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Prometeo y Pandora

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

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Quienes observan el desarrollo mental de los niños deben de haber notado que el bebé, cuando ha aprendido a hablar aunque sea un poco, empieza a mostrar su creciente inteligencia haciendo preguntas.

«¿Qué es esto?», podría empezar preguntando respecto a cosas que aún le son un misterio. Pronto llega a preguntas de más sustancia: «¿Por qué esto es así?», «¿Cómo ha ocurrido?». Y conforme avanza el desarrollo intelectual del niño, el meticuloso y concienzudo padre a menudo se enfrenta a preguntas que no puede responder por falta de conocimiento.

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Como con los niños, también ha sido así con los humanos. El hombre siempre ha venido al mundo preguntando: «¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué?». Así ha sido con los hebreos, los griegos, los maoríes, los aborígenes australianos, los nórdicos… En una palabra: cualquier cultura humana se ha creado una explicación de la existencia, una respuesta a preguntas como las de los niños: «¿Quién creó el mundo? ¿Qué es Dios? ¿Qué hizo a un dios pensar en el fuego, el aire y el agua? ¿Por qué soy como soy?».

A la explicación de la creación y existencia dada por los griegos vienen las historias de Prometeo y de Pandora. El mundo, como era al principio, para los griegos era un mundo semejante a lo que podemos leer en el libro del Génesis: «sin forma y vacío». Era un mundo sin sol, en el que la tierra, el aire y el mar estaban mezclados, y sobre los cuales reinaba una divinidad llamada Caos.

Con él gobernaba la diosa Noche, y su hijo era Érebo, dios de la Oscuridad. Cuando los dos hermosos hijos de Érebo, la Luz y el Día, inundaron el espacio sin forma con su resplandor, nació Eros, el dios del Amor, y la Luz, el Día y el Amor, trabajando juntos, convirtieron la discordia en armonía e hicieron de la tierra, el mar y el cielo un todo perfecto. Una raza gigante, una raza de titanes, pobló con el tiempo esta tierra recién hecha, y de ellos uno de los más poderosos fue Prometeo.

A él, y a su hermano Epimeteo, les fue confiada por Eros la distribución de los dones de las facultades y de los instintos a todas las criaturas vivientes del mundo, y la tarea de hacer una criatura inferior a los dioses, algo menos grande que los titanes, pero en conocimiento y en entendimiento infinitamente superior a las bestias, las aves y los peces. En manos de los hermanos titanes, a las aves, bestias y peces les había ido muy bien. Eran titanes en su generosidad, y tan pródigos habían sido en sus dones que, cuando quisieron cumplir las órdenes de Eros, se encontraron con que no quedaba nada para el equipamiento de este ser, que sería llamado hombre.

Sin embargo, Prometeo no se desanimó y cogió arcilla del suelo que tenía a sus pies, la humedeció con agua y le dio una forma semejante a la de los dioses. Eros insufló en su nariz el espíritu de la vida; Palas Atenea le dotó de alma, y el primer hombre contempló maravillado la tierra que iba a ser su herencia. Prometeo, orgulloso de lo bello de su propia creación, hubiera querido dar al hombre un regalo digno, pero no le quedaba ninguno. Estaba desnudo, desprotegido, más indefenso que cualquiera de las bestias del campo, más digno de compasión que cualquiera de ellas, ya que tenía un alma que sufrir.

Sin duda Zeus, el todopoderoso, soberano del Olimpo, tendría compasión del hombre. Pero Prometeo miró a Zeus en vano: no había de tener compasión. Entonces, con infinita piedad, Prometeo pensó en un poder que solo pertenecía a los dioses y que no compartía ninguna criatura viviente sobre la tierra.

—Daremos fuego al hombre que hemos creado —dijo a Epimeteo.

A Epimeteo le pareció imposible, pero para Prometeo nada era imposible. Esperó su momento y, sin ser visto por los dioses, se dirigió al Olimpo, encendió una antorcha hueca con una chispa del carro del Sol y se apresuró a regresar a la Tierra con este regalo regio para el hombre. Sin duda, ningún otro regalo podría haberle proporcionado de forma más completa el imperio que desde entonces ha sido suyo. Ya no temblaba ni se acobardaba en la oscuridad de las cuevas cuando Zeus lanzaba sus rayos por el cielo. Ya no temía a los animales que lo acechaban y lo aterrorizaban.

Armadas con fuego, las bestias se convirtieron en sus vasallas. Con el fuego forjaba armas, desafiaba las heladas y el frío, acuñaba moneda, fabricaba aperos de labranza, introdujo las artes y era capaz tanto de destruir como de crear.

