más rico de los hombres no es más feliz que el que tiene lo suficiente para un día, a menos que la buena fortuna lo acompañe hasta la tumba, de modo que termine su vida en felicidad. Muchos hombres que abundan en riquezas son infelices; y muchos que solo tienen una capacidad moderada son afortunados. El que abunda en riquezas y, sin embargo, es infeliz, solo supera al otro en dos cosas; pero el otro supera al rico y al desdichado en muchas cosas. El primero, en efecto, es más capaz de satisfacer el deseo y de soportar el golpe de la adversidad, pero el segundo le supera en esto: no es, en efecto, igualmente capaz de soportar la desgracia o satisfacer el deseo, pero su buena fortuna aleja de él estas cosas, y goza del pleno uso de sus miembros, está libre de enfermedades y desgracias, es bendecido con buenos hijos y una buena figura, y si, además de todas estas cosas, termina bien su vida, es el hombre que buscas y puede ser llamado con justicia dichoso; pero antes de que esa persona muera, deberíamos suspender nuestro juicio, y no pronunciarla dichosa, sino afortunada.
Cuando Solón hubo hablado así a Creso, este no le concedió ningún favor, sino que, teniéndole en poca consideración, le despidió como a un hombre muy ignorante, porque pasaba por alto la prosperidad presente y pedía a los hombres que mirasen el fin de cada cosa.
Tras la partida de Solón, la indignación de los dioses cayó con fuerza sobre Creso, probablemente porque se creía el más feliz de todos los hombres. Poco después, mientras dormía, tuvo un sueño que le indicaba la verdad de las desgracias que estaban a punto de sucederle en la persona de uno de sus hijos. Y es que Creso tenía dos hijos, de los cuales uno estaba gravemente afligido, pues era mudo; pero el otro, cuyo nombre era Atis, superaba con mucho a todos los jóvenes de su edad. El sueño insinuó a Creso que perdería a este Atis por una herida infligida con la punta de un arma de hierro. Cuando despertó y consideró el asunto consigo mismo, relevó a Atis del mando de las tropas lidias y nunca más le envió a esa tarea; y haciendo que todas las lanzas, picas y otras armas que los hombres usan en la guerra fueran retiradas de los aposentos de los hombres, las guardó en cámaras privadas para que ninguna de ellas, al quedar colgada, cayera sobre su hijo.
Mientras Creso estaba ocupado con los esponsales de su hijo, llegó a Sardes un hombre oprimido por la desgracia y cuyas manos estaban contaminadas, un frigio de nacimiento, y de familia real. Este hombre, habiendo llegado al palacio de Creso, pidió permiso para purificarse según la costumbre del país. Creso lo purificó, realizando la ceremonia habitual, y luego preguntó:
—Forastero, ¿quién eres y de qué parte de Frigia has venido como suplicante a mi hogar? ¿Y a qué hombre o mujer has matado?
—Soy hijo de Gordio y nieto de Midas —respondió—, y me llamo Adrasto. Sin querer, maté a mi propio hermano y, habiendo sido desterrado por mi padre y privado de todo, he venido aquí.
—Naciste de padres que son nuestros amigos —dijo entonces Creso—, y has venido con amigos, entre los cuales, si te quedas, nada te faltará; y sobrellevando tu desgracia lo más livianamente posible serás el mayor beneficiado.
Así pues, Adrasto se instaló en el palacio de Creso.
Por aquel entonces apareció en el Olimpo misio un jabalí de enorme tamaño que, precipitándose desde aquella montaña, asoló los campos de los misios. Los misios, aunque salían a menudo contra él, no podían herirlo, sino que sufrían mucho a causa de él. Finalmente, los delegados de los misios acudieron a Creso y le dijeron:
—Oh, rey, un jabalí de enorme tamaño ha aparecido en nuestro país y asola nuestros campos; aunque a menudo hemos intentado capturarlo, no lo logramos. Por eso te rogamos encarecidamente que envíes con nosotros a tu hijo y a algunos jóvenes escogidos con perros para que podamos expulsarlo del país.
Pero Creso, recordando la advertencia de su sueño, respondió:
—No hagáis más mención de mi hijo; no lo enviaré con vosotros, porque se ha casado recientemente, pero os daré lidios escogidos y todo el equipo de caza, y les ordenaré que os ayuden con sus mayores esfuerzos a expulsar al monstruo de vuestro país.
Los misios se contentaron con esto, pero Atis, que se había enterado de su petición, entró y protestó enérgicamente:
—Padre, antes me permitías destacar en los dos ejercicios más nobles y hermosos de la guerra y la caza; pero ahora me mantienes excluido de ambos, sin haber observado en mí ni cobardía ni falta de espíritu. ¿Cómo me mirarán los hombres cuando vaya o vuelva del foro? ¿Qué clase de hombre pareceré a mis conciudadanos? ¿Y ante mi recién casada esposa? O me dejas ir a esta cacería, o me convences de que es mejor que haga lo que tú quieres que haga.
