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Muerte de Catilina (56-61)

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A continuación tienes una de las partes de la Conjuración de Catilina de Salustio (trad. Gabriel de Borbón).

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Mientras pasaba esto en Roma, Catilina, de toda la gente que había llevado consigo y la que ya tenía Manlio, formó dos legiones, llenando las cohortes según lo permitía el número; y después, conforme fueron llegando otros a sus reales, ya fuesen voluntarios, ya de los conjurados, los había ido distribuyendo igualmente entre ambas, de forma que en breve tiempo estuvieron completas, no teniendo al principio sino dos mil hombres; pero de esta gente solo una cuarta parte estaba armada según el uso de la milicia; los demás llevaban ganchos, lanzas o pértigas agudas, según armó a cada uno de pronto la casualidad.

Ya que se iba acercando Antonio con su ejército, Catilina andaba por los montes moviendo sus reales, unas veces hacia Roma, otras hacia la Galia, sin dar jamás lugar de pelear al enemigo, porque esperaba de día en día grandes socorros de gente, si en Roma los conjurados perfeccionaban su empresa. Por lo mismo persistía en no admitir a los esclavos, que en gran número concurrieron a él en los principios, ya porque confiaba mucho en las fuerzas de la conjuración, ya porque le parecía contra su decoro dar parte a aquella gente baja y fugitiva en una causa propia de ciudadanos.

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Pero cuando llegó el aviso a los reales de que en Roma se había descubierto la conjuración y que habían sido castigados Léntulo, Cetego y los demás que referí antes, escapan los más de aquellos a quienes había atraído a la guerra la esperanza del pillaje o el deseo de novedades; el resto sigue a grandes jornadas a Catilina por unos montes ásperos hacia el territorio pistoriense, con ánimo de retirarse por veredas ocultas a la Galia.

Pero Quinto Metelo Céler mandaba con tres legiones en la campaña del Piceno; y por el estrecho en que veía puesto a Catilina, conjeturaba que haría lo mismo que se dijo poco antes. Y así, luego que entendió por los desertores a dónde se encaminaba, mueve con gran diligencia sus reales y apóstase a las raíces mismas de los montes por donde había de bajar para ir a la Galia. Ni Antonio estaba lejos de allí, dispuesto a seguir con el grueso del ejército por la llanura a los que quisiesen ponerse en huida.

Pero Catilina, cuando se vio cerrado entre los montes y los enemigos, que en Roma todo había ido mal, y que no quedaba esperanza alguna de socorro ni de ponerse en salvo, creyendo que en tal apuro lo mejor sería aventurar una batalla, resolvió pelear cuanto antes con Antonio y, llamando a su gente, les habló de esta suerte:

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«Sé bien, oh, soldados, que las palabras a nadie infunden valor; y que ningún ejército se hizo esforzado de cobarde, ni de tímido, animoso por las arengas de los generales. El fondo de valor que tiene en sí cada uno por su nacimiento, o su crianza, ese, y no más, se hace ver en la guerra.

»A quien ni el honor ni los peligros mueven, es ocioso exhortarle: el miedo le tapa los oídos. Os he llamado, pues, para advertiros ciertas cosas y descubriros el motivo de mi resolución. No ignoráis, soldados, cuán funesta ha sido para Léntulo y dañosa para nosotros su flojedad y su desidia; y de qué suerte, por esperar los socorros de Roma, se me ha cortado la retirada a la Galia.

»Cuál sea ahora nuestra situación lo sabéis todos no menos que yo. Estamos entre dos ejércitos enemigos: uno nos cierra el paso para Roma; otro, para la Galia. Mantenernos más tiempo en este sitio, aunque queramos, es imposible por falta de víveres. Vamos adonde quiera; es preciso abrirnos camino con la espada. Por esto os ruego y amonesto que os esforcéis y dispongáis para la batalla; y puestos en ella, os acordéis que lleváis en vuestras manos las riquezas, la honra, la gloria; y además de esto, vuestra libertad y vuestra patria.

»Si venciéremos, en cualquier parte estaremos seguros: tendremos copia de bastimentos, nos abrirán las puertas los municipios y colonias; pero, si cedemos, todo se volverá contra nosotros y ni lugar ni amigo alguno defenderá a quien no haya antes defendido sus armas.

»Además de esto, oh, soldados, es muy otra nuestra precisión que la de los enemigos. Nosotros peleamos por la patria, por la libertad y por la vida; a ellos nada les importa sacrificarse por el poder de algunos pocos. Por eso debéis acometerlos con más brío, trayendo a la memoria vuestro antiguo valor. En vuestra mano estuvo pasar la vida afrentosamente en un destierro; y aún pudisteis algunos, después de haber perdido las haciendas, quedar en Roma, atenidos a la merced ajena. Porque uno y otro os pareció cosa indigna e intolerable a gente honrada, os habéis metido en este empeño.