Desde su trono en el Olimpo, Zeus observó la tierra y vio, maravillado, columnas de humo azul grisáceo que ascendían hacia el cielo. Observó más de cerca y se dio cuenta, con terrible ira, de que las flores rojas y doradas que veía en la tierra que los titanes compartían con los hombres procedían del fuego, que hasta entonces había sido el poder sagrado de los dioses. Rápidamente reunió un consejo de los dioses para imponer a Prometeo un castigo adecuado a la blasfema osadía de su crimen. Este consejo decidió finalmente crear algo que encantaría para siempre las almas y los corazones de los hombres, y sin embargo, para siempre, sería la perdición del hombre.

A Hefesto, dios del fuego, cuya provincia había insultado Prometeo, se le encomendó la tarea de crear con arcilla y agua la criatura con la que se vengaría el honor de los dioses. «El cojo Hefesto —dice Hesíodo, poeta de la mitología griega— formó de la tierra una imagen parecida a una casta doncella. Palas Atenea, la de los ojos glaucos, se apresuró a ornamentarla y a vestirla con una túnica blanca. Vistió sobre la coronilla de su cabeza un largo velo, hábilmente confeccionado y admirable a la vista; coronó su frente con graciosas guirnaldas de flores recién abiertas y una diadema de oro que el cojo Hefesto, ilustre dios, había confeccionado con sus propias manos para complacer al pujante Zeus. Sobre esta corona Hefesto había cincelado los innumerables animales que los continentes y el mar nutren en su seno, todos dotados de una gracia maravillosa y aparentemente vivos. Cuando por fin hubo terminado, en lugar de alguna obra útil, esta ilustre obra maestra, trajo a la asamblea a esta doncella, orgullosa de los ornamentos con que la había engalanado la diosa de ojos glaucos, hija de un poderoso señor».

A esta hermosa criatura, destinada por los dioses a ser la destructora del hombre, cada uno de ellos le hizo un regalo. De Afrodita obtuvo la belleza; de Apolo, la música; de Hermes, el don de una lengua conquistadora. Y cuando toda aquella gran compañía del Olimpo hubo otorgado sus dones, llamaron a la mujer Pandora, ‘dotada por todos los dioses’. Así equipada para la victoria, Pandora fue conducida por Hermes al mundo que a partir de entonces sería su hogar. Como regalo de los dioses fue presentada a Prometeo.

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Pero Prometeo, contemplando maravillado los ojos azules y violetas que le había regalado Afrodita y que miraban con asombro los suyos como si fueran tan inocentes como dos violetas humedecidas por el rocío de la mañana, endureció su gran corazón y no quiso saber nada de ella. Como un héroe —un digno descendiente de titanes— dijo en años posteriores: Timeo Danaos et dona ferentes, «Temo a los griegos, incluso cuando traen regalos». Y Prometeo, el muy osado, sabiendo que merecía la ira de los dioses, vio traición en un regalo exteriormente tan perfecto. No solo no quiso aceptar esta exquisita criatura como suya, sino que se apresuró a advertir a su hermano para que también la rechazara.

Pero bien que se llamaban Prometeo (Previsión) y Epimeteo (Pensamiento Tardío). A Epimeteo le bastó mirar a esta mujer sin par, enviada por los dioses, para amarla y creer en ella plenamente. Era la cosa más bella de la tierra, digna de los dioses inmortales que la habían creado. Perfecta era también la felicidad que llevaba consigo a Epimeteo. Antes de su llegada, como él bien sabía ahora, el hermoso mundo había estado incompleto. Desde que ella llegó, las fragantes flores se habían vuelto más dulces para él; el canto de los pájaros, más lleno de melodía. Encontraba nueva vida en Pandora y se maravillaba de cómo su hermano podía haber imaginado que ella podría traer al mundo algo más que paz y alegría.

Ahora bien, cuando los dioses confiaron a los hermanos titanes la dotación de todos los seres vivos sobre la tierra, tuvieron cuidado de retener todo lo que pudiera causar en el mundo dolor, enfermedad, angustia, amargura de corazón, remordimiento o una pena que destrozara el alma. Todas estas cosas dañinas fueron encerradas en un cofre que fue entregado al cuidado del fiel Epimeteo.

Para Pandora, el mundo al que llegó era fresco, nuevo, lleno de alegrías inesperadas y deliciosas sorpresas. Era un mundo de misterio, pero un misterio del que su gran, adorable y sencillo titán tenía la llave de oro. Cuando vio el cofre que nunca se abría, ¿qué más natural que preguntarle a Epimeteo qué contenía? Pero el contenido solo lo conocían los dioses. Epimeteo era incapaz de responder. Día tras día, la curiosidad de Pandora aumentaba. A ella los dioses nunca le habían dado nada que no fuera bueno. Seguramente debía haber allí regalos aún más preciados.

