Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Como Níobe, toda lágrmas.
Shakespeare
La cita está muy manida, como muchas otras de Hamlet; sin embargo, ¿la mitad de aquellos cuyos labios la pronuncian tienen algo más que un vago conocimiento de la historia de Níobe y de la causa de sus lágrimas? El noble grupo escultórico —atribuido a Praxíteles— de Níobe y el último hijo que le quedaba, en el palacio de los Uffizi de Florencia, ha sido reproducido tantas veces que también ha contribuido a que la angustiada figura de la reina tebana sea familiar en la tragedia pictórica, de modo que, mientras perduren las obras de esos titanes del arte, Shakespeare y Praxíteles, no se necesitará otro monumento para la memoria de Níobe.
Como muchos de los relatos mitológicos, su tragedia es la historia de la venganza de un dios enfurecido contra un mortal. Era hija de Tántalo, y su marido era Anfión, rey de Tebas, hijo a su vez de Zeus. De ella nacieron siete bellas hijas y siete hermosos y galantes hijos, y no era por su propia belleza, ni por la fama de su marido, ni por su orgullosa ascendencia y la grandeza de su reino por lo que la reina de Tebas era arrogante en su orgullo. Estaba muy segura de que ninguna mujer había tenido hijos como los suyos, cuyos iguales no se encontraban ni en la tierra ni en el cielo. Incluso en nuestros días hay madres mortales que sienten lo mismo que Niobe.
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Pero entre los inmortales también había una madre con hijos a los que consideraba sin par. Leto, madre de Apolo y Ártemis, estaba magníficamente segura de que en todos los tiempos, ni en la eternidad venidera, podría haber un hijo y una hija tan perfectos en belleza, en sabiduría y en poder como los dos que eran suyos. Proclamó en voz alta su orgullosa creencia, y cuando Niobe la oyó se rio con desprecio.
—La diosa tiene un hijo y una hija —dijo—. Hermosos y sabios y poderosos podrán ser, pero yo he dado a luz siete hijas y siete hijos, y cada hijo es más que semejante a Apolo; cada hija, más que semejante a Ártemis, la diosa de la luna.
Y a sus jactanciosas palabras Leto prestó oídos, y la ira comenzó a crecer en su corazón.
Cada año, el pueblo de Tebas solía celebrar un gran festival en honor de Leto y de sus hijos, y fue un mal día para Níobe cuando se encontró con la multitud que, coronada de laurel, llevaba incienso para depositar ante los altares de los dioses cuyas glorias se habían reunido para celebrar.
—¡Oh, insensatos! —dijo, y su voz estaba llena de desprecio—. ¿No soy yo más grande que Leto? Soy la hija de una diosa; mi marido, el rey, el hijo de un dios. ¿Acaso no soy hermosa y reina como la misma Leto? Y, sin duda, soy mucho más dichosa que la diosa, que solo tiene una hija y un hijo. ¡Mirad a mis siete nobles hijos! ¡Contemplad la belleza de mis siete hijas, y ved si en belleza y en todo lo demás no igualan a los moradores del Olimpo!
Y cuando el pueblo miró y gritó en voz alta, pues en verdad Níobe y sus hijos eran como dioses, su reina dijo:
—No desperdiciéis vuestras plegarias, pueblo mío, sino rezad a vuestro rey, a mí y a mis hijos, que nos fortalecen y hacen que nuestra fuerza sea tan grande que podamos despreciar a los dioses.
En su hogar en la cima de la montaña de Cintia, Leto escuchó las arrogantes palabras de la reina de Tebas, y de la misma forma en que una ráfaga de viento convierte las cenizas humeantes en un fuego devorador, su creciente ira se convirtió en furia. Llamó a Apolo y Ártemis y les ordenó que vengaran el insulto blasfemo que se les había hecho a ellos y a su madre. Y los dioses gemelos escucharon con corazones encendidos.