—Hijo mío —dijo Creso—, actúo así no porque haya visto en ti cobardía o cualquier otra cosa impropia; pero una visión en sueños me advirtió que disfrutarías de corta vida y que morirías por la punta de un arma de hierro. A causa de esto aceleré tu matrimonio y ahora me niego a enviarte a esta expedición: cuidando de protegerte, si puedo, mientras viva, pues tú eres mi único hijo; al otro, privado de audición, lo doy por perdido.
—No tienes la culpa, padre mío, si después de semejante sueño me cuidas tanto —respondió el joven—; pero dices que el sueño significaba que yo moriría por la punta de un arma de hierro. ¿Qué mano o qué arma con punta de hierro tiene un jabalí para causarte tales temores? Si hubiera dicho que perdería la vida por un colmillo, podrías hacer lo que has hecho, pero dijo por la punta de un arma; entonces, puesto que no tenemos que contender contra hombres, déjame ir.
—Me has vencido —replicó Creso—, explicando el significado del sueño: irás a la cacería.
Luego, dirigiéndose al frigio Adrasto, exclamó:
—Adrasto, te ruego que seas el guardián de mi hijo cuando vaya a la caza, y cuides de que no aparezca en el camino ningún villano al acecho que pueda hacerle daño. Además, debes ir por tu propio bien, pues podrás destacarte por tus hazañas; tal fue la gloria de tus antepasados, y además estás en plenitud de facultades.
—Por ningún otro motivo, mi señor —respondió Adrasto—, tomaría parte en esta empresa; no es apropiado que alguien en mis desafortunadas circunstancias se una a sus prósperos competidores. Pero ya que me apremias, debo complacerte. Ten por seguro que tu hijo, de quien me pides que me ocupe, volverá a ti ileso.
Entonces partieron todos, bien provistos de jóvenes escogidos y de perros, y, llegados al monte Olimpo, buscaron a la fiera, la encontraron y la rodearon. Entre los demás, el forastero Adrasto, tirando su lanza contra el jabalí, falló e hirió al hijo de Creso, cumpliéndose así la advertencia del sueño. Tras esto, alguien corrió a contarle a Creso lo que había sucedido y, habiendo llegado a Sardes, le dio cuenta de la acción y del destino de su hijo.
Creso, sumamente afligido por la muerte de su hijo, la lamentó con mayor amargura porque había caído a manos de alguien a quien él mismo había purificado de previo derramamiento de sangre; y deplorando vehementemente su desgracia, invocó a Zeus Expiador, atestiguando lo que había sufrido a manos del forastero. Invocó también a la misma deidad, con la advocación de dios de la hospitalidad y de la amistad privada: como dios de la hospitalidad, porque, al recibir a un forastero en su casa, había acogido inadvertidamente al asesino de su hijo; como dios de la amistad privada, porque, habiéndolo enviado como guardián, resultó ser su mayor enemigo.
Pronto se acercaron los lidios, portando el cadáver, y tras él seguía el asesino. Este, habiendo avanzado delante del cuerpo, se entregó a Creso, extendiendo las manos y rogándole que lo matara sobre él, pues no debía vivir más. Cuando Creso oyó esto, aunque su propia aflicción era tan grande, se compadeció de Adrasto y le dijo:
—Me has dado plena satisfacción condenándote a ti mismo a morir. Tú no eres el autor de esta desgracia, salvo en la medida en que fuiste el agente involuntario, sino ese dios, quienquiera que fuese, que hace tiempo predijo lo que estaba a punto de suceder.
Creso enterró a su hijo como requería la dignidad de su nacimiento; pero el hijo de Gordio, cuando todo estaba en silencio a su alrededor, juzgándose el más afligido de todos los hombres, se suicidó sobre la tumba.
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Algún tiempo después, el derrocamiento del reino de Astiages, hijo de Ciaxares, por Ciro, hijo de Cambises, así como el creciente poder de los persas, pusieron fin a la tristeza de Creso, y se puso a pensar si podría detener de algún modo este creciente poder de los persas antes de que se hicieran formidables. Después de haber formulado este propósito, decidió poner a prueba tanto los oráculos de Grecia como los de Lidia, y envió a diferentes personas a diferentes lugares: algunos a Delfos; otros, a Abas de Fócide; y otros, a Dodona.
Se esforzó por propiciarse al dios en Delfos mediante magníficos sacrificios, pues ofreció tres mil cabezas de ganado de todas las especies aptas para el sacrificio y, tras amontonar una gran pira, quemó sobre ella lechos de oro y plata, frascos de oro y vestidos de púrpura y ropajes, con la esperanza de conciliarse así más plenamente con el dios. Terminado el sacrificio, después de fundir una gran cantidad de oro, hizo de él lingotes, de los cuales los más largos tenían seis palmos de longitud, los más cortos tres, y de grosor, un palmo; su número era de ciento diecisiete: cuatro de ellos, de oro puro, pesaban cada uno dos talentos y medio; los otros, de oro claro, pesaban dos talentos cada uno. Hizo también la figura de un león de oro fino, que pesaba diez talentos; este león, cuando el templo de Delfos fue incendiado, cayó de los lingotes, pues había sido colocado sobre ellos, y ahora está en el tesoro de los corintios, con un peso de seis talentos y medio, pues se fundieron tres talentos y medio de él.
