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Sobre el Estado (6-13)

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A continuación tienes una de las partes de la Conjuración de Catilina de Salustio (trad. Gabriel de Borbón).

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A Roma, según es tradición, fundaron y poseyeron en el principio los troyanos, que, prófugos con su capitán Eneas, andaban vagando sin asiento fijo; y con ellos los aborígenes, gente inculta, sin leyes, sin gobierno, libre y desmandada.

Juntos estos dos pueblos, dentro de un recinto de murallas, no es creíble cuán fácilmente se hermanaron, no obstante ser de linaje desigual y de diferente lengua y costumbres; pero luego que su Estado, creciendo en gente, cultura y territorio, se vio floreciente y poderoso, su opulencia le acarreó envidia, como sucede de ordinario en las cosas humanas; y así los reyes y pueblos comarcanos los comenzaron a inquietar con guerras en que pocos de sus aliados les ayudaban, desviándose los demás amedrentados del peligro.

Pero los romanos, atentos a su policía y a la guerra, se daban prisa y se apercibían, animándose unos a otros: salían al encuentro al enemigo; defendían con las armas su libertad, su patria y sus familias; y ya que habían valerosamente superado los peligros, se ocupaban en ayudar a sus confederados y amigos, y se granjeaban alianzas no tanto admitiendo como haciendo beneficios.

Su gobierno estaba ceñido a determinadas leyes, y daban nombre de rey al que lo obtenía. Los ancianos, que, aunque faltos de fuerzas, conservaban vigoroso el ánimo por su sabiduría y experiencias, eran los escogidos para consejeros de la república; y estos, bien por su edad, o porque tenían el cuidado de padres, se llamaban con este nombre.

Pero después que el gobierno regio, establecido en los principios para la conservación de la libertad y aumento del Estado, degeneró en soberbia y tiranía; mudando de costumbre, redujeron a un año el imperio y crearon dos cónsules que les gobernasen, persuadidos a que de esa suerte era imposible que el corazón humano se engriese con la libertad del mando.

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En este tiempo empezaron los romanos a señalarse más y más y a dar a conocer su ingenio. Porque a los reyes no dan que recelar los flojos y cobardes, sino los buenos y valerosos, y siempre la virtud ajena les causa sobresaltos. No es creíble, pues, cuánto vuelo tomó en breve tiempo la ciudad, una vez sacudido el yugo: tal deseo de gloria había entrado en sus ciudadanos.

El primer estudio de la juventud, luego que tenía edad para la guerra, era aprender en los reales, con el uso y trabajo, el arte militar; y ponía su vanidad más en las lucidas armas y caballos belicosos que en la lascivia y los banquetes. A hombres, pues, como estos ningún trabajo les llegaba de nuevo, ningún lugar les era escabroso o arduo, ni les espantaba la vista del enemigo armado: todo lo había allanado su valor.

Su grande y única contienda era por la gloria. Todos querían ser los primeros en herir al enemigo, en escalar las murallas, en ser vistos у observados mientras que hacían tales hechos. Estas eran sus riquezas, esta su buena fama y su nobleza mayor. Eran avaros de alabanza, despreciadores del dinero; amantes de gloria hasta lo sumo; de riquezas hasta una honesta medianía.

Pudiera yo contar en cuántas ocasiones deshizo el pueblo romano con un puño de gente grandes ejércitos de enemigos; cuántas ciudades por naturaleza fuertes ganó por asaltó, si esto no hubiese de apartarme mucho de mi propósito.

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Pero a la verdad, en todo ejerce su imperio la fortuna, ensalzando o abatiendo las hazañas, más por su capricho que según el merecimiento. Las de los atenienses fueron, según yo entiendo, harto esclarecidas y magníficas, aunque en la realidad no tanto como se ponderan; pero la copia que allí hubo de ingenios grandes que las escribiesen hace que hoy se tengan por las mayores del mundo; y así el valor de los que las hicieron llega en la estimación común al mismo elevado punto de grandeza a que llegaron en su elogio los escritores más ilustres.

Pero en Roma hubo siempre escasez de estos, porque los sabios eran los que más se ocupaban en los negocios públicos: nadie cultivaba las letras sin las armas; los valerosos y esforzados preferían el obrar al escribir, y más querían que otros los alabasen por sus hechos que referir ellos los ajenos.

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De esta suerte, en paz y en guerra reinaban las buenas costumbres: había entre los ciudadanos estrecha unión; la avaricia no se conocía: lo justo y bueno se observaba más por natural inclinación que por las leyes. Sus contiendas, discordias y enemistades eran con los enemigos; entre ciudadanos no se disputaba sino de la primacía en el valor.

Eran además de esto espléndidos en el culto y sacrificios de los dioses, frugales en sus casas, fieles con sus amigos. El valor en la guerra y la equidad en la paz eran sus dos apoyos, y los de la república. Para mí son pruebas muy claras de esto el que en tiempo de guerra más veces castigaban a los que, llevados del ardor militar, peleaban contra la orden que se les había dado o, empeñados en la batalla, tardaban en retirarse a la señal, que a los que desamparaban las banderas y cedían su lugar al enemigo; y en la paz mantenían el imperio más premiando que haciéndose temer; y si eran agraviados, antes querían disimular que tomar satisfacción.

