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Jacinto

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

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[…] la triste muerte de Jacinto, cuando el cruel aliento de Céfiro lo mató: Céfiro penitente, que ahora, antes de que Febo suba al firmamento, acaricia la flor en medio de la lluvia sollozante. Keats

«Aquellos a quienes los dioses aman mueren jóvenes»: eso es lo que parece al leer las viejas historias de hombres y mujeres amados por los dioses. A los hombres que fueron considerados dignos de ser compañeros de los dioses, aparentemente no les llegó la buena fortuna. Sin embargo, al fin y al cabo, si incluso en un breve lapso de su vida habían saboreado la felicidad divina, ¿habría que compadecerse de su destino? Más bien, guardémonos las lágrimas para aquellos que, en un mundo gris e incoloro, han visto pasar los días aburridos, cargados de deberes insignificantes, preocupaciones innecesarias e ideales cada vez más limitados, y han llegado a la vejez y a la tumba —no más limitadas que sus vidas— sin haber conocido nunca la plenitud de la felicidad, como la que conocieron los olímpicos, o sin haberse atrevido nunca a llegar a lo más alto y a tener comunión con los inmortales.

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Jacinto era un joven espartano, hijo de Clío, una de las musas, y del mortal con el que esta se había juntado, y de madre, o de padre, o de los mismos dioses, había recibido el don de la belleza. Sucedió un día que, mientras Apolo conducía su carro en su ronda conquistadora, vio al muchacho. Jacinto era tan hermoso a la vista como la más bella de las mujeres, pero no solo estaba lleno de gracia, sino que era musculoso y fuerte como un pino joven y erguido del Olimpo que no teme la furia ciega del viento del norte ni las furiosas tempestades del sur.

Cuando Apolo hubo hablado con él, comprobó que el rostro de Jacinto no desmentía el corazón que llevaba dentro, y el dios sintió con alegría que por fin había encontrado al compañero perfecto, el joven amigo siempre valiente y alegre, cuyo humor estaba siempre dispuesto a responder al suyo. Si Apolo deseaba cazar, Jacinto llamaba a los sabuesos con un alegre grito. Si el gran dios se dignaba pescar, Jacinto estaba listo para recoger las redes y lanzarse, con toda su alma, a la gran aventura de perseguir y pescar los plateados peces. Cuando Apolo deseaba subir a las montañas, a alturas tan solitarias que ni siquiera el movimiento de las alas de un águila rompía la quietud eterna, Jacinto —sus fuertes miembros eran demasiado perfectos para que el cincel de cualquier escultor los reprodujera dignamente— estaba listo y ansioso por subir. Y cuando, en la cima de la montaña, Apolo contemplaba en silencio el espacio ilimitado y veía el carro plateado de su hermana Ártemis elevarse lentamente hacia el azul profundo del cielo, plateando la tierra y el agua a su paso, nunca era Jacinto el primero en hablar, con palabras que rompieran el hechizo de la perfecta belleza de la naturaleza, compartida en perfecta compañía. También había momentos en los que Apolo tocaba su lira y en los que nada más que la música de su propia creación podía colmar su anhelo.

Y cuando llegaban esos momentos, Jacinto se sentaba a los pies de su amigo —del amigo que era un dios— y escuchaba, con ojos de extasiada alegría, la música que hacía su maestro. Este amigo del dios sol era un amigo perfecto.

Pero no era solo Apolo el que deseaba la amistad de Jacinto.

Céfiro, dios del viento del sur, lo había conocido antes de que Apolo se cruzara en su camino, y lo había deseado ávidamente como amigo. Pero ¿quién podía enfrentarse a Apolo? Céfiro observó malhumorado su amistad siempre floreciente, y en su corazón los celos se convirtieron en odio, y el odio le susurró venganza. Jacinto sobresalía en todos los deportes, y cuando jugaba al disco era una auténtica alegría para Apolo, que amaba todas las cosas bellas, contemplar cómo se ponía en pie para lanzarlo con sus músculos tensos haciéndole parecer Hermes, listo para despreciar la tierra que se le acumulaba en los pies. Jacinto lanzaba incluso más lejos que el dios, su amigo, y su alegre risa cuando lo conseguía hacía sentir al dios que ni el hombre ni el dios podrían envejecer jamás. Y así llegó aquel día, predestinado por las moiras, en que Apolo y Jacinto jugaron un partido juntos. Jacinto hizo un valiente lanzamiento, y Apolo ocupó su lugar y lanzó el disco alto y lejos. Jacinto corrió hacia delante ansioso por medir la distancia, gritando de emoción por un lanzamiento que había sido digno de un dios.

Céfiro tuvo así su oportunidad: rápidamente, a través de las copas de los árboles, corrió el murmurante viento del sur y golpeó el disco de Apolo con mano cruel. Se estrelló contra la frente de Jacinto, golpeando los mechones que yacían sobre ella, atravesando la piel, la carne y el hueso, derribándolo a tierra. Apolo corrió hacia él y lo levantó en brazos. Pero la cabeza de Jacinto caía sobre el hombro del dios, como la cabeza de un lirio cuyo tallo se rompe. La sangre roja brotó al suelo, un torrente inextinguible, y la oscuridad cayó sobre los ojos de Jacinto, y, junto con el fluir de la sangre de su vida, su gallarda y joven alma se marchó.

—¡Ojalá pudiera morir por ti, Jacinto! —gritó el dios, con el corazón a punto de rompérsele—. Te he robado tu juventud. Tuyo es el sufrimiento; mío, el crimen. Yo te cantaré por siempre, ¡oh, amigo perfecto! Y por siempre vivirás como una flor que hablará a los corazones de los hombres de la primavera, de la eterna juventud, de la vida que vive para por siempre.

Mientras hablaba, brotó de las gotas de sangre a sus pies un ramillete de flores, azules como el cielo en primavera, pero que colgaban sus cabezas como apenadas.

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Y todavía, cuando el invierno ha terminado y el canto de los pájaros nos habla de la promesa de la primavera, si vamos a los bosques, encontramos huellas del juramento del dios sol. Los árboles se cubren de capullos sonrosados, las ramas de los sauces se engalanan con amentos plateados salpicados de oro. Los alerces, como esbeltas dríades, lucen un ropaje plumoso de un verde tierno, y bajo los árboles del bosque las prímulas miran hacia arriba, como estrellas caídas. Avanzamos por el sendero del bosque, pisando fragantes agujas de pino y hojas de haya del año anterior que aún no han perdido su radiante ámbar. Y en un recodo del camino el dios sol brilla de repente a través de las grandes ramas oscuras de los gigantes del bosque, y ante nosotros se extiende una mancha de un azul exquisito, como si un dios hubiera robado el cielo y arrancado de él un fragmento precioso que parece vivo y en movimiento, entre el sol y la sombra.

Y, mientras miramos, el sol lo acaricia, y el viento del sur mueve suavemente las pequeñas flores en forma de campana del jacinto silvestre al barrerlas suavemente. Así sigue viviendo Jacinto; así siguen Apolo y Céfiro amando y llorando a su amigo.

«Jacinto» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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