¿Y si los olímpicos la habían destinado a ser la que abriera el cofre, y la habían enviado a la tierra para poder otorgar a este querido mundo, a los hombres que vivían en él, y a su propio magnífico titán, una felicidad y unas bendiciones que solo las mentes de los dioses podrían haber concebido?

Así llegó un día en que Pandora, instrumento inconsciente en manos de un olímpico vengativo, con toda fe y con el valor que nace de la fe y del amor, abrió la tapa de la prisión del mal. Y como de los cofres de las viejas tumbas egipcias aún puede brotar la peste viva y matar, los males largo tiempo encarcelados se precipitaron sobre la hermosa tierra y sobre los seres humanos que vivían en ella: malignos, despiadados, feroces, traicioneros y crueles, envenenando, matando, devorando.

Peste y pestilencia y asesinato, envidia y malicia y venganza y todo tipo de vileza: una fea jauría de lobos fue lo que Pandora desató. El terror, la duda, la miseria, todo se había precipitado de inmediato para atacar su corazón, mientras que los males con los que nunca había soñado aguijoneaban la mente y el alma en el espanto y el horror, cuando, cerrando apresuradamente la tapa del cofre, trató de deshacer el mal que había hecho.

Y he aquí que descubrió que los dioses solo habían aprisionado un buen don en aquel infierno de horrores y de fealdad. En el mundo nunca había habido necesidad de la Esperanza. ¿Qué trabajo tenía que hacer la Esperanza donde todo era perfecto, y donde cada criatura poseía el deseo del cuerpo y del corazón? Por eso la Esperanza fue introducida en el cofre que contenía los males, una estrella en una noche negra, un lirio creciendo en un estercolero. Y cuando Pandora, con los labios blancos y temblorosa, miró dentro de la caja vacía, el valor volvió a su corazón, y Epimeteo dejó caer a su lado el arma que habría matado a la mujer de su amor, porque le llegó, como un trago de vino a un guerrero agotado en la batalla, una visión imperial de los hijos de los hombres a través de todos los eones por venir, combatiendo todos los males del cuerpo y del alma, dispuesta a vencer y conquistar. Así, salvados por la Esperanza, el Titán y la mujer se enfrentaron al futuro, y para ellos se detuvo la venganza de los dioses.

Sobre la tierra, y sobre los hijos de los hombres que eran como dioses en su conocimiento y dominio de la fuerza del fuego, Zeus había tenido su venganza. Para Prometeo reservó otro castigo. Él, el gran osado, otrora querido amigo y compañero del propio Zeus, fue encadenado a una roca del monte Cáucaso por la vengativa deidad. Allí, en una altura vertiginosa, con el cuerpo oprimido contra la roca tostada por el sol, Prometeo tuvo que soportar el tormento de que un buitre de pico repugnante le arrancara el hígado, como si fuera un trozo de carroña tirado en la ladera de la montaña. Durante todo el día, mientras el sol lo azotaba sin piedad y el cielo azul se tornaba de rojo a negro ante sus ojos desgarrados por el dolor, la tortura continuaba. Cada noche, cuando la sucia ave de rapiña que obraba la voluntad de los dioses desplegaba sus oscuras alas y volaba de vuelta a su guarida, el titán soportaba la cruel misericordia de que su cuerpo volviera a crecer entero. Pero al amanecer llegaba de nuevo la sombra silenciosa, el olor de la cosa inmunda, y de nuevo con pico y garras feroces el buitre comenzaba ávidamente su trabajo.

Treinta mil años fue el tiempo de su sentencia, y aun así Prometeo sabía que en cualquier momento podría haber puesto fin a su tormento. Tenía un secreto, un poderoso secreto cuya revelación le habría valido la misericordia de Zeus y le habría restituido el favor del dios todopoderoso. Sin embargo, prefirió soportar sus agonías antes que liberarse cediendo a los deseos de un tirano que había creado al hombre pero le negaba los dones que lo hacían más noble que las bestias y lo elevaban casi a la altura de los olímpicos. Así transcurrieron para él los fatigosos siglos, en un sufrimiento que no conocía tregua, en una resistencia a la que los dioses podrían haber puesto fin. Prometeo había llevado un regalo imperial a los hombres que había creado, e imperialmente pagó la pena.

«Prometeo y Pandora» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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