»Para salir, pues, de él, es menester valor. Nadie trueca la guerra por la paz sino el que vence; y esperar salvarse con la fuga, sin oponer al enemigo las armas con que el cuerpo se defiende, es locura declarada. Siempre en la guerra peligran más los que más temen; por el contrario, el valor sirve de muralla. Cuando pienso, oh, soldados, quiénes sois, y considero vuestras hazañas, entro en gran confianza de la victoria. Vuestro brío, vuestra edad, vuestro valor me alientan mucho; y también la necesidad en que nos hallamos, la cual da esfuerzo aún a los cobardes, y más, no pudiendo el enemigo cercarnos con su muchedumbre por la estrechez del sitio.

»Pero si la fortuna fuese contraria a vuestro valor, procurad no morir sin vender caras vuestras vidas; y no queráis más que os degüellen después de haberos preso y atado como ovejas, que dejar al enemigo en las manos una sangrienta y dolorosa victoria, peleando como varones esforzados».

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Dicho esto, detúvose un poco. Luego, manda dar la señal y conduce a un lugar llano la gente puesta en orden. Después, haciendo retirar todos los caballos, a fin de que los soldados, viendo el peligro igual, se esforzasen más, él mismo a pie escuadrona el ejército, según lo permitían el lugar y el número, porque, conforme se extendía la llanura entre los montes que tenía a su izquierda, y un gran risco que había a la derecha, colocó ocho cohortes de frente, poniendo las demás compañías algo más apiñadas en el cuerpo de reserva, del cual entresacó a todos los centuriones, a los veteranos voluntarios y a cuantos entre los soldados rasos veía bien armados, pasándolos a las primeras filas.

Manda asimismo que Gayo Manlio cuide del ala derecha, y cierto fesulano, de la izquierda, quedándose él con sus libertos y colonos cerca del águila o bandera, que decían ser la misma que tuvo en su ejército Gayo Mario en la guerra con los cimbros.

Por su parte, Gayo Antonio, hallándose enfermo de la gota y no pudiendo asistir a la batalla, entregó el mando del ejército a Marco Petreyo, su legado. Este pone en la frente las cohortes veteranas, que había vuelto a alistar por causa de esta guerra; detrás de ellas coloca el resto del ejército para el socorro; y girando a caballo por las filas, nombra a cada uno de los soldados por su nombre y los exhorta y ruega que miren que van a pelear con unos ladrones desarmados, por la patria, por sus hijos, por sus aras y sus hogares. Como era hombre de guerra, que treinta y más años que militaba con gran crédito y había sido tribuno, prefecto, legado y pretor en el ejército, conocía a los más de ellos y sabía sus particulares hazañas; y con traérselas a la memoria inflamaba los ánimos de los soldados.

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Pero después que, reconocido todo, mandó Petreyo dar la señal con las trompetas, dispone que las cohortes se vayan poco a poco adelantando. Lo mismo hace el ejército enemigo. Ya que llegaron a tiro los ferentarios, trábase la batalla con grandísima vocería, dejan las armas arrojadizas y viénese a la espada.

Los veteranos, acordándose de su valor antiguo, estrechan de cerca a los enemigos. Estos resisten con igual valor, y así se pelea con grandísimo empeño de ambas partes. Entretanto, Catilina con los más desembarazados andaba en el primer escuadrón, socorriendo a los que lo necesitaban, sustituyendo sanos en lugar de heridos, acudiendo a todo, peleando mucho por sí mismo e hiriendo frecuentemente al enemigo. En suma, hacía a un mismo tiempo los oficios de buen general y de soldado valeroso.

Cuando Petreyo, al revés de lo que tenía creído, vio que Catilina resistía con tanto esfuerzo, hace que la cohorte pretoria rompa por medio de los enemigos, con lo que, desordenándolos, mata a cuantos le hacían frente y acomete después por ambas partes a los de los lados. Manlio y el fesulano caen peleando entre los primeros.

Catilina, luego que vio deshecho su ejército y que le habían dejado con muy pocos, acordándose de su nobleza y de su antiguo estado, métese por lo más espeso de los enemigos, donde peleando cayó atravesado de heridas.

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Acabada la batalla, se echó de ver cuánta determinación y esfuerzo había en el ejército de Catilina, porque casi el mismo sitio que cada soldado ocupó al darse la batalla, cubría después con su cadáver; solo aquellos pocos a quienes desordenó la cohorte pretoria, rompiendo por medio de ellos, murieron algo separados; pero todos haciendo cara al enemigo.

Catilina fue hallado entre los muertos, lejos de los suyos, que aún respiraba y mantenía en su rostro aquella fiereza que había tenido vivo. Últimamente, de todo aquel ejército, ni en la batalla ni en el alcance se hizo siquiera un ciudadano prisionero: de tal suerte habían todos mirado tan poco por sus vidas como por las de sus enemigos.

Ni la victoria fue para el ejército del pueblo romano alegre o poco costosa: porque los más valerosos o habían muerto en la batalla o habían sido gravemente heridos, y muchos que salieron de los reales por curiosidad o por despojar a los enemigos se encontraban entre los cadáveres, unos con el amigo, otros con el huésped o el pariente; y hubo algunos que aún a sus enemigos conocieron. De esta suerte la alegría y la tristeza, el gozo y los llantos iban alternando por todo el ejército.

«Muerte de Catilina (56-61)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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