Creso, habiendo terminado estas cosas, las envió a Delfos, y con ellas, las siguientes: dos grandes copas, una de oro y otra de plata; la de oro estaba colocada a la derecha al entrar en el templo, y la de plata a la izquierda; pero estas también fueron sustraídas cuando el templo fue incendiado; y la de oro, que pesa ocho talentos y medio y doce minas, está colocada en el tesoro de Clazomene; la de plata, que contiene seiscientas ánforas, se encuentra en un rincón del vestíbulo y es utilizada por los habitantes de Delfos para mezclar el vino en la fiesta de Teofanía. Los de Delfos dicen que fue obra de Teodoro de Samos, y yo también lo creo, pues no parece ser un trabajo común.
También envió cuatro barriles de plata, que están en el tesoro de los corintios; y dedicó dos vasos lustrales, uno de oro y otro de plata: en el de oro hay una inscripción, de los lacedemonios, quienes dicen que era ofrenda suya, pero erróneamente, pues fue hecha por Creso: cierto hombre de Delfos hizo la inscripción con el fin de complacer a los lacedemonios; sé su nombre, pero me abstengo de mencionarlo. El niño, en efecto, a través de cuya mano fluye el agua, es su regalo, pero ninguno de los vasos lustrales. Al mismo tiempo Creso envió muchas otras ofrendas sin inscripción, entre ellas algunas cubiertas redondas de plata y una estatua de una mujer de oro de tres codos de altura, que los de Delfos dicen que es la imagen de la cocinera de Creso; y a todas estas cosas añadió los collares y ceñidores de su esposa.
Estas fueron las ofrendas que envió a Delfos; y a Anfiarao, habiendo comprobado su virtud y sus sufrimientos, le dedicó un escudo todo de oro y una lanza de oro macizo, con el asta y las puntas de oro. Estas se encuentran ahora en Tebas, en el templo de Apolo Ismenio.
A los lidios designados para llevar estos presentes a los templos, Creso les encargó que preguntaran a los oráculos si debían hacer la guerra a los persas y si debían aliarse con alguna otra nación. En consecuencia, cuando los lidios hubieron llegado a los lugares a los que habían sido enviados y hubieron dedicado las ofrendas, consultaron a los oráculos, diciendo:
—Creso, rey de los lidios y de otras naciones, estimando que estos son los únicos oráculos entre los hombres, envía estos presentes en reconocimiento de vuestros descubrimientos; y ahora pregunta si debe dirigir un ejército contra los persas, y si debe unir alguna fuerza auxiliar a la suya.
Tales fueron sus preguntas; y las opiniones de ambos oráculos coincidieron, prediciendo lo siguiente:
—Si Creso hace la guerra a los persas, destruirá un poderoso imperio. —Y le aconsejaron también que se aliara con los griegos más poderosos.
Cuando Creso escuchó las respuestas que le dieron, se alegró enormemente de los oráculos; y con la esperanza de destruir el reino de Ciro, envió una nueva legación a Delfos y, tras averiguar el número de habitantes, regaló a cada uno de ellos dos estateras de oro. A cambio de esto, los de Delfos concedieron a Creso y a los lidios el derecho a consultar el oráculo antes que ningún otro, así como la exención del tributo, los primeros asientos en el templo y el privilegio de ser nombrados ciudadanos de Delfos a todos los que lo desearan en el futuro.
Creso, después de hacer estos regalos a los de Delfos, mandó por tercera vez consultar el oráculo. Después de haber comprobado la veracidad del oráculo, recurrió a él con frecuencia. Su pregunta ahora era si disfrutaría durante mucho tiempo del reino, a lo que la pitia respondió lo siguiente:
—Cuando un mulo se convierta en rey de los medos, entonces, lidio de pies ligeros, huye por los guijarros del Hermo: no te detengas ni te avergüences de ser un cobarde. Cuando le comunicaron esta respuesta, Creso se mostró más encantado que nunca, pensando que un mulo nunca sería rey de los medos en lugar de un hombre y que, en consecuencia, ni él ni su descendencia se verían privados del reino. En segundo lugar, comenzó a preguntar minuciosamente quiénes eran los griegos más poderosos a los que podría conseguir como aliados, y al indagar descubrió que los lacedemonios y los atenienses sobresalían sobre los demás, siendo los primeros de ascendencia dórica y los segundos de ascendencia jónica, pues estos fueron en la antigüedad los más distinguidos, siendo los segundos una nación pelasga y los otros una nación helénica.
«Historia de Lidia» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com