—¡Serás vengada! —exclamó Apolo—. ¡La desvergonzada aprenderá que no sale ilesa quien profana el honor de la madre de los dioses inmortales!
Y con sus arcos de plata en las manos, Apolo, el que dispara de lejos, y Ártemis, la doncella cazadora, se apresuraron a Tebas. Allí encontraron a todos los jóvenes nobles del reino practicando sus deportes. Algunos cabalgaban, otros corrían en cuadrigas, y los siete hijos de Níobe sobresalían en todo.
Apolo no perdió el tiempo. Una flecha de su carcaj voló, como vuela un rayo de la mano de Zeus, y el primogénito de Níobe cayó, como un pino joven quebrado por el viento, en el suelo de su carro vencedor. Su hermano, que le seguía, bajó velozmente a las Sombras pisándole los talones a su compañero. Dos de los otros hijos de Níobe estaban luchando juntos, con sus grandes músculos moviéndose bajo la piel de satén blanco que cubría sus cuerpos perfectos, y, mientras se agarraban el uno al otro, otra flecha fue lanzada desde el arco de Apolo, y ambos muchachos cayeron, unidos por una flecha, sobre la tierra, y allí expiraron sus vidas.
Su hermano mayor corrió en su ayuda, y a él también le llegó la muerte, rápida y segura. Los dos más jóvenes, mientras clamaban misericordia a un dios desconocido, fueron precipitados tras ellos por las certeras flechas de Apolo. Los gritos de los que presenciaron esta terrible matanza no tardaron en llevar a Níobe al lugar donde yacían muertos sus hijos. Sin embargo, incluso entonces, su orgullo no fue vencido y desafió a los dioses y a Leto, a cuyos celos atribuyó el destino de sus «siete lanzas».
—¡Aún no has vencido, Leto! —gritó—. Mis siete hijos yacen muertos, pero aún me quedan las siete bellezas perfectas que he dado a luz. Intenta igualarlas, si puedes, con la belleza de los dos tuyos. Aún soy más rica que tú, cruel y envidiosa madre de una hija y un hijo.
Pero mientras hablaba, Ártemis había tensado su arco, y, como la guadaña de un segador corta rápidamente, una tras otra, las altas flores blancas del prado, así sus flechas mataron a las hijas de Níobe. Cuando solo quedó una, el orgullo de Níobe se quebró. Rodeó con sus brazos la pequeña y esbelta figura de su hija menor, de cabellos dorados, miró al cielo y clamó misericordia a todos los dioses.
—¡Es tan pequeña! —se lamentó—. ¡Tan joven, tan querida! Todos vosotros, perdonadme a una —dijo—, ¡solo una entre tantos!
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Pero los dioses se rieron. Como una áspera nota musical sonó el tañido del arco de Ártemis. Atravesada por una flecha de plata, la niña yacía muerta. La dignidad de Leto había sido vengada.
Abrumado por la desesperación, el rey Anfión se suicidó, y Níobe se quedó sola contemplando la ruina que la rodeaba. Durante nueve días permaneció sentada, como una Raquel griega, llorando por sus hijos y negándose a ser consolada, porque ellos ya no estaban. Al décimo día, el espectáculo fue demasiado para los corazones sobrehumanos de los dioses. Convirtieron los cuerpos en piedra y ellos mismos los enterraron. Y cuando contemplaron el rostro de Níobe y vieron en él una angustia desgarradora que ninguna mano humana podía detener ni la palabra de ningún dios consolar, los dioses fueron misericordiosos. Su dolor quedó inmortalizado, pues Níobe, a voluntad de ellos, se convirtió en piedra y fue llevada por una tempestad de lamentos hasta la cima del monte Sípilo, en Lidia, donde un manantial de Argos llevaba su nombre. Sin embargo, aunque Níobe era una roca, de sus ciegos ojos de piedra seguían brotando lágrimas, un claro torrente de agua corriente, símbolo de la angustia y el dolor interminable de una madre.
«Níobe» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com