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Leto y los aldeanos

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

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En las noches tropicales se oye su estruendo sonoro y acampanado que sube de los pantanos, y, cuando no se las ve, el canto de las ranas toro sugiere criaturas llenas de solemne dignidad. El graznido de sus hermanos menores es menos impresionante, pero no se puede escapar de él en esas tardes en las que las alas iridiscentes de las libélulas se pliegan para dormir, y los pájaros de las ramas están quietos, cuando los lirios del estanque han cerrado sus corazones dorados, e incluso las truchas que se alimentan tarde han dejado de chapotear y formar remolinos en el agua tranquila. «¡Croac! ¡Croac! ¡Croac! —dicen—. ¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!».

Es incesante, interminable. Continúa como el zumbido de las ruedas de un gran reloj que nunca puede detenerse: una queja melancólica contra las dificultades del destino, una protesta estridente contra las cosas tal como son.

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Esta es la historia de las ranas que han contribuido a las burlas de Aristófanes, las moralejas de Esopo, y que siempre han sido, más o menos, consideradas como las cómicas menores del mundo animal.

Leto, o Latona, era la diosa de las noches oscuras, y a ella concedió el poderoso Zeus el dudoso favor de su amor errante. Grande fue la ira de Hera, su reina, cuando descubrió que ya no era la esposa más querida de su omnipotente señor, y con furiosos reproches desterró a su rival a la tierra. Y cuando Leto llegó al lugar de su destierro, se encontró con que la vengativa diosa había jurado que impondría su interdicto eterno a cualquiera, mortal o inmortal, que osara mostrar alguna amabilidad o piedad hacia ella, cuya única culpa había sido que Zeus la amara. Vagó de un lugar a otro, marginada incluso entre los hombres, hasta que llegó a Licia.

Una noche, cuando la oscuridad de la que era diosa acababa de empezar a caer, llegó a un valle verde y agradable. La hierba suave y fresca era un deleite para sus pies cansados, y cuando vio el brillo plateado del agua se regocijó, porque tenía la garganta seca y los labios agrietados y estaba muy cansada. Junto al estanque, donde flotaban los nenúfares, crecían sauces grises y frescos mimbres verdes, que estaban siendo cortados por una multitud de aldeanos que charlaban mientras tanto.

Humildemente, porque muchas palabras groseras y duros desaires le había acarreado el dictado de Hera durante sus andanzas, Leto se acercó a la orilla del estanque y, arrodillándose, estaba a punto de beber, cuando los campesinos la vieron. Ruda y groseramente le dijeron que se fuera, que no se atreviera a beber sin ser invitada del agua cristalina junto a la que crecían sus sauces. Leto les miró lastimosamente a la cara, y sus ojos eran como los de una cierva a la que los cazadores han apurado mucho.

—Sin duda, buena gente —dijo, y su voz era triste y baja—, el agua es gratis para todos. He viajado muy lejos y estoy casi muerta de cansancio. Tan solo concededme que moje mis labios en el agua para beber un buen trago. Por piedad, concededme este favor, pues perezco de sed.

Ásperas y groseras fueron las voces burlonas que respondieron. Más groseras aún fueron las burlas que hicieron. Entonces uno, más audaz que sus compañeros, desdeñó con el pie la figura arrodillada de la muchacha, mientras que otro se puso delante de ella y, metiéndose en el estanque, profanó su claridad removiendo el barro que había debajo con sus grandes pies extendidos.

Los campesinos rieron a carcajadas esta alegre broma y rápidamente siguieron su ejemplo, como las ovejas descerebradas, que siguen a la que se mete por un hueco. No tardaron en saltar y bailar alegremente en lo que hasta entonces había sido un estanque cristalino. Los nenúfares y los nomeolvides azules quedaron pisoteados, y los peces que tenían su hogar bajo las piedras musgosas huyeron despavoridos. Solo salía el lodo sucio e inmundo, y los aldeanos se reían a carcajadas al ver los estragos que habían causado.

La diosa Leto se puso en pie. Ya no parecía una simple mujer, exhausta, hambrienta y sedienta tras haber llegado de muy lejos. Ante los sorprendidos ojos de ellos, creció hasta alcanzar la estatura de los dioses inmortales. Y sus ojos eran oscuros como un mar enfurecido.

—¡Desvergonzados! —dijo, con una voz como la de una tormenta que arrasa bosques y montañas—. ¡Ah, desvergonzados! ¿Es así como queréis desafiar a quien ha habitado en el Olimpo? He aquí que de ahora en adelante tendréis vuestra morada en el fango de los estanques cubiertos de verdín, vuestros hogares en el agua que vuestros pies planos han profanado.

Mientras hablaba, un cambio, extraño y terrible, recorrió el cuerpo de los aldeanos. Su redujo su estatura. Se volvieron rechonchos y gordos. Sus manos y pies estaban palmeados, y sus bocas sonrientes se convirtieron en grandes y tristes aberturas por las que tragaban gusanos y moscas. Sus pieles eran verdes, amarillas y marrones, y, cuando quisieron gritar pidiendo clemencia, de sus gargantas solo salía el «¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!» que tan bien conocemos.

Y cuando aquella noche la diosa de las tinieblas se envolvió en paz en el manto negro, plateado y salpicado de estrellas que nadie podía arrebatarle, del estanque sobre el que colgaban los sauces grises surgió, lloroso, el clamor de un gran lamento. Pero no había palabras lastimeras: solo la queja incesante y áspera de las ranas que oímos en los pantanos.

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Desde entonces, el mundo se fue con Leto. Bajó a la orilla del mar, y, cuando extendió los brazos en un anhelante llamamiento a las islas Egeas que yacían como flores púrpuras esparcidas, muy separadas, sobre una suave alfombra de límpido azul, Zeus escuchó su plegaria. Pidió a Poseidón que enviara un delfín para llevar a la mujer que amaba a la isla flotante de Delos, y, cuando la hubo llevado allí sana y salva, encadenó la isla con cadenas de adamante al fondo de doradas arenas del mar.

Y en este santuario le nacieron a Leto dos hijos gemelos, que más tarde se contarían entre los más famosos de los dioses inmortales: el dios y la diosa Apolo y Ártemis.

Sin embargo, hay momentos, cuando miramos los cuerpos achaparrados y broncíneos de las ranas —de bronce verdoso, marrón oscuro moteado, y todo salpicado de oro, las comisuras vueltas hacia abajo de sus bocas melancólicas, sus intensos ojos negros aterciopelados con bordes dorados—, en los que los lastimeros croares que salen de sus gargantas de pálido color narciso despiertan realmente una simpatía con su apelación contra los inexorables decretos del destino.

—¡No sabíamos! ¡No comprendíamos! ¡Tened piedad de nosotros! Todos, ¡compadecednos! ¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!

«Leto y los aldeanos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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