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Pero después que con el trabajo y la justicia se acrecentó la república, de que reyes grandes fueron domados con las armas y sojuzgadas a viva fuerza naciones fieras y pueblos numerosos, de que Cartago, competidora del imperio romano, fue enteramente arruinada, de que tierra y mar estaba llano a su poder, entonces comenzó a airarse la fortuna y a confundirlo todo.

Los mismos que habían de buena voluntad sufrido trabajos, peligros, sucesos adversos y de dudoso éxito, se dejaron vencer y oprimir del peso de la ociosidad y las riquezas que no debieran desear. Primero, pues, la avaricia; luego fue creciendo la ambición; y estos dos fueron como la masa y material de los demás vicios, porque la avaricia echó por tierra la buena fe, la probidad y las demás virtudes, en lugar de las cuales introdujo la soberbia, la crueldad, el desprecio de los dioses, el hacerlo todo venal.

La ambición obligó a muchos a ser falsos, a tener una cosa reservada en el pecho y otra pronta en los labios, a pesar las amistades y enemistades no por el mérito sino por el provecho, y finalmente, a parecer buenos más que a serlo.

Esto en los principios iba poco a poco creciendo, y una u otra vez se castigaba; pero después que el mal cundió como un contagio, trocose del todo la ciudad; y su gobierno, hasta allí el mejor y más justo, se hizo cruel e intolerable.

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Pero al principio más estrago que la avaricia hizo en aquellos ánimos la ambición, que, aunque vicio, no dista tanto de la virtud, porque el bueno y el malo desean para sí igualmente la gloria, el honor y el mando. La diferencia está en que aquel se esfuerza a conseguirlo por el camino verdadero; este, como se halla destituido de mérito, pretende por rodeos y engaños. La avaricia, al contrario, consiste en afición y deseo de dinero, que ningún sabio apeteció jamás; y este vicio, como empapado en mortal veneno, afemina el cuerpo y el ánimo de los varones fuertes, es siempre insaciable y sin término, ni se disminuye con la escasez ni con la abundancia.

Pero después que, ocupada a fuerza de armas la república por Lucio Sila, tuvieron sus buenos principios tan desastrado fin, todo fueron robos y violencias: unos codiciaban las casas, otros las heredades ajenas; y sin templanza ni moderación alguna los vencedores ejecutaban feas y horribles crueldades en sus conciudadanos.

Contribuyó también a esto el haber Lucio Sila, contra la costumbre de los mayores, tratado con demasiada indulgencia y regalo al ejército que había mandado en Asia, a fin de tenerle a su devoción. Los países deleitosos y amenos, junto con el ocio, hicieron muy en breve deponer a los soldados su ánimo feroz. Allí se vio por la primera vez el ejército del pueblo romano entregado a la embriaguez y a la lascivia; allí comenzó a admirar el primor de las estatuas, pinturas y vasos historiados, y a robarlos a los particulares y al público; allí, a despojar los templos y a contaminar lo sagrado y lo profano.

En conclusión, estos soldados, después que obtuvieron la victoria, no dejaron cosa alguna a los vencidos. Porque si en la prosperidad aun los cuerdos difícilmente se moderan, ¿cuánto menos se contendrían unos vencedores de costumbres tan perdidas?

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Desde que empezaron a honrarse las riquezas, y que tras ellas se iba la gloria, la autoridad y el mando, decayó el lustre de la virtud, túvose la pobreza por afrenta, y la inocencia de costumbres por odio y mala voluntad. Así que de las riquezas pasó la juventud al lujo, a la avaricia y la soberbia. Robaba, disipaba, despreciaba su hacienda, codiciaba la ajena; y abandonado el pudor y honestidad, confundia las cosas divinas y humanas sin miramiento ni moderación alguna.

Cosa es que asombra ver nuestras casas en Roma, y su campaña, que imitan en grandeza a las ciudades, y cotejarlas con los pequeños templos de los dioses, fundados por nuestros mayores, hombres sumamente religiosos. Pero aquellos adornaban los templos con su piedad, las casas con su gloria, ni a los vencidos quitaban sino la libertad de injuriar de nuevo; estos, al contrario, siendo, como son, hombres cobardes en extremo, quitan con la mayor iniquidad a sus confederados mismos lo que aquellos fortísimos varones dejaron aun a los enemigos, después de haberles vencido; como si el usar del mando consistiese solamente en atropellar y hacer injurias.

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Dejo de contar otras cosas que nadie creerá sino los que las vieron: haber, digo, muchos particulares allanado montes y terraplenado mares; gente en mi juicio a quien las riquezas no sirvieron sino para desprecio y burla; porque, pudiéndolas gozar honestamente, se daban prisa a despreciarlas por modos vergonzosos.

Ni era menor el exceso en la lascivia, en la glotonería, y demás regalo del cuerpo. Prostituíanse infamemente los hombres; exponían las mujeres al público su honestidad; buscábase exquisitamente todo por mar y tierra para irritar la gula; no se esperaba el sueño para el reposo de la cama; no la hambre, la sed, el frío, ni el cansancio; todo lo anticipaba el lujo.

Estos desórdenes inflamaban a la juventud, después que había disipado sus haciendas, para todo género de maldades. Su ánimo, envuelto en vicios, rara vez dejaba de ser antojadizo; y tanto con mayor desenfreno se entregaba al robo y a la profusión.

«Sobre el Estado (6-13)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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